15. La negociación

En las semanas siguientes, un verdadero caos se adueñó de la colonia Ares-III. Exceptuándome a mí y, hasta cierto punto, a Steve, todos los demás parecían haber perdido el control. Afortunadamente, la mayor parte de los mecanismos encargados del mantenimiento de las condiciones de vida en la burbuja funcionaban de forma automática. De no ser así, sin duda habría habido más de una catástrofe, por olvido o distracción de alguno de los responsables.
Aunque Dimitri intentó volverse a reunir conmigo, me negué terminantemente a ello, pues ya le había proporcionado toda la información y las pruebas que necesitaba y no tenía nada más que añadir. Cuando me hiciera una propuesta concreta, que pudiera presentar a los marcianos, reanudaría las conversaciones, pero, mientras no la hubiera, no deseaba perder el tiempo en discusiones inútiles.
Comprendo que estuviera furioso. Le había hecho quedar mal, precisamente cuando esperaba sacar partido del descubrimiento y se consideraba a punto de dar un gran salto en su carrera. Ahora, hasta era posible que lo destituyeran. Pero claro, yo no podía prever eso, y aunque lo hubiera previsto no podía actuar de otra manera.
A partir de aquel día, y aunque seguí desempeñando mis deberes en el laboratorio de cultivos hidropónicos, me negué a aceptar de Tarkov cualquier otro tipo de órdenes, escudándome, como el día de la reunión, en mi carácter de representante de los marcianos, que me ponía en una posición ambigua de la que estaba dispuesta a aprovecharme. Aunque la organización casi militar de la colonia daba a Dimitri una autoridad prácticamente absoluta, en mi trabajo de corresponsal yo había conseguido eludirla más de una vez con subterfugios, pero ahora había llegado el momento de desobedecerle abiertamente.
Tarkov era demasiado diplomático para chocar conmigo y demasiado listo para pedir ayuda a la Tierra, pero no por eso se encontraba inerme. De pronto, comencé a darme cuenta de que se me hacía el vacío, de que mis compañeros me rehuían y escapaban con diversos pretextos cuando intentaba hablar con ellos. Ni siquiera tenía el consuelo de cambiar impresiones con Steve, el único que me inspiraba confianza, pues Tarkov lo había enviado al Aventura en una misión secreta de la que tardaría muchos días en volver. Así pues, me encontraba completamente sola, y no dudé de que la situación había sido planeada por el jefe de la colonia, con la intención de presionarme.
La reacción de Marcel Dufresne ante estos hechos me resultó divertida, al principio. En seguida me di cuenta de que me tenía pánico. Sin duda estaba convencido de mi influencia con los marcianos y de los poderes de éstos, y temía que le hiciera pagar las burlas de que me había hecho objeto. Cuando le resultaba imposible evitarme, me trataba con la más abyecta obsequiosidad.
Tuve que sufrir especialmente la hostilidad de mis compañeras de habitación, que no podían rehuirme, pues forzosamente coincidíamos a la hora de acostarnos, pero lo compensaban asaltándome con sus reproches y obligándome a enzarzarme en largas y penosas discusiones que no llevaban a ninguna parte.
-¡Es inaudito! -exclamó cierta noche Inge Borland-. ¡Nunca lo hubiera creído de ti, Irene! ¡Tú que parecías una chica tan simpática y tan bien educada!
-¿Qué tienes que reprocharme? -pregunté algo seca, pues sabía lo que venía a continuación.
-¡Casi nada! Que te has convertido en un monstruo de ambición y de soberbia y te niegas a escuchar nuestros consejos.
-¿Por ejemplo?
-Lo sabes muy bien. ¿Por qué no descubres dónde se esconden los marcianos? ¿No te das cuenta de que pueden destruirnos? ¡Hay que hacer algo cuanto antes! De lo contrario, podemos morir en cualquier momento.
-Te equivocas, Inge. No corremos peligro. Y yo no actúo así por ambición. Es que no puedo traicionarles.
-¿Y no se te ha ocurrido pensar que lo que estás haciendo es una traición a la Tierra?
-Ésta se ha pasado a los marcianos en cuerpo y alma -intervino Nina Fedorovna-. No me sorprendería que ella misma les haya dado la idea del terremoto.
-Os aseguro que no he hecho ni voy a hacer nada que pueda causar daño a uno solo de nosotros.
-Ya nos has hecho daño, Irene, aunque te niegues a reconocerlo.
-Eso no es verdad, Inge -repliqué-. Ya sé que ves las cosas de distinta forma que yo, pero te ruego que me comprendas. No puedo aceptar tus consejos, porque están en contra de mis principios.
-¡Ya salieron a relucir los principios! -dijo Nina, con displicencia-. ¡Hija! ¡Qué superior te has vuelto!
-Es cierto, Irene -añadió Inge-. Parece como si te creyeras más lista o mejor que nadie. ¿No te has dado cuenta de que estás sola? Nadie opina como tú. ¿Es ése el concepto que tienes de la democracia? ¿Crees que tu opinión tiene que prevalecer sobre la de todos los demás juntos?
-¿Por qué no, si estáis equivocados? Lo bueno y lo malo, lo verdadero o lo falso no dependen de la opinión de la mayoría. La democracia se aplica a otras cosas. En la ciencia y en la moral no tiene nada que hacer.
-¡Déjala, Inge! -exclamó Nina-. Es mejor que se calle. Oírla me produce náuseas.
Como es lógico, la situación no podía permanecer así indefinidamente. Viendo que Tarkov no conseguía nada, las autoridades de la Tierra decidieron tomar cartas en el asunto y se dirigieron directamente a mí. Entonces comenzó una interminable sucesión de mensajes firmados por comisiones y altos cargos, de categoría cada vez más alta. Pero no tenían nada que ofrecerme, sólo exigían información sobre los marcianos, querían conocer sus puntos débiles, saber dónde se reunían y si había alguna forma de neutralizarlos o de anular sus poderes, demasiado evidentes para despreciarlos. Y como yo no estaba dispuesta a hablar con ellos en esas condiciones, todos estos intentos terminaron en un rotundo fracaso.
Cierto día, entre los documentos que recibí en mi cada vez más abultada correspondencia, observé con sorpresa la copia de un informe oficial del gobierno mundial. Sospechando que tuviera algo que ver conmigo, me apresuré a leerlo. Era muy escueto:
“Hoy, lunes, trece de abril del año 2043, el gobierno de la Tierra tiene el honor de anunciar un hecho sensacional: el hombre acaba de establecer contacto, por primera vez en la historia, con seres extraterrestres inteligentes. El descubrimiento ha sido realizado por la periodista Irene Pinedo, en el planeta Marte. Los marcianos, cuyo paradero exacto sólo ella conoce, parecen poseer poderes extraordinarios y un gran dominio de las fuerzas naturales, aunque esto no podrá confirmarse hasta que los conozcamos mejor, lo que hasta el momento no ha sido posible, por causas ajenas a la voluntad del gobierno. En cuanto se disponga de más información, ésta se irá haciendo pública por medio de nuevos comunicados”.
Me quedé estupefacta. Después de tanto secreto, el gobierno divulgaba la existencia de los marcianos por iniciativa propia. ¿Qué significaba esto? Tenía que saberlo y, sin perder un momento, me dirigí a la sección de transmisiones, dispuesta a enviar un mensaje a la Tierra. Pero allí me encontré con la desagradable sorpresa de que las restricciones no se habían levantado y que Tarkov acababa de confirmar la orden de que se me impidiera establecer contacto con los medios de comunicación. Seguía, pues, aislada, y el informe del gobierno no había cambiado las cosas.
Mientras regresaba sin darme prisa a la sección de cultivos hidropónicos, medité profundamente sobre lo que acababa de ocurrir y, poco a poco, fui intuyendo las razones ocultas de la acción del gobierno: sin duda se habían visto obligados a publicar el secreto tan celosamente guardado porque, a medida que la noticia era conocida por un número creciente de personas, el peligro de una filtración incontrolada se hacía cada vez mayor. Por eso habían decidido adelantarse y aprovechar la ocasión para presionarme aún más.
Volví a leer el informe oficial y esta vez me fijé en que estaba cuidadosamente manipulado. Aunque se citaba mi nombre como descubridora, se daba a entender que yo sabía de los marcianos mucho más de lo que decía, y que oscuros motivos me llevaban a ocultar dicha información, que me guardaba para mis propios fines. Comprendí que el objeto de la comunicación era atacar mi resistencia desde dos frentes, simultáneamente. Por un lado, se me elevaba a la categoría de heroína popular, se me hacía de pronto mundialmente famosa, con la intención de halagarme y disminuir mi resistencia. Por otro, se me amenazaba sutilmente con la posibilidad de perder toda esa fama en un solo instante, pues el favor del pueblo cambia con tanta facilidad como la veleta sigue al viento.
“Nosotros te hemos convertido en un ídolo popular” venía a decir el mensaje subliminal que el gobierno me enviaba, “pero, cuando queramos, dejarás de serlo y te convertirás en enemiga de la humanidad. Todas las alabanzas que ahora se te dedican pueden transformarse, en un abrir y cerrar de ojos, en vituperios. Ten cuidado, Irene. De ti depende conservar la popularidad de que ahora gozas”.
Mis temores no tardaron en confirmarse. Inmediatamente después de la publicación de la noticia, aumentaron las presiones, con amenazas cada vez más claras y concretas, y exigencias inaceptables para mí, pues tenían por objeto poner al gobierno de la Tierra en condiciones de dominar o controlar a los marcianos. Felizmente para éstos, yo era inmune a ese tipo de ataques. Ni deseaba una popularidad que no había buscado ni, en consecuencia, temía su pérdida. Por eso seguí adelante, sin mirar a derecha ni a izquierda y decidida a ser fiel a mis principios y a la causa que había abrazado, y me negué a tratar con nadie, salvo con la cúspide de la autoridad terrestre, con objeto de presentarles las ofertas y las condiciones de los marcianos para alcanzar un acuerdo entre los dos planetas.
Durante dos semanas, el tira y afloja continuó sin tregua, hasta que el veintiocho de abril estalló la bomba: Yo, Irene Pinedo, una periodista sin importancia, debía viajar inmediatamente a la Tierra para entrevistarme con el presidente del gobierno mundial. Todo el mundo en la colonia, empezando por Tarkov, se quedó sin habla. Al parecer, esa audiencia significaba la capitulación del gobierno y el reconocimiento oficial de mi posición como representante de los marcianos. Parecía el triunfo de mis tesis y el principio de las negociaciones entre los dos planetas.
Sin embargo, yo no las tenía todas conmigo y temía que esta aparente marcha atrás ocultara alguna trampa. Por ello, antes de aceptar, impuse una condición: exigí garantías de que, una vez acabada la audiencia, podría regresar a Marte sin ninguna dificultad. Era una petición extraña y no fue bien comprendida, pero al menos la aceptaron, y yo comencé a prepararme para el gran viaje.
Naturalmente, Steve MacDunn iba a ser el responsable de dirigir el Aventura en su regreso a la Tierra. Con sólo cuatro tripulantes y una pasajera, la nave parecía extrañamente vacía. Los meses de viaje se me hicieron muy largos. Sobre todo, me preocupaba haber perdido el contacto con los marcianos, aunque estaba razonablemente segura de que no se tomarían medidas contra ellos en mi ausencia. Por otra parte, la compañía de Steve me llenaba de felicidad.
Apenas puse pie en el espaciopuerto terrestre, se me condujo a una suite en uno de los mejores hoteles de la capital, donde podría descansar algunas horas para reponerme del interminable viaje que acababa de realizar. Aparentemente, se me concedían los más altos honores, pero no me dejé engañar: no me costó trabajo darme cuenta de que el ala del hotel donde yo me encontraba estaba totalmente desierta, que había varios guardias vigilando mi puerta y que los medios de comunicación de mi suite estaban desconectados. En realidad, me encontraba en una cárcel de lujo.
A la mañana siguiente, a primera hora, vinieron a buscarme para conducirme al palacio presidencial. Al entrar en el edificio, observé que la guardia parecía más nutrida que de costumbre. “Esta vez la cosa va en serio” pensé. “Menos mal que vengo preparada para la entrevista”.
El presidente del gobierno mundial era un hombre más bien bajo, de aspecto bonachón que contradecían sus ojos, de un brillo acerado y parcialmente ocultos tras unas gafas de cristales oscurecidos. Me recibió en su despacho, se levantó al entrar yo, me estrechó la mano y me indicó que me sentara en una silla, frente a su mesa. No se molestó en tratar de dar a la reunión una impresión amistosa, pero tampoco habría logrado engañarme si lo hubiera hecho.
-Señorita, últimamente me ha dado usted muchos quebraderos de cabeza -fueron sus primeras palabras.
-No ha sido culpa mía -repuse.
-Sin embargo, usted siempre se ha negado a colaborar con nosotros. ¿Puedo preguntarle por qué?
-He contestado a esa pregunta más de una vez. Sin duda tiene usted mi respuesta en esa carpeta -añadí, señalando un abultado dossier que el presidente tenía sobre la mesa.
Sin dignarse hacer una señal afirmativa, cambió bruscamente la dirección de sus palabras.
-Es curioso que se resista usted tanto a darnos información sobre los marcianos. Quizá no sean tan poderosos como aparentan. ¿Acaso teme usted por ellos?
Comprendí que el presidente era un adversario peligroso y decidí responderle con un argumento que entendiera perfectamente.
-Los marcianos tienen un dominio completo de su planeta. Podrían destruirlo, si quisieran.
-Eso habría que probarlo.
-¿Correría usted ese riesgo?
El presidente parecía un esgrimidor. Eludiendo darme una respuesta directa, se lanzó a fondo hacia el punto que tanto él como yo deseábamos alcanzar.
-Vamos a ver si podemos llegar a un acuerdo. ¿Cuáles son las condiciones de los marcianos?
-No imponen condición alguna. No son ellos quienes nos han invadido. Lo único que desean es asegurar su propia supervivencia.
-Un objetivo muy loable.
-Pero que no siempre se tiene en cuenta. La historia de la humanidad está llena de casos de genocidio, del aplastamiento o la aniquilación de pueblos enteros por otros más fuertes o mejor armados.
-Eso no es aplicable a nuestro caso, señorita. Según acaba usted de afirmar, los marcianos no están inermes ante nosotros.
No respondí. Después de aguardar un momento, el presidente continuó:
-Es obvio que unos seres capaces de provocar terremotos a voluntad, que son imposibles de localizar y que poseen medios de comunicación desconocidos, no pueden considerarse atrasados ni indefensos. Además, nadie tiene la intención de destruirlos.
-Activamente, no. Pero ¿puede usted afirmar que los planes de colonización de Marte garantizarían la supervivencia de los marcianos, si éstos no poseyeran los poderes que usted acaba de mencionar?
-Habríamos hecho lo posible para asegurarla.
-Hasta que los intereses económicos se hubiesen impuesto.
-Está bien, señorita, no perdamos el tiempo en discusiones. Vuelvo a preguntarle: ¿cuáles son esas condiciones?
-Los marcianos están dispuestos a ceder a la Tierra el dominio de la superficie de Marte, pero desean conservar el del subsuelo y el de la atmósfera.
-¿Y eso qué quiere decir?
-Que el gobierno de la Tierra debe dar garantías de que no se intentará, ni ahora ni en lo sucesivo, cambiar la atmósfera del planeta. A cambio, se nos autoriza a construir tantas instalaciones semejantes a la colonia Ares-III como se desee. También se nos permitirá poner en órbita satélites artificiales para la obtención de energía solar, siempre que dicha energía sea utilizada sólo para medios lícitos.
-¿Y qué pasa con los minerales, con los materiales de construcción que se necesiten? Contamos con aprovechar el subsuelo marciano. Sin eso, es posible que la colonización de Marte no esté justificada económicamente.
-Aunque los marcianos desean mantener el dominio legal del subsuelo, están dispuestos a cederle a la Tierra el uso de algunos territorios, que serán seleccionados caso por caso. De hecho, incluso podrían ayudar, señalando la posición exacta de los mejores yacimientos. Esos territorios subterráneos se considerarán cedidos temporalmente y los marcianos podrán recuperarlos cuando lo deseen.
-¿Y qué piden a cambio de esas concesiones?
-Absolutamente nada. No desean ninguna cosa que nosotros podamos darles. Su ofrecimiento es puramente altruista.
-Las condiciones son claras -dijo el presidente, que estaba muy serio-. Las discutiré con el resto del gobierno y le comunicaré oportunamente nuestra decisión. Hasta ese momento, usted permanecerá en la Tierra. De hecho, le recomiendo que abandone su propósito de regresar a Marte y se quede aquí definitivamente. Si decide considerar esta proposición, podría ofrecerle un puesto muy interesante.
Moví la cabeza negativamente.
-Gracias por su oferta, señor presidente, pero no se moleste. Mi lugar está en el planeta Marte. Como usted sabe, los marcianos me han elegido como única intermediaria.
El presidente se puso en pie y me tendió la mano.
-Antes de marcharme -dije-, quisiera saber si voy a continuar incomunicada.
-Comprenderá usted que, en estas circunstancias, es inevitable.
-Le presento mi más enérgica protesta.
-Tomo cumplida nota. Ya tendrá usted noticias mías.
La audiencia había terminado.

 

 




16. El tratado

Texto del tratado oficial entre el gobierno de la Tierra y los habitantes autóctonos del planeta Marte.
 
Artículo primero. El pueblo de Marte se compromete a:
1. Ceder a la Tierra el uso y el control exclusivo de la superficie de Marte.
2. Permitir a la Tierra la construcción de un número indeterminado de estaciones de trabajo y vivienda, provistas en su interior de un ambiente artificial, adaptado a las necesidades de la biología terrestre.
3. Garantizar la libertad de tránsito de toda clase de vehículos por la atmósfera de Marte.
4. Autorizar la puesta en órbita, por parte de la Tierra, de un número razonable de satélites artificiales con fines científicos, tecnológicos o energéticos.
5. Facilitar la explotación terrestre de parte de los productos naturales del subsuelo, en régimen de concesión temporal individualizada. Estas concesiones tendrán una duración mínima de cien años y serán prorrogables.
 
Artículo segundo. El gobierno de la Tierra se compromete a:
1. Respetar la composición de la atmósfera de Marte. Cualquier actividad que pueda suponer su modificación brusca o progresiva queda estrictamente prohibida.
2. Limitar el tránsito por la atmósfera de Marte a un máximo de mil trescientos setenta y cuatro viajes de vehículos aéreos por año marciano. Esta cifra podrá revisarse por acuerdo mutuo.
 
Artículo tercero. El gobierno de la Tierra reconoce la soberanía del pueblo de Marte sobre el subsuelo del planeta, que se mantendrá aún en los casos de las concesiones temporales mencionadas en el artículo primero.
 
Artículo cuarto. El pueblo de Marte reconoce a los habitantes de la Tierra que se trasladen o instalen definitivamente en Marte, el derecho a la vida y a la independencia, en total igualdad con los habitantes autóctonos de Marte.
Artículo quinto. El gobierno de la Tierra reconoce a los habitantes autóctonos de Marte el derecho a la vida y a la independencia, en total igualdad con los habitantes de la Tierra.
*  *  *
Finalmente, después de infinitas deliberaciones, el gobierno ha aceptado todas las condiciones de los marcianos, tal y como yo las expuse en mi entrevista con el presidente. En realidad, no podían hacer otra cosa: eran demasiado favorables para rechazarlas. Además, tal y como está redactado, el tratado parece un triunfo de la habilidad negociadora del gobierno: aparentemente, los marcianos hacen todas las concesiones, nosotros apenas nos comprometemos a unas pocas limitaciones triviales. Sólo yo y algunos altos cargos sabemos que, en realidad, ese triunfo es una capitulación completa.
Los planes de colonización de Marte se han modificado para adaptarse a las nuevas circunstancias. Renunciamos a convertir el planeta en una segunda Tierra y a extendernos indiscriminadamente por su superficie. Tendremos que seguir viviendo dentro de nuestras burbujas y salir al exterior con un traje espacial. También se aplaza ligeramente la fecha prevista para el montaje y la puesta en funcionamiento del primer satélite artificial destinado al enfoque de energía solar.
Las instalaciones de la misión Ares-III van a ser ampliadas: se construirá otra burbuja a unos cien metros de la primera, conectada a ésta mediante un pasillo protegido, para que sea fácil pasar de una a otra. La población de la colonia se elevará a cien personas. También hay planes para la construcción de otras colonias en puntos distintos de Marte, una vez que entre en funcionamiento el centro de distribución de energía.
Dimitri Tarkov continuará, por el momento, como jefe y responsable de la colonia Ares-III ampliada. Pero a su lado, y como representante plenipotenciario del gobierno, habrá un alto funcionario con plenos poderes. ¡Pobre Dimitri! Sin duda echará de menos su época de autoridad absoluta. En cuanto a mí, he tenido que rechazar numerosas ofertas para quedarme en la Tierra, no sólo por parte del gobierno, sino de los principales medios de comunicación, que se apresuraron a ponerse en contacto conmigo en cuanto me dejaron en libertad, el mismo día de la publicación del tratado.
A mi regreso a Marte, y puesto que los marcianos insisten en que yo siga siendo su único enlace con las autoridades terrestres, se me reconocerá oficialmente dicha actividad y se reservará para mi uso una sección de la nueva burbuja de la colonia Ares-III, donde dispondré de dormitorio personal y de despacho. Naturalmente, como consecuencia de mis nuevas responsabilidades, tendré que abandonar mi antiguo trabajo con los cultivos hidropónicos. Lo he sentido un poco, porque me gustaba esa ocupación, y tengo la intención de seguir haciendo experimentos en la libertad y la soledad de mi nuevo alojamiento.
Mañana regresaré a Marte con la segunda expedición de colonos, formada por unas cincuenta personas. El Aventura emprenderá de nuevo la marcha, como la primera vez, aunque ahora sé lo que voy a encontrar allí. Sin embargo, para mí este viaje va a ser muy diferente: Steve no viene con nosotros. Hace unas horas ha venido a despedirse.
*  *  *
-¿Estás satisfecha de cómo han ido las cosas? -preguntó Steve.
-En conjunto, sí -respondí-. Aunque no quiero subestimar el poder de manipulación del gobierno.
-¿Temes que se vuelvan atrás?
-La vida es muy compleja, no hay nada garantizado. Hoy hemos llegado a un acuerdo, pero ¿qué pasará dentro de diez años? ¿Te atreverías a asegurar que todo va a seguir igual?
-No creo que se atrevan a enfrentarse abiertamente a los marcianos.
-Eso es lo que espero.
Steve guardó un silencio embarazoso. Parecía muy preocupado y tenía los ojos bajos.
-Bueno, ¿qué es lo que quieres decirme? -le pregunté al fin, cansada de esperar a que se decidiera.
-No volveré contigo a Marte, Irene -dijo.
Sentí como si hubiera recibido un fuerte golpe. Si no hubiese estado sentada, habría tenido necesidad de agarrarme a algún sitio para no caer.
-¿Qué quieres decir?
-Me han asignado otra misión. Dentro de tres días partirá la primera expedición a Venus. Yo seré el capitán.
-¿Venus? ¿Estás loco? ¡Es un infierno, a cuatrocientos grados de temperatura y cien atmósferas de presión! Y ese aire saturado de ácido sulfúrico... ¡No volveréis vivos de allí!
-Es posible. Las primeras expediciones son siempre peligrosas. Pero no lo creo.
-¿Y si no vuelves? ¿Qué va a ser de mí?
Steve me miró fijamente a los ojos. En ese momento, él era más fuerte que yo.
-Irene, sabes perfectamente que te quiero, que te he querido desde hace mucho tiempo. ¡Déjalo todo y vente conmigo a Venus! Con tu experiencia, no me será difícil conseguir que te asignen un puesto en la tripulación.
Tardé mucho tiempo en contestar, y cuando lo hice me costaba trabajo hablar. La tentación era terrible, mucho más fuerte que ninguna de las anteriores, pero no podía dudar. No tenía derecho.
-Steve, tengo que confesarte una cosa.
-Dime, Irene.
-Es un gran secreto, algo que me pesa sobre la conciencia, que quizá fuera mejor que no saliera de mí.
-Si me lo confías, te aseguro que no se lo diré a nadie.
-Ya lo sé. Por eso voy a decírtelo.
-¿Tiene algo que ver con lo que ha sucedido en Marte?
-Sí. He actuado por mi cuenta, he ocultado información, he dejado que interpretéis las cosas de una forma equivocada.
-¿Qué es lo que hemos interpretado mal?
-Lo del terremoto. Y la actitud de los marcianos. Todo el mundo creyó que ellos tienen grandes poderes que podrían utilizar para atacarnos, para matarnos a todos, para destruir nuestras instalaciones en Marte.
-¿Y no es verdad?
-No, no lo es.
-Entonces ¿no fueron ellos los que causaron el terremoto? ¿Fue una coincidencia, después de todo?
-No. Lo causaron ellos.
-Pues no comprendo nada. ¿Dónde está el error?
-En suponer que los marcianos son como nosotros. No lo son, Steve. Son completamente diferentes. Si decidiéramos destruirlos, no se defenderían.
-Pero ¿por qué? ¡Explícate, por favor! ¡Cada vez lo entiendo menos!
-Voy a intentarlo. Es tan increíble, que a mí también me cuesta trabajo comprenderlo. Todo el mundo sabe que los marcianos son superiores a nosotros por el dominio que han alcanzado sobre su propio planeta y las fuerzas naturales.
-Eso es evidente.
-Pero es que también nos superan en otras muchas cosas. Su sentido moral, por ejemplo, es inconcebible. Están dispuestos a todo, incluso a sacrificar su propia vida, con tal de no causarnos daño. Tienen el poder de provocar un terremoto, pero no lo hicieron como amenaza o manifestación de fuerza, sino para demostrar su apoyo hacia mí. Lo calcularon cuidadosamente para que no produjera ningún efecto fatal. Hace ya mucho tiempo que descubrí que su posición, en esta partida de ajedrez entre dos mundos, es desesperada. Porque, si esto llegara a saberse ¿cuánto tiempo crees que la Tierra respetaría el tratado? Para mí, el dilema ha sido horrible. Y decidí ocultarlo, engañar a todos a sabiendas, dejar que os creyérais amenazados, porque nosotros no entendemos otro lenguaje. Por eso siento remordimientos. Pero no encontré otra salida. Y pienso seguir haciéndolo durante toda mi vida, porque sería mucho peor decir la verdad.
Steve permaneció en silencio durante largo rato, tratando de asimilar lo que acababa de oír. Por fin murmuró:
-El mal menor... Sí, no cabe duda. Has hecho lo que debías. Comprendo muy bien que me exijas secreto absoluto.
-Lo que no sé, es cuánto tiempo podrá mantenerse la situación.
-Indefinidamente, espero -repuso Steve-. Es un nuevo equilibrio del terror. Ya tuvimos uno, y funcionó. Durante más de tres cuartos de siglo, la Tierra entera estuvo al borde de la destrucción total. Sólo el miedo pudo impedir que comenzara la guerra definitiva. Cuando se constituyó el gobierno mundial, todo eso terminó. Pero ahora empieza de nuevo, y esta vez la cosa es mucho más delicada, porque el equilibrio es falso. Pero permíteme que te haga unas preguntas.
-Adelante.
-¿Cómo explicas la quemadura que sintió Tarkov cuando tocó al marciano? ¿No dices que no desean causarnos daño?
-Sólo fue un dolor instantáneo e imaginario. Su mano no sufrió y el impacto repentino no le dejó efectos secundarios, ni físicos, ni morales. Estaba también cuidadosamente calculado.
-A pesar de todo, me resulta difícil comprender que existan seres inteligentes que no quieran defender su propia vida. ¿Es que no tienen instinto de supervivencia?
-Sí lo tienen, pero no le dan tanta importancia a la muerte como nosotros. La consideran preferible a otras muchas cosas.
-¿Por ejemplo?
-Causar daño a otros... Son incapaces de cometer una mala acción. ¿Recuerdas el primer mensaje que os transmití? Pedían que no siguiéramos adelante con nuestros planes, porque ellos perecerían. Tarkov, naturalmente, lo tomó por una amenaza velada. Pero no lo hicieron sólo por salvar su propia vida. Sobre todo, querían avisarnos de que estábamos a punto de cometer, sin saberlo, un acto vituperable. Si hubiésemos seguido adelante a pesar de todo, no se habrían defendido.
-¡Asombroso!
-Ahora comprenderás por qué no puedo aceptar tu ofrecimiento, por qué no voy a ir contigo a Venus, por qué tengo que regresar a Marte. Es mi deber, Steve. Si yo no volviera, tendrían que buscarse otro intermediario, y quién sabe lo que haría otra persona, si descubriera lo que yo sé.
Steve bajó los ojos.
-Acabas de decirme que me quieres -continué-. Sabes que yo te quiero también. Pero en la vida hay algo más que el amor. También existe el deber, nuestra responsabilidad para con los demás. Somos seres humanos porque somos responsables. Tú tenías razón cuando dijiste que los marcianos eran humanos. Lo han demostrado porque están dispuestos a arriesgar la vida para cumplir con su deber. Ante ese ejemplo ¿cómo no voy yo a renunciar a algo mucho menos importante? Porque esta separación no es definitiva, Steve.
-Tienes razón. Será cosa de un par de años.
Le miré fijamente a los ojos, tratando de grabar su rostro en mi memoria, tal como me aparecía en ese momento.
-Adiós, Steve. Suerte.
-Adiós, amor mío. Volveré.
-Te estaré esperando.
Mucho después de su partida, yo seguía sentada en el mismo lugar, con la mirada perdida en el infinito. Pero de pronto, sin saber porqué, me sentí llena de esperanza frente a todas las dificultades que pudiera esconder el porvenir. Mis ojos, atravesando la ventana de la habitación, no veían el cielo azul de la tarde terrestre, sino el tono anaranjado de Marte, semejante a una eterna y cálida puesta de sol. Y de pronto comprendí que ya no me resultaba extraño, que deseaba volver allí, porque ese cielo se había convertido finalmente en mi hogar.

 

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