5. Una gran noticia

Dimitri tenía razón. Mi descubrimiento tuvo grandes consecuencias para la colonia marciana. Bueno, quizá peco de presunción al imaginar que todo fue obra mía. Posiblemente habría ocurrido de todas formas, pero no tan pronto. A pesar de la acostumbrada lentitud de los políticos, sólo tardaron cuatro meses en someter a la aprobación del Parlamento Terrestre el proyecto de ley de desarrollo de Marte. Su promulgación definitiva podía tardar alrededor de un año.
Para nosotros, esta ley suponía una revolución. Pondrá a nuestro alcance energía barata en grandes cantidades, lo que nos permitirá avanzar mucho más deprisa, ampliar las instalaciones y aumentar considerablemente la población. Pero eso no es todo: los científicos dicen que, a la larga, podríamos aspirar a reconstruir totalmente la atmósfera y aumentar la temperatura media de Marte, con lo que sería posible salir al exterior sin protecciones especiales. Otro de los proyectos permitiría la irrigación y el cultivo de enormes regiones, tan grandes como continentes... La verdad, a mí me cuesta trabajo creerlo. Pero ellos aseguran que, en pocos siglos, Marte se habrá convertido en un planeta apto para la vida humana. Incluso han inventado un término para todo este proceso, que a mí me parece horrible: “Terraformación”.
El procedimiento que nos permitirá obtener energía es muy simple: se colocarán, en órbita estacionaria alrededor de Marte, tres grandes espejos parabólicos que captarán la luz y el calor del sol y los enfocarán sobre una estación de aprovechamiento de energía solar situada a dos mil kilómetros de las instalaciones actuales de la misión. Desde allí, la energía se transmitirá a los distintos centros de utilización por líneas ordinarias de fibra óptica. El primero de esos centros se construirá muy cerca de la colonia; pero pronto habrá otros, a medida que las actividades humanas en Marte se vayan extendiendo. Para eso necesitaremos gente. Mucha gente.
Sin duda, dentro de poco habrá una avalancha de voluntarios que querrán aprovechar las nuevas oportunidades que se van a abrir aquí. Entonces, nosotros seremos los pioneros, los primeros en llegar, los padres fundadores, los únicos que tendremos experiencia. Será una situación muy curiosa e interesante.
*  *  *
Marcel Dufresne irrumpió jadeante en mi habitación. Al verle, Nina Fedorovna, otra de mis compañeras, frunció el ceño y dijo:
-Hay gente que todavía no se ha enterado de que hay que llamar a las puertas antes de entrar en las habitaciones.
Marcel la ignoró y se dirigió únicamente a mí:
-Ven un momento. Tengo que hablar contigo.
Aunque estaba tan enfadada como Inge y Nina, preferí sacar de allí a Marcel cuanto antes, me puse en pie y le seguí hacia la puerta. Inge me observó con una sonrisa cínica. Mientras salía, oí cómo le decía a Nina:
-Hace lo que quiere con ella. Siempre está igual: “Ven por aquí, vete por allá...” Y le obedece como un corderito.
No me hizo ninguna gracia oírla y mi irritación con Marcel se hizo aún más profunda, por lo que, apenas salimos al pasillo, le pregunté sin ambages qué quería de mí.
-Acabo de enterarme de la gran noticia -respondió-. ¿Lo sabes ya?
-Si te refieres al proyecto de ley, sí, lo sé.
Marcel se detuvo y me miró, resplandeciente.
-Todo esto se debe a tu descubrimiento. Por primera vez en la historia de la humanidad, el hombre ha demostrado que existe vida fuera de la Tierra. Y lo has conseguido tú. Tu nombre quedará grabado con letras de oro en los archivos históricos. Esto es tan importante como el primer viaje a la luna. Más, quizá.
Me pareció un poco exagerada su alegría y no comprendía porqué tenía que alabarme tanto. Después de todo ¿qué había hecho yo? Fijarme en aquellas escamas y llevárselas a la persona capacitada para identificarlas. Pietro Fiorentino había hecho lo más importante. Pero él tenía razón en lo que dijo: nadie mencionaba ya su nombre. En cambio, el mío estaba continuamente en candelero. De hecho, había recibido mil ofertas muy sustanciosas para volver a la Tierra y dedicarme a dar series de conferencias, o a escribir libros o, simplemente, a hacer anuncios de los productos más variados. Naturalmente, las rechacé. Marte estaba ahora más interesante que nunca y ofrecía mil perspectivas a una persona de mi profesión. No estaba dispuesta a cederle la oportunidad a otro colega.
La oficiosidad de Marcel me empalagaba. Además, me sonaba a falsa. Tenía la sensación de que encubría un sentimiento más hostil. Y no me costó mucho trabajo identificarlo: era la envidia. Marcel estaba molesto porque yo había recibido todo el crédito del descubrimiento, mientras él, que estaba a mi lado cuando me fijé en las escamas, se había quedado fuera. Le había pasado lo mismo que a Pietro, pero en su caso con toda justicia, porque él no había hecho nada, nada en absoluto.
Durante cierto tiempo, le dejé que siguiera hablando. Quería ver hasta dónde llegaba su imaginación a la hora de inventar elogios. No me defraudó. Parecía tener un repertorio inagotable. Estoy segura de que, en la Tierra, Marcel debía de haber tenido un gran éxito con las mujeres. Me pregunté qué le había impulsado a venir a Marte y sentí algo de pena por él. Por una vez, estaba perdiendo el tiempo, pues empleaba todo su atractivo y sus halagos ante una persona perfectamente inmunizada contra ellos.
Por fin, no pude soportarlo más y le rogué que fuese al grano. Su cara se oscureció por un momento. Evidentemente, no estaba acostumbrado a encontrar tanta resistencia y sin duda había esperado que yo caería en sus brazos al oírle. Pero pronto recuperó la confianza en sí mismo y pasó a la siguiente etapa de su ataque:
-La fama que has logrado, que es muy merecida, es una gran responsabilidad, Irene. Quiero que sepas que siempre podrás contar conmigo. Cuando me necesites, no tienes más que llamarme y yo estaré inmediatamente a tu lado. Te ayudaré en todo lo que haga falta.
-Muchas gracias, Marcel -repuse-. Sin embargo, creo que exageras. La única responsabilidad que tengo, como consecuencia de lo que ha sucedido, es evitar que esa fama de que hablas se me suba a la cabeza, seguir trabajando lo mejor que pueda... No creo que vaya a necesitarte. Sé arreglármelas sola.
Antes de que pudiera reaccionar, me alejé de él lo más deprisa que pude. Había sido un poco dura, pero se lo merecía. Sin embargo, tampoco quería aplastar por completo sus esperanzas. Tenía la sensación de que Marcel podía ser un mal enemigo.
*  *  *
Quizá fuera una casualidad, pero apenas me separé de Marcel, me encontré con Steve. Y sus primeras palabras fueron casi las mismas:
-¿Te has enterado?
-Sí, ya he oído lo de la ley de desarrollo.
-Es fantástico ¿verdad? Abre toda clase de posibilidades. Y va a aprobarse gracias a tu descubrimiento.
Es curioso, pero a pesar de su semejanza, las palabras de Steve me parecieron mucho más agradables que las de Marcel.
Nos quedamos callados un momento. Yo estaba nerviosa, porque temía que Steve aprovechara para despedirse y no quería desaprovechar esta oportunidad de estar a solas con él, así que dije lo primero que se me ocurrió:
-La verdad es que no sé por qué os habéis sorprendido tanto de que haya vida en Marte. Habiendo tantos mundos fuera de la Tierra, sería asombroso que no la hubiera en ninguno.
-Lo que pasa es que casi habíamos abandonado la esperanza de encontrarla en el sistema solar. Pero no sería una sorpresa descubrir un planeta habitado, parecido a la Tierra, alrededor de otra estrella.
-Y, sin embargo, el número de astros del sistema solar es enorme.
-Cierto. Miles de ellos, entre planetas, satélites y asteroides. Millones, si añadimos los cometas. Pero la mayoría son demasiado pequeños. Otros, como Júpiter y Saturno, son inmensos y hostiles. Algunos, como Mercurio y Venus, están demasiado calientes. Muchos están demasiado fríos, demasiado lejos del sol. No parece que pueda haber vida en ninguno de ellos. Es decir, no lo parecía, hasta que tú encontraste esas escamas blancas en Olympus Mons.
Steve se animaba visiblemente y su timidez parecía haber disminuido. Mirándole de reojo, pensé que era paradójico que estos hombres fuertes, valientes, dispuestos a la acción inmediata, fueran a menudo deficientes en el trato con los demás. Aunque quizá no fuera una casualidad. ¡En fin! Yo tendría que compensarlo, tirándole de la lengua.
-¡Tantos mundos vacíos! -exclamé-. ¿No parece un desperdicio?
-Es curioso que digas eso -repuso Steve-. A veces se ha empleado ese argumento contra la existencia de Dios, pero también se ha utilizado el contrario. Entre los que piensan que debe haber vida en millones de mundos, hay quien dice: “Los cristianos afirman que Dios se encarnó en la Tierra para salvar a sus habitantes. Pero ¿por qué en la Tierra, precisamente? ¿Por qué no en algún otro lugar?”
-No lo entiendo. ¿Cómo se puede emplear un argumento y el contrario para demostrar lo mismo? Además, a mí me parece que ninguno de los dos demuestra nada en absoluto.
-Tienes razón. Sólo convencen a quien ya está convencido.
-Pero ahora ¿qué se piensa? ¿Que hay vida en muchos mundos o en ninguno?
-En realidad, no lo sabemos, porque no podemos ir a las estrellas para ver si la hay allí. Las opiniones varían continuamente. Alguien dijo, hace mucho tiempo, que el número de planetas de la galaxia, habitados por seres inteligentes, tiene que estar comprendido entre uno y diez mil millones. Lo cuál es lo mismo que decir que no sabemos nada.
-Por eso está todo el mundo tan entusiasmado con el descubrimiento...
-Claro. Aunque sólo hemos hallado vida de un nivel muy bajo... Habría sido mucho más interesante encontrar seres inteligentes.
-Tal vez los haya también -dije, pensativa.
Steve movió la cabeza, dubitativo.
-No lo creo. El ambiente de Marte es demasiado hostil.
-¿Cómo serían los marcianos, si los hubiera? ¿Se parecerían a nosotros?
-Cualquiera sabe. La forma humana es el resultado de miles de millones de años de evolución de la vida en la Tierra. Sería mucha casualidad que una evolución independiente en un mundo distinto hubiera terminado de la misma manera.
-¿Y cuáles podrían ser las diferencias? ¿Tendrían seis piernas, en lugar de dos? ¿O cuatro ojos, como las arañas?
-Los novelistas se han imaginado a los marcianos de muchas maneras. Algunos los representaron con aspecto de pulpos. Otros, parecidos a insectos. Es lógico que se fijen en algún animal que conocemos. Es muy difícil imaginar lo que nunca hemos visto. Pero yo, en tu lugar, no me preocuparía, porque no vamos a encontrar marcianos. Lo cual, después de todo, es un alivio, porque ¿qué haríamos con ellos, si los hubiera?
-No comprendo. ¿Por qué teníamos que hacer algo con ellos?
-Ya conoces los grandes proyectos que tenemos para el planeta Marte. Cambiar la atmósfera, por ejemplo. Si hubiera marcianos, estarían adaptados a la atmósfera actual. Probablemente el oxígeno sería venenoso para ellos. Si realizáramos nuestros proyectos, morirían todos.
-Entonces, si hay marcianos, tendríamos que abandonar esos proyectos.
-Eso es muy fácil decirlo, pero la gente que hubiera invertido dinero en ellos presionaría para que se siguiera adelante.
Durante un rato permanecí en silencio, mirando a Steve, horrorizada.
-¿Quieres decir que no les importaría que muriera toda la población de un planeta?
-Me temo que no. Naturalmente, yo no estoy de acuerdo, pero mi opinión, o la tuya, no servirían de mucho. La gente que quiere salvar sus intereses a toda costa suele ser muy influyente. Y no creas que me lo estoy inventando. Cosas muy parecidas han ocurrido ya, sin necesidad de salir de la Tierra. Cuando los pueblos primitivos se han enfrentado con la civilización y con los intereses económicos, a menudo fueron destruidos sin dejar rastro.
-Entonces me alegro de que no haya marcianos -repuse, en voz muy baja.
Poco después, nos separábamos para volver a nuestras respectivas ocupaciones, pero yo seguí pensando durante mucho tiempo en esta conversación.

 

 




6. Vista de la Tierra

Irene Pinedo, al habla desde el planeta Marte. Hoy me dirijo a ustedes desde el nuevo observatorio astronómico, que vamos a inaugurar dentro de unos instantes. Es la primera instalación que construye la Misión Ares-III y estamos muy orgullosos de ella. Fíjense que hablo en primera persona. Aunque yo no he participado en la construcción del observatorio, me siento identificada con todo lo que hacemos aquí. En cierto modo, está surgiendo entre nosotros el espíritu de grupo, la sensación de pertenencia a la colonia, algo de provincianismo, que nos une por encima de las pequeñas diferencias que inevitablemente surgen entre nosotros. No me extrañaría nada que cualquier día declarásemos la independencia. No teman, sólo es una broma. Además, no podríamos sobrevivir mucho tiempo sin ayuda de la Tierra”.
“El observatorio está situado sobre la cima de una colina, a poco más de un kilómetro de las instalaciones principales de la misión. Como es natural, hemos reproducido aquí en pequeña escala el mismo ambiente artificial de que gozamos en la burbuja que nos sirve de alojamiento y lugar de trabajo. Pero esto es mucho más pequeño. Además de los instrumentos, apenas caben holgadamente cuatro o cinco personas”.
“Hoy el observatorio está lleno hasta rebosar, aunque la mitad de los presentes no tendríamos porqué estar aquí, en condiciones ordinarias. Además de la periodista que les habla, ha venido Dimitri Tarkov, como director de la colonia, y Steve MacDunn, jefe de la expedición durante el viaje. Los demás son técnicos y astrónomos y manejan los instrumentos”.
“O más bien debería decir el instrumento, porque sólo hay uno, pero es enorme. Lo trajimos cuidadosamente desde la Tierra, en el Aventura, para instalarlo aquí. Es uno de esos telescopios nuevos, de luz ultravioleta coherente, que proporcionan una nitidez mucho más grande que los telescopios ordinarios. Sólo ver su tablero de mandos, lleno de luces parpadeantes, me hace dar vueltas la cabeza. Sin duda, con este aparato vamos a hacer grandes descubrimientos”.
“En honor de ustedes, que están presenciando este programa, el primer objeto de estudio de nuestro telescopio será la Tierra. Por primera vez en la historia, podrán verla desde el planeta Marte. Nosotros ya la hemos visto, poco después del anochecer, como un hermoso lucero de color azul-verdoso, pero ahora la veremos mucho más grande”.
“En este momento, Dimitri Tarkov se adelanta para apretar el botón que pondrá en marcha el aparato. En cuanto lo haga, ustedes dejarán de ver el interior del observatorio, pues la cámara de vídeo está conectada con el telescopio, para que puedan ver las imágenes de la Tierra tan bien como nosotros”.
“¡Ya está! Ese objeto azul con manchas blanquecinas es la Tierra. La imagen está un poco borrosa, pero los técnicos están retocando los controles y dentro de unos momentos la veremos mejor. Por supuesto, no deben ustedes esperar una imagen tan espectacular como las que se obtienen desde los satélites próximos a la Tierra. En realidad, el telescopio no ha sido diseñado para esto, hay otros muchos mundos que nos interesa ver desde aquí, especialmente Júpiter y los asteroides. Pero hoy es un día especial”.
“Ahora vemos una imagen perfectamente nítida, obtenida con la máxima ampliación del telescopio. Fíjense en esas dos líneas brillantes que se distinguen claramente a ambos lados de la Tierra. Supongo que ya habrán comprendido que se trata de dos de los satélites que concentran la energía solar hacia las estaciones receptoras de la superficie. Pronto tendremos satélites como esos también en Marte”.
“Si observan con cuidado, podrán apreciar la rotación de la Tierra y el movimiento de las nubes...”
*  *  *
De regreso a la base, con Steve y Dimitri, pensé en lo que había dicho durante el programa de televisión. No todo era exactamente verdad. Había exagerado un poco el sentimiento de solidaridad y había disminuido los conflictos, porque esas cosas no pueden airearse a la vista del público.
Yo misma me había visto envuelta en esos conflictos, que amenazaban con empeorar en el futuro. Marcel Dufresne, por ejemplo, no había logrado avanzar en sus intentos de conquistarme, y era de temer que sus atenciones hacia mí se transformaran en hostilidad si yo seguía negándome a convertir nuestra relación en algo más que una simple camaradería, cosa que no estaba dispuesta a aceptar.
El caso de Pietro Fiorentino era más delicado. En realidad, no habíamos llegado a chocar directamente, quizá porque la edad y su sentido innato de la cortesía le obligaban a contener sus sentimientos. Pero era evidente para mí que me miraba con prevención, que sus celos profesionales le dominaban, que no había podido tragar que yo me llevara la fama de lo que él consideraba su descubrimiento.
Lo más triste de la situación era que yo estaba totalmente libre de culpa. No había hecho nada para robarle el favor del público. Desde el primer momento, desde la noticia que envié a la Tierra y que tanto enfureció a Tarkov, hasta la última vez que había tocado el tema, yo siempre mencioné a Pietro y destaqué su importante papel en la identificación de la vida marciana. ¿Era culpa mía que el público no quisiera escucharme? ¿Que por el hecho de ser mujer, joven, atractiva y conocida, mi imagen y mi nombre tuvieran un efecto propagandístico mucho mayor que los de un bioquímico entrado en años, al que nadie en sus cabales podría llamar fotogénico?
Pero no era yo la única que había tenido roces, o incluso choques directos, con los restantes miembros de la colonia. La vida en común es muy difícil, tanto más cuanto mayor es el número de personas que deben convivir, la disparidad de sus orígenes, la estrechez del territorio disponible. Todas estas condiciones se cumplían en nuestra burbuja, que se nos estaba quedando pequeña, puesto que había sido construida para una población dos veces menor. En cuanto al origen de los colonos, no podía ser más variado: había representantes de casi todos los países de Europa y América del Norte y unos pocos de otros lugares más exóticos aún.
Dos de los problemas más graves eran la falta de espacio y la dificultad de tener un poco de vida privada, de conseguir un rato de soledad. Las comidas comunitarias, los cuartos de baño colectivos, los dormitorios para cuatro personas, provistos de literas y reducidos al mínimo espacio, no dejaban ninguna posibilidad. Ni siquiera quedaba la alternativa de enfundarse un traje espacial y salir a dar un paseo por los alrededores de la burbuja, pues las reglas de la colonia prohibían salir solo. Es verdad que esa regla se había relajado más de una vez, pero era preciso tener una buena razón para ello, no bastaba con el capricho.
Ayer mismo fui testigo de una violenta disputa entre Nina Fedorovna e Inge Borland, dos de mis compañeras de habitación. Ya ni siquiera recuerdo la causa que provocó el altercado. Cualquier estupidez, sin duda, algo nimio en condiciones normales, pero cuya importancia crecía exageradamente en la situación en que nos encontrábamos. Al principio las dejé que se insultaran y se desahogaran un poco, pero luego, al ver que el enfrentamiento amenazaba con pasar de las palabras a los hechos, traté de intervenir. Naturalmente, no conseguí otra cosa que aliarlas a las dos en contra mía. Pero dejaron de pelearse, al menos hasta la próxima ocasión. Y éstas eran, por desgracia, cada vez más frecuentes.
Lo peor era que no había manera de escapar, ningún sitio a donde ir. La Tierra estaba muy lejos. El coste de los viajes era tan grande, que desde la llegada del Aventura ninguna otra nave había recorrido el camino que nos separaba de ella. Y existía un motivo: el gobierno terrestre quería comprobar hasta qué punto seríamos capaces de vivir sin ayuda, de arreglárnoslas nosotros mismos. Nuestra independencia, en cuanto a las necesidades fundamentales, y cada uno de los descubrimientos y triunfos que consiguiéramos eran otros tantos argumentos que podían emplearse contra las personas que se oponían a los enormes gastos de la exploración del espacio.
¡La Tierra! Al verla a través del telescopio, durante la inauguración, me había costado trabajo contener las lágrimas. Una nostalgia inmensa se había apoderado de mí, un deseo irresistible de volver al planeta donde nací, donde vivían todas las personas que me importaban, con una sola excepción. Mis ojos, asfixiados por el extraño y constante color anaranjado del cielo de Marte, tenían ansia de bañarse en el azul.
Steve y Dimitri estaban muy callados. Me pregunté si también ellos sentían nostalgia pero, como no podía verles la cara, no había forma de saberlo, a menos que se lo preguntara, y eso no iba a hacerlo, pues temía que se me quebrara la voz: al recordar la imagen de la Tierra, volvía a sentir la necesidad de dar rienda suelta al llanto, pero tampoco ahora podía hacerlo. No era el momento oportuno. Nunca llegaría el momento oportuno, porque nunca estaría sola.

 

 

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