7. La primera expedición

 
Valles Marineris (Valle del Mariner), Gigantesca depresión del suelo de Marte, de unos 5000 kilómetros de longitud, 100 kilómetros de anchura y hasta siete kilómetros de profundidad. Es una grieta que se ha producido como consecuencia de la separación progresiva de dos placas de la corteza marciana. Un fenómeno semejante dio lugar en la Tierra a la aparición del océano Atlántico. Si en Marte hubiera agua líquida en grandes cantidades, Valles Marineris habría sido un pequeño océano. Como el Atlántico, también Valles Marineris presenta una cordillera central, que le recorre en toda su longitud. Su nombre recuerda la cápsula espacial norteamericana Mariner 9, que lo descubrió en 1971. (Encyclopaedia Terrestris, 2ª edición, disco óptico nº 19, año 2036).
Aquel día estaba trabajando en la sección de cultivos hidropónicos, cuando llegó Steve MacDunn a buscarme. Me sorprendió verle aparecer entre los gigantescos tanques, en los que crecía toda clase de plantas en un ambiente donde todo estaba exactamente controlado: la cantidad de agua, la proporción de anhídrido carbónico, las concentraciones de distintos nutrientes... Las plantas crecían allí con las raíces hundidas en el agua, en condiciones óptimas, con la máxima limpieza, y eran capaces de dar tres o cuatro cosechas al año, sin tener en cuenta época o estación.
La mayor parte del trabajo se realizaba automáticamente, bajo la dirección de un conjunto de ordenadores diminutos, cada uno adaptado a las condiciones de una especie determinada, que controlaban las válvulas de la red de tuberías que proporcionaba a cada tanque las sustancias necesarias para la planta que se cultivaba en él.
Yo no tenía mucho que hacer, excepto comprobar que todo funcionara a la perfección y dar la alarma en caso necesario, para que vinieran a resolver el problema los verdaderos expertos. Por eso se me había confiado esta misión, que por otra parte realizaba con mucho gusto, porque me había tomado mis deberes muy en serio y estudiaba todo lo que podía sobre estos métodos de producción de alimentos. Poco a poco, estaba comenzando a saber, sobre cultivos hidropónicos, tanto como el que más. Y tenía mis propias ideas, que a menudo chocaban con la resistencia de mis superiores, que se mostraban remisos a poner en peligro la alimentación de la colonia con experimentos que se salieran de los caminos trillados.
Me alegré de ver a Steve, pues hacía algunos días que no habíamos coincidido a solas, pero me fijé en que parecía preocupado. Por eso no le tuve en cuenta que fuera directamente al grano, sin siquiera acordarse de saludarme.
-Oye, Irene, tengo que pedirte un favor. Resulta que mañana tengo intención de salir en un pequeño viaje de exploración a Valles Marineris, y ya sabes que las reglas de la colonia prohíben salir solo. ¿Podrías acompañarme tú?
-¡Claro, Steve! -exclamé, muy contenta de que recurriera a mí-. ¿Cómo puedes dudarlo? Sabes que siempre estoy dispuesta a participar en esas cosas.
-Me alegro. Pensé que podrías venir, porque sueles estar menos ocupada que los demás.
Sentí como si hubiera recibido una ducha helada y tardé cierto tiempo en recobrarme lo bastante para hablar. Traté de ocultar mi decepción, pero evidentemente no pude, pues Steve se dio cuenta de lo que yo sentía y se apresuró a añadir:
-Perdona, no quería decir eso... Por favor, no te enfades. Naturalmente, prefiero que vengas tú a cualquier otra persona.
Era la primera vez que me decía algo amable, pero lo había estropeado con sus palabras anteriores. Sin embargo, me sentí un poco menos triste y logré forzar una sonrisa de aspecto natural. Steve me miraba ansioso y yo pensé que debía decir algo, cambiar de tema, pero no se me ocurrió nada, excepto una pregunta idiota, cuya contestación conocía perfectamente:
-¿Qué es Valles Marineris?
La expresión de Steve se aclaró. En cuanto podía hablar de algo relacionado con su oficio, se encontraba a sus anchas.
-Es una depresión enorme que se encuentra a unos dos mil kilómetros al suroeste de aquí. No he descendido nunca allí, pero es digno de verse. Un paisaje impresionante.
-¿No pasamos por encima cuando fuimos a Olympus Mons?
-No, Olympus Mons está casi exactamente al oeste de aquí.
-¿Y qué tienes que hacer en Valles Marineris?
-Es una pequeña investigación personal. Puesto que vienes conmigo, te lo contaré por el camino, pero no quiero divulgarlo todavía. Lo más probable es que sea una pista falsa. Gracias por acompañarme.
La cara de Steve se abrió en una amplia sonrisa. Al verla, los restos de mi enfado se disolvieron como un azucarillo en agua.
-Ya verás cómo no te arrepientes. Llévate la cámara.
-De acuerdo. ¿Saldremos muy temprano?
-No, es mejor esperar hasta que el sol esté alto. Valles Marineris es muy largo y se extiende de este a oeste. Cuando sale el sol en un extremo, en el otro todavía es de noche, por lo que hay grandes desequilibrios de temperatura, que provocan vientos muy fuertes. Y aunque la densidad del aire es pequeña, en esas profundidades es mayor y además arrastra mucho polvo. No debemos correr el riesgo de encontrarnos con esos vientos.
-En ese caso, vendré a trabajar aquí, como todos los días. Cuando estés listo, ven a buscarme.
-Así lo haré. Hasta mañana.
*  *  *
La lanzadera despegó lentamente, sin apenas estremecerse, aumentando su velocidad mientras se elevaba. Recordé que los vehículos que se empleaban pocos años antes eran muy ruidosos y lanzaban grandes chorros de fuego por sus toberas, pues funcionaban con hidrógeno y oxígeno líquidos, que desprenden gran cantidad de energía al combinarse entre sí. Todo eso era ya cosa del pasado. Ahora utilizábamos motores nucleares de fusión y por las toberas no salían llamas, sino chorros de partículas, protones y electrones, a velocidades altísimas, que nos empujaban gracias a la ley de la acción y la reacción.
Mientras ascendíamos, contemplé a Steve a hurtadillas. Estaba absolutamente concentrado en lo que hacía, atento a los instrumentos y a los controles, completamente incomprensibles para mí. Me asombró la sensación de fuerza que irradiaba y me sentí segura al confiar mi vida en sus manos, aunque en el fondo sabía que los mejores astronautas no están libres de accidentes.
Una vez alcanzada la altura de crucero, Steve me contó la verdadera razón de su interés por esta exploración, que no había confiado a nadie, excepción hecha de Dimitri Tarkov.
-No sé si sabes -dijo- que la primera expedición a Marte partió de la Tierra hace unos diez años, en el 2031, y que fue un rotundo fracaso.
-Sí, ya lo sé -repuse-. ¿Se ha descubierto algo nuevo?
-Nada en absoluto. Ni siquiera sabemos si llegaron a desembarcar, porque el último mensaje se recibió mientras todavía estaban en órbita. Fue muy extraño, como si hubieran desaparecido de pronto.
-Y en diez años ¿no se ha podido descubrir nada?
-Tampoco hubo oportunidad.
-Pero tú estuviste aquí un año, con la segunda expedición. ¿No pudisteis investigar?
-Teníamos demasiadas cosas que hacer: recuerda que tuvimos que empezar de cero... Ahora es diferente. Al llegar aquí lo encontramos casi todo hecho y en condiciones de funcionamiento.
-¿Ni siquiera se sabe a qué parte de Marte llegó la primera expedición?
-Ni siquiera eso, porque no nos dijeron dónde pensaban desembarcar.
-Pero tuvieron que llegar por el lado que miraba a la Tierra en aquel momento ¿no?
-No necesariamente. Como nosotros, dejaron la nave espacial en órbita y descendieron a la superficie. Pudieron hacerlo en cualquier punto, quizá cuando la nave se encontraba en el lado opuesto del planeta.
-Pues yo tengo la impresión de que ahora vamos detrás de esa primera expedición. ¿Acaso has descubierto algo?
-Muy inteligente. En efecto, me parece que he dado con una buena pista. Ya sabes que después del viaje a Olympus Mons se han hecho otras tres exploraciones.
-¡Claro! Yo he participado en todas, menos una.
-Sí, ya recuerdo: no viniste la última vez, cuando fuimos al polo sur. Pues fue precisamente entonces. Al regresar, mientras pasábamos por encima de Valles Marineris, vi algo muy extraño, como un reflejo metálico. Me pareció artificial.
-Y claro, pensaste en seguida en la primera expedición.
-Ya puedes imaginarlo. Desde entonces, no pienso en otra cosa. Me gustaría ser el autor de ese descubrimiento.
A pesar de todos los esfuerzos que hice por evitarlo, me puse de repente muy seria. Steve sonrió.
-No creas que soy envidioso porque tú ya has descubierto algo y yo no. Además, tu descubrimiento es mucho más importante que el mío. Naturalmente, me habría gustado estar en tu lugar, pero puedes creerme: preferiría mil veces encontrar los restos de la primera expedición y la causa de su fracaso. No sé cómo explicártelo. Quizá se debe a que soy astronauta y me molestan estos misterios, que afectan a los miembros de mi profesión. Recuerda que los de la primera expedición eran todos astronautas, como yo. O quizá pienso que estamos en peligro, porque lo que ha ocurrido una vez puede repetirse.
-¿Crees que fueron atacados por algo? ¿Un monstruo, o algo así?
Steve no pudo contener una carcajada.
-Me parece que has leído muchas novelas. No, no creo que los destruyera un monstruo. La causa más probable es algún fenómeno natural, un desprendimiento de tierras o algo parecido.
-Entonces ¿por qué dices que estamos en peligro?
-Porque no conocemos Marte suficientemente. Es un planeta totalmente nuevo y quién sabe lo que ocurre en él. Es preciso aprender, y cuanto antes. Nos va en ello la vida.
-Tienes razón.
Durante toda la conversación, Steve había mantenido la atención fija en los controles de la cápsula. Ahora, de pronto, se interrumpió y señaló a través del visor en dirección al horizonte del sur.
-¡Mira, Irene! Allí está Valles Marineris.
Miré hacia el punto que me señalaba Steve y sentí que se me cortaba el aliento, a pesar de la distancia, que empequeñecía las dimensiones. Yo ya había visto Valles Marineris desde el Aventura, cuando estábamos en órbita, pero entonces no me causó ninguna impresión. Desde tan lejos, apenas pude distinguirlo de las marcas que lo representaban en el mapa. Pero ahora, al verlo de cerca ¡qué diferente me pareció!
El suelo de Marte, que en aquella región era relativamente plano, descendía de pronto en un inmenso talud de más de dos kilómetros de profundidad, cortado casi a pico, tras del cual comenzaba un inmenso valle hundido, cuyo extremo opuesto era aún invisible por debajo del horizonte. Aquella depresión, mil veces más grande que el gran cañón del Colorado, se extendía hasta perderse de vista, pero no había sido producida por un río. Parecía el lecho de un océano que se hubiera quedado en seco, pero era un océano que quizá no tuvo agua jamás.
Poco después, mientras la cápsula continuaba volando hacia el suroeste, apareció ante nuestros ojos, al otro lado de Valles Marineris, una larguísima cordillera.
-Supongo que esas montañas forman el extremo opuesto de Valles Marineris -dije-. Parecen mucho más escabrosas que las de este lado.
-Te equivocas -repuso Steve-. Esa es la cordillera central. Valles Marineris continúa al otro lado y termina en un talud muy parecido al que acabamos de cruzar.
-Tenías razón. Es un paisaje impresionante.
-Sobre todo, visto desde arriba. Cuando descendamos no lo será tanto, porque sus bordes quedarán debajo del horizonte y nos parecerá que estamos en una gran llanura, cerca de una cadena montañosa.
-¿A dónde vamos, exactamente?
-Allí, junto a la cordillera -señaló Steve-. Fue justamente allí donde vi ese brillo. Como puedes imaginar, tomé grandes precauciones para señalar el lugar exacto. Aquí tengo sus coordenadas.
-Es un terreno muy accidentado. ¿Crees que podrás descender allí mismo?
-Procuraré hacerlo lo más cerca posible. ¡Mira! ¿Ves aquel llano? Parece muy adecuado. Voy a descender y recorreremos el resto del camino andando. Debe de haber poco más de un kilómetro.
Steve había juzgado correctamente la distancia, pero no las dificultades del camino, que era muy abrupto y difícil. Por eso tardamos más de media hora en llegar al lugar deseado. Pero de pronto, tras dar la vuelta a una roca, Steve se detuvo en seco y señaló hacia un punto que se encontraba delante de nosotros, a poco más de treinta metros de distancia. Era una lámina metálica curva, de unos tres metros cuadrados de superficie, hundida parcialmente en el suelo.
-¡Ahí lo tenemos! -exclamó Steve, avanzando ansioso hacia ella.
Por alguna razón que no puedo explicar, tardé algunos segundos en seguirle.
-¿Pero qué es? -pregunté.
-No estoy seguro, pero creo que puede ser parte de una lanzadera espacial. Si lo es, tiene que pertenecer a la primera expedición. ¡Por fin los hemos encontrado! Ahora sabremos lo que les pasó.
Mientras decía estas palabras, apretó el paso. Pero de pronto, a menos de diez metros de la lámina, desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra. Y eso era, precisamente, lo que había sucedido.

 

 




8. Un auxilio inesperado

¡Steve! -grité, corriendo hacia el lugar donde había desaparecido. Pero al llegar a dos pasos de distancia me detuve y no me atreví a avanzar más, por miedo a caer en la misma trampa que él, pues era evidente que el suelo perdía firmeza.
-¡Arenas movedizas! -exclamé-. O algo peor. ¿Steve?
Su voz resonó de pronto en mis oídos, aunque apagada y llena de ruidos.
-¡Irene! ¡No te acerques! He caído en una depresión llena de polvo hasta el borde.
-¿Es muy profunda? ¿Te has hecho daño? ¿Puedes hacer algo para salir?
-No sé qué profundidad puede tener, pero no creo que sean más de cuatro o cinco metros. No, no me he hecho daño, porque el polvo ha amortiguado la caída, pero apenas puedo moverme. No podré salir sólo con mis propias fuerzas.
-¿Qué tengo que hacer para ayudarte?
-Nada. Escucha: no se te ocurra intentar algo por tu cuenta, porque podrías caer en la depresión y entonces estaríamos perdidos los dos. Pon mucha atención y haz exactamente lo que yo te diga.
Me estremecí, a punto de desmayarme, pero hice un gran esfuerzo y me dominé.
-Dime. Haré lo que sea necesario.
-El oxígeno me durará aproximadamente cuatro horas. Eso significa que tienes que conseguir ayuda antes de ese tiempo. ¿Qué hora es? Estoy en completa oscuridad y enterrado en el polvo y no puedo ver el reloj.
-Son las catorce y veintidós -respondí al cabo de un rato. Me costaba trabajo enfocar la vista.
-Entonces tienes menos tiempo aún. Dentro de dos horas y media, el extremo oriental de Valles Marineris estará envuelto en sombras y se desencadenará un viento huracanado. Antes de que eso ocurra tienes que estar en la lanzadera. ¿Sabrás llegar?
Una profunda angustia se apoderó de mí. Sabía que la lanzadera estaba a poco más de un kilómetro, pero mientras veníamos hacia este lugar no había procurado fijarme, pues confiaba en Steve para desandarlo. Miré a mi alrededor, buscando ansiosa alguna señal de la lanzadera, pero no vi nada más que un complicado amontonamiento de rocas y supe que no podría retroceder más de cien pasos sin perderme. Sin embargo, había que intentarlo. Quedarme allí era la muerte segura. Marchando, tenía una ligera posibilidad.
-Sí, Steve, no te preocupes. Llegaré -dije, aparentando una seguridad que no sentía-. Pero ¿cómo avisaré a la base? No sé manejar los instrumentos.
-¿Sabes entrar en la lanzadera?
-Sí, eso sí. Lo he visto hacer varias veces.
-En cuanto estés dentro, siéntate delante del tablero de instrumentos. Verás abajo, en la parte izquierda, un botón de color rojo que dice "ALARM". Apriétalo en seguida. Ese botón está conectado con los circuitos de alarma de la base. Además, pondrá automáticamente en funcionamiento el enlace de radio. No tardará en contestarte alguien. Explícale lo que pasa. Que envíen inmediatamente la otra lanzadera con las herramientas necesarias para sacarme de aquí. ¿Has entendido bien?
-Sí, he comprendido. Ya me voy.
-¡Espera un momento! En cuanto te alejes unos pocos pasos ya no podremos comunicarnos.
-¿Por qué?
-Porque las ondas de radio no pueden atravesar la tierra sólida. Antes de salir, debes marcar el sitio exacto donde yo he caído, para que podáis encontrarme con facilidad. Busca alguna piedra de color o de forma diferente.
Me apresuré a obedecer, aunque tenía la sensación de que la marca que estaba colocando sólo serviría para señalar la tumba de Steve.
-Ya está. ¿Qué más tengo que hacer?
-Nada más. Sal inmediatamente hacia la lanzadera. No te demores, por favor. Procura salvarte y salvarme.
-Haré lo que pueda. Adiós, Steve.
-Adiós, Irene.
Una hora más tarde, mis peores temores se habían cumplido. No había podido hallar la lanzadera. No tenía la menor idea de dónde se encontraba. Ni siquiera habría sido capaz de regresar junto a Steve, aunque hubiera querido y si hubiera servido de algo. Desesperada, miré el reloj: las quince y veintiocho. Apenas me quedaba hora y media para ponerme a salvo y otro tanto para sacar a Steve. Todo dependía de mí, pero estaba fallando miserablemente.
Miré a la cordillera central, cuyos picos más próximos se elevaban muy cerca, cortando la mayor parte del horizonte. Traté de recordar cómo se veían las montañas desde la lanzadera, pero en vano. No me había fijado. Por fin decidí seguir adelante, agotar todas las posibilidades, y avancé al azar, aunque temía alejarme cada vez más de mi objetivo.
De pronto se abrió ante mí una pequeña llanura, casi desprovista de rocas. Mi corazón se aceleró: así era el lugar donde Steve había posado la lanzadera. Sin embargo, una rápida ojeada me hundió de nuevo en la desesperación, pues no la vi por ninguna parte. Agotada, me dejé caer al suelo y traté de ocultar la cara entre las manos, pero ni siquiera pude conseguir este pequeño alivio, porque el traje espacial me lo impedía.
No me preocupaba demasiado mi propia muerte. Al fin y al cabo, todos tenemos que morir algún día. Creo que, si hubiese estado sola, me lo habría tomado con mucha más calma. Pero me resultaba insoportable la idea de que Steve muriese también. Sentía como si el mundo se hundiese a mi alrededor. Creo que fue Antoine de Saint-Exupéry quien escribió que, en peligro de muerte, sólo nos preocupan los demás, que son ellos, y no nosotros, los verdaderos náufragos. Tiene toda la razón.
Por último levanté los ojos, buscando el cielo, y sentí un escalofrío al ver aquel color anaranjado, tan distinto del azul terrestre. “Es triste morir tan lejos de mi hogar” pensé. “Aunque, en realidad, el hogar es el lugar donde somos felices y yo he sido feliz en Marte, a pesar de sus cielos de raros colores y de su ambiente hostil”.
Mi mirada descendió lentamente y se posó en la ladera más próxima. Estaba, como todo el planeta, totalmente desnuda de vegetación, pero su color rojizo me recordó unos terrenos arcillosos que había visto en la Tierra y me resultó algo más familiar. Mi mente se aferró a aquella pendiente como a un rostro conocido encontrado en medio de una multitud extraña. Casi sin darme cuenta, mis labios pronunciaron en voz alta las palabras del salmo:
-Alzaré los ojos a las montañas. ¿De donde vendrá mi auxilio?
Y entonces sucedió. Justo en el punto donde mis ojos miraban sin ver, en el mismo centro de la ladera, algo muy grande comenzó a moverse. Sobresaltada, me puse en pie y traté de ver lo que era. Pronto no me cupo la menor duda: era un desprendimiento. Una roca enorme caía con violencia hacia el pequeño llano donde yo me encontraba. Pero su avance tenía aspecto fantasmal, le faltaba alguna cualidad esencial. Después de pensarlo, me di cuenta de lo que era: la roca avanzaba hacia mí acelerando muy despacio y sin hacer ruido alguno. El aire de Marte era demasiado tenue para transmitir los sonidos. Sólo un ligero temblor del suelo, bajo mis pies, me indicaba que, a pesar de la menor gravedad del planeta, aquella roca era perfectamente capaz de aplastar a cualquier ser humano que encontrara en su camino.
Me sentía incapaz de moverme. Sabía que debía huir, alejarme del peligro, pero había algo, dentro de mí, que parecía gritarme: “¡No te muevas! Quédate donde estás”. Tan intensa fue la sensación de que me estaban hablando, que cedí a la tentación inútil de mirar para ver si había alguien detrás de mí.
La piedra se acercaba, crecía desmesuradamente. Había llegado ya al punto más bajo de su recorrido, pero seguía avanzando, gracias al impulso adquirido, con la velocidad de un tren expreso. Entonces me di cuenta de que mi muerte no era inminente, pues esa piedra no iba a alcanzarme. En efecto, pasó veinte metros delante de mí y siguió rodando a través de la llanura, hasta detenerse mucho más lejos, junto a una roca enorme y retorcida en la que apenas me había fijado. En cuanto dejó de moverse, me pareció despertar de un encantamiento y miré a mi alrededor.
La montaña estaba exactamente como siempre había estado. El desprendimiento no había dejado en su ladera la menor huella. Tampoco el llano había cambiado, excepto por la presencia de un nuevo pedrusco. Y entonces sentí otra vez la sensación de que alguien me hablaba, me pareció oír que una voz me decía una sola palabra: “¡Síguela!”
No puedo explicar lo que sentía en aquellos momentos, porque mi mente estaba muy confusa. En el estado de desesperación en que me encontraba, estaba dispuesta a agarrarme a un clavo ardiendo para encontrar una salida a la situación. Por eso, sin pararme a pensar, obedecí inmediatamente el impulso y comencé a andar hacia la roca, de la que me separaban unos doscientos pasos. Llegué hasta ella y me detuve un momento dudosa, como si esperara una nueva orden, pero ésta no se produjo. Entonces decidí seguir adelante, contorneé la roca y vi, justo al otro lado y oculta hasta entonces por su mole, la lanzadera que buscaba.
Me costó un momento darme cuenta de lo que veía, salir del ensimismamiento en que me habían dejado las últimas experiencias que había vivido. Por fin, dando un suspiro de alivio, corrí hacia la entrada y forcejeé con los controles, pero estaba demasiado nerviosa y al principio no acertaba a abrirla. Finalmente me obligué a mí misma a detenerme, aguardé unos instantes para serenarme y frenar un poco los latidos de mi acelerado corazón y volví a intentarlo, algo más calmada. Esta vez tuve éxito. Dos minutos más tarde, estaba sentada ante el tablero de mandos y apretaba el botón de alarma.
Todo ocurrió como Steve había previsto. Una señal de radar generada por el circuito de socorro de la cápsula se lanzó hacia los cielos y buscó en todas direcciones hasta localizar el Aventura, que afortunadamente se encontraba en este lado del planeta. Una vez hallado, una señal de radio más potente partió en la misma dirección y activó la alarma de la astronave, que a su vez disparó un emisor enfocado directamente hacia la base. Siete segundos después de que yo apretara el botón, el ulular de una sirena avisaba a todos los miembros de la colonia de la situación desesperada en que se encontraba uno de sus miembros.
Lo demás fue ya pura rutina. El propio Tarkov partió inmediatamente hacia Valles Marineris acompañado por otro astronauta, que conducía la segunda lanzadera, y por dos técnicos que habían recibido entrenamiento especial en labores de rescate. Una hora más tarde, el aparato se posaba al lado de su hermano gemelo. El reflejo metálico que Steve había descubierto les ayudó a orientarse, y la señal que yo había colocado evitó que perdieran tiempo en buscar su posición exacta. El rescate propiamente dicho apenas duró diez minutos. En cosa de media hora, estábamos todos de vuelta en las lanzaderas y emprendíamos el regreso a la base, mientras a nuestro alrededor se desencadenaba el huracán y el polvo rojizo nos rodeaba por todas partes y reducía la visibilidad casi a cero.
-Gracias, Irene -dijo Steve, en cuanto tuvo ocasión de hablar a solas conmigo, mientras regresábamos a la base-. Te has portado maravillosamente.
-Pues yo tengo la sensación de no haber hecho nada en absoluto. En realidad, estaba completamente perdida y a punto de abandonar toda esperanza cuando el desprendimiento y unas voces extrañas me ayudaron a descubrir la lanzadera.
Steve me escuchaba asombrado.
-¿Un desprendimiento? ¿Voces? ¿De qué me hablas?
Entonces le conté todo lo que había sucedido desde que me separé de él, y terminé diciendo:
-No sé si fue un milagro o si me ayudó alguien de carne y hueso, pero estoy convencida de que yo no tuve nada que ver en ello.
Steve movió la cabeza, incrédulo.
-Indudablemente, esos impulsos de que hablas, que tú interpretaste como voces, salieron de ti misma. Probablemente tu inconsciente reconoció el lugar y te proporcionó las indicaciones que necesitabas.
-¿Y el desprendimiento?
-Pura casualidad.
Entonces fui yo la que negó con la cabeza, rechazando las explicaciones de mi compañero.
-Yo siempre creeré que alguien me ha ayudado.
-No voy a discutírtelo -repuso Steve.
Y ahí terminó la conversación. Pero los dos nos acordaríamos de ella poco tiempo después.

 

 

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