10

Rebelde

Desentenderme de la invitación de Xavier resultó más fácil de lo previsto, porque él no vino al colegio durante toda la semana. Tras una discreta indagación, supe que se había ido a un campamento de remo. Libre del peligro de tropezarme con él, me sentí más relajada. No sabía si habría tenido el valor de suspender la cita de haberlo tenido delante, mirándome con aquellos ojos azules. De hecho, no sabía si habría sido capaz de decirle gran cosa, en vista de la torpeza que había demostrado a la hora de charlar con él.

Durante los almuerzos, me sentaba con Molly y sus amigas en el claustro y escuchaba sin interés la letanía interminable de quejas que desgranaban sobre el colegio, los chicos y los padres. Sus conversaciones seguían siempre la misma pauta y a mí me daba la sensación de saberme cada frase de memoria. Aquel día, el baile de promoción era el tema estrella; nada sorprendente tampoco.

—¡Ay, Dios, he de decidir tantas cosas! —dijo Molly, estirándose como una gata sobre el asfalto. Sus amigas se hallaban desparramadas alrededor: algunas en los bancos de madera, con las faldas arremangadas para aprovechar los efectos de aquel sol de principios de primavera. Yo permanecía a su lado con las piernas cruzadas, estirándome la falda recatadamente para taparme las rodillas.

—¡Uf, y que lo digas! —asintió Megan Judd, acomodando la cabeza en el regazo de Hayley y alzándose también la blusa para que le diera el sol en la barriga—. Anoche empecé la lista.

Sin incorporarse, abrió su diario escolar, donde tenía pegadas un montón de etiquetas de marcas de ropa.

—Escucha —prosiguió, leyendo una página con la esquina doblada—. Pedir hora para la manicura francesa, buscar unos zapatos sexis, comprarme un bolsito, decidir qué joyas me pongo, encontrar el peinado de alguna celebridad para copiarlo, decidirme por un spray bronceador: Hawaian Sunset o Champagne, reservar una limusina. Y la lista todavía continúa…

—Se te ha olvidado lo más importante —dijo Hayley—. Encontrar el vestido.

Las demás se echaron a reír ante semejante descuido.

A mí me dejaba perpleja que se empeñaran en analizar con tanto detalle una fiesta que aún quedaba tan lejos, pero me abstuve de comentarlo. No creía que les hubiera gustado.

—Va a salir carísimo —suspiró Taylah—. Me parece que acabaré pasándome del presupuesto y gastándome hasta el último dólar que me he sacado trabajando en esa panadería tan cutre.

—Yo soy rica —dijo Molly, orgullosa—. Llevo ahorrando todo lo que he ganado en la farmacia desde el año pasado.

—A mí me lo van a pagar todo mis padres —alardeó Megan—. Están dispuestos a correr con todos los gastos si apruebo los exámenes. Incluso un autobús de fiesta, si queremos.

Las demás la miraron impresionadas.

—Pues arréglatelas como sea para no cagarla en ningún examen —le dijo Molly.

—Bueno, tampoco le pidas milagros —comentó Hayley, riendo.

—¿Alguien tiene pareja ya? —preguntó otra.

Unas pocas levantaron el dedo; las que mantenían relaciones estables no debían preocuparse. Todas las demás seguían aguardando con desesperación a que alguien se lo pidiera.

—Me gustaría saber si Gabriel piensa ir —musitó Molly, volviéndose hacia mí—. Todos los profesores están invitados.

—No sé —dije—. Él más bien rehúye estas cosas.

—Deberías pedírselo a Ryan —sugirió Hayley—. Antes de que se lo lleve otra.

—Sí, los buenos desaparecen enseguida —asintió Taylah.

Molly pareció ofendida.

—No puedes saltarte la norma, Hayley —dijo—. Es el chico el que ha de pedírtelo.

Taylah soltó un bufido.

—Pues buena suerte.

—A veces pareces idiota, Molly. —Hayley suspiró—. Ryan mide uno ochenta, está cachas, es rubio y juega a lacrosse. No será una lumbrera, pero, vaya, no sé a qué estás esperando.

—Quiero que me lo pida él —dijo Molly con un mohín.

—Quizá sea tímido —apuntó Megan.

—Uf, ¿tú lo has mirado bien? —Taylah puso los ojos en blanco—. No creo que sea un tipo con problemas de autoestima.

A continuación se desarrolló un debate sobre si era mejor un vestido largo o un modelito de cóctel. La conversación se había vuelto tan banal que me entraron unas ganas urgentes de escapar. Musité como excusa que tenía que comprobar en la biblioteca si había llegado un libro.

—Arggg, Bethie, las únicas que andan por la biblioteca son las pringadas —dijo Taylah—. Podría verte alguien.

—Y pensar —gimió Megan— que hemos de pasarnos allí la quinta hora para acabar ese absurdo trabajo de investigación…

—¿De qué has dicho que iba? —preguntó Hayley—. Algo de política en Oriente Medio, ¿no?

—¿Dónde está Oriente Medio? —quiso saber una chica llamada Zoe, que siempre llevaba su pelo rubio amontonado en lo alto de la cabeza como una corona.

—Es una región situada cerca del Golfo Pérsico —dije—. Abarca todo el sudoeste de Asia.

—No creo, Bethie. —Taylah se echó a reír—. Todo el mundo sabe que Oriente Medio está en África.

Me habría gustado irme con Ivy, pero ella estaba ocupada en el pueblo. Se había unido al equipo parroquial y ya andaba reclutando gente. Había mandado hacer insignias para promocionar el mercadillo y también panfletos sobre las injustas condiciones de trabajo en el Tercer Mundo. La fama de su belleza estaba contribuyendo a aumentar la recaudación del grupo parroquial. Los jóvenes del pueblo acudían a comprarle insignias a montones con la esperanza de que les diera su número o al menos una palmadita de agradecimiento. Ivy se había propuesto defender a la Madre Tierra en Venus Cove y propugnaba un regreso a la naturaleza. En fin, algo así como una filosofía ecologista: comida orgánica, espíritu comunitario y el poder del mundo natural sobre todas las cosas materiales.

Como no podía recurrir a su compañía, me encaminé hacia el departamento de música para ver si encontraba a Gabriel.

El ala de música se encontraba en la parte más antigua del colegio. Del vestíbulo principal me llegaba un rumor de cánticos y empujé las pesadas puertas de madera. Era un espacio enorme, con techos altos y retratos de ceñudos directores alineados a lo largo de las paredes. Gabriel se encontraba frente a un atril dirigiendo la coral de tercer curso. Todas las corales habían adquirido popularidad desde su llegada; de hecho, había tantas nuevas incorporaciones femeninas en la coral de último año que habían de ensayar en el auditórium.

Gabriel les estaba enseñando a los de tercero sus himnos favoritos para cuatro voces, acompañado al piano por la delegada de música, Lucy McCrae. Mi entrada interrumpió el canto. Gabriel se volvió para ver a qué se debía aquella distracción y, al hacerlo, la luz de una vidriera iluminó su pelo dorado de tal modo que casi me pareció en llamas por un instante.

Lo saludé con una seña y escuché al coro mientras reanudaba su canto.

Aquí estoy, Señor. ¿Acaso soy yo, Señor?

Te he oído llamar en medio de la noche.

Iré yo, Señor, si Tú me guías.

Llevaré a tu pueblo en el corazón.

Aunque algunos desafinaban y el piano casi no se oía, la pureza de las voces resultaba arrebatadora. Me quedé hasta que sonó la campana marcando el final del almuerzo. Salí de allí con la sensación de haber recibido un oportuno recordatorio de lo que importaba de verdad.

Los siguientes días se deslizaron borrosamente uno tras otro. Cuando quise darme cuenta, ya era viernes y había concluido una semana más. Los participantes en el campamento de remo, según oí decir, habían regresado después del almuerzo, pero no había visto ni rastro de ellos y supuse que se habrían vuelto directamente a casa. Me pregunté si Xavier habría deducido que yo había perdido el interés en vista de que no había tenido noticias mías. ¿O estaría esperando aún mi llamada? Me molestaba que aguardase en vano, pero ahora ni siquiera tendría la oportunidad de verlo y explicárselo.

Cuando fui a recoger mis cosas, vi que habían metido un pequeño rollo de papel en la ranura de mi taquilla. Cayó al suelo en cuanto abrí la puerta. Lo desenrollé y leí el mensaje, escrito con una letra redondeada y juvenil.

SI CAMBIAS DE OPINIÓN, ESTARÉ EL SÁBADO

EN EL CINE MERCURY A LAS 9.

Lo leí varias veces. Incluso con un simple pedazo de papel, Xavier se las arreglaba para ejercer en mí el mismo efecto mareante. Sujeté su nota tan delicadamente como si fuera una antigua reliquia. No se desanimaba fácilmente, lo cual me gustaba. «Así que esto —pensé— es lo que se siente cuando te persigue un chico». Me daban ganas de dar saltos de alegría, pero conseguí mantener la calma. No obstante, aún seguía sonriendo cuando me encontré con Gabriel e Ivy. No conseguía adoptar una expresión de serenidad, aunque fuese fingida.

—Pareces muy satisfecha de ti misma —dijo Ivy al verme.

—He sacado buena nota en el examen de francés —mentí.

—¿Es que creías que ibas a suspender?

—No, pero siempre es agradable ver lo negro sobre blanco.

Me sorprendía descubrir lo fácil que me resultaba mentir. Cada vez me salía mejor, lo cual no era nada bueno.

Gabriel parecía contento con mi cambio de humor. No se me escapaba que se había sentido culpable en los últimos días. Él no soportaba ver a nadie afligido, y mucho menos por su causa. No lo culpaba por su severidad. Difícilmente podría echarle en cara que no fuera capaz de identificarse con lo que me sucedía. Él estaba centrado en supervisar nuestra misión y yo ni siquiera podía imaginarme la tensión que ello debía suponerle. Ivy y yo dependíamos totalmente de él, y los poderes del Reino confiaban en su sabiduría. No dejaba de ser comprensible que quisiera evitarse complicaciones, y eso era justamente lo que Gabriel temía que pudiera acarrear mi contacto con Xavier.

En todo caso, la euforia que me había provocado el mensaje de este me duró el resto de la tarde. El sábado, sin embargo, me encontré otra vez debatiéndome sobre lo que debía hacer. Tenía unas ganas locas de ver a Xavier, pero era consciente de que se trataba de un impulso temerario y egoísta. Gabriel e Ivy eran mi familia y ellos confiaban en mí. No podía dar a propósito ningún paso que pudiese poner en peligro su posición.

La mañana del sábado discurrió sin novedades. Hice algunos recados y llevé a Phantom a correr por la playa. Cuando llegué a casa a primera hora de la tarde, empecé a ponerme nerviosa. Logré disimular mi agitación durante la cena. Después, Ivy nos obsequió con algunas canciones acompañada a la guitarra por Gabriel, que tenía una vieja acústica. La voz melodiosa de Ivy le habría arrancado lágrimas a un criminal redomado. Y cada nota que tocaba Gabriel tenía una suavidad inigualable.

Hacia las ocho y media subí a mi habitación y vacié mi armario para ordenarlo. Por mucho que me esforzara, las ideas relacionadas con Xavier se abrían paso en mi mente con el ímpetu de un tren acelerado. A las nueve menos cinco, ya sólo podía pensar en él esperándome en la calle mientras los minutos desfilaban de modo exasperante. Visualicé el momento en el que comprendería que no iba a presentarme. En mi imaginación, lo vi encogerse de hombros, salir del cine y seguir con su vida. El dolor que me provocó esa idea resultó excesivo; y antes de que pudiera pensármelo, había tomado ya mi bolso y abierto las puertas del balcón, y me encontraba deslizándome por la espaldera de la pared hacia el jardín. Me dominaba un deseo ardiente de ver a Xavier, aunque fuera sin hablar con él.

Me deslicé a tientas por la calle oscura, doblé a la izquierda y seguí adelante, directamente hacia las luces del pueblo. Algunas personas que circulaban en coche se volvieron a mirarme: una chica pálida y de aire fantasmal, corriendo calle abajo con el pelo ondeando al viento. Me pareció ver a la señora Henderson atisbando entre las persianas de su salón, pero fue sólo una impresión y ni siquiera volví a pensar en ella.

Tardé como diez minutos en encontrar el cine Mercury. Pasé por delante de un café llamado The Fat Cat, que parecía atestado de jóvenes estudiantes. La música de una máquina sonaba a todo volumen y los chicos, tirados por los sofás, bebían batidos y compartían cuencos de nachos. Algunos bailaban enloquecidos sobre las baldosas ajedrezadas. También pasé por The Terrace, uno de los restaurantes de lujo del pueblo, situado en la planta baja de un antiguo hotel victoriano. Las mejores mesas estaban en el balcón que discurría a lo largo de la fachada, y en cada una destellaban las velas de un candelabro. Dejé atrás la nueva panadería francesa y el súper donde había conocido a Alice y Phantom unas semanas atrás. Cuando llegué al cine Mercury, iba a tal velocidad que me pasé de largo y tuve que volver sobre mis pasos al darme cuenta de que la calle terminaba bruscamente.

El cine era de los años cincuenta y había sido remodelado hacía poco respetando el estilo de la época. Estaba lleno de objetos retro. El linóleo del suelo era blanco y negro; los sofás, de vinilo anaranjado oscuro con patas cromadas; las lámparas parecían platillos volantes. Me vi un instante en el espejo que había detrás del puesto de golosinas. Respiraba agitadamente por la excitación y se me veía aturdida de tanto correr.

El vestíbulo estaba desierto cuando llegué y no se veía a nadie en la cafetería. Los carteles anunciaban un ciclo de Hitchcock. Ya debía de haber empezado la película. Xavier habría entrado solo o se habría ido a casa.

Oí carraspear a alguien a mi espalda de un modo exagerado, tal como suele hacerse para llamar la atención. Me volví.

—No resulta guay llegar tarde si te pierdes la peli.

Xavier llevaba puesta su habitual sonrisa irónica, unos pantalones cortos azul marino y un polo de color crema.

—No puedo —dije, jadeante—. He venido sólo para decírtelo.

—Para eso no hacía falta venir corriendo hasta aquí. Podías haberme llamado.

Tenía una mirada juguetona. Me devané los sesos para encontrar una respuesta que no me hiciera parecer del todo ridícula. Mi primer impulso fue decirle que había perdido su número, pero no quería mentirle.

—Bueno, ya que estás aquí —prosiguió—, ¿qué tal un café?

—¿Y la película?

—La puedo ver otro día.

—Bueno, pero sólo un rato. Nadie sabe que he salido —le confesé.

—Hay un sitio a dos calles, si no te importa caminar un poco.

El café se llamaba Sweethearts. Xavier me puso la mano en la espalda para hacerme pasar y yo sentí que me llegaba el calor de su palma. Noté también un extraño hormigueo hasta que comprendí que había puesto la mano justo en el punto donde se unían mis alas cuidadosamente plegadas. Me apresuré a apartarme con una risita nerviosa.

—Eres una chica extraña —dijo, divertido.

Me alegró que pidiera un reservado, porque yo prefería estar a cubierto de miradas indiscretas. Ya habíamos llamado un poco la atención al bajar por la calle juntos. En el interior del café reconocí varias caras del colegio, pero eran alumnos que no conocía personalmente y no tuve que saludarlos. A Xavier sí lo vi haciendo gestos de saludo a derecha e izquierda antes de sentarnos. ¿Serían amigos suyos? Me pregunté si nuestra salida se convertiría el lunes en la comidilla del colegio.

El local era acogedor y yo empecé a sentirme más relajada. Había una iluminación amortiguada y las paredes estaban cubiertas de carteles de películas antiguas. En la mesa había postales de anuncio con la obra de pintores locales. La carta incluía batidos variados, café, pasteles y copas de helado. Apareció una camarera con zapatillas en blanco y negro. Yo pedí chocolate caliente y Xavier un café con leche. La camarera lo miró con una sonrisa coqueta mientras tomaba nota.

—Espero que te guste el sitio —dijo Xavier cuando ella se hubo marchado—. Suelo venir aquí después de entrenar.

—Es bonito —dije—. ¿Te entrenas mucho?

—Dos tardes y la mayoría de los fines de semana. ¿Y tú? ¿Te has apuntado a alguna actividad?

—Todavía no. Me lo estoy pensando.

Xavier asintió.

—Estas cosas llevan su tiempo. —Cruzó cómodamente los brazos y se arrellanó en su asiento—. Bueno, cuéntame de ti.

Era la pregunta que me había temido.

—¿Qué quieres saber? —dije con cautela.

—En primer lugar, por qué habéis elegido Venus Cove. No es que sea un lugar muy llamativo, que digamos.

—Precisamente por eso —dije—. Digamos que nos hemos decidido por otro estilo de vida. Estábamos cansados de gente sofisticada y queríamos instalarnos en un sitio tranquilo. —Sabía que aquella respuesta resultaría aceptable; no faltaban familias que se habían trasladado allí por motivos similares—. Ahora te toca contar a ti.

Supuse que se habría dado cuenta de que yo quería evitarme más preguntas, pero no importaba. A Xavier le gustaba charlar, no hacía falta que lo animaran. A diferencia de mí, se mostraba muy abierto y no tenía reparos en dar información personal. Me contó anécdotas de su familia e incluso me ofreció la versión abreviada de la historia de los Woods.

—Somos seis hermanos; yo, el segundo. Mis padres son médicos: mamá ejerce como médico de cabecera en el pueblo y papá es anestesista. Mi hermana mayor, Claire, ha seguido los pasos de mis padres y ya está en segundo año de medicina. Vive en la universidad, pero viene a casa cada fin de semana. Acaba de prometerse con su novio, Luke; llevan cuatro años juntos. Luego vienen mis tres hermanas menores: Nicola tiene quince; Jasmine, ocho; y Madeline está a punto de cumplir los seis. El más pequeño es Michael, de cuatro años. ¿Ya he conseguido aburrirte?

—No, es fascinante. Sigue —lo animé. Me intrigaba conocer los detalles personales de una familia humana normal y quería escuchar más. ¿Acaso me daba envidia su vida?, me pregunté.

—Bueno, he ido a Bryce Hamilton desde el jardín de infancia. Mi madre se empeñó en que fuera a un colegio católico. Es una persona conservadora. Lleva con mi padre desde los quince años. ¿Te imaginas? Prácticamente han crecido juntos.

—Deben de tener una relación muy estrecha.

—Bueno también han pasado sus altibajos, pero nunca ha sucedido nada que no hayan sido capaces de superar.

—Suena como una familia muy unida.

—Sí, es verdad, aunque mamá puede resultar un poquito demasiado protectora.

Me imaginé que sus padres debían tener grandes aspiraciones para su hijo mayor.

—¿Tú también estudiarás medicina?

—Seguramente —dijo, encogiéndose de hombros.

—No pareces muy entusiasmado.

—Bueno, me interesó el diseño durante un tiempo, pero digamos que la idea no recibió grandes apoyos.

—¿Y eso?

—No se considera una carrera seria, ¿entiendes? La perspectiva de invertir tanto dinero en mi educación para verme convertido al final en un parado no entusiasmaba a mis padres.

—¿Y qué me dices de lo que tú quieres?

—A veces los padres saben lo que es mejor para ti.

Daba la impresión de aceptar de buen talante las decisiones de sus padres y se le veía dispuesto a dejarse guiar por las esperanzas que habían depositado en él. Su vida parecía planeada de antemano y no me lo imaginaba desviándose de esa ruta prefijada. En ese sentido me identificaba con él: mi experiencia humana se producía con unas directrices y unos límites estrictos, y cualquier intento de apartarme de mi camino no sería contemplado con benevolencia. Por suerte para Xavier, sus errores no despertarían la ira del Cielo. Al contrario, pasarían a formar parte de su experiencia.

Cuando ya casi teníamos vacías nuestras tazas, Xavier decidió que nos hacía falta una «inyección de glucosa» y pidió un pastel de chocolate: una ración que nos sirvieron con arándanos y nata montada en un plato blanco enorme, acompañado de dos cucharitas. A pesar de que me animó a «lanzarme», yo me limité a tomar pedacitos del borde con toda delicadeza. Cuando terminamos, se empeñó en pagar la cuenta y pareció ofenderse al ver que pretendía poner mi parte. La rechazó con un gesto y dejó al salir un billete en una jarra para las propinas (el rótulo decía: BUEN KARMA).

Sólo cuando estuvimos fuera me di cuenta de la hora.

—Ya sé que es tarde —dijo Xavier, descifrando mi expresión—. Pero ¿qué tal un paseo? Aún no quiero llevarte a casa.

—Ya estoy metida en un grave aprieto.

—En ese caso, no vendrá de diez minutos.

Era consciente de que debía dar por terminada la velada; Ivy y Gabriel se habrían dado cuenta ya de mi ausencia y estarían preocupados. Y no es que no me importara, pero no soportaba la idea de separarme de Xavier ni un momento antes de lo necesario. Mientras estaba con él, me sentía henchida de una felicidad arrolladora que hacía que el resto del mundo se difuminara y no pasara de ser más que un ruido de fondo. Era como si los dos estuviéramos encerrados en una burbuja privada; nada que no fuera un terremoto podría pincharla.

Deseaba que la noche se prolongase eternamente.

Caminamos hacia el mar. Cuando llegamos al final de la calle, vimos que estaban montando en el paseo marítimo un parque de atracciones itinerante: un recurso muy popular para la gente con críos, que necesitaban airearse después de todo el invierno encerrados. Había una noria balanceándose al viento y vimos los autos de choque esparcidos por la pista. Un castillo hinchable amarillo relucía a la media luz.

—Echemos un vistazo —propuso Xavier con entusiasmo infantil.

—No creo que esté abierto siquiera —dije—. No nos dejarán entrar. —El parque de atracciones tenía un aire desvencijado que más bien me echaba para atrás—. Además, ya casi ha oscurecido del todo.

—¿Y tu espíritu de aventura? Podemos saltar la valla.

—No me importa echar un vistazo, pero no pienso saltar ninguna valla.

Resultó que no había ninguna valla y entramos directamente. Tampoco había mucho que ver, sólo varios hombres tensando cuerdas y moviendo maquinaria. No nos hicieron ni caso. Sentada en los escalones de una caravana, vimos a una mujer fumando; llevaba un vistoso vestido y unos brazaletes hasta el codo que tintineaban sin parar. Tenía profundas arrugas alrededor de los ojos y la boca, y su pelo oscuro empezaba a encanecer en las sienes.

—Ah, jóvenes enamorados —dijo al vernos—. Lo siento, chicos. Aún lo tenemos cerrado.

—Lo siento —dijo Xavier con educación—. Ya nos vamos.

La mujer dio una larga calada a su cigarrillo.

—¿Os gustaría que os echara la buenaventura? —nos propuso con voz áspera—. Ya que estáis aquí.

—¿Es usted vidente? —le pregunté. No sabía si mostrarme escéptica o intrigada. Era cierto que algunos humanos poseían una percepción especial y que podían tener premoniciones, por así llamarlas, aunque la cosa no pasaba de ahí. Algunos eran capaces de ver espíritus o de detectar su presencia, pero el término «vidente» me resultaba un poco exagerado.

—Por supuesto —respondió la mujer—. Ángela la Mensajera, para serviros. —Su nombre me desconcertó; se parecía demasiado a «ángel» para no resultar inquietante—. Venga, no os voy a cobrar —añadió—. A ver si se anima un poco la noche.

El interior de la caravana apestaba a comida rápida. Había velas parpadeando en una mesita y tapices con flecos colgados de las paredes. Ángela nos indicó que nos sentáramos.

—Tú primero —le dijo a Xavier, tomándole la mano y estudiándola atentamente. Por la expresión de él, estaba claro que se lo tomaba más bien a broma—. Bueno, tienes la línea del corazón curvada, lo cual quiere decir que eres un romántico —comenzó la mujer—. La línea de la cabeza corta significa que eres directo y no te andas con rodeos. Percibo en ti una poderosa energía azul que indica que tienes algo heroico en la sangre, pero también que estás destinado a sufrir un gran dolor. De qué tipo, no estoy segura. Pero debes prepararte porque no está muy lejos.

Xavier fingió que se lo tomaba en serio.

—Gracias —le dijo—. Ha sido muy perspicaz. Te toca, Beth.

—No, yo prefiero pasar —murmuré.

—No hay que temer al futuro, sino enfrentarlo —dijo Ángela, y su manera de decirlo resultaba casi un desafío.

Extendí la mano de mala gana para que me la leyera. Aunque tenía los dedos ásperos y callosos, su contacto no resultaba desagradable. En cuanto abrí la palma, ella pareció erguirse ligeramente.

—Lo veo todo blanco —dijo con los ojos cerrados, como si estuviera en trance—. Percibo una felicidad indescriptible. —Abrió los ojos—. Tienes un aura increíble. Déjame ver las líneas. Aquí tenemos una línea del corazón continua, lo cual sugiere que sólo amarás una vez en tu vida… Y luego, veamos… ¡Dios mío!

Me extendió más los dedos para tensar la piel.

—¿Qué? —pregunté, alarmada.

—¡Tu línea de la vida! —exclamó la mujer con unos ojos como platos—. Nunca había visto nada igual.

—¿Qué pasa con mi línea de la vida? —pregunté, ansiosa.

—Querida… —Su voz se convirtió en un susurro—. No tienes.

Volvimos a pie en silencio a buscar el coche de Xavier.

—Qué raro, ¿no? —dijo por fin mientras me abría la puerta.

—Desde luego —asentí, fingiendo despreocupación—. Pero bueno, ¿quién cree en videntes?

Xavier acababa de sacarse el permiso y el coche —un descapotable azul restaurado del 56— había sido su regalo de Navidades. Metió la llave y puso primera antes de manipular el dial de la radio para sintonizar una emisora. Con tono melifluo, el locutor daba en ese momento la bienvenida a los oyentes del programa, que se llamaba Jazz de noche. Percibí un aroma agradable: una combinación del cuero de los asientos y de una fragancia fresca que tal vez fuera la de su colonia.

Yo sólo había subido a nuestro jeep hasta entonces, de manera que no estaba preparada para el rugido de aquel motor antiguo y me aferré instintivamente al asiento en cuanto arrancamos. Xavier me echó un vistazo, alzando las cejas.

—¿Vas bien?

—¿Este coche es seguro?

—¿Me tomas por un mal conductor? —preguntó en plan socarrón.

—Confío en ti —respondí—. Pero no si sé tanto en los coches.

—Si te preocupa la seguridad, harías bien en seguir mi ejemplo y ponerte el cinturón.

—¿El qué?

Xavier meneó la cabeza con incredulidad.

—Me preocupas —murmuró.

—¿Vas a tener problemas? —me preguntó cuando paramos delante de Byron. Vi que habían dejado encendida la luz del porche, lo cual quería decir que habían advertido mi escapada.

—Me tiene sin cuidado, la verdad —contesté—. Me lo he pasado bien.

—Yo también. —La luz de la luna centelleó en la cruz que llevaba al cuello.

—Xavier… —dije, titubeando—. ¿Puedo preguntarte una cosa?

—Claro.

—Bueno, me pregunto… ¿por qué me has pedido que saliera esta noche contigo? Es que Molly me habló… bueno, de…

—¿Emily? —Suspiró—. ¿Qué pasa con ella? —Apareció un matiz defensivo en su tono—. La gente no puede dejar de hablar, ¿verdad? Es lo que pasa en los pueblos pequeños. Se pirran por cualquier cotilleo.

No me atrevía a mirarle a los ojos. Me daba la sensación de haber cruzado una frontera, pero ya no podía echarme atrás.

—Me explicó que nunca has querido salir con ninguna otra chica. O sea que siento cierta curiosidad… ¿Por qué yo?

—Emily no era sólo mi novia —dijo Xavier—. Era mi mejor amiga. Nos entendíamos de una manera difícil de explicar y nunca podré reemplazarla. Pero cuando te conocí… —Su voz se apagó.

—¿Me parezco a ella? —pregunté.

Él se echó a reír.

—No, para nada. Pero cuando estoy contigo tengo la misma sensación que tenía con ella.

—¿Qué clase de sensación?

—A veces conoces a una persona y se produce automáticamente un clic: te sientes a gusto con ella, como si la hubieras conocido toda tu vida y no tuvieras que fingir ni hacerte pasar por lo que no eres.

—¿Tú crees que a Emily le importaría —pregunté—, quiero decir, que te sintieras así conmigo?

Xavier sonrió.

—Esté donde esté, Em querría que yo fuera feliz.

Yo sabía muy bien dónde estaba, pero deseché la idea de compartir esa información con él por ahora. Bastante fuerte resultaba ya que no supiera para qué servía el cinturón de seguridad y que no tuviera línea de la vida en la mano. Me pareció que ya había habido suficientes sorpresas por una noche.

Permanecimos en silencio unos minutos. Ninguno de los dos quería romper el hechizo del momento.

—¿Tú crees en Dios? —pregunté al fin.

—Eres la primera persona que me lo pregunta —dijo Xavier—. La mayoría de la gente ve la religión como un modo de distinguirse y de parecer original.

—¿Y tú?

—Yo creo en un poder superior, en una energía espiritual. Creo que la vida es demasiado compleja para ser sólo un accidente, ¿no estás de acuerdo?

—Completamente —respondí.

Me bajé aquella noche del coche de Xavier con la certeza de que el mundo tal como lo conocía había cambiado de modo irrevocable. Mientras subía las escaleras de la puerta principal no pensaba en el sermón que me esperaba, sino en cuánto tiempo habría de pasar para volver a verlo. Había un montón de cosas de las que quería hablar con él.




11

Colada de pies a cabeza

La puerta se abrió antes de que llamara siquiera, e Ivy apareció en el umbral con expresión preocupada. Gabriel aguardaba impertérrito en la sala; podría haber sido la figura de un cuadro, tan inmóvil se le veía. Normalmente aquello me habría provocado un remordimiento abrumador, pero yo aún tenía en mis oídos la voz de Xavier, sentía en la espalda el contacto de su mano cuando me había hecho pasar al Sweethearts, y seguía percibiendo la fresca fragancia de su colonia.

En el fondo, cuando me había descolgado del balcón ya tenía la seguridad de que Gabriel detectaría mi ausencia de inmediato. Sin duda habría deducido a dónde había ido y con quién. Seguramente se le habría pasado por la cabeza la idea de venir a buscarme, aunque enseguida la habría desechado. Ni él ni Ivy deseaban llamar la atención en público.

—No deberíais haber esperado levantados, no corría el menor peligro —dije. Aunque no era mi intención, sonó demasiado displicente por mi parte, más descarado que contrito—. Lo lamento si os he preocupado —añadí.

—No, no lo lamentas, Bethany —dijo Gabriel en voz baja. Aún no había levantado la vista—. No lo lamentas. De lo contrario, no lo habrías hecho.

No soportaba que no me mirase.

—Gabe, por favor —empecé, pero él me acalló alzando la mano.

—Me inquietaba la idea de que nos acompañaras en esta misión y ahora has demostrado que eres totalmente imprevisible. —Daba la impresión de que aquellas palabras le dejaban un mal sabor de boca—. Eres joven e inexperta: tu aura es más cálida y más humana que la de cualquier otro ángel que haya conocido, y sin embargo fuiste escogida. Yo ya intuía que tendríamos problemas contigo, pero los demás creyeron que todo saldría bien. Ahora veo, no obstante, que ya has tomado una decisión; has preferido un capricho pasajero a tu propia familia.

Se levantó bruscamente.

—¿Podemos hablar al menos? —pregunté. Todo aquello sonaba demasiado dramático y yo estaba segura de que no tendría por qué serlo si lograba que Gabriel me entendiera.

—Ahora no. Es tarde. Lo que tengas que decir, puede esperar hasta mañana.

Y sin más, nos dejó solas.

Ivy me contempló con ojos tristes y agrandados. Me horrorizaba acabar la noche de aquel modo tan amargo, sobre todo teniendo en cuenta que me había sentido más feliz que nunca hacía un momento.

—Habría preferido que Gabriel no hiciera su numerito de mensajero de la desgracia —mascullé.

Ivy pareció repentinamente agotada.

—¡Bethany, no digas esas cosas! Lo que has hecho esta noche está mal aunque todavía no seas capaz de verlo. Quizá no entiendas ahora nuestros consejos, pero lo mínimo que puedes hacer es pensártelo bien antes de que la cosa se te vaya de las manos. Con el tiempo te darás cuenta de que no es más que un encaprichamiento. Tus sentimientos por ese chico pasarán.

Ivy y Gabriel me hablaban con enigmas. ¿Cómo querían que viera el problema si ni siquiera eran capaces de formularlo? Yo era consciente de que mi salida con Xavier representaba una desviación menor respecto a nuestros planes. Pero ¿qué tenía de malo, a fin de cuentas? ¿De qué servía estar en la Tierra y acumular experiencias humanas si íbamos a restarles toda importancia? A pesar de lo que considerasen mejor mis hermanos, no quería que mis sentimientos por Xavier «se me pasaran». Eso lo convertía a él en algo parecido a un resfriado que acabaría por salir de mi organismo. Yo nunca había ansiado la presencia de alguien de un modo tan absorbente y avasallador. Me vino a la cabeza una expresión que había leído en alguna parte: «El corazón quiere lo que el corazón desea». No recordaba de dónde procedía, pero quien lo hubiese escrito había acertado de lleno. Si Xavier era una enfermedad, entonces yo no quería curarme. Si la atracción que sentía por él constituía un delito que tal vez podría merecer un castigo divino, que así fuera: que cayera sobre mí, no me importaba.

Ivy subió a su habitación y yo me quedé sola con Phantom, que parecía saber por instinto lo que me hacía falta. Se acercó y me restregó el hocico por detrás de las rodillas, sabiendo que así me obligaba a agacharme y a acariciarlo. Al menos uno de los miembros de mi hogar no me odiaba.

Subí a mi habitación, me quité la ropa y la dejé amontonada en el suelo. No tenía sueño; más bien me sentía oprimida por la sensación de estar atrapada. Me metí en la ducha y dejé que el agua caliente me golpeara los hombros y me aflojara un poco la musculatura. Aunque habíamos acordado que nunca lo haríamos, ni siquiera dentro de casa, para evitar que nos vieran, liberé parcialmente las alas y dejé que presionaran el panel de cristal de la ducha. Las tenía agarrotadas después de tantas horas plegadas y me parecía que me pesaban el doble a medida que se empapaban. Eché la cabeza hacia atrás, dejando que el agua me corriera por la cara. Ivy me había pedido que me pensara bien lo que estaba haciendo, pero yo, por una vez, no quería pensar: sólo quería ser.

Me sequé deprisa y, con las alas todavía húmedas, me metí en la cama. Lo último que deseaba era herir a mis hermanos, pero mi corazón parecía petrificarse en cuanto se me cruzaba la idea de no ver nunca más a Xavier. Me habría gustado que estuviera en mi habitación en aquel momento. Y sabía lo que le habría pedido: que me liberase de mi prisión. Estaba segura de que él no habría vacilado. En mi imaginación, yo era la doncella amarrada a los raíles del tren. Y el rostro de mi torturador alternaba entre el de mi hermano y el de mi hermana. No ignoraba que aquello era irracional, que estaba convirtiendo la situación en un melodrama, pero no podía parar. ¿Cómo podría explicarles que Xavier era mucho más que un chico por el que estaba colada? Nos habíamos visto sólo unas pocas veces, pero eso era lo de menos. ¿Cómo podría hacerles ver que un encuentro como aquel no se produciría de nuevo aunque permaneciese en la Tierra un millar de vidas? Eso lo sabía sin la menor duda; para algo poseía aún mi sabiduría celestial. Lo sabía con la misma certeza con la que sabía que mis días en aquel planeta verde estaban contados.

Lo que no podía prever, y no me atrevía siquiera a preguntar, era lo que sucedería cuando los poderes del Reino se enterasen de mi transgresión. No creía que la reacción fuera indulgente. Aun así, ¿sería excesivo pedir un poco de compasión y de comprensión? ¿No las merecía yo igual que cualquier ser humano, que habría sido perdonado sin vacilación alguna? Me preguntaba qué pasaría después. ¿Caería en desgracia? Sentí un escalofrío recorriéndome la espalda ante la sola idea, pero luego la imagen de Xavier volvió a inundarme de calor.

El asunto no volvió a salir a colación a la mañana siguiente ni durante todo el fin de semana. El lunes a primera hora, Gabriel se enfrascó en el ritual de preparar el desayuno en silencio. Y aquel silencio se prolongó hasta que llegamos a las puertas de Bryce Hamilton y nos separamos.

Molly y sus amigas me procuraron la distracción que necesitaba. Dejé que su conversación me envolviera; me servía para dejar de pensar un rato. Esta vez la fuente de diversión consistía en diseccionar con crueldad las últimas pifias de sus profesores más odiados. Según decían, el señor Phillips daba toda la impresión de haberse cortado el pelo con un cortacésped; la señorita Pace llevaba unas faldas que habrían servido mejor de alfombras y la señora Weaver, con aquellos pantalones entallados que le llegaban hasta los pechos, había sido apodada «Doña Pantaleona». La mayoría de ellas miraban a los profesores como si fueran extraterrestres y no merecieran la cortesía más mínima, pero, pese a sus carcajadas, no se burlaban con verdadera malicia. Simplemente estaban aburridas.

La conversación derivó a asuntos más importantes.

—¡Animaos, que pronto saldremos de compras! —dijo Hayley—. Hemos pensado que podríamos ir en tren a la ciudad y recorrer las tiendas de Punch Lane. ¿Vendrás, Molly?

—Contad conmigo —respondió ella—. ¿Tú, Beth?

—Aún no sé si asistiré al baile —dije.

—¿Cómo se te ocurre siquiera la idea de perdértelo? —Molly me miraba horrorizada, como si sólo un auténtico Apocalipsis pudiera justificar que dejaras de asistir.

—Bueno, para empezar no tengo pareja.

No se lo había confesado a Molly, pero varios chicos habían sacado el tema cuando me habían pillado sola entre clases. Yo me los había quitado de encima con evasivas. Les decía a todos que no sabía si iría, lo cual no era del todo mentira. Estaba ganando tiempo y acariciando en secreto la esperanza de que Xavier me lo pidiera.

Una chica llamada Montana puso los ojos en blanco.

—No te preocupes. El vestido es mucho más importante. Aun en el peor de los casos, siempre puedes encontrar a alguien.

Iba a decir algo así como que tenía que consultar mi agenda cuando noté que un brazo vigoroso me rodeaba los hombros. Todas se quedaron paralizadas, con la mirada fija por encima de mi cabeza.

—¿Qué tal, chicas? ¿Os importa si os robo a Beth un minuto? —preguntó Xavier.

—Bueno, estábamos en medio de una conversación importante —protestó Molly, mientras entornaba los ojos con suspicacia y me miraba expectante.

—Os la traigo enseguida —dijo Xavier.

Demostraba cierta familiaridad conmigo que no se les pasó por alto a ninguna de ellas. Aunque me gustó, también me sentí incómoda por haberme convertido en el centro de atención. Xavier me llevó a una mesa vacía.

—¿Se puede saber qué haces? —susurré.

—Según parece, estoy tomando la costumbre de acudir a rescatarte —respondió—. ¿O preferías pasarte el resto del almuerzo hablando de bronceadores y de pestañas postizas?

—¿Y tú cómo sabes siquiera que existen esas cosas?

—Tengo hermanas —contestó.

Se había arrellanado cómodamente en su asiento sin hacer caso de las miradas de reojo que nos dirigían desde todas direcciones. Algunas de envidia; otras, de curiosidad. Xavier habría sido bien recibido en cualquier mesa de aquella cafetería atestada, pero había preferido sentarse conmigo.

—Parece que estamos llamando la atención —le dije, muerta de vergüenza.

—A la gente le encanta el cotilleo, eso no podemos evitarlo.

—¿Por qué no estás con tus amigos?

—Tú eres más interesante.

—No tengo nada de interesante —le dije, con una nota de pánico en la voz.

—No estoy de acuerdo. Hasta tu modo de reaccionar cuando te digo que eres interesante… es interesante.

Nos interrumpieron dos chicos más pequeños que se acercaron a la mesa.

—Hola, Xavier. —El más alto lo saludó con un gesto respetuoso—. El concurso de natación ha sido brutal. He ganado cuatro de las siete eliminatorias.

—Buen trabajo, Parker —le dijo Xavier, adoptando con toda facilidad su papel de delegado y tutor—. Sabía que íbamos a darles una paliza a los de Westwood.

El chico sonrió lleno de orgullo.

—¿Tú crees que puedo llegar a las nacionales? —preguntó, ilusionado.

—No me extrañaría. El entrenador estaba muy contento. Sobre todo, no faltes al entrenamiento de la semana que viene.

—Dalo por hecho —dijo el chico—. ¡Nos vemos el miércoles!

Xavier asintió y los dos chocaron los puños.

—Nos vemos, chaval.

Advertí a simple vista que se le daba bien el trato con la gente; era afable sin dar pie a un exceso de familiaridad. Cuando el chico se hubo ido, cambió de expresión y volvió a concentrarse, como si lo que yo fuese a decir tuviera mucha importancia. Eso me provocó un hormigueo y me arrancó una sonrisa. Noté en el pecho que me iban a subir los colores y enseguida me puse toda roja.

—¿Cómo lo haces? —pregunté para disimular mi confusión.

—¿El qué?

—Hablar con tanta facilidad con la gente.

Xavier se encogió de hombros.

—Gajes del oficio. Ah, casi se me olvida. Te he arrastrado hasta aquí para devolverte una cosa. —Del bolsillo de la chaqueta se sacó una larga e iridiscente pluma blanca moteada de rosa—. Me la encontré ayer en el coche después de dejarte en casa.

Le arranqué la pluma de la mano y la metí entre las tapas de mi agenda. No se me ocurría cómo podía haber acabado en su coche. Yo llevaba las alas firmemente dobladas.

—¿Un amuleto de la suerte? —me preguntó Xavier, clavándome con curiosidad sus ojos de color turquesa.

—Algo así —respondí con cautela.

—Pareces disgustada. ¿Pasa algo? —Me apresuré a menear la cabeza y desvié la mirada—. Ya sabes que puedes confiar en mí.

—En realidad, aún no lo sé.

—Lo descubrirás cuando pasemos más tiempo juntos —dijo—. Soy un tipo muy leal.

Yo no lo escuché. Estaba demasiado ocupada repasando las caras de la gente, por si veía la de Gabriel entre ellas. Sus temores no parecían ahora tan infundados.

—¡Menudo entusiasmo! —exclamó Xavier, riéndose. Sus palabras me devolvieron al presente con un sobresalto.

—Perdona. Estoy un poco preocupada hoy.

—¿Puedo echarte una mano?

—No lo creo, pero gracias por preguntarlo.

—¿Sabes?, guardarse secretos es poco recomendable en una relación. —Se arrellanó en su asiento con los brazos cruzados.

—¿Quién habla de una relación? Además, no estamos obligados a compartirlo todo. Cualquiera diría que estamos casados.

—Ah, ¿quieres casarte conmigo? —dijo Xavier. Advertí que varias caras se volvían con curiosidad—. Yo creía que empezaríamos despacio e iríamos viendo sobre la marcha. Pero, bueno, ¡qué demonios!

Puse los ojos en blanco.

—Estate calladito o tendré que darte un cachete.

—Uau —dijo, en plan guasón—. La amenaza suprema. No creo que me hayan dado nunca un cachete.

—¿Insinúas que no puedo hacerte daño?

—Al contrario, creo que tienes la capacidad de causar estragos.

Lo miré desconcertada y me ruboricé hasta la raíz del cabello al comprender lo que quería decir.

—Muy gracioso —dije secamente.

Extendió el brazo sobre la mesa y me rozó el mío. Sentí que me estremecía por dentro.

No podía evitarlo. Mi relación con Xavier Woods se volvió enseguida del todo absorbente. Mi antigua vida parecía de repente muy lejana. Desde luego, yo no añoraba el Cielo como lo añoraban Gabriel e Ivy. A ellos, la vida en la Tierra les hacía pensar a todas horas en las limitaciones de la carne. A mí, me hacía pensar en las maravillas que entrañaba ser humano.

Desarrollé una destreza especial para ocultar mis sentimientos ante mis hermanos. Estaban al corriente de lo que pasaba, claro, pero debían de haber acordado guardarse sus comentarios por negativos que fueran. Eso al menos se lo agradecía. Notaba que se había abierto entre nosotros una grieta que no existía antes. Nuestra relación parecía haberse vuelto más frágil y en la mesa se producían silencios incómodos. Cada noche me dormía con el murmullo de fondo de sus cuchicheos en el piso de abajo, y no tenía ninguna duda de que el tema de conversación era mi desobediencia. Decidí no hacer nada para salvar la creciente distancia que se había creado entre nosotros, aunque sabía que podía llegar a lamentarlo más tarde.

Por ahora, tenía otras cosas en que pensar. De repente me hacía ilusión levantarme por la mañana y saltar de la cama sin necesidad de que Ivy viniese a despertarme. Me entretenía delante del espejo, haciendo pruebas con mi pelo y viéndome a mí misma como tal vez me vería Xavier. Rebobinaba algunos retazos de conversación y evaluaba la impresión que podía haber causado. Unas veces me sentía satisfecha por alguna frase ingeniosa que había soltado; otras, me reprendía a mí misma por haber cometido alguna torpeza. Pensarme salidas graciosas y memorizarlas para el futuro se convirtió en un pasatiempo.

Ahora Molly y su grupo de amigas me daban envidia. Lo que ellas daban por descontado —un futuro en este planeta— yo no lo tendría nunca. Ellas se harían mayores, formarían sus propias familias, desarrollarían una carrera y llegarían a tener toda una vida de recuerdos con la pareja que escogieran. Yo no pasaba de ser una turista que vivía un tiempo de prestado. Sabía que ya sólo por ese motivo debería haber puesto freno a mis sentimientos en lugar de darles pábulo. Pero si algo había descubierto sobre los romances adolescentes era que su intensidad no tenía nada que ver con la duración. Lo normal eran tres meses; seis marcaban un punto de inflexión; y si una relación llegaba a durar un año, la pareja ya estaba más o menos comprometida. Yo no sabía cuánto tiempo tenía en la Tierra, pero tanto si era un mes como un año, no iba a desperdiciar ni un solo día. Al fin y al cabo, cada minuto pasado con Xavier habría de formar parte de los recuerdos que me harían falta para sostenerme durante toda la eternidad.

No me resultaba difícil acumular tales recuerdos, porque ahora no pasaba un día entero sin tener algún tipo de contacto con él. Habíamos adquirido la costumbre de buscarnos el uno al otro siempre que disponíamos de tiempo libre. A veces no era más que una breve conversación junto a las taquillas, o el simple hecho de tomar juntos el almuerzo a toda prisa. Cuando no estaba en clase, me encontraba siempre alerta: mirando por encima del hombro, tratando de sorprenderlo en cuanto saliera del cuarto de las taquillas, aguardando a que subiera al estrado durante las asambleas, guiñando lo ojos para divisarlo entre los jugadores del campo de fútbol. Molly insinuó en plan sarcástico que igual me hacían falta unas gafas.

Si no tenía entrenamiento, Xavier me acompañaba por la tarde a casa y se empeñaba en cargar con mi mochila. Nos cuidábamos de alargar el trayecto dando un rodeo por el pueblo y haciendo una parada en Sweethearts, que se había convertido rápidamente en «nuestro» lugar favorito.

A veces charlábamos de cómo nos había ido el día; otras veces permanecíamos sentados en un relajado silencio. A mí llegaba a hipnotizarme aquel flequillo siempre oscilante, sus ojos del color del océano, la costumbre que tenía de alzar una ceja. Su rostro me resultaba tan fascinante como una obra de arte. Con mis sentidos aguzados, había aprendido a detectar su fragancia. Incluso antes de verlo, percibía que andaba cerca simplemente por aquel aroma fresco que impregnaba el aire.

A veces, durante aquellas tardes bañadas de sol, miraba alrededor temiendo que cayese sobre mí un castigo celestial. Me sentía observada por miradas furtivas que iban reuniendo pruebas de mi mala conducta. Pero no sucedía nada.

En buena parte gracias a Xavier, dejé de ser una intrusa y pasé a formar parte de la vida de Bryce Hamilton. Mi relación con él me permitió descubrir que la popularidad era transferible. Así como podías parecer culpable por simple asociación, podías obtener el reconocimiento de la gente por idéntico motivo. Casi de la noche a la mañana me gané la aceptación general sencillamente porque figuraba entre los amigos de Xavier Woods. Incluso Molly, que al principio había procurado que perdiera mi interés en él, parecía haberse calmado. Cuando Xavier y yo estábamos juntos llamábamos la atención, pero ahora era más bien admiración y no sorpresa lo que despertábamos. Notaba la diferencia incluso cuando estaba sola. Todos me saludaban con gesto simpático al cruzarnos en el pasillo, me daban conversación en clase mientras esperábamos que llegara el profesor o me preguntaban qué tal me había ido el último examen.

Nuestro contacto en el colegio, de todos modos, era limitado porque en casi todas las asignaturas íbamos a clases distintas. Mejor así. De lo contrario, habría corrido el riesgo de seguirlo a todas partes como un perrito faldero. Dejando aparte el francés —la única clase que compartíamos—, su fuerte eran las mates y las ciencias, mientras que a mí me atraían más las artes.

—La literatura es mi asignatura preferida —le anuncié un día en la cafetería, como si acabara de hacer un descubrimiento crucial. Llevaba mi librito de términos literarios y lo abrí al azar—. Apuesto a que no sabes qué es un encabalgamiento.

—Ni idea, pero suena muy doloroso —respondió Xavier.

—Es cuando el verso de una poesía continúa en el siguiente.

—¿No sería más fácil poner puntos?

Esa era una de las cosas que me encantaban de él: su visión del mundo era siempre en blanco y negro. Me eché a reír.

—Seguramente, pero quizá no resultaría tan interesante.

—La verdad, ¿qué es lo que te gusta tanto de la literatura? —me preguntó con genuino interés—. No soporto que no haya nunca respuestas correctas o equivocadas. Todo está abierto a la interpretación.

—Bueno, a mí me gusta que cada persona pueda entender de un modo distinto la misma palabra o la misma frase —contesté—. Puedes pasarte horas discutiendo el significado de un poema y no llegar al final a ninguna conclusión.

—¿Y no te parece frustrante? ¿No quieres saber la respuesta?

—A veces es mejor dejar de intentar que las cosas encajen. La vida misma no es tan definida, siempre hay zonas grises.

—Mi vida está muy bien definida —dijo—. ¿La tuya no?

—No —murmuré con un suspiro, pensando en el conflicto con mis hermanos—. Para mí el mundo es confuso y desordenado. A veces resulta agotador.

—Me parece que a lo mejor tendré que cambiar tu visión del mundo —repuso Xavier.

Nos miramos en silencio unos instantes y yo me sentí como si sus brillantes ojos de color océano pudieran ver el interior de mi mente y sacar a la luz mis ideas y mis sentimientos más recónditos.

—¿Sabes?, es muy fácil identificar a los estudiantes de literatura —prosiguió con una sonrisa.

—¿Ah, sí? ¿Cómo?

—Son los que andan por ahí con boina y con esa expresión de «yo sé una cosa que tú no sabes».

—¡No es justo! —exclamé—. Yo no lo hago.

—No, tú eres demasiado auténtica para eso. No cambies nunca, y bajo ninguna circunstancia se te ocurra llevar una boina.

—Haré lo posible —dije con una carcajada.

Sonó el timbre, indicando el comienzo de la clase siguiente.

—¿Qué tienes ahora? —me preguntó.

A modo de respuesta, agité alegremente ante sus narices mi glosario de literatura.

Siempre me gustaba asistir a la clase de literatura de la señorita Castle. Era un grupo muy variopinto a pesar de que sólo fuéramos doce alumnos. Había dos chicas góticas de aire lúgubre, con una gruesa raya de lápiz de ojos y unas mejillas tan empolvadas de blanco que parecía que nunca hubieran visto el sol. Luego había un grupo de chicas diligentes con cintas en el pelo e impecables estuches de lápices que tenían una auténtica obsesión con las notas. Estas solían estar demasiado ocupadas tomando apuntes para intervenir en las discusiones de la clase. Sólo había dos chicos: Ben Carter, un tipo engreído pero inteligente, con un corte de pelo alternativo, a quien le encantaba discutir; y Tyler Jensen, un fornido jugador de rugby que siempre llegaba tarde y se pasaba la hora entera con expresión pasmada sin decir nada. Su presencia allí era un misterio para todos.

Debido al reducido tamaño del grupo nos habían relegado a una exigua clase situada en la parte antigua del colegio, justo al lado de las oficinas de administración. Como aquella aula no la usaba nadie más, nos habían dejado apartar los pupitres y colgar carteles en las paredes. Mi preferido era uno de Shakespeare caracterizado como un pirata y con un pendiente en la oreja. La única ventaja de aquel rincón era que se veían por las ventanas los prados de delante y una calle flanqueada de palmeras. A diferencia de lo que sucedía en otras asignaturas, el ambiente en literatura nunca resultaba amuermado. Al contrario, incluso el aire mismo parecía cargado de ideas que rivalizaban por hacerse oír.

Me senté al lado de Ben y observé cómo veía a sus grupos favoritos en el portátil, una actividad que no interrumpía ni siquiera cuando había dado comienzo la clase. La señorita Castle llegó con una taza de café y un montón de fotocopias. Era una mujer alta y delgada, de unos cuarenta años, con ojos soñadores y una mata de pelo oscuro y ensortijado. Llevaba siempre blusas de color pastel y unas gafas de montura gruesa colgadas del cuello con un cordón rojo. Por su porte y su manera de hablar, sin duda se habría sentido más a gusto en una novela de Jane Austen: una de esas historias con damas, carruajes y salones de conversación ingeniosa y chispeante. Sentía pasión por su materia y, fuera cual fuese el texto que estudiáramos, ella se identificaba vívidamente con cada heroína. Sus lecciones resultaban tan animadas que la gente se detenía a veces y se asomaba un momento al aula, donde la señorita Castle aporreaba la mesa con saña, nos ametrallaba a preguntas o gesticulaba como loca para ilustrar mejor su explicación. No me habría sorprendido entrar un día y encontrármela de pie en el escritorio o colgada de una lámpara.

Habíamos empezado el trimestre estudiando Romeo y Julieta en paralelo con los sonetos de amor de Shakespeare. Ahora nos encomendó la tarea de escribir nuestros propios poemas de amor, que habríamos de leer en clase. Entre el grupito de las estudiosas, que nunca hasta entonces habían tenido que recurrir a su imaginación, cundió el pánico: aquello no iban a poder encontrarlo en Internet.

—¡No sabemos qué escribir! —gemían—. ¡Es demasiado difícil!

—Pensad un poco —dijo la señorita Castle con su voz delicada.

—A nosotras no nos pasa nada interesante.

—No tiene por qué ser personal —dijo para engatusarlas—. Puede ser perfectamente producto de vuestra imaginación.

Las chicas seguían sin encontrar la inspiración.

—¿No podría ponernos un ejemplo? —insistieron.

—Nos hemos pasado todo el trimestre viendo ejemplos —dijo la señorita Castle con desaliento. Pero entonces se le ocurrió una idea como punto de partida—. Pensad en las cualidades que encontráis atractivas en un chico.

—Bueno, yo creo que la inteligencia es algo importante —aventuró una chica llamada Bianca.

—Obviamente, debería tener un buen empleo —añadió su amiga Hannah.

La señorita Castle pareció totalmente desconcertada. La eximió de responder un comentario procedente de otro sector.

—Sólo son interesantes las personas oscuras y angustiadas —dijo Alicia, una de las góticas.

—Las chavalas no deberían hablar tanto —farfulló Tyler desde la última fila. Era lo primero que le oíamos en todo el trimestre y la señorita Castle pareció dispuesta a pasar por alto su tono despectivo.

—Gracias, Tyler —dijo con implícito sarcasmo—. Acabas de demostrar que la búsqueda de pareja es un asunto estrictamente individual. Hay quien dice que no podemos elegir a la persona de la que nos enamoramos; que es el amor quien nos elige. A veces la gente se enamora de la antítesis exacta de todo aquello que creían estar buscando. ¿Alguna otra idea?

Ben Carter, que no había parado de poner los ojos en blanco con expresión martirizada, se tapó la cara con las manos.

—Las grandes historias de amor han de ser trágicas —solté de repente.

—¿Sí? —me alentó la señorita Castle.

—Bueno, tomemos a Romeo y Julieta, por ejemplo. Si su amor se vuelve más intenso es porque los mantienen separados.

—Vaya cosa. Los dos acaban muertos —dijo Ben con un bufido.

—Habrían terminado divorciándose si hubieran seguido vivos —declaró Bianca—. ¿Nadie se ha fijado en que Romeo sólo necesita cinco segundos para pasar de Rosalinda a Julieta?

—Porque se da cuenta de que Julieta es LA chica en cuanto la ve —argumenté.

—¡Por faaavor! —replicó Bianca—. No puedes saber que amas a alguien a los dos minutos. Él sólo pretendía llevársela a la cama. Romeo no es más que el típico adolescente salido.

—Él no sabía nada de ella —dijo Ben—. Todos esos encendidos elogios se refieren a sus atributos físicos: «Julieta es un sol», bla, bla, bla. Lo único que piensa es que es un bombón.

—Yo creo que es porque, después de conocerla, el resto de la gente le parece insignificante —comenté—. Él sabe en el acto que ella se va a convertir en su mundo entero.

—Oh, Dios —gimió Ben.

La señorita Castle me dirigió una sonrisa significativa. Siendo como era una romántica incurable, no podía sino ponerse del lado de Romeo. A diferencia de la mayoría de los profesores de Bryce Hamilton, que parecían hacer carreras a ver quién llegaba primero al aparcamiento en cuanto sonaba el último timbre, ella no parecía harta de todo. Era una soñadora. Me daba la impresión de que si le hubiera dicho que yo era un ser celestial enviado a la Tierra para salvar el mundo, ella ni siquiera habría parpadeado.




12

Gracia salvadora

Yo nunca había visto a Dios. Había sentido Su presencia y oído Su voz, pero no había llegado a estar cara a cara con Él. Su voz no era como la gente imaginaba, estruendosa y retumbante como en las películas de Hollywood; más bien resultaba sutil como un susurro, y se deslizaba por nuestros pensamientos con tanta delicadeza como una brisa entre los juncos. Ivy lo había visto. Las audiencias en la corte de Nuestro Padre estaban reservadas sólo a los serafines. Gabriel, por su parte, poseía como arcángel el nivel más alto de interacción humana. Veía todos los grandes sufrimientos, esos que muestran las noticias: guerras, desastres naturales, enfermedades. Actuaba guiado por Nuestro Padre y trabajaba con sus demás congéneres para reorientar a la Tierra en la buena dirección. Aunque Ivy tuviera línea directa con Nuestro Creador, era del todo imposible obligarla a hablar de ello. Muchas veces Gabriel y yo habíamos intentado arrancarle información en vano. Curiosamente, yo había acabado imaginándome a Dios de la misma manera que Miguel Ángel, o sea, como un sabio anciano con barba sentado en su trono del cielo. Mi imagen mental no sería seguramente muy exacta, pero había algo indiscutible: fuera cual fuese su apariencia, Nuestro Padre era la encarnación absoluta del amor.

Por mucho que yo disfrutara de mis días en la Tierra, había algo que sí echaba de menos del Cielo: allí todo estaba claro, nunca había conflictos ni disensiones, dejando aparte la rebelión histórica que había concluido con la primera y única expulsión del Reino. Pero de eso (aunque había alterado para siempre el destino de la humanidad) raramente se hablaba.

En el Cielo yo conocía vagamente la existencia de un mundo más oscuro, pero se trataba de uno muy alejado de nosotros y los ángeles normalmente estábamos demasiado ocupados para pensar en él. Cada uno teníamos asignado un puesto y unas responsabilidades: algunos recibíamos a las almas nuevas llegadas al Reino y tratábamos de facilitar su tránsito; otros se materializaban junto al lecho de los moribundos para ofrecer consuelo a sus almas en el momento de partir; y otros eran ángeles de la guarda adscritos a los seres humanos. Yo me ocupaba de las almas de los niños que acababan de entrar en el Reino. Mi trabajo consistía en confortarlas, en explicarles que volverían a ver a sus padres a su debido tiempo si abandonaban todas sus dudas. En fin, era una especie de ujier celestial para preescolares.

Me alegraba no ser un ángel de la guarda, porque solían estar saturados de trabajo. Su misión consistía en escuchar las oraciones de las numerosas personas que estaban a su cargo y en librarlas de todo daño, lo cual podía resultar realmente frenético: una vez vi a un guardián que tenía que acudir en socorro de un niño enfermo, de una mujer metida en un divorcio espinoso, de un hombre que había sido despedido y de la víctima de un accidente de tráfico… todo a la vez. Había trabajo de sobras y nunca éramos suficientes para dar abasto.

Xavier y yo estábamos sentados en el claustro, a la sombra de un arce, tomando el almuerzo. Yo no podía dejar de percibir la cercanía de su mano, que descansaba apenas a unos centímetros de la mía. Una mano delgada pero masculina, con un sencillo anillo de plata en el índice. Estaba tan absorta mirándola que apenas lo oí cuando me habló.

—¿Te puedo pedir un favor?

—¿Qué? Ah, claro. ¿Qué quieres?

—¿Podrías revisar el discurso que he escrito? Me lo he leído dos veces, pero estoy seguro de que se me han pasado cosas.

—Claro. ¿Para qué es?

—Para una convención de delegados que hay la semana que viene —dijo sin darle importancia, como si fuera algo que hiciera todos los días—. No hace falta que te lo leas ahora. Llévatelo a casa si quieres.

—No, no hay problema.

Me halagaba que valorase mi opinión hasta ese punto. Extendí las hojas sobre la hierba y me las leí de cabo a rabo. El discurso era muy elocuente, pero había cometido algunos errores gramaticales menores que identifiqué con facilidad.

—Eres buena correctora —comentó—. Gracias.

—No hay de qué.

—En serio, te debo una. Si se te ocurre algo que pueda hacer por ti, dímelo.

—No me debes nada —dije.

—Sí, claro que sí. Por cierto, ¿cuándo es tu cumpleaños? La pregunta me dejó patidifusa.

—No me gustan los regalos —me apresuré a decir, por si estaba barajando alguna idea.

—¿Quién ha hablado de regalos? Sólo te he preguntado tu fecha de nacimiento.

—El 30 de febrero —dije, soltando la primera fecha que me vino a la cabeza.

Xavier alzó las cejas.

—¿Estás segura?

Me entró pánico. ¿Qué habría hecho mal ahora? Repasé los meses mentalmente y advertí mi error. Uf… ¡febrero sólo tenía veintiocho días!

—Digo, el 30 de abril —me corregí tímidamente.

Xavier se echó a reír.

—Eres la primera persona que conozco que olvida la fecha de su cumpleaños.

Incluso cuando hacía el ridículo como esa vez, las conversaciones con Xavier resultaban siempre atractivas.

Era capaz de hablar de las cosas más triviales de un modo que las hacía fascinantes. Además, me encantaba el sonido de su voz y lo habría escuchado encandilada aunque se hubiera puesto a leer la guía telefónica. Me preguntaba si aquello estaría entre los síntomas del enamoramiento.

Mientras él tomaba notas en los márgenes de su discurso, yo le di un mordisco a mi focaccia vegetal. No pude reprimir una mueca al notar un regusto amargo en mis papilas gustativas. Gabriel nos había introducido en la mayoría de alimentos, pero aún había muchas cosas que no había probado. Levanté la tapa con recelo y examiné la sustancia que embadurnaba el pan bajo las verduras.

—¿Esto qué es? —le pregunté a Xavier.

—Creo que se conoce como berenjena —repuso—. Aunque en los restaurantes de moda lo llaman aubergine, a la francesa.

—No. Me refiero a esto —dije, señalando una pasta verdosa.

—No sé, déjame ver.

Lo miré mientras daba un mordisquito para probarlo y masticaba, concentrado.

Pesto —dictaminó.

—¿Por qué habrá de ser todo tan complicado? —dije, irritada—, incluidos los sándwiches.

—Tienes mucha razón —murmuró, pensativo—. La salsa al pesto te complica un montón la vida.

Se puso a reír y dio otro mordisco, mientras me pasaba su sándwich de ensalada, todavía intacto.

—No seas tonto —le dije—. Cómete el tuyo. Ya me las arreglaré con el pesto.

Pero él se negó a devolvérmelo y yo me di por vencida y me comí el suyo, disfrutando de la familiaridad que existía entre nosotros.

—No te sientas mal —dijo—. Soy un tío; me como cualquier cosa.

De camino a las clases después del almuerzo nos tropezamos con un gran alboroto en el pasillo. La gente hablaba con agitación de un accidente. Nadie sabía quién lo había sufrido, pero los estudiantes se dirigían en masa hacia la entrada, frente a la cual se había formado un corro enorme. Percibí el pánico en el ambiente y yo misma sentí una oleada en mi pecho.

Seguí a Xavier entre la multitud, que se abría instintivamente para dejar paso al delegado. Lo primero que vi, ya en el exterior, fue el suelo cubierto de cristales. El reguero llegaba hasta un coche con el capó destrozado y humeante. Dos alumnos de último curso habían chocado de frente. Uno estaba de pie junto a su coche, completamente aturdido. Por suerte, sólo había sufrido unos arañazos. Mi mirada voló de su Volkswagen abollado al otro coche, ahora empotrado con él. Advertí sobresaltada que la conductora seguía dentro, derrumbada sobre el volante. Incluso a distancia se veía que estaba gravemente herida.

La gente miraba boquiabierta sin saber muy bien qué hacer. Sólo Xavier mantuvo la cabeza fría y echó a correr enseguida para pedir ayuda y alertar a los profesores.

Aunque no muy segura de lo que hacía, y más bien siguiendo un impulso, me acerqué al coche. El humo era muy espeso y empecé a toser. La puerta del conductor había quedado espachurrada con el impacto y casi se había desprendido del chasis. Sin hacer caso del metal ardiente que me lastimaba las manos, acabé de retirarla del todo. Me quedé paralizada al ver de cerca a la chica. Le salía sangre en abundancia de un corte en la frente; tenía la boca abierta, pero los ojos cerrados, y el cuerpo totalmente inerte.

Incluso en el Cielo, yo siempre me había sentido desfallecer cuando veía las escenas sangrientas que se desarrollaban en la Tierra. Pero ese día apenas fui consciente de ello. Con todo cuidado, tomé a la chica por debajo de las axilas y empecé a tirar de ella. Pesaba más que yo, así que agradecí que llegaran corriendo dos grandullones, todavía con el uniforme de gimnasia. Entre los tres depositamos a la víctima en el suelo, a una distancia prudencial del coche humeante.

Comprendí que la ayuda de los chicos acababa allí, porque los dos se limitaban a mirar nerviosos por encima del hombro, aguardando a que llegara alguien. No había tiempo que perder.

—Mantened a la gente a distancia —les dije, y me concentré por completo en la chica. Me arrodillé a su lado y le puse dos dedos en el cuello, tal como Gabriel me había enseñado una vez. No le encontraba el pulso. No había signos visibles de que aún respirara. Llamé mentalmente a Gabriel para que acudiera en mi ayuda; yo no tenía la menor posibilidad de solventar aquello por mi cuenta. Ya estaba perdiendo la batalla. La sangre seguía manando de la herida de la frente y le había dejado a la chica todo el pelo apelmazado. Tenía una palidez mortal en la cara y cercos azulados bajo los ojos. Me temía que había sufrido heridas internas, pero no podía determinar dónde.

—Aguanta —le susurré al oído—. La ambulancia está en camino.

Le había sujetado la cabeza con las manos, y mientras notaba cómo se me humedecían de sangre caliente y pegajosa, me concentré para enviar a través de su cuerpo toda mi energía curativa. Sabía que apenas tenía unos minutos para ayudarla. Su cuerpo prácticamente había abandonado la lucha y yo sentía que su alma intentaba desprenderse ya. Pronto estaría contemplando su propio cuerpo inerte desde fuera.

Me concentré con tal intensidad que temí perder también el conocimiento. Procuré sobreponerme al mareo y volví a concentrarme aún más profundamente. Me imaginé una fuente de poder que brotaba desde muy dentro de mí, que se propagaba a través de mis arterias y cargaba de energía las puntas de mis dedos para fluir hacia aquel cuerpo tendido en el suelo. Mientras dejaba que se derramase de mí todo aquel poder, pensé que quizá —sólo quizá— la chica sobreviviría.

Oí a Gabriel antes de verlo, instando a la gente a abrir paso. Hubo un suspiro general de alivio entre los estudiantes ante la llegada de una autoridad. Ahora ellos quedaban absueltos de cualquier responsabilidad; lo que pudiera suceder ya no estaba en sus manos.

Mientras Xavier socorría al otro conductor, Gabriel se arrodilló a mi lado y utilizó su poder para cerrar las heridas de la chica. Trabajaba rápido y en silencio, palpando delicadamente las costillas rotas, el pulmón perforado, la muñeca torcida, que se había partido tan fácilmente como una ramita. Cuando llegaron los enfermeros, la chica volvía a respirar con normalidad, aunque todavía no había recobrado el conocimiento. Noté que Gabriel había dejado sin curar varios cortes menores, seguramente para no levantar sospechas.

Mientras los enfermeros depositaban a la chica en la camilla, sus amigas se nos acercaron histéricas.

—¡Grace! —gritaba una de ellas—. ¡Oh, Dios mío! ¿Está bien?

—¡Gracie! ¿Qué ha pasado? ¿Nos oyes?

—Está inconsciente —dijo Gabriel—, pero se pondrá bien.

Aunque las chicas seguían sollozando y se abrazaban unas a otras, me di cuenta de que Gabriel las había aplacado.

Tras ordenar a los alumnos que regresaran a clase, Gabriel me tomó del brazo y me llevó hacia la escalinata de la entrada, donde Ivy nos estaba esperando. Xavier, que no había entrado en el colegio con los demás, vino corriendo al ver mi cara.

—Beth, ¿estás bien? —El viento le alborotaba el pelo castaño y la tensión se le notaba en las venas prominentes del cuello.

Quería contestarle, pero me faltaba el aliento y todo me daba vueltas. Noté que Gabriel estaba deseoso de que nos dejaran solos.

—Será mejor que vuelvas a clase —le dijo a Xavier, adoptando su tono profesoral.

—Esperaré a Beth —respondió Xavier, mientras recorría con la vista mi pelo enmarañado y mi blusa manchada de sangre. Yo me sujetaba del brazo de mi hermano.

—Necesita un minuto para reponerse —dijo Gabriel fríamente—. Puedes venir más tarde a ver cómo está.

Xavier se mantuvo firme.

—No pienso irme si Beth no me lo pide.

Me pregunté qué cara se le habría quedado a Gabriel ante su réplica, pero al volver la cabeza para verlo, sentí como si el escalón fuese a ceder bajo mis pies. ¿O eran mis rodillas las que flaqueaban? Aparecieron manchas negras en mi campo visual y me apoyé en Gabriel con más fuerza.

Xavier gritó mi nombre y dio un paso hacia mí (eso fue lo último que recordé después), mientras yo me desplomaba blandamente en los brazos de mi hermano.

Me desperté en el entorno familiar de mi habitación. Estaba acurrucada bajo la colcha y notaba que las puertas del balcón permanecían entornadas porque me llegaba una leve brisa con el olor a salitre del mar. Alcé un poco la cabeza y me concentré en algunos detalles relajantes, como la pintura medio descascarillada del alféizar de la ventana o las manchitas del entarimado tamizadas por la luz ámbar del atardecer. Mi almohada era blanda y olía a lavanda. Hundí otra vez la cabeza, reacia a moverme. Entonces vi la hora en el despertador… ¡las siete de la tarde! Llevaba horas durmiendo, me pesaban los miembros como si fueran de plomo. Me entró un acceso de pánico cuando noté que no podía mover las piernas… hasta que descubrí que Phantom estaba sentado encima.

Dio un bostezo y se estiró al ver que me había despertado. Acaricié su pelaje sedoso y él me miró con sus ojos incoloros y tristones.

—Vamos —murmuró—. Todavía no es tu hora de ir a dormir.

Debí de incorporarme demasiado bruscamente porque sentí que se me venía encima una oleada de fatiga y poco me faltó para volver a caerme hacia atrás. Deslicé las piernas fuera de la cama y me levanté con un gran esfuerzo. No me fue fácil, pero logré echarme encima la bata y bajar tambaleante a la planta baja, donde sonaba de fondo el Ave María de Schubert. Me dejé caer en la silla más cercana. Gabriel e Ivy debían de estar en la cocina. Me llegaba un aroma de ajo y jengibre. Enseguida vinieron a recibirme: Ivy secándose las manos con un trapo y ambos sonriendo, cosa que me sorprendió porque hacía tiempo que no pasábamos de la cortesía más imprescindible.

—¿Cómo te sientes? —Ivy me acarició la cabeza con sus dedos esbeltos.

—Como si me hubiera atropellado un autobús —repuse con sinceridad—. No entiendo qué ha pasado. Me sentía perfectamente hasta ese momento.

—Tú sabes por qué te has desmayado, Bethany —dijo Gabriel.

Lo miré sin entender.

—He estado comiendo bien, he seguido todos tus consejos.

—No tiene nada que ver con eso —me interrumpió mi hermano—. Ha sido porque le has salvado la vida a esa chica.

—Esta clase de cosas pueden dejarte agotada —añadió Ivy. Reprimí una carcajada.

—Pero, Gabe, ¡si has sido tú quien le ha salvado la vida!

Ivy miró a nuestro hermano, como indicándole que me debía una explicación, y se alejó discretamente para poner la mesa.

—Yo sólo le he curado las heridas físicas —dijo Gabriel.

Lo miré estupefacta. Creí que estaba de broma.

—¿Qué quieres decir con «sólo»? En eso consiste salvar a alguien. Si una persona recibe un disparo y tú le sacas la bala y le curas la herida, la has salvado.

—No, Bethany, esa chica estaba a punto de morir. Si no le hubieras transmitido tu energía vital, habría sido inútil todo lo que yo hubiese hecho. No basta con cerrar las heridas para recuperar a alguien cuando ha llegado a ese punto. Tú le has hablado; ha sido tu voz la que la ha traído de vuelta, tu propia energía la que ha impedido que su alma abandonara el cuerpo.

No podía creer lo que me estaba diciendo. ¿Yo había salvado una vida humana? Ni siquiera era consciente de que poseía la capacidad para hacerlo. Creía que mis poderes en la Tierra no servían más que para serenar los ánimos o para ayudar a recuperar objetos perdidos. ¿Cómo era posible que hubiera encontrado en mí la fuerza necesaria para salvar a una chica al borde de la muerte? El poder sobre el océano, sobre el cielo y sobre la vida humana era el don específico de Gabriel. Nunca se me habría pasado por la cabeza que mis poderes pudieran ser mayores de lo que yo creía.

Ivy me miró desde el otro lado del salón con los ojos brillantes de orgullo.

—Enhorabuena —dijo—. Es un gran paso para ti.

—Pero ¿cómo es que me encuentro tan mal ahora? —pregunté, otra vez consciente de que me dolía todo el cuerpo.

—El esfuerzo para revivir a alguien puede llegar a ser muy debilitante —me explicó Ivy—, especialmente las primeras veces. Le provoca una conmoción a tu envoltura humana. Pero no siempre será así; te acostumbrarás y, al final, serás capaz de recuperarte mucho más deprisa.

—¿Quieres decir que podré hacerlo otra vez? —pregunté—. ¿No ha sido un golpe de suerte?

—Si lo has hecho una vez es que puedes volver a hacerlo —dijo Gabriel—. Todos los ángeles poseen la capacidad, pero hay que desarrollarla con la práctica.

A pesar de mi cansancio, me sentía repentinamente animada y devoré la cena con apetito. Luego Gabriel e Ivy se negaron a que los ayudara a fregar. Ivy me arrastró a la terraza y me obligó a tenderme en una hamaca.

—Has tenido un día agotador —me dijo.

—Pero no soporto convertirme en una inútil.

—Ya me ayudarás dentro de un rato. Tengo un montón de gorros y bufandas que tejer para el mercadillo de beneficencia. —Ivy siempre encontraba tiempo para conectarse con la comunidad, aunque fuese mediante tareas modestas—. A veces son las pequeñas cosas las que cuentan —añadió.

—Ya. Aunque la idea es donar a esos mercadillos tus ropas viejas, no hacer otras nuevas —dije para tomarle el pelo.

—Bueno, nosotras no llevamos tanto tiempo aquí y no tenemos nada viejo —respondió Ivy—. Alguna cosa he de darles. Me sentiría fatal, si no. Además, yo las hago en un santiamén.

Me tumbé en la hamaca y me envolví los hombros con una manta de angora, mientras intentaba procesar todo lo sucedido aquella tarde. Por un lado, ahora me parecía entender mejor el propósito de nuestra misión. Nunca me había sentido tan confusa, sin embargo. Acababa de tener un ejemplo excelente de lo que debía hacer: proteger la santidad de la vida. Pero yo me había pasado todo mi tiempo absorta en una obsesión adolescente por un chico que en realidad no sabía nada de mí. «Pobre Xavier», pensé. Nunca llegaría a entenderme, por mucho que lo intentara. No era culpa suya. Él sólo podía saber hasta donde yo se lo permitiera. Y por mi parte, había estado tan ocupada en mantener las apariencias que no me había parado a pensar que tarde o temprano habría de desmantelar esa fachada. Xavier se encontraba atado a la vida humana, a una existencia de la que yo nunca podría formar parte. La satisfacción que había sentido por mi éxito de aquella tarde se desvaneció sin más y me dejó con una extraña sensación de entumecimiento.

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