13

Rompiendo el sello

La misa del domingo era el único momento en el que tenía la sensación de poder reconectarme con mi hogar. El sólo hecho de arrodillarme en un banco y de escuchar los acordes del Agnus Dei me retrotraía a mi antiguo ser. En el interior de la iglesia reinaba una etérea tranquilidad que no podía encontrarse en ninguna otra parte. Era una sensación de frescor y de paz, como estar en el fondo del océano. Y siempre, en cuanto franqueaba las puertas, tenía la impresión de hallarme en un lugar seguro. Ivy y yo ayudábamos los domingos en el altar, y Gabriel acompañaba al padre Mel a la hora de dar la Sagrada Comunión. Al acabar, nos quedábamos un rato a charlar.

—La congregación está creciendo —nos comentó un día—. Cada semana veo caras nuevas.

—Quizá la gente esté empezando a darse cuenta de lo que es importante de verdad —dijo Ivy.

—O será que siguen vuestro ejemplo —dijo el padre Mel, sonriendo.

—La Iglesia no debería necesitar defensores —repuso Gabriel—; ha de hablar por sí misma.

—No importa el motivo de la gente para venir —dijo el padre Mel—. Lo importante es lo que encuentran aquí.

—Lo único que nosotros podemos hacer es guiarlos por el buen camino —asintió Ivy.

—En efecto, no podemos obligarlos a tener fe —observó el padre Mel—. Pero sí podemos demostrarles su enorme poder.

—Y también rezar por ellos —añadí.

—Desde luego. —El padre Mel me hizo un guiño—. Y algo me dice que el Señor escucha cuando vosotros lo llamáis.

—No nos escucha más que al resto —sentenció Gabriel. Yo percibía que le preocupaba delatarse demasiado. Aunque nunca le habíamos insinuado siquiera al padre Mel de dónde veníamos, se había creado un tácito entendimiento entre nosotros. Era lógico, pensaba yo. Él era sacerdote, al fin y al cabo: empleaba todo su tiempo en conectarse con las fuerzas celestiales.

—Sólo podemos confiar en que Él otorgue su bendición a este pueblo —añadió Gabriel.

Lo ojos azules del padre Mel destellaron mientras nos contemplaba a los tres.

—Yo creo que ya lo ha hecho.

Al día siguiente del accidente, Xavier tenía una competición durante la hora libre de la mañana, así que me pasé el rato escuchando hablar a Molly y Taylah de una tienda de ropa de las afueras del pueblo. Al parecer, vendían etiquetas de marca falsificadas tan bien hechas que resultaba imposible adivinar que no eran auténticas. Me preguntaron si quería acompañarlas y yo estaba tan ensimismada que acepté sin pensármelo. Incluso cuando me invitaron a una fogata en la playa para aquel sábado por la noche, asentí maquinalmente sin fijarme siquiera en los detalles de la invitación.

Me alegré cuando llegó al fin la quinta hora; Xavier y yo asistíamos juntos a la clase de francés. Me producía una sensación de alivio que compartiéramos la misma aula, a pesar de que no iba a ser capaz de concentrarme. Necesitaba desesperadamente hablar con él, aunque todavía no hubiera decidido qué iba a decirle. Sólo sabía que ya no podía esperar más.

Lo tenía casi al alcance de la mano y había de contenerme para no tocarlo furtivamente. En parte porque quería asegurarme de que no era producto de mi imaginación, pero también porque veníamos a ser como dos imanes que se atraen mutuamente, y resistirse resultaba más doloroso que sucumbir. Los minutos avanzaban penosamente y parecía que el tiempo se hubiera ralentizado a propósito sólo para fastidiarme.

Xavier percibió mi desazón y, cuando sonó el timbre, se quedó sentado mirando cómo desfilaban los demás. Mientras yo hacía comedia, recogiendo los lápices y los libros, él permaneció muy quieto, sin tamborilear siquiera con los dedos. Algunos curiosos nos echaron un vistazo, seguramente con la esperanza de pillar algún retazo de conversación susceptible de convertirse en un jugoso cotilleo.

—Te llamé anoche, pero nadie atendió —dijo, viendo que yo me debatía sin saber cómo empezar—. Estaba preocupado por ti.

Jugueteé, nerviosa, con la cremallera del plumier, que parecía atascada. Se me debía de notar la incomodidad porque Xavier se levantó y me puso las manos en los hombros.

—¿Qué pasa, Beth? —Tenía una arruga entre las cejas que ya conocía bien y que aparecía siempre que estaba preocupado.

—El accidente de ayer me dejó extenuada —dije—. Ahora ya estoy mejor.

—Estupendo. Pero tengo la impresión de que hay algo más.

A pesar del poco tiempo que hacía que nos conocíamos, Xavier siempre se las arreglaba para descifrar mis humores; en cambio, sus propios ojos no delataban nada de lo que él pudiera sentir. No desvió la vista; su mirada turquesa era como un láser perforándome.

—Mi vida es bastante complicada —empecé, indecisa.

—¿Por qué no intentas explicármelo? A lo mejor te sorprendo.

—Esta situación —dije—, tú y yo saliendo juntos, está resultando más difícil de lo que había previsto. —Hice una pausa—. Es mejor de lo que me habría imaginado nunca, pero yo tengo otras responsabilidades, otros deberes que no puedo dejar de lado.

Me salió una voz estridente mientras una oleada de emoción me estallaba en el pecho. Me detuve y respiré hondo.

—Está bien, Beth —dijo Xavier—. Ya sé que tienes un secreto.

Sentí un repentino escalofrío de temor y al mismo tiempo una sensación de alivio. Si Xavier sabía que era una farsante y una mentirosa, quería decir que había fracasado estrepitosamente en nuestra misión. La regla número uno para los Agentes de la Luz era mantener nuestra identidad en secreto mientras nos esforzábamos en recomponer el mundo: quedar al descubierto podía dar lugar fácilmente a situaciones caóticas. Pero por otra parte, aquello podía significar también que Xavier había decidido aceptarme de todos modos y que la verdad no le había impulsado a alejarse de mí.

—¿Lo sabes? —susurré.

Él se encogió de hombros.

—Es obvio que ocultas algo. No sé lo que es, pero sí sé que te atormenta.

No respondí de inmediato. Yo deseaba más que nada contárselo todo, dejar que mis secretos y temores fluyeran como el vino derramado de una botella, manchándolo todo a su paso.

—Comprendo que por un motivo u otro no puedes o no quieres hablar de ello —continuó Xavier—. Pero no has de hacerlo. Yo puedo respetar tu intimidad.

—Eso no sería justo contigo.

Me sentía más desgarrada que nunca. La sola idea de separarme de él me provocaba un dolor en el pecho, como si se me partiera en dos el corazón.

—¿No crees que eso debo decidirlo yo?

—No me lo pongas más difícil. ¡Estoy tratando de protegerte!

—¿Protegerme? —Se echó a reír—. ¿De qué?

—De mí —dije en voz baja, dándome cuenta de lo ridículo que sonaba.

—A mí no me pareces demasiado peligrosa. A menos que te conviertas en un hombre lobo por las noches…

—No soy lo que parezco.

Me aparté de él, como si pretendiese ocultarme. Ahora me sentía débil y carente de energía. Me apoyé en la pared, sin atreverme a sostener su mirada.

—Nadie lo es. Escucha, ¿te crees que no me he dado cuenta de que hay algo diferente en ti? Me basta con mirarte.

—¿A qué te refieres? —pregunté con curiosidad.

—No lo sé. Pero sí sé que eso es lo que me gusta de ti.

—Lo que estoy tratando de explicarte es que, aunque te guste, eso no me convierte en lo que tú deseas o necesitas.

—¿Qué crees que necesito?

—Alguien con quien tener una relación sincera. ¿Qué sentido tendría, si no?

—¿Pretendes decirme que tú no puedes ser esa persona? —me preguntó con una expresión indescifrable. Su rostro parecía impasible, desprovisto de emoción. Después de todo lo que había tenido que pasar, supuse, no era el tipo de persona que lleva el corazón en la mano.

Sabía que él sólo pretendía ponerme las cosas más fáciles, pero la crudeza de su pregunta tuvo el efecto contrario. Ahora que la idea había salido a la luz, sonaba demasiado definitiva. Yo aún estaba debatiéndome para encontrar las palabras adecuadas y me inquietó que mi silencio pudiera ser interpretado como un signo de indiferencia.

—Está bien —prosiguió Xavier—. Comprendo que no debe de ser fácil para ti y no quiero complicarte más las cosas. ¿Serviría de algo que me mantuviera alejado durante un tiempo?

¡Qué imprevisibles y contradictorias llegaban a ser las emociones humanas! Me había pasado los últimos minutos tratando de insinuar aquella misma idea, pero ahora descubrí que su pronta disposición a alejarse me dejaba destrozada, aunque lo hiciera por mi bien. En realidad, ni siquiera yo misma sabía qué reacción me había esperado, pero desde luego no era aquella. ¿Pretendía ver cómo caía de rodillas y me declaraba su amor eterno? Eso evidentemente no iba a hacerlo, pero yo no podía dejar que se fuera: no creía que fuese capaz de resistirlo.

—¿Así que eso es todo? —pregunté con voz estrangulada—. ¿No voy a verte más?

Xavier parecía confuso.

—Un momento… ¿no es eso lo que quieres?

—¿No se te ocurre nada más? —le solté—. ¿Ni siquiera vas a tratar de disuadirme?

—¿Pretendes que intente hacerte cambiar de opinión?

Ahora reapareció su sonrisa socarrona y cariñosa.

Hice una pausa para pensar. Sabía muy bien lo que debía responder. Un simple «no» pondría fin a todo y volvería a dejar las cosas como estaban antes de que nos encontráramos en aquel pasillo, frente al laboratorio de química, cuando yo había salido para que no se viera mi resplandor en la oscuridad. Pero no tenía fuerzas para decirlo. Habría sido una mentira.

—Quizás es eso lo que quiero que hagas —dije lentamente.

—A mí me da la impresión de que no sabes lo que quieres, Beth —murmuró Xavier. Alzó la mano y me secó con el pulgar una lágrima que se deslizaba por mi mejilla.

—No quiero complicarte la vida —respondí, sorbiéndome la nariz, aunque me daba cuenta de lo irracional que debía de sonar—. Eres tú el que dijo que preferías las cosas bien definidas.

—Me refería a las ideas, no a la gente. Y tal vez no me importaría un poquito de complicación —dijo—. Las relaciones sinceras están sobrevaloradas.

Gemí de pura frustración.

—Tienes una respuesta para todo.

—¿Qué puedo decir? Es un don. —Estrechó mi mano entre las suyas—. Tengo una idea. ¿Qué tal si te doy algo que te ayude a tomar una decisión más fácilmente?

—De acuerdo —asentí—. Si crees que va a ayudarme.

Antes de que entendiera lo que sucedía, Xavier ya había tomado mi rostro en sus manos y me alzaba la barbilla hacia él. Sus labios rozaron los míos con la suavidad de una pluma, pero bastó con eso para que me estremeciera. Me gustó su modo de sujetarme, como si yo fuese muy frágil y pudiera romperme si apretaba demasiado. Apoyó su frente en la mía como si tuviéramos todo el tiempo del mundo. Un calor delicioso empezó a derramarse por mi cuerpo y yo me incorporé, buscando sus labios. Le devolví el beso con una urgencia apasionada y lo rodeé con mis brazos. Me fundí con él y dejé que nuestros cuerpos se juntaran. Sentía su calor a través de la fina tela de la camisa y percibía los latidos de su corazón acelerado.

—Bueno, bueno… —me susurró al oído, sin apartarse aún.

Permanecimos entrelazados hasta que Xavier se retiró suavemente, pero con decisión. Me colocó un mechón suelto detrás de la oreja y me dedicó una de sus medias sonrisas de ensueño.

—¿Y bien? —preguntó, cruzando los brazos sobre el pecho. Yo estaba totalmente confusa.

—¿Qué?

—¿Te ha ayudado a cambiar de opinión?

Por toda respuesta, hundí los dedos en su suave pelo castaño y lo atraje hacia mí.

—Creo que sí —respondí con indisimulado placer.

Aquel día descubrí que deseaba algo más que su compañía: anhelaba tocarlo. Ya no albergaba ninguna duda en mi interior. Sentía que me ardía la cara allí donde él me había tocado y lo único que deseaba era que volviera a hacerlo. Sólo unas horas antes había creído sinceramente que no me quedaba más remedio que alejarme de él, porque no veía ningún modo factible de hacerle comprender quién era yo de verdad. Ahora veía que sí había otra manera. Sería considerada una grave transgresión y acarrearía un castigo (¿quién sabía cuál?), pero me resultaba menos espantosa que separarme de él. Si servía para ahorrarnos el dolor de la separación, estaba dispuesta a afrontar las consecuencias.

Lo único que tenía que hacer era bajar la guardia y dejar que Xavier participara de mi secreto.

—Quiero que estemos juntos —le dije—. No creo que nunca haya deseado tanto una cosa.

Xavier me acarició la mano y entrelazamos nuestros dedos. Tenía su cara tan cerca que me tocaba la punta de la nariz con la suya. Se inclinó y me susurró al oído:

—Si me quieres… ya me tienes.

No pude dejar de suspirar agitadamente mientras él trazaba un camino de besos desde mi oreja a mi cuello. El aula entera y todo lo que nos rodeaba se disolvió como nieve al sol.

—Sólo una cosa —dije, apartándolo con cierta dificultad. Él me miraba con aquellos penetrantes ojos azules y poco me faltó para que se me fuera el santo al cielo—. Esto no va a funcionar a menos que sepas la verdad.

Si Xavier me importaba tanto como me decía mi corazón palpitante, entonces se merecía la verdad. Si luego resultaba que era demasiado para él y no podía asimilarla, eso tal vez significara que mis sentimientos no eran correspondidos y yo debería aceptarlo. En cualquier caso, había llegado el momento de acabar con la farsa. Xavier tenía que conocer mi verdadero yo, no la versión idealizada que existiera en su cabeza. Dicho de otro modo, tenía que conocer la versión sin censurar o, tal como decía la expresión humana, con pelos y señales.

—Soy todo oídos —me dijo con expectación.

—Ahora no. No va a ser nada fácil y necesito más tiempo del que tenemos ahora.

—Entonces, ¿dónde? —preguntó, desconcertado.

—¿Irás este fin de semana a la fogata de la playa? —inquirí a toda prisa, porque ya empezaban a entrar los alumnos para la siguiente clase.

—Iba a preguntarte si querías que fuéramos juntos.

—De acuerdo —susurré—. Te lo contaré entonces.

Xavier me dio un beso rápido y salió del aula. Yo me aferré al borde del pupitre más cercano. Me faltaba el aliento, como si acabara de correr una maratón.




14

Desafiando a la gravedad

Alo largo de la semana, la fogata de la playa se perfiló como una sombra amenazante en mi imaginación. Me aterrorizaba lo que había planeado, pero también sentía una rara excitación. Ahora que había tomado la decisión, era como si me hubiese quitado un gran peso de encima. Después de todo el tiempo que había pasado debatiéndome, me sentía sorprendentemente segura de mí misma. Ensayaba una y otra vez para mis adentros las palabras que utilizaría para decirle la verdad a Xavier, y hacía sutiles ajustes cada vez.

Xavier se comportaba ya como si fuéramos pareja, cosa que me encantaba. Eso nos colocaba a los dos en un mundo propio y exclusivo al que nadie más tenía acceso. Y significaba que nos tomábamos en serio nuestra relación y que creíamos que tenía futuro. No era un simple capricho del que acabaríamos cansándonos: estábamos contrayendo un compromiso el uno con el otro. Cada vez que lo pensaba, no podía impedir que se me pintase en la cara una gran sonrisa. Desde luego, recordaba las advertencias de Ivy y Gabriel y su convicción de que no era posible que existiera un futuro para los dos juntos. Pero todo eso había dejado de importar ya. Podían abrirse los cielos y llover fuego y azufre; nada me borraría la sonrisa de la cara. Ese era el efecto que él tenía en mí: una explosión de felicidad en mi pecho, que se esparcía por mi cuerpo con un hormigueo y me hacía estremecer de pies a cabeza.

Una vida con Xavier parecía preñada de promesas. Pero él ¿seguiría deseándola cuando le revelase mi identidad?

Procuraba ocultar mi euforia ante Ivy y Gabriel. Bastante les había costado recuperarse de mi última escapada con Xavier; no creía que fuesen capaces de soportar otra. Cada vez que me sentaba con ellos me sentía como un agente doble y no paraba de preguntarme si mi expresión me delataría. Pero que mis hermanos pudieran leer la mente humana no significaba que pudiesen leer la mía, y mi capacidad para hacer comedia debía de haber mejorado, porque mi entusiasmo pasó inadvertido y sin mayores comentarios. Se me ocurrió pensar que por fin comprendía el significado de la expresión «la calma que precede a la tormenta». Todo parecía transcurrir sin sobresaltos, pero yo sabía que las apariencias engañan y estaba a punto de producirse una explosión. La tensión, la cólera y la culpa borboteaban bajo la superficie de nuestra representación de una familia feliz, listas para irrumpir brutalmente en la superficie en cuanto Ivy y Gabriel descubrieran mi traición.

—Uno de mis alumnos me ha preguntado hoy si existe el limbo —dijo Gabriel una noche durante la cena. Me pareció irónico que la conversación derivase hacia la cuestión del castigo de los pecados.

Ivy dejó el tenedor en el plato.

—¿Y qué has dicho?

—Que nadie lo sabe.

—¿Por qué no le has dicho que sí? —le pregunté.

—Porque las buenas obras deben ser voluntarias —me explicó mi hermano—. Si las personas saben con seguridad que serán juzgadas, actuarán sólo por eso.

Ahí no cabía discusión.

—¿Qué es el limbo, de todos modos?

Sabía bastante sobre el Cielo y el Infierno, pero nunca me habían hablado sobre aquel punto intermedio de la vida eterna.

—Se presenta con distintas apariencias —dijo Ivy—. Puede ser una sala de espera, o una estación de tren…

—Algunas almas afirman que es aún peor que el Infierno —añadió Gabriel.

—Qué disparate —me burlé—. ¿Por qué habría de ser peor?

—La nada eterna —dijo Ivy—. Un año tras otro esperando un tren que no llega, aguardando a que alguien pronuncie tu nombre. Las almas pierden la noción del tiempo y todo se acaba convirtiendo en un mismo instante borroso e inacabable. Entonces suplican que las envíen al Cielo, o intentan arrojarse ellas mismas al Infierno. Pero no hay salida, y las almas deambulan sin rumbo. Y nunca se acaba, Bethany. Pasarán siglos en la Tierra y ellas seguirán allí.

—Ah —murmuré. Fue lo único que se me ocurrió.

Me pregunté si un ángel podía ser exiliado al limbo.

El martes, a la hora del almuerzo, me senté con Molly y las demás chicas en el césped, bajo un sol radiante de mediodía. Las ramas de los árboles empezaban a llenarse de brotes verdes y todo parecía volver a la vida. La mole imponente de Bryce Hamilton se alzaba a nuestra espalda, arrojando su sombra sobre un grupo de bancos dispuestos en círculo alrededor del anciano roble. La hiedra ascendía serpenteando en torno a su tronco en un abrazo amoroso. A lo lejos, hacia el oeste, veíamos el mar extendiéndose hacia el horizonte y las nubes que se desplazaban perezosamente por encima. Nos estiramos todas sobre la hierba exuberante, dejando que el sol nos diera en la cara. Yo me sentía audaz y me atreví a alzarme la falda por encima de las rodillas.

—¡Así se hace! —gritaron las chicas, aplaudiendo mis progresos y comentando que me estaba convirtiendo en «una de ellas». Enseguida se entregaron a los cotilleos habituales sobre los profesores y las amigas ausentes.

—La señorita Lucas es una auténtica bruja —se quejó Megan—. Me ha hecho repetir el trabajo sobre la Revolución rusa porque lo encuentra «desaliñado». ¿Qué pretende decir con eso?

—Pues que lo hiciste media hora antes de entregarlo —comentó Hayley—. ¿Qué te esperabas?, ¿una matrícula de honor?

Megan se encogió de hombros.

—Yo creo que está celosa porque es tan peluda como el yeti.

—Deberías presentar una queja —dijo muy en serio una chica llamada Tara—. Te está discriminando descaradamente.

—Estoy de acuerdo, la ha tomado contigo —empezó Molly. Y de pronto se quedó muda y con la mirada fija en una figura que cruzaba el césped a grandes zancadas.

Me volví para identificar el motivo de aquel trance repentino y vi a cierta distancia a Gabriel, caminando hacia el centro de música. Tenía cierto aire solitario con aquella mirada remota y el estuche de la guitarra al hombro. Hacía tiempo que había abandonado el protocolo del colegio en cuanto a indumentaria y esta vez llevaba sus tejanos rajados con una camiseta blanca y un chaleco a rayas. Nadie se había atrevido a recriminárselo. ¿Por qué iban a hacerlo? Gabriel se había vuelto tan popular que se habría armado un gran jaleo entre los estudiantes si hubiera tenido que renunciar a su puesto. Advertí que Gabe parecía a sus anchas en aquel ambiente. Caminaba con desenvoltura y todos sus movimientos fluían con naturalidad. Parecía que venía en nuestra dirección, lo cual hizo que Molly se incorporase de golpe y empezara a alisarse sus rizos enmarañados. Sin embargo, Gabriel se desvió bruscamente en otra dirección. Perdido en sus propios pensamientos, ni siquiera nos había dedicado una mirada. Molly se quedó cariacontecida.

—¿Qué podemos decir del señor Church? —murmuró Taylah al divisarlo, decidida a continuar con su deporte favorito. Yo llevaba tanto rato callada, absorta como estaba en mis fantasías (me veía abandonada en un islote perdido del Caribe o cautiva en un barco pirata, esperando a que Xavier viniera a rescatarme) que parecían haberse olvidado de mi presencia; de lo contrario, no se habrían atrevido a hablar de Gabriel delante de mí.

—Nada —dijo Molly a la defensiva—. Es una auténtica leyenda.

Casi veía girar los engranajes de su mente. Sabía que su fascinación por Gabriel había ido en aumento en las últimas semanas, en buena parte por la actitud distante que él adoptaba. No deseaba que Molly sufriera el desaire al que inevitablemente habría de conducir aquel encaprichamiento. Gabriel era de piedra, por decirlo así, y totalmente incapaz de corresponder a sus sentimientos. Estaba tan alejado de la vida humana como el Cielo de la Tierra. Cuando él contemplaba a la humanidad, lo único que veía eran almas en peligro, y casi no distinguía entre hombres y mujeres. Me daba cuenta de que Molly incurría en el error de suponer que Gabriel funcionaba como los demás jóvenes que ella conocía: tipos con las hormonas disparadas, incapaces de resistir los encantos femeninos si la chica en cuestión jugaba sus cartas con destreza. Pero Molly, naturalmente, no tenía ni idea de quién era Gabriel. Él podía haber adoptado forma humana, pero en su naturaleza —a diferencia de mí— no había nada ni siquiera remotamente humano. En el Cielo lo conocían como el Ángel de la Justicia.

—Es un poquito rígido —dijo Clara.

—¡Para nada! —le espetó Molly—. Ni siquiera lo conoces.

—¿Y tú sí?

—Ojalá.

—Bueno, sigue suspirando.

—Es un profesor —intervino Megan— y tiene veintitantos.

—Los profesores de música están justo en el límite —dijo Molly con optimismo.

—Sí, pero justo por el lado contrario —replicó Taylah—. Olvídate, Molly. Él no juega en nuestra liga.

Molly entornó los ojos como si le hubiesen lanzado un desafío.

—No sé —dijo—. Yo prefiero pensar que juega en su propia liga.

Se hizo un brusco silencio, como si acabaran de advertir mi presencia, y cambiaron rápidamente de tema.

—Bueno —exclamó Megan con más jovialidad de la cuenta—. Volviendo al baile de promoción…

Cuando Xavier me dejó aquella tarde en casa, me encontré a Ivy preparando pastelitos en la cocina. Tenía la nariz algo manchada de harina y un brillo muy especial en los ojos, como si el proceso de elaboración le resultara fascinante. Había ordenado pulcramente todos los ingredientes en una hilera de vasos medidores y ahora estaba empezando a distribuirlos formando dibujos de simetría perfecta. Ninguna mano humana habría sido capaz de semejante filigrana. Los pastelitos parecían obras de arte en miniatura más que un producto pensado para comer. Me ofreció uno en cuanto entré.

—Tienen un aspecto fantástico —le dije—. ¿Puedo hablar contigo de una cosa?

—Claro.

—¿Tú crees que Gabriel me dejará ir al baile del colegio? Ivy hizo un alto y levantó la vista.

—Xavier te ha pedido que vayas con él, ¿no?

—¿Y qué si me lo ha pedido? —repliqué a la defensiva.

—Cálmate, Bethany —me dijo mi hermana—. Estará muy guapo con un esmoquin…

—¿Me estás diciendo que no ves objeción?

—No. Me parece que haréis muy buena pareja.

—Ya, tal vez. Si consigo ir.

—No seas tan negativa —me reprendió—. Veremos qué le parece a Gabriel. Pero es una fiesta organizada por el colegio y sería una lástima perdérsela.

Me sentía impaciente por oír el veredicto. Arrastré a Ivy afuera y fuimos a buscar a Gabriel por la playa, a donde había ido a dar un paseo. La costa, por un lado, se extendía sinuosamente hacia la playa principal, donde había surfistas cabalgando las olas y heladerías ambulantes aparcadas bajo las palmeras. Por el otro lado, si aguzabas la vista, divisabas un panorama mucho más salvaje, con los abruptos acantilados de la Costa de los Naufragios y un promontorio llamado el Peñasco. Era una zona conocida por sus peligrosos vientos, por su oleaje embravecido y sus violentas corrientes. Algunos submarinistas se aventuraban a veces a buscar restos de los numerosos navíos que se habían hundido a lo largo de los años por aquella zona, pero normalmente no se veían más que gaviotas flotando tranquilamente en el agua.

Divisamos a nuestro hermano sentado sobre una roca, contemplando el mar. Con el reflejo del sol en su camiseta blanca, parecía rodeado de un aura de luz. Estaba demasiado lejos y no le veía la cara, pero me imaginé que tendría una expresión de profunda añoranza. A veces había en Gabriel una tristeza inefable que él procuraba ocultar. Yo creía que se debía a la carga de conocimientos que no podía compartir con nadie. Él sabía mucho más que Ivy, y no debía de ser fácil cargar solo con todo eso. Conocía todos los horrores del pasado y yo intuía que podía ver también las tragedias que aún habían de producirse. No era de extrañar que fuera pesimista. No tenía a nadie en quien confiar. Su servicio al Creador del universo llevaba aparejado un aislamiento total, lo que le confería una austeridad en sus modales que podía resultar incómoda para quienes no lo conocían. Los jóvenes lo adoraban, pero los adultos reaccionaban invariablemente como si los estuviera juzgando.

Gabriel se sintió observado y se volvió hacia nosotras. Di un paso atrás, porque tuve la impresión de que nos estábamos entrometiendo en su soledad, pero él cambió de expresión en cuanto nos vio e hizo señas para que nos acercáramos.

Cuando llegamos a su lado, nos ayudó a subir por las rocas y nos quedamos allí sentados un rato. Yo pensé que no lo había visto tan relajado en mucho tiempo.

—¿Por qué tengo la sensación de que se avecina una encerrona? —murmuró Gabriel.

—Por favor, ¿puedo ir al baile de promoción? —le dije sin más.

Gabriel sacudió la cabeza, divertido.

—No sabía que querías asistir. No creía que te interesara.

—Es que va todo el mundo —le dije—. Es de lo único que hablan las chicas desde hace meses. Se llevarían una decepción si yo no fuera. Para ellas es muy importante. —Le di unos golpecitos en el brazo—. No me digas que piensas perdértelo.

—Me encantaría, pero me han pedido que ayude a vigilar —me respondió, nada ilusionado ante semejante perspectiva—. No sé cómo se les ocurren estas ideas. A mí todo el montaje me parece una pérdida de tiempo y de dinero.

—Forma parte de la vida del colegio —dijo Ivy—. ¿Por qué no te lo tomas como una especie de investigación?

—Exacto —añadí—. Estaremos en el meollo del asunto. Si lo que queríamos era mirar las cosas a distancia, podríamos habernos quedarnos en el Reino.

—Pero no habrá que vestirse de gala, ¿no? —preguntó Gabriel.

—¡Para nada! —dije, escandalizada—. Bueno, quizás un poquito.

Él dio un suspiro.

—Bueno, supongo que es sólo una noche.

—Y tú estarás allí para controlar —añadí.

—Ivy, esperaba que tú me acompañaras —dijo Gabriel.

—Claro —respondió mi hermana, aplaudiendo. Era típico de ella entusiasmarse una vez que nos habíamos puesto de acuerdo—. ¡Será fantástico!

La atmósfera estaba templada y despejada el sábado por la noche: el tiempo ideal para una fogata en la playa. El cielo tenía un matiz aterciopelado y soplaba del sur una brisa que mecía los árboles, como si se hicieran reverencias unos a otros. Yo debería haberme sentido al borde de la histeria, pero en mi interior todo me parecía perfectamente lógico. Estaba a punto de unir nuestros mundos, por contradictorios que fueran, y de cimentar así mi relación con Xavier.

Elegí cuidadosamente lo que iba a ponerme aquella noche y acabé decidiéndome por una falda holgada y una blusa de estilo campesino con el cuello bordado. Cuando bajé, Gabriel e Ivy estaban en el salón; Gabe leyendo las letras minúsculas de un texto religioso con ayuda de una lupa: una estampa tan incongruente, dado su físico juvenil, que tuve que reprimir una risita. Ivy, por su parte, trataba en vano de adiestrar a Phantom dándole algunas órdenes básicas.

—Siéntate, Phantom —le decía, con esa voz empalagosa que la gente suele reservar para los bebés—. Hazlo por mami.

Yo estaba segura de que Phantom no obedecería mientras utilizase aquel tono con él. Era un perro muy inteligente y no le gustaba que lo tratasen como si fuera tonto. Me imaginaba que su expresión sólo podía ser de desdén.

—No llegues demasiado tarde —me advirtió Gabriel.

Él sabía que me iba a dar una vuelta por la playa con Molly y sus amigos, y también que entre ellos estaría Xavier. No había puesto ninguna objeción, así que me figuré que estaba empezando a calmarse en lo tocante a mi vida social. El peso que suponía sobrellevar nuestra misión implicaba que a veces uno de nosotros necesitaba rehuir un rato sus deberes. Nadie protestaba cuando él se iba a correr en solitario, ni cuando Ivy se encerraba en el anexo de invitados con su bloc de dibujo como única compañía, así que no había motivo para no concederme a mí la misma licencia cuando necesitaba airearme un poco.

Confiaban en mí lo suficiente como para no hacer demasiadas preguntas, y yo me odiaba a mí misma al pensar que iba a traicionarlos. Pero ya no había marcha atrás: quería hacer partícipe a Xavier de mi mundo secreto, deseaba con locura llegar a ese grado de intimidad. Junto a esa determinación, no dejaba de haber en mí un miedo persistente a que esa transgresión me acarreara un severo castigo. Pero yo procuraba alejar de mi mente la preocupación y la llenaba con la imagen de Xavier. A partir de aquella noche, nos enfrentaríamos juntos a todo.

No pensaba quedarme hasta muy tarde: sólo el tiempo suficiente para contarle mi secreto a Xavier y enfrentarme con su reacción, fuera cual fuese. Había revisado una y otra vez todas las posibilidades y las había acabado reduciendo a tres. Podía quedarse cautivado, consternado o aterrorizado. ¿Me tomaría por una pieza de museo? ¿Llegaría a creer la verdad cuando por fin me armase de valor para decirla, o pensaría que era una broma de mal gusto? Estaba a punto de descubrirlo.

—Bethany ya sabe cuidarse de sí misma —dijo Ivy—. ¡Siéntate, Phantom! ¡Siéntate!

—No es Bethany, sino el resto del mundo lo que me preocupa —dijo Gabriel—. Ya hemos visto algunas de las estupideces más corrientes. Vete con cuidado y mantente ojo avizor.

—¡A sus órdenes! —dije, haciéndole un saludo militar y pasando por alto las punzadas de culpabilidad que sentía en el pecho. Aquello no me lo iba a perdonar Gabriel así como así.

—¡Siéntate, Phantom! —decía Ivy con su tonillo arrullador—. ¡Sobre el trasero!

—¡Ay, por Dios! —Gabriel dejó el libro y apuntó a Phantom con un dedo—. Siéntate —le ordenó con voz grave.

Phantom lo miró tímidamente y se tendió en el suelo.

Ivy frunció el ceño, decepcionada.

—¡Yo llevaba todo el día intentándolo! ¿Por qué será que sólo hacen caso de la autoridad masculina?

Descendí con ligereza los estrechos escalones y empecé a recorrer el sendero lleno de maleza que iba a la playa. A veces se distinguían en la arena huellas de serpiente, o se cruzaba una lagartija a toda velocidad. Las ramitas se quebraban bajo mis pies con un chasquido. La arboleda era tan densa en algunos puntos que formaba un espeso dosel por el que sólo se colaba alguna que otra esquirla del sol del atardecer. Una orquesta de cigarras ahogaba los demás sonidos, salvo el rugido del océano. Si me perdía, siempre podría orientarme siguiendo el rumor de su oleaje.

Llegué a la playa de arena blanca y sedosa, que crujía bajo mis pies. Habían decidido montar la fogata cerca de los acantilados porque sabían que la zona estaría desierta. Me encaminé hacia allí pensando que aquel paisaje parecía mucho más escabroso de noche. No había más que un pescador solitario plantado en la orilla. Lo observé mientras recogía el sedal para examinar su captura; enseguida volvió a arrojar al agua el cuerpo palpitante del pez. Advertí que el océano cambiaba de color con la distancia: era azul oscuro en lo más profundo, allí donde se juntaba con el horizonte; casi aguamarina en medio; y de un verde claro y vidrioso entre el oleaje que lamía la orilla. Vi un promontorio que se destacaba a lo lejos y un faro blanco encaramado en lo alto. Desde donde yo estaba, parecía del tamaño de un dedal.

Para entonces ya empezaba a oscurecer. Oí ruido de voces y luego distinguí a varias figuras que iban apilando apuntes, exámenes, hojas de ejercicios y otros materiales inflamables en un gran montón para encender la fogata. No había música atronando ni una masa apretada de cuerpos, como en la fiesta de Molly. Aún eran pocos los presentes y se limitaban a tumbarse en la arena, echando tragos de cerveza y pasándose cigarrillos liados a mano. Molly y sus amigas todavía no habían llegado.

Xavier estaba sentado en un tronco caído y medio enterrado en la arena. Llevaba tejanos, una holgada sudadera azul claro y la cruz de plata colgada al cuello. Tenía una botella a medias en la mano y se reía a carcajadas de la imitación que estaba haciendo uno de los chicos. La luz de las llamas bailaba en su rostro, dándole un aspecto más cautivador que nunca.

—Eh, Beth —dijo alguien, y los demás me saludaron con la mano o con un gesto de cabeza. ¿Había dejado la gente por fin de considerarnos material de «interés informativo»?, ¿habían aceptado ya que íbamos los dos en el mismo paquete? Sonreí a todos tímidamente y me deslicé enseguida junto a Xavier, donde me sentía segura.

—Tienes un olor increíble —me dijo y se inclinó para besarme en lo alto de la cabeza. Algunos de sus amigos silbaron, le dieron codazos o pusieron los ojos en blanco.

—Venga. —Me ayudó a levantarme—. Vamos.

—¿Ya os marcháis? —se mofó uno de sus amigos.

—Sólo vamos a dar un paseo —dijo Xavier con buen talante—. Si no tienes inconveniente.

Oímos algunos silbidos a nuestra espalda mientras nos alejábamos del grupo y del calor de la fogata recién encendida. Procedían del círculo de los amigos íntimos de Xavier y sabía que no pretendían ofender. Sus voces se amortiguaron enseguida para convertirse en un zumbido lejano.

—No puedo quedarme hasta muy tarde, Xavier.

—Ya me lo figuraba.

Me puso un brazo sobre los hombros despreocupadamente, mientras recorríamos la playa en silencio hacia los acantilados, convertidos ya en negras siluetas dentadas que se recortaban contra el cielo nocturno. La cálida presión del brazo de Xavier hacía que me sintiera protegida. Sabía que la fría sensación de inseguridad regresaría en cuanto me separase de él.

Cuando me hice un corte en el pie con el filo de una concha, Xavier se empeñó en llevarme en brazos. En la oscuridad, por suerte, él no podía ver cómo se me curaba el corte por sí mismo. Aunque el dolor ya se había mitigado, seguí aferrada a él, decidida a disfrutar de la situación. Relajé todo mi cuerpo, dejando que se fundiera con el suyo. En mi entusiasmo por pegarme todo lo posible a él, le metí sin querer un dedo en el ojo. Me sentí tan torpe como una colegiala, justamente cuando debería haberme comportado con la grácil levedad de un ángel. Me disculpé una y otra vez.

—No pasa nada, aún me queda otro —bromeó, mientras le lloraba el ojo a causa del golpe. Él parpadeaba y lo guiñaba para librarse de las lágrimas.

Volvió a depositarme en el suelo cuando llegamos a una ensenada arenosa sumida bajo la sombra del acantilado. Las rocas dentadas formaban un arco natural, como la entrada a otro mundo, y la luz de la luna le daba a la arena un tono azul nacarado. Una empinada serie de escalones conducía hasta lo alto, desde donde se disfrutaba de la mejor vista del faro. En el agua, junto a la orilla, sobresalían a la superficie formaciones rocosas dispersas como monolitos. Casi nadie solía aventurarse por allí, salvo algún grupo ocasional de turistas. La mayoría prefería quedarse en la playa principal, donde tenían a mano los cafés y las tiendas de regalos. Aquel sitio estaba totalmente apartado: no había nada ni nadie a la vista. El único sonido era el de los embates del mar: como un centenar de voces hablando una lengua misteriosa.

Xavier se sentó y apoyó la espalda contra la fría roca. Yo me quedé rondando a su lado, sin querer aplazar más lo inevitable pero sin saber cómo empezar. Ambos sabíamos a qué habíamos venido: yo quería desahogarme y contarle al fin mi secreto. Me imaginaba que Xavier había estaba aguardando aquel momento tanto como yo, pero no sabía lo que se le venía encima.

Ahora se quedó en silencio, esperando mis palabras, pero yo tenía la boca completamente seca. Se suponía que era mi gran momento. Había planeado revelarle mi identidad aquella noche. Durante toda la semana me había parecido que el tiempo transcurría lentamente, que las horas desfilaban a paso de tortuga. Pero ahora que había llegado al fin el momento, era como si quisiera ganar un poco más de tiempo. Me sentía como una actriz que olvida bruscamente su texto, aunque durante los ensayos previos le saliera a la perfección. Sabía lo que debía decirle básicamente, pero no recordaba cómo hacerlo, ni con qué gestos acompañarlo ni en qué orden iba a explicárselo. Deambulé de aquí para allá por la orilla, retorciéndome las manos, mientras me preguntaba cómo empezar. A pesar de que hacía una noche templada, sentía escalofríos, y mi vacilación estaba empezando a impacientar a Xavier.

—Sea lo que sea, Beth, dímelo de una vez. Podré resistirlo.

—Gracias, pero la cosa es un poquito más complicada.

Me había imaginado la escena más de un centenar de veces, pero ahora no me salían las palabras.

Xavier se levantó y me puso las manos en los hombros para tranquilizarme.

—Escucha. No importa lo que estés a punto de contarme, eso no va a cambiar lo que pienso de ti. Es imposible.

—¿Por qué imposible?

—No sé si te has dado cuenta, pero estoy loco por ti.

—¿De veras? —dije, complacida por aquella súbita distracción.

—¿No lo habías notado? Mal asunto. Tendré que ser más demostrativo de ahora en adelante.

—Eso será si todavía deseas que sigamos juntos después de esta noche.

—Cuando me conozcas mejor, descubrirás que no soy de los que salen corriendo. Me cuesta mucho tiempo tomar una decisión sobre la gente, pero, una vez que la he tomado, me mantengo firme a su lado.

—¿Incluso si te has equivocado?

—No creo que me equivoque contigo.

—¿Cómo puedes decir eso cuando no sabes lo que voy a contarte? —murmuré.

Xavier abrió los brazos, dispuesto a recibir el golpe.

—Deja que te lo demuestre.

—No puedo —negué con voz entrecortada—. Tengo miedo. ¿Y si no quieres volver a verme nunca más?

—Eso no va a suceder, Beth —dijo, ahora con tono más enérgico. Bajó la voz y añadió con toda seriedad—: Ya sé que es un trago difícil, pero vas a tener que confiar en mí.

Lo miré a los ojos, que relucían como dos estanques azules, y comprendí que tenía razón. Confiaba en él.

—Primero dime una cosa —murmuré—. ¿Qué es lo más espeluznante que te ha pasado en tu vida?

Xavier reflexionó unos instantes.

—Bueno, mirar desde lo alto de un descenso en rápel de treinta metros fue bastante espeluznante. Y una vez, en un viaje con el equipo de waterpolo infantil, incumplí una de las normas y el entrenador Benson me agarró por su cuenta. Es un tipo bastante intimidante cuando quiere y me hizo pedazos. No me dejó participar al día siguiente en el partido contra Creswell.

Por primera vez me dejó impresionada su inocencia humana; si aquella era su definición de una experiencia terrorífica, ¿qué posibilidades tenía de sobrevivir ante la bomba que yo estaba a punto de soltar?

—¿Y ya está? —pregunté, aunque me salió un tono más brusco de lo que pretendía—. ¿Eso ha sido lo más espeluznante de todo?

Me miró a los ojos.

—Bueno, supongo que podrías incluir aquella noche también, cuando me llamaron para decirme que había habido un incendio en casa de mi novia. Aunque de eso preferiría no hablar…

—Lo siento. —Miré al suelo. No entendía cómo había sido tan estúpida para olvidarme de Emily. Xavier conocía una pérdida, una tristeza y un dolor que yo no había experimentado.

—No lo sientas. —Me cogió la mano—. Sólo escucha: vi a la familia después. Estaban todos en la calle y yo por un momento pensé que no había pasado nada. Esperaba verla entre ellos. Me acerqué dispuesto a consolarla. Pero entonces vi la cara de su madre. Una cara… bueno, como si ya no tuviera motivo para seguir viviendo. Entonces lo supe. No sólo había desaparecido su casa: Emily también se había ido.

—¡Qué espanto! —susurré, mientras notaba que se me llenaban los ojos de lágrimas. Xavier me las secó con el pulgar.

—No te lo cuento para afligirte —me dijo—. Te lo cuento para que sepas que no puedes asustarme. Puedes decirme lo que sea. No saldré corriendo.

Así pues, inspiré hondo y empecé la confesión que habría de cambiar nuestras vidas para siempre.

—Quiero que sepas que si todavía me quieres después de esta noche… en fin, que nada podría hacerme más feliz. —Xavier sonrió y alargó una mano para acariciarme, pero yo lo detuve—. Déjame terminar primero. Voy a procurar explicártelo de la mejor manera posible.

Él asintió, cruzando los brazos, y me prestó toda su atención. Durante una fracción de segundo, lo vi como si fuera un colegial sentado en primera fila: un chico ansioso por complacer, expectante ante las instrucciones del profesor.

—Sé que te parecerá una locura —le dije—, pero quiero que me mires caminar.

Parpadeó con cierta perplejidad, pero no discutió.

—Está bien.

—Pero no me mires a mí; mira la arena.

Sin apartar la vista de su rostro, describí lentamente un círculo alrededor de él.

—¿Qué has notado? —pregunté.

—Que no dejas huellas —respondió Xavier, como si fuera la cosa más evidente del mundo—. Un truco guay. Seguramente te haría falta comer un poco más.

Por ahora, todo bien. No era fácil desconcertarle. Sonreí con tristeza, me senté a su lado y giré el pie para que pudiera ver la planta. La piel, suave y de color melocotón, se veía intacta.

—Antes me he cortado…

—Pero no hay ningún corte —dijo Xavier, arrugando la frente—. ¿Cómo puede…?

Antes de que pudiera terminar, le tomé la mano y me la puse en el estómago.

—¿Notas la diferencia? —pregunté.

Sus dedos recorrieron delicadamente mi vientre. Se detuvo al llegar justo al centro y presionó un poco, buscando con el pulgar la hendidura del ombligo.

—No vas a encontrarlo —dije, antes de que pronunciase palabra—. No tengo.

—¿Qué te pasó? —preguntó Xavier. Debía figurarse que había sufrido algún accidente y que era sólo una secuela.

—No me pasó nada. Es lo que soy.

Casi percibía su esfuerzo mental para tratar de encajar todas las piezas.

—¿Quién eres? —Fue apenas un susurro.

—Estoy a punto de mostrártelo. ¿Te importaría cerrar los ojos? No los abras hasta que yo te lo diga.

Cuando comprobé que los tenía del todo cerrados, me apresuré a subir de tres en tres los empinados escalones del acantilado. Una vez arriba, avancé de puntillas y me situé en el borde, justo por encima de donde estaba Xavier. El suelo de roca era áspero e irregular, pero conseguí mantener el equilibrio. Aunque estaba a unos diez metros, la altura no me intimidó. Sólo confiaba en ser capaz de llevar a cabo mi plan. El corazón me palpitaba, casi me daba brincos en el pecho. Oía dos voces a la vez en mi cabeza. «¿Qué estás haciendo?», gritaba una. «¿Te has vuelto loca? ¡Baja corriendo, vuelve a casa! ¡Todavía no es demasiado tarde!». La otra voz tenía otras ideas. «Ya has llegado hasta aquí —decía—. No puedes echarte atrás ahora. Tú sabes bien cuánto le quieres. Nunca podrás estar con él si no lo haces. Muy bien, sí, pórtate como una cobarde y márchate. Deja que siga con su vida y que se olvide de ti. Espero que disfrutes de tu eterna soledad».

Me tapé la boca con la mano para no gritar de pura frustración. No tenía sentido darle más vueltas. Ya había tomado mi decisión.

—¡Ya puedes abrir los ojos! —le grité a Xavier.

Primero miró alrededor sorprendido y sólo después levantó la vista. Agité la mano cuando me vio.

—¿Qué haces ahí arriba? —Detecté una nota de pánico en su voz—. Esto no tiene ninguna gracia, Beth. Baja ahora mismo antes de que te hagas daño.

—No te preocupes. Ya bajo —le dije—. A mi manera.

Di un paso más y me balanceé al borde del acantilado, depositando todo mi peso en el pulpejo de los pies. La roca me arañaba la piel, pero yo apenas lo notaba. Era como si ya estuviera volando. Me invadía el deseo imperioso de sentir de nuevo el viento alborotándome el pelo.

—¡Basta ya, Beth! ¡No te muevas, voy a buscarte! —oí que gritaba Xavier, pero yo ya no le escuchaba. Mientras el viento me agitaba las ropas, extendí los brazos y me dejé caer desde lo alto del acantilado. Si hubiera sido humana, habría sentido que se me subía el estómago a la boca; yo, en cambio, noté que mi corazón se aligeraba y que todo mi cuerpo hormigueaba de pura embriaguez. Caí en picado hacia el suelo, disfrutando de la presión del viento en mis mejillas. Xavier dio un grito y corrió a atraparme, pero sus esfuerzos eran inútiles. Esta vez no necesitaba que me salvaran. A medio camino, bajé los brazos y dejé que se produjera la transformación. Una luz cegadora surgió del interior de mi cuerpo, brotando de cada poro y haciendo que me resplandeciera la piel como un metal candente. Vi que Xavier retrocedía, protegiéndose los ojos con una mano. Noté que mis alas se liberaban de detrás de mis omoplatos y explotaban bruscamente, haciendo trizas la fina tela de la blusa. Completamente desplegadas, arrojaban sobre la arena una larga sombra, como si yo fuera un pájaro majestuoso.

Xavier se había agazapado y advertí que la luz palpitante lo deslumbraba. Yo me sentía expuesta y desnuda mientras planeaba allá arriba y batía las alas para sostenerme en el aire. Pero también experimentaba una extraña euforia. Sentía con placer cómo se extendían los tendones de mis alas, muy necesitados de ejercicio; últimamente pasaban demasiado tiempo agarrotados bajo las ropas. Contuve la tentación de volar más alto y de zambullirme entre las nubes. Me limité a planear unos instantes y luego descendí de golpe y me posé suavemente en la arena. La incandescencia que me rodeaba empezó a extinguirse en cuanto mis pies tocaron suelo firme.

Xavier se frotaba los ojos y parpadeaba, tratando de recuperar la visión. Finalmente, me vio. Dio un paso atrás, estupefacto, con los brazos caídos y flácidos, como si no supiera bien qué hacer con ellos. Yo permanecí frente él, todavía con la piel encendida. Los restos de mi camisa me colgaban como tentáculos. Un par de alas prominentes se arqueaban a mi espalda, ligeras como plumas, pero con un aspecto poderoso. Tenía el pelo echado hacia atrás y sabía que el cerco de luz en torno a mi cabeza debía brillar como nunca.

—¡Joder, la Virgen! —soltó Xavier.

—¿Te importaría no blasfemar? —le dije educadamente. Él me miró, sin saber qué decir—. Lo sé —añadí, suspirando—. Esta no te la esperabas. —Señalé la playa con un gesto—. Ahora puedes irte, si quieres.

Xavier permaneció inmóvil un instante, mirándome con unos ojos como platos. Luego me rodeó lentamente y noté que me rozaba las alas delicadamente con los dedos. Aunque no lo pareciera, eran delgadas como pergamino y apenas pesaban. Noté por su expresión que se había quedado maravillado ante aquellas plumas blancas tan frágiles y ante las finísimas membranas que se vislumbraban a través de la piel translúcida.

—Uau —dijo, pasmado—. Es tan…

—¿Monstruoso?

—Increíble —dijo—. Pero ¿quién eres entonces? No puedes ser…

—¿Un ángel? —respondí—. Premio.

Xavier se frotó la nariz, mientras trataba de encontrarle sentido a todo aquello.

—No puede ser real —dijo al fin—. No lo entiendo.

—Claro que no —susurré—. Mi mundo y el tuyo están a años luz.

—¿Tu mundo? —preguntó, incrédulo—. Esto es demencial.

—¿El qué?

—Estas cosas son pura fantasía. ¡No suceden en la vida real!

—Es real. Yo soy real.

—Ya —contestó—. Lo más espeluznante es que te creo. Perdona, necesito un minuto…

Se desplomó en la arena con la cara contraída, como quien trata de resolver un enigma indescifrable. Intenté figurarme lo que sucedía en su cabeza. Debía de ser un caos total. Tendría millones de preguntas.

—¿Estás enfadado? —pregunté.

—¿Enfadado? —repitió—. ¿Por qué habría de estarlo?

—Por no habértelo dicho antes.

—Estoy intentando entenderlo.

—Ya entiendo que no debe de ser fácil. Tómatelo con calma.

Permaneció en silencio un buen rato. Su pecho subía y bajaba agitadamente. Debía de estar produciéndose una gran lucha en su interior. Se incorporó y pasó una mano lentamente alrededor de mi cabeza. Yo sabía que sus dedos detectarían el calor que emitía mi halo.

—Vale, o sea que los ángeles existen —admitió al fin, hablando despacio, como si se estuviera convenciendo a sí mismo—. Pero ¿qué haces aquí, en la Tierra?

—Ahora mismo somos miles los que estamos distribuidos bajo apariencia humana por todo el planeta —respondí—. Formamos parte de una misión.

—¿Con qué objetivo?

—Es difícil de explicar. Estamos aquí para ayudar a la gente a reconectarse entre sí, a amarse unos a otros. —Xavier me miraba confuso, así que procuré explicarme—. Hay demasiada ira en el mundo, demasiado odio, lo cual espolea a las fuerzas oscuras y las estimula. Una vez desatadas, es casi imposible dominarlas. Nuestro trabajo consiste en contrarrestar toda esa negatividad, en impedir que se produzcan más desastres. Este lugar, por ejemplo, se ha visto afectado gravemente.

—¿Estás diciendo que las cosas malas que han sucedido aquí se deben a las fuerzas oscuras?

—Más o menos.

—Y con «fuerzas oscuras» te refieres al demonio, ¿no?

—Bueno, a sus representantes al menos.

Xavier parecía a punto de echarse a reír, pero se contuvo.

—¡Qué locura! ¿Quién se supone que te ha enviado a esta misión?

—Creía que eso resultaría obvio.

Xavier me miró incrédulo.

—No querrás decir…

—Sí.

Me miró consternado, como si un huracán lo hubiese lanzado por los aires y hubiera vuelto a arrojarlo al suelo. Se apartó el pelo de la frente.

—¿Me estás diciendo… que Dios existe de verdad?

—No estoy autorizada a hablar de ello —contesté, pensando que sería mejor que la conversación no fuera más lejos—. Hay cosas que quedan más allá de la comprensión humana. Me vería en un aprieto si intentara explicártelo. Ni siquiera deberíamos pronunciar su nombre.

Xavier asintió.

—Pero ¿hay vida después de la muerte? —dijo—. ¿Un Cielo?

—Sin duda.

—Entonces… —Se frotó la barbilla, pensativo—. Si existe el Cielo, es lógico pensar… que también debe de haber…

Completé su pensamiento.

—Sí, también. Pero, por favor, basta de preguntas por ahora.

Xavier se masajeó las sienes, como buscando la mejor manera de procesar toda aquella información.

—Perdona —le dije—. Comprendo que debe de ser abrumador.

Él me tranquilizó con un gesto, mientras seguía tratando de hacerse una idea coherente.

—A ver si me aclaro. Los ángeles estáis metidos en una misión para ayudar a la humanidad… ¿y tú has sido destinada a Venus Cove?

—En realidad, Gabriel es un arcángel —lo corregí—. Pero, por lo demás, sí.

—Ah, vale. Así se explica que sea tan poco impresionable —dijo Xavier con ligereza.

—Eres la única persona que lo sabe —le advertí—. No puedes decirle una palabra a nadie.

—¿A quién voy a contárselo? —exclamó—. ¿Y quién va a creerme, además?

—Bien observado.

Se echó a reír de improviso.

—Mi novia es un ángel —dijo, y luego lo repitió en voz más alta, cambiando el énfasis, probando a ver qué tal sonaba—. Mi novia es un ángel.

—Baja la voz, Xavier —le advertí.

Sonaba tan extravagante y tan sencillo a la vez que no pude reprimir una risita. Cualquier otra persona habría entendido al oírle que no era más que un adolescente enamorado manifestando su rendida admiración. Sólo nosotros dos lo entendíamos de otra manera. Ahora compartíamos un secreto: un peligroso secreto que nos acercaba más que nunca. Era como si hubiéramos sellado un vínculo, cerrando la brecha entre ambos y volviéndolo definitivo.

—Me preocupaba muchísimo que no quisieras saber nada de mí en cuanto lo descubrieras.

Suspiré con una gran sensación de alivio.

—¿Bromeas? —Alargó la mano y enrolló en su dedo un mechón de mi pelo—. Debo de ser el tipo más afortunado del mundo.

—¿Cómo es eso?

—¿No te parece obvio? Tengo aquí mismo mi pequeña parcela del Cielo.

Me rodeó con sus brazos y me atrajo hacia sí. Yo restregué la nariz contra su pecho, aspirando su fragancia.

—¿Me prometes no hacer demasiadas preguntas?

—Sólo respóndeme esta —replicó—. Supongo que esto hace que lo nuestro sean un gran… —Completó la frase meneando el dedo y chasqueando la lengua con seriedad. Me alegró que se le hubiera pasado la impresión y que empezara a comportarse como el de siempre.

—No sólo grande —dije—, sino el más grande.

—No te preocupes. Me encantan los desafíos.




15

El Cónclave

Bueno, y ahora, ¿qué? —preguntó Xavier.

—¿Qué quieres decir?

—Ahora que sé lo tuyo.

—No tengo ni idea, la verdad. Nunca se había dado entre nosotros una situación parecida —reconocí.

—O sea que por mucho que seas un ángel… —vaciló.

—Eso no implica que tenga respuesta para todo —dije, concluyendo su frase.

—Creía que sería una de las ventajas.

—Por desgracia, no.

—Bueno, a mí me parece que mientras nadie más lo sepa, estás a salvo. Porque en cuestión de secretos, yo soy una tumba. Pregunta a mis amigos.

—Sé que puedo confiar en ti. Pero tienes que saber otra cosa. —Hice una pausa. Aquella iba a ser la parte más difícil.

—De acuerdo. —Xavier pareció armarse de valor.

—Has de comprender que tarde o temprano la misión concluirá y que tendremos que volvernos a casa —le expliqué.

—A casa, en el sentido… —Levantó los ojos al cielo.

—Exacto.

Aunque debía de esperarse la respuesta, aparecieron en su rostro indicios de desazón. Sus ojos color océano se oscurecieron y en sus labios se dibujó un rictus de contrariedad.

—Y después, ¿volverás alguna vez? —preguntó con voz tirante.

—No lo creo —murmuré—. Y si llego a volver, no es probable que sea pronto. Ni siquiera al mismo sitio.

Xavier se puso rígido.

—¿Y tú no tienes ni voz ni voto? —preguntó con una nota de incredulidad—. ¿Qué hay del libre albedrío?

—Ese fue un don otorgado a la humanidad, ¿recuerdas? A nosotros no nos incumbe. Mira, si hay alguna manera de que me quede, todavía no se me ha ocurrido —proseguí—. Yo ya sabía al venir que no iba a ser algo permanente, que al final habríamos de marcharnos. Pero no esperaba encontrarte. Y ahora que te he encontrado…

—No puedes irte —dijo Xavier sencillamente, con el mismo tono desapasionado con el que podría haber dado la previsión del tiempo: chubascos ocasionales a última hora. Traslucía seguridad, como retando a cualquiera a desafiar su convicción.

—Yo siento lo mismo —le dije, frotándole los hombros para aliviar la tensión que lo atenazaba—, pero no depende de mí.

—Es tu vida —replicó.

—No es así exactamente. Yo estoy, como si dijéramos, con un contrato de alquiler.

—Tendremos que renegociar las cláusulas del contrato.

—¿Cómo pretendes hacerlo? No es como llamar por teléfono, ¿sabes?

—Déjame pensarlo.

Debía reconocer que su determinación era impactante y típicamente humana. Me acurruqué entre sus brazos.

—No hablemos más esta noche —le propuse. No quería arruinar el momento dándole vueltas a algo que no podíamos cambiar. Por ahora, me bastaba con que deseara que me quedase a su lado y con su disposición a enfrentarse incluso con los poderes celestiales para conseguirlo—. Ahora mismo estamos juntos; no nos amarguemos pensando en el futuro. ¿Vale?

Xavier asintió y se dejó llevar en cuanto pegué mis labios a los suyos. La tensión pareció desaparecer en un instante, y los dos caímos sobre la arena. Notaba cómo encajaban a la perfección nuestros cuerpos. Él me rodeaba la cintura con los brazos mientras yo le deslizaba los dedos por el pelo y le acariciaba la cara. Nunca había besado a nadie más, pero sentía como si una extraña se hubiera apoderado de mi cuerpo: una extraña que sabía muy bien lo que se hacía. Ladeé la cabeza para reseguir su mandíbula con los labios, bajando por el cuello y continuando por la clavícula. Él contuvo la respiración un momento. Me tomó la cara con ambas manos, acariciándome el pelo y poniéndomelo detrás de las orejas.

No sabría decir cuánto tiempo permanecimos así, entrelazados sobre la arena, a ratos fundidos en un abrazo, a ratos mirando la luna y el acantilado que se alzaba sobre nosotros. Lo único seguro es que cuando quise darme cuenta, había pasado mucho más tiempo de lo que pensaba. Me incorporé, sacudiéndome la arena de la ropa y de la piel.

—Se ha hecho tarde —dije—. He de volver a casa.

La imagen de Xavier desparramado sobre la arena, con su pelo castaño desordenado y una media sonrisa en los labios, resultaba tan seductora que me entró la tentación de tenderme de nuevo a su lado. Pero me las arreglé para serenarme y me dispuse a volver por donde habíamos venido.

—Eh, Beth —me dijo, levantándose—. Igual te convendría… hum, taparte.

Necesité un momento para advertir que aún se me veían las alas perfectamente entre la camisa desgarrada.

—¡Ah, sí, gracias!

Me lanzó su sudadera y yo me apresuré a pasármela por la cabeza. Me iba muy grande y prácticamente me llegaba a medio muslo, pero era cálida y agradable y olía deliciosamente a él. Cuando nos separamos, hice todo el trayecto hasta casa corriendo con la sensación de que seguía a mi lado. Pensaba dormir con la sudadera y empaparme de su fragancia.

Al llegar al patio trasero de Byron, que estaba cubierto de maleza, me pasé rápidamente los dedos por el pelo y me alisé la ropa para que pareciese que venía de dar un inocente paseo en grupo, y no de una cita secreta en una playa bañada por la luz de la luna. Luego me desplomé en el pesado columpio de madera, que rechinó bajo mi peso. Apoyé la mejilla en la áspera soga, que colgaba de la rama retorcida del roble, y miré hacia el interior de la casa. Por la ventana del salón vi a mis hermanos sentados bajo la luz de lámpara: Ivy tejiendo unos guantes y Gabriel tocando la guitarra. Mientras los contemplaba, sentí que los fríos dedos de la culpa me envolvían el pecho.

Había luna llena y su claridad azulada inundaba el jardín e iluminaba una estatua medio derruida que sobresalía entre los arbustos. Era un ángel de expresión severa que alzaba la vista hacia el cielo, con las manos entrelazadas sobre el pecho en un gesto de devoción. Gabriel la consideraba una pobre imitación y más bien desagradable, pero Ivy la encontraba bonita. A mí, personalmente, siempre me había resultado algo inquietante. No sabía si la luz me jugaba una mala pasada o eran sólo imaginaciones mías, pero mientras contemplaba la estatua en la penumbra me pareció que volvía los ojos para mirarme y que me apuntaba acusadoramente con un dedo.

La ilusión no duró más que un segundo, pero bastó para que saltara de golpe del columpio. Este se bamboleó hacia atrás y fue a chocar con el tronco ruidosamente. Antes de que pudiera echarle otro vistazo al ángel para comprobar si no estaría perdiendo el juicio, oí que se deslizaban y abrían del todo las puertas cristaleras. Ivy apareció en la terraza como un espectro. La luz de la luna alumbraba su piel blanca como la nieve y resaltaba las venas verde azuladas de sus brazos y su pecho.

—¿Bethany, eres tú? —hablaba con voz almibarada, y la expresión de su rostro parecía tan confiada que me resultó mortificante. Se me hizo un nudo en el estómago y me entraron náuseas. Me vislumbró entre las densas sombras del roble—. ¿Qué haces ahí? Entra.

Dentro de casa, todo resultaba familiar y tranquilizador. La luz amarillenta de la lámpara se reflejaba en las tablas del suelo; la cama de Phantom, con su estampado de pezuñas, ocupaba su sitio habitual junto al sofá; y los libros de arte de Ivy y las revistas de decoración se hallaban cuidadosamente ordenadas sobre la mesita de café.

Gabriel levantó la vista cuando entré.

—¿Una buena velada? —me preguntó con una sonrisa. Intenté devolvérsela, pero me pareció que tenía paralizados los músculos de la cara. Era como si el peso de lo que había hecho me abrumara y me hundiera la cabeza bajo el agua, de tal manera que no podía respirar. Cuando estaba con Xavier me resultaba fácil olvidar que yo tenía otro lugar en el mundo y que no sólo le debía lealtad a él.

No me arrepentía de haberle revelado la verdad, pero yo no soportaba los subterfugios, especialmente cuando tenían que ver con mi familia. Me aterrorizaba pensar cómo reaccionarían mis hermanos cuando descubrieran lo que había hecho. ¿Sería capaz de hacerles comprender mis motivos? Pero lo que más miedo me daba era que los poderes del Reino suspendieran nuestra misión o exigiesen mi retirada inmediata. En uno u otro caso, me vería obligada a abandonar la Tierra y a separarme de la persona que más me importaba.

Gabriel debía de haber advertido que llevaba puesta la sudadera de Xavier, pero se abstuvo de hacer comentarios. Aunque una parte de mí deseaba confesarlo todo allí mismo, me obligué a morderme la lengua. Me disculpé por llegar tarde, alegué que estaba cansada y me excusé sin más, rechazando la taza de chocolate que me ofrecía Ivy y las galletas que ella misma había preparado aquella tarde.

Gabriel me llamó cuando ya estaba al pie de la escalera y yo aguardé mientras se acercaba. El corazón se agitaba en mi pecho. Mi hermano tenía unas dotes de observación terroríficas y estaba segura de que había notado que yo no era la de siempre. Esperaba que me mirase fijamente, que empezara a hacerme preguntas extrañas o a lanzarme acusaciones, pero lo único que hizo fue ponerme una mano en la mejilla (noté el frío metal de sus anillos) y darme un beso en la frente. Su rostro exquisito parecía totalmente relajado aquella noche. Algunos mechones de pelo rubio se le habían escapado de la cinta que se ponía a veces para recogérselo. Sus ojos de color lluvia habían perdido parte de su severidad y me miraban con genuino afecto fraternal.

—Me siento orgulloso de ti, Bethany —dijo—. Has hecho grandes progresos en poco tiempo y estás aprendiendo a tomar mejores decisiones. Llévate arriba a Phantom. Te andaba buscando muy ansioso hace un rato.

Me hizo falta toda mi fuerza de voluntad para contener las lágrimas.

Arriba, ya acostada y con el cálido cuerpo de Phantom a mi lado, dejé que fluyeran con toda libertad. Sentía que mis mentiras se me deslizaban por dentro como serpientes, envolviéndome poco a poco y apretándome con sus anillos. Me parecía que exprimían todo el aire de mis pulmones y me estrechaban el corazón. Aparte de la culpa lacerante que recorría mi cuerpo como un veneno, me invadía un temor espantoso. ¿Seguiría en la Tierra cuando despertase? No lo sabía. Quería rezar, pero no podía. Estaba demasiado avergonzada, después de los pecados que había cometido, para hablar con Nuestro Padre. Sólo llevaba unas horas con mi secreto y ya me sentía deshecha.

Junto a la sensación de culpa y vergüenza, sin embargo, había una ira latente ante la conciencia de que mi destino no se hallaba en mis manos. Xavier me había inoculado esa idea. El futuro de mi relación con él sería decidido sin mi intervención, y lo peor de todo era que yo no sabía cuándo. Mi estancia en la Tierra no venía con una fecha de caducidad definida. ¿Y si ni siquiera tenía la oportunidad de despedirme de él? Aparté las mantas de una patada a pesar de que sentía un frío glacial. Empezaba a pensar que no podía concebir mi existencia sin la compañía de Xavier. No quería.

Horas más tarde seguía debatiéndome furiosamente con mis pensamientos. Nada había cambiado, salvo que tenía la almohada empapada de lágrimas. Me dormía con un sueño entrecortado. Me despertaba y me incorporaba de golpe, escrutando la oscuridad, como si intuyera una presencia que venía a imponerme un castigo. «Mía es la venganza; yo pagaré, dice el Señor». En un momento dado, vi al despertarme una figura encapuchada que supuse que venía a darme mi merecido, pero resultó que no era más que el abrigo colgado del perchero que había junto a la puerta. Después de semejante susto me daba miedo cerrar los ojos, como si hacerlo me volviera más vulnerable. Era algo irracional, desde luego. Yo sabía perfectamente que si venían a por mí, no importaría si estaba despierta o dormida. Me hallarían en cualquier caso totalmente indefensa.

Por la mañana, estaba hecha una piltrafa emocional. Cuando me lavé y me miré al espejo, me di cuenta de que, además, se me notaba. Tenía la cara mucho más blanca de lo normal y se me veían bajo los ojos unos cercos muy marcados. Ahora tenía toda la pinta de un ángel caído que ha perdido la Gracia.

Cuando bajé y me encontré la cocina vacía, comprendí en el acto que algo andaba mal. No recordaba ni una sola mañana en la que Gabriel no me hubiera recibido con el desayuno preparado. Le había dicho muchas veces que me lo podía preparar yo misma, pero él se empeñaba en seguir haciéndolo, como un padre abnegado, y decía que lo disfrutaba. Ahora, sin embargo, la mesa estaba vacía y la cocina desierta. Me dije que no podía ser más que una alteración sin importancia de la rutina. Fui a la nevera a servirme un zumo de naranja, pero me temblaban tanto las manos que derramé la mitad en la encimera. Limpié el estropicio con una toalla de papel, mientras trataba de ahuyentar el miedo que me atenazaba la garganta.

Sentí la presencia de Ivy y Gabriel antes de verlos o de oírlos entrar. Aparecieron los dos juntos en el umbral, unidos en una silenciosa condena, mirándome con rostros pétreos e inexpresivos. No me hizo falta que me lo dijeran con palabras. Lo sabían. ¿Era mi desasosiego lo que me había delatado? Debería haberme esperado su reacción, pero aun así me sentó como una bofetada. Durante largos minutos no pude pronunciar palabra. Quería correr y ocultar mi rostro en el pecho de Gabriel; suplicar su perdón, sentir sus brazos estrechándome. Pero sabía que allí no encontraría ningún consuelo. A pesar de la representación habitual de los ángeles como seres dotados de un amor y una compasión inagotables, yo no ignoraba que eran capaces de adoptar una actitud muy distinta: una actitud severa y despiadada. El perdón estaba reservado para los humanos. A estos siempre se les perdonaba. Teníamos tendencia a mirarlos como si fueran niños, a considerar que los «pobrecitos» no sabían hacerlo mejor. En mi caso, en cambio, las expectativas eran mucho más altas. Yo no era humana, sino uno de ellos, y no tenía excusa.

No se oía nada, salvo el goteo del grifo y mi respiración entrecortada. No podía soportar aquel silencio. Habría resultado más fácil si me hubieran atacado abiertamente, si me hubieran amonestado o expulsado. Cualquier cosa, en fin, menos aquel silencio ensordecedor.

—¡Ya sé lo que os debe parecer a vosotros, pero tenía que decírselo! —exploté.

La cara de Ivy estaba congelada en una mueca de horror, pero la de Gabriel parecía petrificada.

—Lo lamento —proseguí—. No puedo evitar sentir lo que siento por él. Significa muchísimo para mí.

Nadie respondió.

—Decid algo, por favor —supliqué—. ¿Qué va a suceder ahora? Nos van a ordenar que volvamos al Reino, ¿verdad? No volveré a verlo nunca más.

Rompí en un acceso de sollozos sin lágrimas y me agarré del borde de la encimera para sostenerme. Ninguno de mis hermanos hizo ademán de venir a consolarme. No los culpaba. Fue Gabriel quien rompió el silencio. Volvió sus acerados ojos grises hacia mí con una expresión llameante. Cuando habló al fin, lo hizo con un tono lleno de ira.

—¿Tienes idea de lo que has hecho? —dijo—. ¿Te das cuenta del peligro en el que nos has puesto a todos?

Su cólera iba en aumento, eso era evidente. Afuera, se levantó un viento furioso que sacudió los cristales. Un vaso se hizo añicos bruscamente sobre la encimera. Ivy le puso a Gabriel las manos en los hombros. Él pareció reaccionar y se dejó guiar hacia la mesa, donde se sentó dándome la espalda. Sus hombros subían y bajaban de modo desacompasado mientras procuraba dominarse. ¿Dónde había quedado ahora su paciencia inagotable?

—Por favor —dije en un susurro casi inaudible—. Ya sé que no es excusa, pero creo…

—No lo digas. —Ivy se volvió con una mirada de advertencia—. No digas que lo amas.

—¿Queréis que os mienta? —pregunté—. He intentado no sentirme así, de veras que lo he intentado, pero él no es como los demás humanos. Es diferente. Él… comprende.

—¿Comprende? —dijo Gabriel con una voz trémula muy alejada de su calma habitual. Siempre había creído que no había nada capaz de alterar su compostura—. Sólo un puñado de mortales a lo largo de la historia ha estado cerca de comprender lo divino. ¿Insinúas que tu amigo del colegio es uno de ellos?

Di un paso atrás. Nunca le había oído hablar en aquel tono.

—¿Qué voy a hacerle? —musité, mientras las lágrimas rodaban por mis mejillas—. Estoy enamorada de él.

—Tal vez, pero tu amor es inútil —dijo Gabriel sin la menor comprensión—. Tú tienes el deber de mostrar amor y compasión a la humanidad entera y tu vínculo exclusivo con ese chico es un error. Pertenecéis a mundos distintos. Es imposible. Has puesto en peligro tu propia vida y también la suya.

—¿La suya? —repetí, llena de pánico—. ¿Qué quieres decir?

—Cálmate, Gabriel —dijo Ivy, agarrándolo del hombro—. El problema ya ha surgido y ahora hemos de ocuparnos de él.

—¡Necesito saber qué va a pasar! —grité—. ¿Nos ordenarán que volvamos al Reino? Por favor, tengo derecho a saberlo.

Me horrorizaba que me vieran en aquel estado, tan desesperada y fuera de mí, pero de una cosa estaba segura: si quería impedir que todo mi mundo se viniera abajo, debía conservar a Xavier.

—Yo diría que has perdido todos tus derechos. Ahora sólo se puede hacer una cosa —dijo Gabriel.

—¿Qué? —pregunté, tratando de no sonar histérica.

—Debo hablar con el Cónclave.

Sabía que se refería al círculo de arcángeles que se convocaba únicamente para intervenir en las situaciones extremas. Eran los más sabios, los más poderosos de su casta, sólo por debajo de Nuestro Creador. Evidentemente, Gabriel se sentía necesitado de ayuda.

—¿Les explicarás cómo ha sucedido? —le pregunté.

—No hará falta —replicó—. Ya lo sabrán.

—¿Qué sucederá entonces?

—Ellos darán su veredicto y nosotros obedeceremos.

Y sin más, abandonó la cocina. Al cabo de unos instantes, oímos que salía por la puerta principal.

La espera resultó atroz. Ivy preparó unas tazas de manzanilla y se sentó conmigo en la sala, aunque daba la impresión de que había descendido una nube oscura entre nosotras. Estábamos en la misma habitación, pero nos separaba un abismo. Phantom también parecía inquieto; percibía que las cosas iban mal y enterró su hocico en mi regazo. Traté de quitarme de la cabeza la idea de que, según cual fuese el veredicto, tampoco a él volvería a verlo.

No sabíamos a dónde había ido Gabriel, pero Ivy dijo que seguramente se trataría de algún lugar desierto y desolado donde poder comunicarse con los arcángeles sin interferencias humanas. Venía a ser como conectarse a Internet por satélite: tenías que encontrar el sitio adecuado para establecer la conexión y, cuantos menos humanos a la vista, mejor captabas la señal. Gabriel necesitaba un sitio para meditar a sus anchas y comunicarse con las fuerzas del universo.

Yo no sabía gran cosa de los otros seis integrantes del coro angélico de Gabriel; sólo conocía sus nombres y su fama. Me pregunté si alguno se mostraría comprensivo con mi caso.

Miguel era el líder del coro. Era un Príncipe de la Luz, un ángel de la virtud, la honestidad y la salvación. A diferencia de los demás, Miguel era el único que ejercía como Ángel de la Muerte. Rafael era conocido como la Medicina de Dios, porque era un sanador y tenía la misión de supervisar el bienestar físico de sus protegidos en la Tierra. Estaba considerado como el más afectuoso de los arcángeles. Uriel recibía el nombre de Fuego del Señor, pues era el ángel del castigo y había sido uno de los encargados de asolar Sodoma y Gomorra. Raguel tenía como misión vigilar a los demás miembros del coro y asegurarse de que se comportaban de acuerdo con las leyes del Señor. Zeraquiel, ángel del sol, mantenía una constante vigilancia del Cielo y la Tierra. El papel de Remiel era el de supervisar las visiones divinas de los elegidos en la Tierra. También tenía el deber de conducir las almas al juicio cuando llegaba su hora.

Y por supuesto, estaba Gabriel. A él se le conocía como el Héroe de Dios y como guerrero principal del Reino, y decían que se sentaba a la izquierda del Padre. Pero así como los otros arcángeles eran más distantes, yo a él lo consideraba un hermano, un protector y un amigo. Recordé un dicho humano sobre el poder de los lazos de sangre. Eso era lo que sentía respecto a Gabe e Ivy, que formábamos parte del mismo espíritu. Esperaba no haber destruido ese lazo por un descuido.

—¿Qué crees que dirán? —le pregunté a Ivy por quinta vez. Ella soltó un profundo suspiro.

—La verdad es que no lo sé, Bethany —contestó con voz remota—. Nos dieron instrucciones bien claras de que no quedáramos al descubierto. Nadie esperaba que esa norma fuera transgredida y, por tanto, ni siquiera se habló de las consecuencias.

—Debes odiarme —murmuré.

Ella me miró.

—No puedo decir que comprenda en qué estabas pensando —repuso—, pero sigues siendo mi hermana.

—Ya sé que no puedo justificar lo que he hecho.

—Tu encarnación es muy distinta de la nuestra. Tú sientes las cosas apasionadamente. Para nosotros, Xavier es como cualquier otro humano; para ti, representa algo totalmente distinto.

—Para mí lo es todo.

—Eso es una temeridad.

—Lo sé.

—Convertir a alguien en el centro de tu mundo no puede conducir sino al desastre. Hay demasiados factores que se escapan de tus manos.

—Lo sé —repetí con un suspiro.

—¿Hay alguna posibilidad de que puedas retractarte y reprimir tus sentimientos? —me preguntó Ivy—. ¿O es impensable?

Meneé la cabeza.

—Ya es demasiado tarde.

—Me esperaba tu respuesta.

—¿Por qué soy tan diferente? —le pregunté al cabo de un rato—. ¿Por qué tengo estos sentimientos? Tú y Gabe controláis lo que sentís. Yo… es como si no tuviera el menor control.

—Eres joven —dijo Ivy lentamente.

—No es eso. —Me retorcí las manos—. Ha de haber algo más.

—Sí —asintió mi hermana—. Eres más humana que ningún otro ángel que yo haya conocido. Te has identificado profundamente con la vida terrenal. Tu hermano y yo añoramos nuestro hogar, y esto nos resulta ajeno. Tú, en cambio, encajas aquí a la perfección. Como si este hubiera sido siempre tu lugar.

—¿Por qué? —pregunté.

Mi hermana meneó la cabeza.

—No lo sé.

Por un instante capté un deje melancólico en su mirada y me pregunté si, en algún rincón recóndito de su mente, no desearía comprender mi absorbente amor por Xavier. Pero la expresión se desvaneció de inmediato.

—¿Crees que Gabriel llegará a perdonarme?

—Nuestro hermano se encuentra en un plano de la existencia distinto —me explicó Ivy—. Está menos habituado a los errores y tiene la sensación de que tus fallos son suyos en última instancia. Él vivirá todo esto como un fracaso suyo, no tuyo. ¿Entiendes?

Asentí y no me molesté en hacerle más preguntas. Ya sólo nos quedaba esperar y eso podíamos hacerlo en silencio.

Los segundos pasaban despacio y los minutos se estiraban y parecían horas. Mis temores crecían y se atenuaban a intervalos, como las olas del mar. Sabía que si volvía al Reino estaría de nuevo con mis hermanas y hermanos, pero también completamente sola, con el resto de la eternidad para suspirar por lo que había tenido en la Tierra. Eso suponiendo que me permitieran regresar al Reino. Nuestro Creador, aunque misericordioso y lleno de amor, reaccionaba mal ante los desafíos. Existía la posibilidad de que fuese excomulgada. No quería ni imaginarme cómo debía ser el Infierno, había oído algunas historias y me bastaba con eso. A los pecadores, según las leyendas, los colgaban de los párpados, los quemaban y torturaban, los hacían pedazos y volvían a remendarlos. Decían que el lugar apestaba a carne quemada y pelo chamuscado y que había ríos de sangre. Naturalmente, no me creía nada de todo aquello, pero sólo de pensarlo me daban escalofríos.

Me constaba que mucha gente en la Tierra no creía que existiera un sitio como el Infierno. No sabían lo equivocados que estaban. Los ángeles como yo no tenían ni idea de cómo era, pero de una cosa estaba segura: que no quería descubrirlo por mí misma. Un arcángel como Gabriel debía de saber mucho más sobre el reino oscuro, pero tenía terminantemente prohibido hablar de ello.

Di un respingo al oír la puerta y el corazón empezó a retumbarme bajo las costillas. Un instante después, Gabriel se plantó ante nosotras con los brazos cruzados y una expresión agobiada, pero tan inescrutable como de costumbre, por lo demás. Ivy se levantó y se puso a su lado, aunque sin el menor entusiasmo por escuchar el veredicto.

—¿Qué han decidido? —estallé, incapaz de soportar el suspense.

—El Cónclave lamenta haber recomendado a Bethany para la misión —dijo Gabriel con los ojos fijos en mí—. Esperaba más de un ángel de su categoría.

Empecé a temblar. «Ya está —pensé—; se acabó». Volvía al lugar del que procedía. Se me pasó por la cabeza intentar escapar, pero sabía de sobras que era inútil. No había un solo rincón de la Tierra donde pudiera esconderme. Me levanté, hice una reverencia y me dirigí a las escaleras.

Gabriel entornó los párpados.

—¿Se puede saber a dónde vas?

—A hacer los preparativos para irme —respondí, armándome de valor para mirarle a los ojos.

—¿Irte?, ¿adónde?

—A casa.

—Tú no te vas a casa, Bethany. Ninguno de nosotros —dijo—. No me has dejado terminar. Tus acciones han provocado una gran decepción, pero la propuesta del Cónclave para que se pusiera fin a tu misión ha sido denegada.

Me dio un vuelco el corazón.

—¿Por quién?

—Por un poder superior.

Me aferré con uñas y dientes a aquella brizna de esperanza.

—¿Me estás diciendo que nos quedamos?, ¿que no me envían de vuelta?

—Por lo visto, se han invertido demasiados esfuerzos en esta misión como para echarlo todo por la borda simplemente por un contratiempo menor. En consecuencia, la respuesta es sí, nos quedamos.

—¿Y Xavier? —pregunté—. ¿Tengo permiso para verle?

Gabriel pareció irritado, como si la decisión que se había tomado respecto a ese punto fuese del todo intrascendente.

—Se te permite seguir viendo al chico mientras permanezcamos aquí. Puesto que ya conoce nuestra identidad, impedirte que lo vieras sería más perjudicial que otra cosa.

—¡Oh, gracias! —empecé, pero Gabriel me interrumpió.

—No tienes que dármelas, la decisión no ha sido mía.

Nos quedamos los tres sumidos en un doloroso silencio que se prolongó varios minutos, hasta que yo me atreví a romperlo.

—Por favor, Gabriel, no sigas enfadado conmigo. En realidad, tienes todo el derecho a estarlo, pero al menos comprende que no lo he hecho adrede.

—No me interesa escucharte, Bethany. Ya tienes a tu novio, date por satisfecha.

Y me dio la espalda. Enseguida noté, reconfortada, que Ivy me ponía las manos en los hombros. Mi estado de ánimo pasó en un instante de la sensación de catástrofe a las rutinas de la vida cotidiana. Lo cual confirmaba que nos quedábamos con más contundencia que nada de lo que Gabriel pudiese decir.

—He de ir al supermercado —dijo Ivy—. No me vendría mal algo de ayuda.

Miré a Gabriel, esperando su aprobación.

—Ve con ella y échale una mano —dijo con tono más agradable, mientras terminaba de madurar en su cabeza una idea—. Esta noche seremos cuatro.

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