16

Lazos familiares

El anuncio de que Xavier iba a tener el honor de ser nuestro primer invitado a cenar despertó mis suspicacias. No pude evitar preguntarme cuál sería el motivo oculto tras aquella invitación. Hasta ahora, la actitud de Gabriel respecto a Xavier había oscilado entre el desdén y la indiferencia.

—¿Por qué vas a invitarlo? —le pregunté.

—¿Y por qué no? —replicó—. Ahora ya sabe quiénes somos, así que no veo qué mal podría hacer. Además, hay ciertas normas básicas que debemos establecer.

—¿Como por ejemplo?

—La importancia de la confidencialidad, para empezar.

—No conoces a Xavier. Es tan capaz de irse de la lengua como yo —le dije. Capté la ironía que encerraban mis palabras en cuanto las pronuncié.

—Lo cual no sirve para inspirar mucha confianza, ¿no te parece? —comentó.

—No te preocupes, Bethany, sólo queremos conocerlo —me dijo Ivy, dándome una palmadita maternal. Luego miró a Gabriel con toda la intención—. Nos conviene que se sienta cómodo. Si vamos a confiar en él, tiene que poder confiar en nosotros.

—¿Y si está ocupado esta noche? —objeté.

—No lo sabremos si no se lo preguntas —replicó Gabriel.

—Ni siquiera conservo su número.

Gabriel fue al armario del pasillo, volvió con una gruesa guía telefónica y la tiró sin contemplaciones sobre la mesa.

—Seguro que figura ahí —dijo con irritación.

Era evidente que no iba a dejarse disuadir, así que no discutí más y salí a regañadientes para hacer la llamada. El único gesto de protesta que me permití fue subir los peldaños tan ruidosamente como pude. Nunca había llamado a casa de Xavier y respondió una voz desconocida.

—Hola, habla Claire.

Una voz llena de aplomo y de educación. Yo había acariciado secretamente la esperanza de que no atendiera nadie. Me daba la impresión de que si algo podía echar para atrás a Xavier era una velada con mi extravagante familia. Consideré la posibilidad de colgar y decirle a Gabriel que no conseguía comunicarme, pero me daba cuenta de que era poco práctica: adivinaría que le estaba mintiendo y me obligaría a llamar de nuevo. O peor aún: se empeñaría en llamar él mismo.

—Hola, soy Bethany Church —dije con una vocecita tan tímida que apenas reconocí—. ¿Podría hablar con Xavier?

—Claro —respondió la chica—. Voy a buscarlo. —Oí cómo dejaba el auricular y luego su voz resonando por la casa—. ¡Xavier, al teléfono! —Me llegaron unos ruidos amortiguados y voces de niños riñendo. Finalmente, oí unos pasos y la voz soñolienta de Xavier reverberó en el auricular.

—Hola, soy Xavier.

—Hola, soy yo.

—Hola, yo. —Alzó un poco la voz—. ¿Va todo bien?

—Bueno, depende de cómo lo mires —respondí.

—¿Qué ha pasado? —Ahora sonaba muy serio.

—Mi familia sabe que lo sabes. Ni siquiera he tenido que decírselo yo.

—Jo, qué rapidez. ¿Cómo se lo han tomado?

—No muy bien —reconocí—. Pero después Gabriel se ha reunido con el Cónclave y…

—Perdón… ¿con qué?

—Es un consejo de autoridades. Demasiado complicado para explicártelo ahora mismo, pero se le consulta siempre que las cosas, hum, se desvían de su curso.

—Ya… ¿y cuál ha sido el resultado?

—Bueno… nada.

—¿Qué significa «nada»?

—Han dicho que por ahora las cosas pueden quedarse como están.

—¿Y lo nuestro? ¿Qué pasa con eso?

—Al parecer, estoy autorizada a seguir viéndote.

—Ah, entonces son buenas noticias, ¿no?

—Creo que sí, pero no estoy segura. Escucha, Gabriel actúa de un modo extraño: quiere que vengas esta noche a cenar.

—Bueno, suena bien.

Permanecí en silencio, sin compartir su optimismo.

—Tranquila, me las arreglaré.

—No estoy tan segura de que yo pueda.

—Lo superaremos juntos —me dijo Xavier—. ¿A qué hora quieres que vaya?

—¿A las siete está bien?

—Sin problemas. Nos vemos entonces.

—Xavier… —musité, mordiéndome una uña—. Estoy preocupada. Esto va a ser como la prueba de fuego. ¿Qué pasa si sale mal? ¿Y si tiene malas noticias para nosotros? ¿Tú crees que serán malas?

—No, no lo creo. Y deja de ponerte nerviosa. Por favor. Hazlo por mí.

—Vale. Perdona. Es que toda nuestra relación parece pender de un hilo, y hasta ahora han sido clementes, sí, pero esta cena podría ser decisiva, y no entiendo por qué Gabe…

—Ay, madre —gimió Xavier—. ¿Has visto lo que has conseguido? Ahora me estoy poniendo nervioso yo.

—Ni se te ocurra. ¡Tú eres el tranquilo!

Se echó a reír y me di cuenta de que había simulado su nerviosismo para convencerme. No estaba nada preocupado.

—Tú relájate. Ve a bañarte o tómate una copa de coñac.

—Vale.

—Lo segundo iba en broma. Los dos sabemos que no aguantas las bebidas fuertes.

—Te veo muy tranquilo.

—Porque lo estoy. Beth. ¿La serenidad no debería ser, bueno, cosa tuya? Te preocupas demasiado. En serio, irá todo bien. Incluso me arreglaré para impresionarles.

—No, ¡ven como vas siempre! —grité, pero él ya había colgado.

Se presentó a la hora en punto, con un traje gris claro a rayas y una corbata roja de seda. Algo había hecho con su pelo para que no le bailara todo el rato ni le cayera sobre la cara. Traía bajo el brazo un ramo de rosas amarillas de tallo largo, envuelto en celofán verde y atado con rafia. Tuve que mirarlo dos veces cuando abrí la puerta. Él sonrió al ver mi cara.

—¿Me he pasado? —preguntó.

—¡No, estás impresionante! —le dije, complacida por el esfuerzo que había hecho. Pero enseguida se me nubló la expresión.

—¿Por qué pareces tan aterrorizada entonces? —Me hizo un guiño, lleno de confianza—. Los voy a encandilar.

—Sobre todo no hagas bromas. No las captan.

Me había entrado canguelo y me temblaban las rodillas.

—Está bien, nada de bromas. ¿He de ofrecerme para bendecir la mesa?

No tuve más remedio que reírme, no pude evitarlo.

Aunque yo tenía que ejercer de anfitriona y hacerlo pasar a la sala de estar, nos entretuvimos en la puerta como conspiradores. No sabía lo que iba a depararnos la velada y, por instinto, me inclinaba a postergar el comienzo todo lo posible. Además, yo sólo sentía en aquel momento que Xavier era mío y que nos teníamos el uno al otro; lo demás no importaba. A lo mejor se había engalanado más de la cuenta para una cena improvisada, pero lo cierto era que tenía un aspecto muy llamativo con sus hombros musculosos, sus insondables ojos azules y todo el pelo echado hacia atrás. Era mi héroe de cuento de hadas. Y como correspondía con semejante héroe, yo sabía sin lugar a dudas que no se daría a la fuga si las cosas se ponían feas. Xavier se mantendría firme, y cualquier decisión que tomara se basaría en su propio criterio. Al menos con eso podía contar.

Ivy adoptó el papel de anfitriona con toda naturalidad. Le encantaron las flores y se pasó toda la cena dándole conversación a Xavier y haciendo lo posible para que se sintiera a gusto. La severidad no acababa de cuadrar con su carácter y el corazón se le ablandaba en cuanto llegaba a la conclusión de que una persona era sincera. La sinceridad de Xavier era auténtica; y había sido eso justamente lo que le había granjeado su popularidad y proporcionado el puesto de delegado del colegio. Gabriel, por su parte, lo observaba con recelo.

Mi hermana se había esforzado de veras con el menú. Había preparado una sopa aromática de patata y puerros, seguida de trucha al horno y de una bandeja de verduras asadas. Yo sabía que había crema catalana de postre, porque había visto las tarrinas en la nevera. Ivy incluso había enviado a Gabe a comprar un soplete de cocina para caramelizar la capa de azúcar de encima. Y por si fuera poco, había puesto la mesa con todos los objetos de plata y la vajilla de porcelana. Había vino en un escanciador —un vino con sabor a bayas— y agua mineral con gas en una jarra de vidrio.

Las velas iluminaban nuestros rostros con su cálido resplandor. Al principio comíamos en silencio y la tensión era palpable. Ivy oscilaba con la mirada de Xavier a mí y sonreía demasiado, mientras que Gabriel se ensañaba furiosamente con la comida, como si las patatas que tenía en el plato fuesen la cabeza de Xavier.

—Una cena estupenda —dijo al final Xavier, aflojándose la corbata y con las mejillas encendidas por el vino.

—Gracias. —Ivy le dedicó una sonrisa radiante—. No estaba segura de si te gustaría.

—No soy muy complicado en cuestión de gustos, pero esto era superior —dijo, ganándose otra sonrisa.

Por mi parte, yo seguía tratando de descifrar el objetivo de aquella cena tan poco ortodoxa. Gabriel sin duda se proponía algo más que alternar socialmente. ¿Estaba tratando de captar la personalidad de Xavier? ¿Acaso no se fiaba de él? No acababa de verlo claro, y Gabriel, aparte de un par de comentarios, apenas nos había dirigido la palabra.

Al final, hasta la pobre Ivy se quedó sin recursos y la conversación se extinguió del todo. Atisbé a Xavier mirando fijamente su plato, como si las verduras que se había dejado fueran a revelarle los misterios del universo. Intenté darle un toque a Ivy con el pie por debajo de la mesa, para que siguiera animando la charla, pero le di sin querer a Xavier en la espinilla. Él se sobresaltó y dio un respingo en su silla, y poco le faltó para derramar su copa de vino. Retiré el pie con una sonrisita contrita y me quedé inmóvil.

—Y dime, Xavier —preguntó Ivy, dejando el tenedor, aunque todavía tenía el plato lleno—, ¿qué clase de cosas te interesan?

Él tragó saliva, incómodo.

—Hmm… bueno, lo típico. —Carraspeó—. Los deportes, el colegio, la música…

—¿Qué deportes practicas? —preguntó Ivy, con un interés más bien exagerado.

—Waterpolo, rugby, béisbol, fútbol —recitó Xavier de un tirón.

—Es muy bueno —añadí, servicial—. Deberías verlo jugar. Es el capitán del equipo de waterpolo. Y también es el delegado del colegio… aunque eso ya lo sabes.

Ivy decidió cambiar de tema.

—¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí, en Venus Cove?

—Toda mi vida. No he vivido en ningún otro sitio.

—¿Tienes hermanos?

—Somos seis en total.

—Me imagino que debe de ser divertido formar parte de una gran familia.

—A veces —asintió Xavier—. Otras, es sólo ruidoso. Nunca dispones de mucha privacidad.

Gabriel eligió aquel momento para interrumpir con muy poco tacto.

—Hablando de privacidad, creo que has hecho hace poco un interesante descubrimiento…

—Interesante no es la palabra que yo usaría —repuso Xavier, a quien aquella pregunta repentina no le había pillado para nada con la guardia baja.

—¿Qué palabra emplearías?

—Pues… algo así como alucinante.

—Más allá de como quieras describirlo, hemos de dejar claras algunas cosas.

—No pienso contárselo a nadie, si es eso lo que le inquieta —contestó Xavier en el acto—. Deseo proteger a Beth tanto como usted.

—Bethany tiene una elevada opinión de ti —dijo Gabriel—. Espero que su afecto no sea inmerecido.

—Sólo puedo decir que Beth es muy importante para mí y que me propongo cuidar de ella.

—En el lugar de donde venimos, la gente no es juzgada por sus palabras —afirmó Gabriel.

Xavier se quedó tan pancho.

—Entonces tendrá que esperar y juzgarme por mis actos.

Aunque Gabriel no hizo ningún intento de aligerar la tensión, advertí por su mirada que le había sorprendido el aplomo de Xavier. No se había dejado intimidar y su mejor armadura era su franqueza. Cualquiera podía apreciar que Xavier se guiaba por su propia ética, cosa que tenía que inspirarle admiración incluso a Gabe.

—Ya ve, tenemos una cosa vital en común —prosiguió Xavier—. Los dos amamos a Beth.

Un espeso silencio se adueñó del comedor. Ni Gabriel ni Ivy se esperaban una declaración semejante y se quedaron pasmados. Quizás habían subestimado para sus adentros la intensidad de los sentimientos de Xavier por mí. Ni siquiera yo misma podía creer que hubiera dicho aquellas palabras en voz alta. Hice un esfuerzo para mantener la compostura y seguir comiendo en silencio, pero no pude evitar que se me iluminara la cara con una sonrisa y alargué el brazo hasta el otro lado de la mesa para estrecharle a Xavier la mano. Gabriel miró para otro lado con toda intención, pero yo todavía se la estreché con más fuerza. El verbo «amar» reverberaba en mi cerebro, como si alguien lo hubiera conjugado a gritos por un altavoz. Él me amaba. A Xavier Woods le tenía sin cuidado que fuese pálida como un fantasma, que apenas comprendiera cómo funcionaba el mundo y que tuviese tendencia a soltar plumas blancas. Aun así me quería. Me amaba. Me sentí tan feliz que, si Xavier no me hubiera tenido sujeta de la mano, habría empezado a flotar por los aires.

—En ese caso, podemos pasar rápidamente al segundo punto de la noche —dijo Gabriel, ahora inesperadamente incómodo—. Bethany tiende a meterse en situaciones complicadas y en este momento sólo nos tiene a nosotros para cuidar de ella.

Me irritaba aquel modo de hablar de mí en tercera persona, como si no estuviera presente, pero me pareció que no era el momento adecuado para interrumpir.

—Si vas a pasar mucho tiempo a su lado —continuó—, debemos asegurarnos de que puedes protegerla.

—¿Es que no lo ha demostrado ya? —pregunté, perdiendo ya la paciencia. Estaba decidida a darle fin a aquel suplicio—. Fue él quien me rescató de la fiesta de Molly, y nunca ha pasado nada malo mientras estaba a su lado.

—Bethany no conoce cómo funciona el mundo —dijo Gabriel, como si no me hubiera oído—. Aún tiene mucho que aprender y eso la vuelve particularmente vulnerable.

—¿Hace falta que hables de mí como si fuera un bebé? —le solté.

—Tengo mucha experiencia cuidando bebés —bromeó Xavier—. Puedo traer mi currículum, si quiere.

Ivy tuvo que taparse con la servilleta para ocultar su sonrisa; en el rostro de Gabriel, en cambio, no percibí ni el más mínimo cambio de expresión.

—¿Estás seguro de que sabes dónde te estás metiendo? —le preguntó Ivy, mirándolo fijamente.

—No —reconoció—. Pero estoy dispuesto a descubrirlo.

—No podrás volverte atrás una vez que nos hayas prometido lealtad.

—No vamos a ninguna guerra —mascullé. Nadie me hizo caso.

—Lo comprendo —dijo Xavier, sosteniéndole la mirada a Ivy.

—No lo creo —murmuró Gabriel—. Pero ya lo comprenderás.

—¿Hay algo más que considere que debo saber? —le preguntó Xavier.

—Todo a su debido tiempo —respondió mi hermano.

Al fin me encontré a solas con Xavier. Aguardaba sentado en el borde de la bañera mientras yo me cepillaba los dientes, cosa que me había acostumbrado a hacer después de cada comida.

—No ha sido tan terrible. —Xavier se recostó contra la pared—. Me temía que fuese peor.

—¿Me estás diciendo que no han conseguido ahuyentarte?

—Qué va —dijo, despreocupado—. Tu hermano es algo vehemente, pero las dotes culinarias de tu hermana lo compensan.

Me eché a reír.

—No te preocupes por Gabe. Siempre es así.

—No me preocupa. Me recuerda un poco a mi madre.

—No se te ocurra decírselo a él. —Me entró una risita tonta.

—Creía que no usabas maquillaje —dijo Xavier, tomando un lápiz de ojos del estante.

—Me lo compré por complacer a Molly —dije, buscando el elixir bucal—. Me ha convertido en una especie de proyecto personal.

—¿En serio? Bueno, a mí me gustas tal cual.

—Gracias. Pero yo creo que a ti no te iría mal un toquecito. Blandí el lápiz hacia él, sonriendo.

—No, ni se te ocurra. —Se agachó—. Ni hablar.

—¿Por qué no? —dije, poniendo morros.

—Porque soy un hombre. Y los hombres no llevan maquillaje a menos que sean del rollo emo o toquen en un grupo.

Porfa —insistí.

Capté un destello en sus ojos azules.

—Vale…

—¿En serio? —dije, entusiasmada.

—¡No! No soy tan fácil de convencer.

—Muy bien. —Hice otro mohín—. Pues entonces voy a hacer que huelas como una chica…

Antes de que pudiera detenerme, agarré el frasco de perfume y le rocié el pecho. Él se husmeó la camisa con curiosidad.

—Afrutado —concluyó—, con un punto de almizcle.

Me desternillé de risa.

—¡Eres absurdo!

—Quieres decir irresistible —dijo Xavier.

—Sí —asentí—, absurdamente irresistible.

Me incliné para besarlo y justo entonces llamaron a la puerta. Ivy asomó la cabeza, y Xavier y yo nos apartamos de golpe.

—Me envía tu hermano para controlar —dijo, arqueando una ceja—. Para asegurarme de que no os proponéis nada malo.

—En realidad —empecé, indignada—, estábamos…

—A punto de salir —me cortó Xavier. Abrí la boca para discutir, pero él me lanzó una mirada tajante—. Es su casa, jugamos con sus reglas —murmuró.

Mientras me arrastraba fuera, advertí que Ivy lo miraba con renovado respeto.

Nos sentamos en el columpio del jardín, rodeándonos el uno al otro con el brazo. Xavier se soltó un momento para subirse las mangas de la camisa y luego arrojó entre la hierba la deshilachada pelota de tenis de Phantom. Este la recogía en un periquete, pero luego se resistía a soltarla, así que había que arrancarle de los dientes la pelota empapada de babas. Xavier se echó hacia atrás para lanzársela y se limpió la mano con las hierbas. Yo aspiraba su fresca y limpia fragancia. No podía dejar de pensar que habíamos salido prácticamente ilesos de la primera prueba. Xavier había cumplido su palabra y no se había dejado intimidar; al contrario, se había mantenido firme con una convicción inquebrantable. No sólo lo admiraba más que nunca, sino que disfrutaba del hecho de que estuviera en casa y, por si fuera poco, como invitado, no como un intruso.

—Me pasaría la noche aquí —murmuré, con los labios pegados a su camisa.

—¿Sabes lo que resulta más extraño? —me dijo.

—¿Qué?

—Lo normal que parece todo.

Enrolló en sus dedos un mechón de mi pelo y yo vi, reflejadas en su gesto, nuestras vidas entrelazadas.

—Ivy se hacía la dramática cuando ha dicho que no hay marcha atrás —le dije.

—No importa, Beth. No quiero que mi vida vuelva a ser como antes de conocerte. Creía tenerlo todo, pero en realidad me faltaba algo. Ahora me siento una persona completamente distinta. Quizá suene trillado, pero me siento como si hubiera estado dormido mucho tiempo y acabara de despertarme… —Hizo una pausa—. No puedo creer que haya dicho una cosa así. ¿Qué estás haciendo conmigo?

—Te estoy convirtiendo en un poeta —me mofé.

—¿A mí? —refunfuñó, fingiendo indignación—. La poesía es cosa de chicas.

—Has estado estupendo durante la cena. Me siento orgullosa de cómo te has portado.

—Gracias. ¿Quién sabe?, quizás en unas cuantas décadas llegue a caerles bien a tus hermanos.

—Ojalá tuviéramos tanto tiempo —suspiré, y en el acto me arrepentí de haberlo dicho. Se me había escapado sin querer. Me habría abofeteado a mí misma por estúpida. ¡Qué manera tan infalible de arruinar el momento!

Xavier se quedó tan callado que me pregunté si me habría oído siquiera. Noté sus dedos cálidos en la barbilla. Me alzó la cara y nos miramos directamente a los ojos. Entonces se acercó y me besó suavemente. El dulce sabor de sus labios permaneció en los míos cuando se apartó. Se inclinó y me susurró al oído:

—Encontraremos una salida. Te lo prometo.

—Tú no puedes saberlo —le dije—. Esto es diferente…

—Beth —dijo, poniéndome un dedo en los labios—. Yo no rompo mis promesas.

—Pero…

—Sin peros… Tú confía en mí.

Después de que Xavier se marchara, nadie parecía tener ganas de irse a la cama, a pesar de que ya eran más de las doce. Gabriel padecía insomnio, eso ya lo sabíamos; no era infrecuente que él o Ivy se quedaran levantados hasta bien entrada la madrugada. Pero esta vez los tres estábamos desvelados. Ivy nos ofreció tomar algo caliente y ya estaba sacando la leche de la nevera cuando Gabriel la detuvo.

—Se me ocurre algo mejor —dijo—. Creo que nos conviene relajarnos a los tres. Nos lo merecemos.

Ivy y yo adivinamos en el acto a qué se refería y ni siquiera tratamos de disimular nuestro entusiasmo.

—¿Ahora, quieres decir? —preguntó Ivy, sujetando el cartón de leche, que no se le había escurrido de las manos por poco.

—Claro, ahora mismo. Pero hemos de darnos prisa; amanecerá dentro de pocas horas.

Ivy soltó un chillido.

—Danos un momento para cambiarnos. Enseguida bajamos.

Tampoco yo podía contener la impaciencia. Aquella iba a ser la manera perfecta de desahogar la euforia que sentía por el giro que habían tomado las cosas. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había tenido la oportunidad de estirar las alas de verdad. Mi pequeña demostración en el acantilado ante Xavier apenas podía considerarse un ejercicio. Si para algo había servido, si acaso, había sido para darme más ganas y recordarme lo rígidas y agarrotadas que las tenía. Había intentado desplegarlas y flotar un poco por mi habitación con las cortinas corridas, pero no había hecho más que chocar con el ventilador del techo y golpearme las piernas con los muebles. Mientras me cambiaba y me ponía una camiseta holgada, sentí una descarga de adrenalina por todo el cuerpo. Realmente iba a disfrutar aquel vuelo nocturno. Bajé corriendo y los tres nos deslizamos en silencio por el jardín hacia el jeep negro aparcado en el garaje.

Era una experiencia muy distinta circular por la carretera de la costa de madrugada. El aire estaba impregnado de la fragancia de los pinos. El mar parecía casi sólido, como un manto de terciopelo tendido sobre la Tierra. Todas las persianas estaban cerradas y las calles se veían completamente vacías, como si la gente hubiera hecho de pronto las maletas y hubiera evacuado la zona. El pueblo, cuando lo atravesamos en silencio, también parecía desierto. Nunca lo había visto dormido. Estaba acostumbrada a ver gente por todas partes: circulando en bicicleta, comiendo patatas fritas en el muelle, dejándose adornar el pelo con cuentas de colores o comprándole bisutería a la artista local que montaba su tenderete en la acera casi todos los fines de semana. Pero a aquella hora todo permanecía tan inmóvil que me daba la sensación de que éramos los únicos seres vivos en el mundo. Pese a las historias siniestras que la gente solía asociar con la madrugada, aquel era el mejor momento para conectar con las fuerzas celestiales.

Gabriel condujo durante una hora por una carretera recta y luego se metió por una pista accidentada, flanqueada de matorrales, que ascendía hacia lo alto en zigzag. Sabía dónde estábamos. Gabriel había tomado la ruta de la Montaña Blanca, así llamada porque la cima solía estar cubierta de nieve a pesar de encontrarse tan cerca de la costa. Desde Venus Cove se divisaba la silueta de la montaña como si fuera un monolito gris pálido que se alzara sobre un cielo tachonado de estrellas.

Había niebla y se volvía más y más espesa a medida que subíamos. Cuando ya no pudo distinguir bien la carretera, Gabriel aparcó y nos bajamos. Estábamos en mitad de una pista estrecha y sinuosa que seguía ascendiendo por la ladera; nos rodeaban a ambos lados, como centinelas, unos enormes abetos que apenas nos dejaban ver el cielo. Veíamos relucir las gotas de rocío en las copas de los árboles, y nuestro aliento se condensaba en contacto con el aire gélido. Una capa de hojarasca y corteza amortiguaba nuestros pasos; las ramas cubiertas de musgo y los helechos nos rozaban la cara. Nos alejamos de la carretera y nos adentramos en el bosque. Los rayos de la luna se abrían paso en algunos puntos entre la fronda, iluminando nuestro camino. Los árboles parecían susurrarse unos a otros y nos llegaba el crujido amortiguado de pequeñas pezuñas. A pesar de la oscuridad, ninguno de nosotros tenía miedo. Sabíamos que aquel era un paraje muy apartado. Nadie iba a encontrarnos allí.

Ivy fue la primera en despojarse de la chaqueta para hacer lo que todos deseábamos. Se irguió ante nosotros con la espalda bien recta y la cabeza hacia atrás, de manera que su pálida melena le cayera junto a la cara y sobre los hombros como un nimbo dorado. Todo su cuerpo resplandecía a la luz de la luna y su figura escultural parecía de un mármol blanco y sin tacha. Sus miembros se perfilaban con curvas prolongadas y elegantes, como un árbol joven.

—Nos vemos ahí arriba —dijo, tan excitada como una cría.

Cerró los ojos un instante, inspiró hondo y se alejó corriendo. Se deslizó ágilmente entre los árboles, rozando apenas el suelo con los pies, y tomó velocidad hasta que su imagen se volvió casi borrosa. Y súbitamente se elevó por los aires con impresionante destreza, con la misma facilidad con la que un cisne emprende el vuelo. Sus alas, esbeltas pero poderosas, atravesaron la camiseta holgada que llevaba y se alzaron hacia el cielo como si fueran criaturas vivientes. Aunque parecieran tan sólidas en reposo, brillaban como una capa de raso cuando se encontraban en vuelo.

Eché a correr y sentí que mis propias alas empezaban a agitarse y que desgarraban su prisión de tela. Una vez liberadas, aceleraron sus movimientos y, un instante más tarde, me alcé por los aires para reunirme con Ivy. Volamos un rato de modo sincronizado, ascendiendo poco a poco y lanzándonos bruscamente en picado. Luego fuimos a posarnos en las ramas de un árbol. Radiantes de felicidad, miramos hacia abajo y vimos a Gabriel a nuestros pies. Ivy se inclinó y se dejó caer desde lo alto. Desplegó las alas, frenando su caída, y se elevó de nuevo con un grito de placer.

—¿A qué esperas? —le gritó a Gabriel antes de perderse en el espesor de una nube.

Él nunca hacía nada con prisas. Primero se despojó de la chaqueta y las botas; luego se quitó la camiseta pasándosela por la cabeza. Entonces lo vimos desplegar las alas y, súbitamente, el remilgado profesor de música desapareció ante nuestros ojos para dar paso al majestuoso guerrero celestial que constituía su auténtica naturaleza. Aquel era el ángel que, eones atrás, había reducido una ciudad a escombros por sí solo. Su figura entera destellaba como si fuese de metal pulido. Su estilo al volar era distinto del nuestro: carecía de precipitación, resultaba más estructurado y reflexivo.

Por encima de las copas de los árboles, me envolvían la niebla y las nubes. Sentía la espalda cubierta de gotitas de agua. Batí las alas con furia y me elevé aún más. Deseché cualquier pensamiento y remonté el vuelo, dejando que mi cuerpo girase y se retorciera, trazando círculos sobre los árboles. Notaba cómo se liberaba toda la energía tanto tiempo retenida. Vi que Gabriel se detenía un momento en el aire para comprobar que yo no había perdido el control. A Ivy sólo la divisaba de vez en cuando, y sólo como un destello de color ámbar entre la niebla.

La mayor parte del tiempo eludíamos cualquier interacción. Era una ocasión extremadamente personal para volver a sentirnos completos y abrazar la clase de libertad que sólo podía sentirse de verdad en el Reino de los Cielos. Nuestro sentido de la individualidad no podía transmitirse con palabras. La humanidad que habíamos asumido parecía quedar atrás mientras nos compenetrábamos con nuestra auténtica forma.

Volamos así durante lo que debieron de ser varias horas, hasta que Gabriel emitió un zumbido grave y melódico, como una nota de oboe, que era la señal para que descendiéramos.

Cuando volvimos a subir al jeep, pensé que me sería imposible dormir una vez que llegáramos a casa. Estaba demasiado eufórica, y sabía que pasarían horas antes de que se me pasara aquella exaltación. Pero me equivocaba. El trayecto de vuelta por la carretera sinuosa resultó tan sedante que me hice un ovillo en el asiento de atrás como un gatito y me quedé completamente dormida mucho antes de llegar a Byron.




17

La calma antes de la tormenta

Mi relación con Xavier pareció profundizarse tras la cena con mi familia. Nos daba la impresión de haber recibido permiso para expresar nuestras emociones sin temor a represalias. Empezábamos a pensar y a movernos en perfecta sincronía, como una sola entidad con dos cuerpos distintos. Aunque hacíamos un esfuerzo para no desconectarnos de la gente que nos rodeaba, a veces no podíamos evitarlo. Incluso tratamos de asignar unas horas específicas para estar con otras personas. Pero, cuando lo hacíamos, los minutos parecían avanzar penosamente y nuestra conducta nos resultaba tan artificiosa que volvíamos a gravitar el uno hacia el otro antes de que pasara media hora.

Durante los almuerzos, Xavier y yo nos habíamos habituado a sentarnos juntos en nuestra propia mesa al fondo de la cafetería. La gente pasaba de vez en cuando para hacer algún comentario jocoso o para preguntarle a «Woodsy» los detalles de la próxima regata de remo, pero raramente trataban de sentarse con nosotros y tampoco se atrevían a lanzarnos la menor indirecta sobre nuestra relación. Se limitaban a orbitar a nuestro alrededor, manteniendo una distancia prudencial. Si intuían que compartíamos algún secreto, al menos tenían la educación de no fisgonear.

—Salgamos de aquí —me dijo Xavier, recogiendo sus libros.

—Hasta que no acabes tu redacción, no.

—Ya he terminado.

—Has escrito tres líneas.

—Tres líneas muy meditadas —objetó Xavier—. La calidad importa más que la cantidad, ¿recuerdas?

—Sólo pretendo asegurarme de que te mantienes centrado. No quiero que te distraigas de tus objetivos por mi culpa.

—Un poco tarde para eso —bromeó Xavier—. Eres una tremenda distracción y una pésima influencia.

—¡Cómo te atreves! —exclamé, siguiéndole la broma—. Es del todo imposible que yo represente una mala influencia para nadie.

—¿De veras? ¿Y eso por qué?

—Porque soy la bondad personificada. Una chica intachable.

Xavier frunció el entrecejo, sopesando aquella declaración.

—Hum —murmuró—. Tendremos que hacer algo al respecto.

—¡Cualquier cosa con tal de saltarse los deberes!

—Quizá sea más bien que tengo el resto de mi vida para alcanzar mis objetivos. ¿Quién sabe cuánto tiempo te tendré?

Noté que todo el desenfado de la conversación se disolvía en cuanto pronunció aquellas palabras. Aquel tema solíamos evitarlo: no hacía más que llevarnos a la confusión, como todas las cosas que quedan fuera de nuestro control.

—No pensemos en eso.

—¿Cómo no voy a pensarlo? ¿A ti no te quita el sueño por las noches?

La conversación tomaba un derrotero que no me gustaba.

—Claro que sí. Pero ¿para qué estropear el tiempo que pasamos juntos hablando de ello?

—A mí me parece que deberíamos hacer algo —dijo con irritación. Sabía que no era contra mí y que enseguida se transformaría en tristeza—. Al menos deberíamos intentarlo.

—No podemos hacer nada —murmuré—. Me temo que no te das cuenta de con quién estás lidiando. ¡No puedes andarte con tonterías con las fuerzas del universo!

—¿Y qué ha sido del libre albedrío? ¿O sólo era un mito?

—¿No se te olvida algo? Yo no soy como tú, o sea que esas normas no rigen conmigo.

—Pues deberían.

—Quizá… Pero ¿qué pretendes?, ¿organizar una recogida de firmas?

—No tiene gracia, Beth. ¿Tú quieres irte a casa? —me preguntó mirándome a los ojos.

No se refería a Byron, desde luego.

—No puedo creer que hayas de preguntármelo siquiera.

—Entonces, ¿por qué no te fastidia tanto como a mí?

—Si yo pensara que había algún modo de quedarme, ¿crees que dudaría? —grité—. ¿Crees que estaría dispuesta a separarme de la persona más importante de mi vida?

Xavier me miró. Sus ojos azul turquesa se veían más oscuros y sus labios apretados trazaban una línea severa.

—Sean quienes sean, ellos no deberían controlar nuestra vida —dijo—. No estoy dispuesto a perderte. Ya pasé por eso una vez y voy a asegurarme a toda costa de que no vuelve a suceder.

—Xavier… —empecé, pero él me puso un dedo en la boca.

—Sólo contéstame una pregunta. Si quisiéramos pelear, ¿qué posibilidades tendríamos?

—¡No lo sé!

—Pero ¿hay alguna posibilidad?, ¿alguien a quien pedir ayuda?, ¿algo que podamos intentar, aunque sea poco probable que resulte? —Lo miré a los ojos y percibí en ellos una ansiedad que no había visto otras veces. Xavier siempre parecía tranquilo y relajado—. He de saberlo, Beth. ¿Hay alguna posibilidad, por pequeña que sea?

—Tal vez —dije—. Pero me da miedo descubrirlo.

—A mí también, pero no podemos pensar así. Hemos de tener fe.

—¿Aunque al final no sirva para nada?

—Tú acabas de decir que hay una posibilidad. —Entrelazó sus dedos con los míos—. Es lo único que necesitamos.

Durante las últimas semanas me había sentido un poco culpable porque me había distanciado de Molly, pero ella se había resignado a estar conmigo sólo cuando Xavier tenía otras ocupaciones. No debía de sentarle muy bien que él monopolizara la mayor parte de mi tiempo, pero Molly era realista y consideraba que las amistades habían de pasar a segundo plano cuando empezaba una relación, sobre todo si era tan intensa como la nuestra. Al parecer, había superado ya el rencor que le tenía antes a Xavier y, aunque aún estaba lejos de considerarlo amigo suyo, parecía dispuesta a aceptarlo como uno de los míos.

Una tarde, mientras Xavier y yo paseábamos por el pueblo, vimos a Ivy bajo un roble en compañía de un chico moreno que estaba en último año en Bryce Hamilton. Este llevaba una gorra de béisbol con la visera hacia atrás y la camisa bien arremangada para mostrar sus brazos musculosos. Hablaba con una permanente sonrisa en los labios. Yo nunca había visto a mi hermana tan confusa. El chico parecía tenerla acorralada; ella agarraba la bolsa de la compra con una mano y con la otra se recogía nerviosamente el pelo detrás de la oreja. Era evidente que estaba buscando la manera de escapar.

Le di un codazo a Xavier.

—¿Qué está pasando ahí?

—Parece que Chris Bucknall se ha armado al fin de valor para pedirle que salga con él —dijo Xavier.

—¿Lo conoces?

—Está en mi equipo de waterpolo.

—No creo que sea el tipo de Ivy.

—No me extraña —dijo Xavier—. Es un auténtico sinvergüenza.

—¿Qué hacemos?

—¡Eh, Bucknall! —gritó—. ¿Podemos hablar un momento?

—Estoy un poco liado, colega —contestó el chico.

—¿Ya te has enterado? —insistió Xavier—. El entrenador quiere ver a todo el mundo en su despacho después del partido.

—¿Ah, sí? ¿Para qué? —preguntó Chris sin volverse.

—No estoy seguro. Creo que para hacer la lista para las pruebas de la próxima temporada. El que no se presente, no entra.

Chris Bucknall pareció alarmado.

—He de irme —le dijo a Ivy—. Pero no te preocupes, cielo. Ya te pillaré más tarde.

Mientras el grandullón se alejaba, Ivy le dirigió una sonrisa agradecida a Xavier.

Gabriel e Ivy parecían haber aceptado a Xavier. Él no se entrometía en nuestra vida cotidiana, pero se había convertido en un accesorio habitual de la misma. Empezaba a sospechar que a mis hermanos les gustaba tenerlo cerca. Primero porque así delegaban en él la tarea de no perderme de vista, y segundo porque les resultaba útil cuando tenían que trabajar con artilugios técnicos. Gabriel había notado que sus alumnos le lanzaban miradas de extrañeza porque no sabía arreglárselas con el reproductor de DVD, e Ivy quería promocionar su programa de servicios sociales a través del sistema de correo electrónico del colegio. Los dos habían recurrido a Xavier. Por muchos conocimientos que tuvieran mis hermanos, la tecnología venía a ser un campo minado para ellos porque cambiaba constantemente. Gabriel había dejado a regañadientes que Xavier le enseñara cómo enviar correos a sus colegas de Bryce Hamilton y cómo manejar un iPod. A veces me parecía que Xavier hablaba un idioma completamente distinto, con términos tan extraños como Bluetooth, gigabyte y WiFi. Si se hubiera tratado de otra persona, yo habría desconectado en el acto, pero a mí me encantaba oír el sonido de su voz, hablara de lo que hablase. Podía pasarme horas observando cómo se movía y escuchándole hablar, y lo almacenaba todo en mi memoria.

Además de ser nuestro ángel de la guarda en materia tecnológica, Xavier se había tomado tan en serio su responsabilidad como «guardaespaldas» que me veía obligada a recordarle que yo no era de cristal y que me las había arreglado perfectamente antes de su aparición. No obstante, Gabriel e Ivy le habían confiado la misión de cuidar de mí y él estaba decidido a mantener su palabra y a convencerles de su integridad. Ahora era él quien me recordaba que bebiera agua en abundancia para no deshidratarme y quien se encargaba de desviar las preguntas sobre mi familia que me formulaban mis compañeros más curiosos. Incluso se tomó un día la libertad de contestar por mí, cuando la señorita Collins preguntó por qué no había podido terminar un trabajo en la fecha fijada.

—Beth tiene un montón de deberes ahora mismo —explicó—. Lo entregará al final de la semana.

Era capaz incluso de hacerlo por mí si llegaba a olvidarme y de entregarlo sin que yo me enterase.

Se ponía tremendamente protector siempre que se me acercaba alguien que no era de su gusto.

—Oh-oh —musitó una tarde, sacudiendo la cabeza, cuando un chico llamado Tom Snooks me preguntó si quería dar una vuelta con él y sus amigos.

—¿Por qué no? —pregunté, enfadada—. Parece simpático.

—No es la clase de persona que te conviene.

—¿Por qué?

—Tú preguntas mucho, ¿no?

—Sí. Dime por qué.

—Bueno, porque le gustan demasiado las hierbas aromáticas.

Me lo quedé mirando tan perpleja que tuvo que explicarse.

—Se pasa el día con María de los Canutos —me insinuó, esperando a ver si lo captaba. Al ver que no, puso los ojos en blanco—. Mira que eres boba.

La verdad es que si no hubiera sido por él, mi vida en Bryce Hamilton habría sido mucho más difícil. Yo era más bien proclive a meterme en situaciones delicadas. Los líos parecían venir a mi encuentro, aunque yo hiciera todo lo posible para evitarlos. Me pasó un día, por ejemplo, mientras atravesaba el aparcamiento para ir a la clase de inglés.

—¡Eh, cielo! —dijo una voz a mi espalda.

Me giré en redondo. Era un chico larguirucho de último año, con el pelo rubio y la cara llena de acné. Estaba en mi clase de biología, pero casi nunca asistía. Lo había visto a veces en la calle, fumando detrás de los contenedores de basura o derrapando salvajemente con su coche. Siempre iba flanqueado por tres amigos que se reían de un modo desagradable.

—Hola —musité, nerviosa.

—Me parece que no nos han presentado como es debido —dijo con una sonrisita—. Me llamo Kirk.

—Encantada. —No le miré a los ojos. Había algo en su actitud que me incomodaba.

—¿No te han dicho nunca que tienes unas lolas estupendas? —me preguntó.

Los que iban detrás sofocaban la risa.

—¿Perdón? —No había comprendido lo que decía.

—Me gustaría conocerte mejor, ya me entiendes. —Dio un paso hacia mí y me aparté instintivamente—. Vamos, no seas vergonzosa, nena.

—He de irme a clase.

—Seguro que puedes saltarte unos minutos —dijo, con mirada impúdica—. Me basta con uno rápido.

Me agarró del hombro.

—¡No me toques!

—¡Ah, es más peleona de lo que parece! —exclamó, sin dejar de reírse y agarrándome con más fuerza.

—¡Quítale las manos de encima!

Suspiré de alivio al ver que Xavier se plantaba a mi lado, erguido y desafiante. Me pegué a él instintivamente, sintiéndome a salvo. Se había apartado el pelo de la cara y entornaba sus ojos verdes con furia.

—No estaba hablando contigo —dijo Kirk, soltándome—. Esto no es asunto tuyo.

—Sus problemas son asunto mío también.

—¿Ah, sí? ¿Te ves capaz de pararme los pies?

—Tócala otra vez y verás —le advirtió Xavier.

—¿Quieres jaleo?

—Tú decides.

Xavier se quitó la chaqueta y se arremangó. Llevaba la corbata floja y, en la base de su garganta, vi brillar su crucifijo de plata. Su desarrollada musculatura resaltaba bajo la camisa del uniforme. Tenía un torso mucho más ancho que Kirk, cosa que este captó de un vistazo.

—Vamos, tío —le aconsejó uno de sus amigotes, y añadió bajando la voz—: Es Xavier Woods.

Aquello pareció frenar a Kirk.

—¡Bah! —Escupió en el suelo, me lanzó una mirada asquerosa y se alejó airadamente.

Xavier me rodeó los hombros con el brazo y yo me arrimé más a él, aspirando su fresca fragancia.

—Algunos necesitarían que les enseñaran modales —dijo con desdén. Yo levanté la vista.

—¿Te habrías metido en una pelea por mí?

—Claro —respondió sin vacilar.

—Pero ellos eran cuatro.

—Me enfrentaría al ejército de Megatrón para defenderte.

—¿De quién?

Xavier sacudió la cabeza y sonrió.

—Siempre se me olvida que tenemos distintos puntos de referencia. Digamos que a mí no me dan miedo cuatro matones de poca monta.

Xavier no sabía gran cosa de ángeles, pero sí de la gente en general. Intuía lo que querían mucho mejor que yo y, por tanto, podía evaluar con más conocimiento de causa en quién confiar y con quién mantener una distancia prudencial. Yo no ignoraba que Ivy y Gabriel seguían preocupados por las consecuencias de nuestra relación, pero notaba que Xavier me proporcionaba una energía y una seguridad en mí misma que me volvía mucho más fuerte para ejercer el papel que me correspondiera en nuestra misión. Aunque él no acabase de entender la naturaleza de nuestra tarea en la Tierra, había tomado conciencia de que no debía distraerme ni apartarme de ella. Y al mismo tiempo, su inquietud por mi bienestar bordeaba la obsesión, porque llegaba a preocuparse por las cosas más insignificantes, como por ejemplo mi nivel energético.

—No has de preocuparte por mí —le recordé un día en la cafetería—. A pesar de lo que piense Gabriel, sé cuidar de mí misma.

—Me limito a cumplir con mi cometido —replicó—. Por cierto, ¿ya has almorzado?

—No tengo hambre. Gabriel nos prepara unos desayunos monumentales.

—Toma, cómete esto —me dijo, lanzándome una barrita energética. Como atleta que era, siempre parecía llevar encima una provisión inagotable. Según la etiqueta, aquella contenía anacardos, coco, albaricoque y semillas.

—No puedo comérmelo. ¡Lleva alpiste!

—Son semillas de sésamo, están repletas de energía. No quiero que acabes agotada.

—¿Por qué habría de agotarme?

—Porque debes de tener bajo el nivel de glucosa en sangre, así que no discutas.

Cuando se empeñaba en cuidar de mí, era preferible no discutir con él.

—Vale, mami —le dije, dándole un mordisco a aquella correosa barrita—. Por cierto, sabe a cartón.

Apoyé la cabeza en sus brazos fuertes y bronceados, reconfortada como siempre por su solidez.

—¿Tienes sueño? —me preguntó.

Phantom se ha pasado la noche roncando y yo no he tenido valor para sacarlo de mi habitación.

Xavier dio un suspiro y me acarició la cabeza.

—A veces te pasas de buena. No creas que no he notado que sólo has dado un mordisco a esa barrita. Venga, termínatela.

—Por favor, Xavier, ¡alguien te va a oír!

Recogió la barrita y la paseó por el aire, emitiendo una especie de zumbido con los labios.

—Todavía será más embarazoso si tengo que empezar a jugar a los avioncitos.

—¿Qué avioncitos?

—Es un truco que emplean las madres para que coman los niños más testarudos.

Me eché a reír y aprovechó la ocasión para meterme volando la barrita dietética en la boca.

A Xavier le encantaba contar historias de su familia; y a mí escucharlas. Cuando se ponía a hablar, me quedaba totalmente absorta. Últimamente las anécdotas versaban sobre la boda inminente de su hermana mayor. Yo lo interrumpía con preguntas frecuentes, deseosa de conocer los detalles que él omitía. ¿De qué color eran los vestidos de las damas de honor? ¿Cómo se llamaba el primo al que habían reclutado para llevar los anillos? ¿Quiénes preferían un grupo de rock que un cuarteto de cuerda? ¿Al final serían de satén blanco los zapatos de la novia? Si no sabía la respuesta, me prometía averiguarla.

Mientras comía, Xavier me explicó que no había manera de que su madre y su hermana se pusieran de acuerdo en los detalles de la boda. Claire quería montar la ceremonia en el jardín botánico local, pero su madre opinaba que era un entorno demasiado «primitivo». Los Wood eran feligreses de la parroquia de Saint Mark’s, con la cual la familia había mantenido desde antiguo una estrecha relación. La madre deseaba que la boda tuviera lugar allí y, durante la última discusión, había llegado a amenazar con no asistir si la ceremonia no se celebraba en una Casa de Dios. Según ella, si los votos no se hacían en un lugar santificado ni siquiera tenían validez. Al final llegaron a un acuerdo: la ceremonia se haría en la iglesia y la recepción en un pabellón junto a la playa. Xavier sofocaba la risa mientras me contaba la historia, divertido por las extravagancias de las mujeres de su familia. Yo no podía dejar de pensar que su madre y Gabriel congeniarían a las mil maravillas.

A veces me sentía excluida de esa parte de su existencia. Era como si él llevase una doble vida: la que compartía con su familia y sus amigos, y el profundo vínculo que lo unía a mí.

—¿No piensas nunca que no estamos hechos el uno para el otro? —le pregunté, apoyando la barbilla en las manos y tratando de descifrar su expresión.

—No, no lo pienso —dijo sin vacilar ni un segundo—. ¿Y tú?

—Bueno, lo único que sé es que esto no estaba previsto. Alguien ahí arriba ha metido la pata en serio.

—Lo nuestro no es ningún error —insistió Xavier.

—No, pero lo que digo es que hemos ido en contra del destino. No es esto lo que habían planeado para nosotros.

—Me alegro de la confusión, ¿tú no?

—Por mí sí.

—¿Pero?

—Pero no quiero convertirme en una carga para ti.

—No eres ninguna carga. Puedes resultar exasperante y no hacer caso de los consejos, pero nunca eres una carga.

—No soy exasperante.

—Se me olvidaba añadir que no tienes mucho ojo para conocer a la gente, ni siquiera a ti misma.

Le alboroté el pelo, regodeándome con la sensación de suavidad que sentía en los dedos.

—¿Tú crees que le caería bien a tu familia? —pregunté.

—Claro. Confían en mi criterio para casi todas las cosas.

—Sí, pero… ¿y si me encontraran extraña?

—Ellos no son de ese estilo, pero, bueno, ¿por qué no lo averiguas tú misma? Ven este fin de semana a conocerlos. Hace días que quería proponértelo.

—No sé —me escabullí—. Me siento incómoda entre desconocidos.

—Ellos no lo son —dijo—. Yo los conozco de toda la vida.

—Quiero decir para mí.

—Son parte de lo que yo soy, Beth. Significaría mucho para mí que pudieran conocerte. Ya han oído bastante de ti.

—¿Qué les has contado?

—Sólo lo buena que eres.

—Tan buena no soy. Si no, no estaríamos en esta situación.

—A mí nunca me han atraído las chicas completamente buenas. En fin, ¿vendrás?

—Me lo pensaré.

Yo había esperado que me lo pidiera y quería decirle que sí, pero temía en parte sentirme demasiado distinta de ellos. Después de lo que había oído de aquella madre tan conservadora, no me apetecía que me juzgaran. Xavier vio mi expresión.

—¿Cuál es el problema? —preguntó.

—Si tu madre es una mujer religiosa, quizá sea capaz de reconocer a un ángel caído cuando lo vea.

La objeción, una vez pronunciada en voz alta, sonaba bastante estúpida.

—Tú no eres un ángel caído. ¿Por qué has de ponerte tan melodramática?

—Lo soy en comparación con Ivy y Gabriel.

—Bueno, dudo mucho que mi madre vaya a darse cuenta. Yo tuve que enfrentarme con el escuadrón de Dios, ¿recuerdas? Y no traté de escaquearme.

—Eso es cierto.

—Entonces, decidido. Pasaré a buscarte el sábado a las cinco. Tu clase de literatura está a punto de empezar. Te acompaño.

Mientras recogía mis libros, resonó en la cafetería el eco de un trueno. La luz del sol que se colaba por los ventanales desapareció bruscamente y el cielo se oscureció, amenazando lluvia. Ya habíamos oído que el tiempo primaveral no iba a durar, pero resultaba decepcionante igualmente. La temporada lluviosa llegaba a ser muy fría en aquella parte de la costa.

—Está a punto de llover —dijo Xavier, mirando el cielo.

—Adiós, sol —gemí.

Apenas lo había dicho, empezaron a caer gruesas gotas. Y en un abrir y cerrar de ojos, una tupida cortina de lluvia estaba tamborileando en el techo de la cafetería. Miré a los estudiantes que cruzaban corriendo el claustro, cubriéndose la cabeza con la carpeta. Un par de chicas de tercero permanecían a cielo abierto, dejando que la lluvia las empapase y riéndose histéricamente. Se las iban a cargar cuando aparecieran en clase caladas hasta los huesos. Vi a Gabriel dirigiéndose hacia el ala de música con expresión preocupada. Su paraguas se inclinaba, azotado por el viento enfurecido que se había levantado.

—¿Vamos? —me dijo Xavier.

—Quedémonos un rato a mirar la lluvia. No hay nada muy interesante en literatura ahora mismo.

—¿Esa es la Beth mala?

—Me parece que hemos de revisar tu definición de mala. ¿No puedo quedarme contigo durante esta clase?

—¿Y que luego tu hermano me acuse de ser una mala influencia? Ni hablar. Por cierto, me he enterado de que hay un nuevo alumno. Un intercambio con un colegio de Londres. Y creo que está en tu clase. ¿No sientes curiosidad?

—No mucha. Tengo aquí todo lo que necesito. —Deslicé el dedo por su mejilla, disfrutando de la suavidad de sus contornos.

Xavier me tomó el dedo y me besó la punta antes de depositármelo con firmeza en mi regazo.

—Escucha, ese chico podría venirte como anillo al dedo. Según radio macuto ya lo han expulsado de tres colegios. Lo han enviado aquí para regenerarse, supongo que porque cualquier posibilidad de meterse en líos le queda muy lejos. Su padre es un magnate de los medios de comunicación. ¿Ahora estás más interesada?

—Tal vez un poquito.

—Bueno, ve a clase de literatura, a ver qué tal es.

—Vale, vale. Pero, oye, yo ya tengo conciencia; y bastante me atormenta por sí sola. No me hace falta otra.

—Yo también te quiero, Beth.

Al evocar más tarde aquel día, habría de recordar la lluvia y la expresión de Xavier. Aquel cambio de tiempo marcó también un cambio en nuestras vidas que ninguno de los dos habría podido prever. Mi vida en la Tierra hasta entonces había transcurrido entre dramas menores y angustias de adolescente, pero estaba a punto de descubrir que aquellos problemas habían sido sólo un juego de niños comparados con lo que vino a continuación. Supongo que eso sirvió para enseñarnos un montón sobre lo que era importante en la vida. Y no creo que hubiéramos podido evitarlo. Formaba parte de nuestra historia desde el principio. Al fin y al cabo, las cosas habían discurrido con relativa suavidad; era inevitable que tropezáramos con algún bache. Sólo que no esperábamos que el impacto fuese tan fuerte.

El bache en cuestión había venido desde Inglaterra y tenía nombre: Jake Thorn.




18

El Príncipe Oscuro

Aunque fuera de largo la más interesante de todas mis materias, no estaba de humor para una clase de literatura. Me apetecía quedarme más rato con Xavier; separarme de él me producía siempre una especie de dolor físico, como un calambre en el pecho. Cuando llegamos al aula, estreché sus dedos con más fuerza y lo atraje hacia mí. No importaba cuánto tiempo pasáramos juntos: nunca me parecía suficiente, siempre quería más. Cuando se trataba de él, me entraba un apetito voraz que no había modo de satisfacer.

—No pasa nada si llego unos minutos tarde —dije para engatusarle.

—Ni hablar —replicó Xavier, quitando uno a uno los dedos con los que lo agarraba de la manga—. Vas a entrar puntualmente.

—Te estás convirtiendo en un repelente —rezongué.

Él no hizo caso y me puso los libros en las manos. Ahora casi nunca me dejaba llevar ningún peso cuando me acompañaba. La gente debía tomarme por una perezosa incurable viéndome deambular por ahí con las manos vacías, mientras Xavier me seguía cargado con mis pertenencias.

—Yo puedo llevar perfectamente mis propias cosas, Xav. No soy ninguna inválida, ¿sabes?

—Ya —respondió, lanzándome su adorable media sonrisa—. Pero a mí me gusta estar a tu disposición.

Antes de que pudiera detenerme, le eché los brazos al cuello y lo arrastré a un hueco entre las taquillas. La culpa era suya, qué caramba, por plantarse allí delante con aquel pelo castaño tan suave bailándole sobre los ojos, con la camisa del uniforme por fuera y el cordón de cuero trenzado ciñéndole la muñeca y casi confundiéndose con su piel bronceada. Si no quería que le atacara, que no se pusiera en mi camino.

Xavier dejó caer sus propios libros y me devolvió el beso con pasión, sujetándome el cuello con ambas manos y apretándose contra mí. Algunos rezagados que corrían a sus clases nos miraron con todo descaro.

—¡Buscaos una habitación! —nos soltó uno, pero nosotros no le hicimos ni caso. Durante ese momento el espacio y el tiempo se desvanecían: sólo existíamos nosotros dos, en nuestra propia dimensión personal, y yo apenas podía recordar dónde estaba ni quién era. No distinguía donde terminaba mi ser y empezaba el suyo. Lo cual me recordaba un pasaje de Jane Eyre en el que Rochester le dice a Jane que la ama como si fuera su propia carne. Así era exactamente como amaba a Xavier.

Entonces se separó de mí.

—Es usted muy mala, señorita Church —jadeó, con una sonrisa en los labios y una voz remilgada—. Y yo estoy totalmente indefenso ante sus encantos. Bueno, ahora creo que llegamos tarde los dos.

Por suerte para mí, la señorita Castle no era el tipo de profesora que se preocupara por la puntualidad. En cuanto entré y fui a sentarme entre las primeras filas, me entregó una carpeta.

—Hola, Beth —me dijo—. Estábamos hablando de la introducción al primer trimestre. He decidido asignaros un trabajo de escritura creativa por parejas. Habréis de preparar juntos y leer en clase un poema sobre el amor, como preludio para el estudio que realizaremos acto seguido de los grandes poetas románticos: Wordsworth, Shelley, Keats y Byron. Antes de empezar, ¿alguien tiene algún poema favorito que desee compartir con todos nosotros?

—Yo tengo uno —dijo una voz refinada desde el fondo.

Me volví para identificar quién poseía aquel inconfundible acento inglés. Todo el mundo había enmudecido de asombro. Era el nuevo. «Qué valor —pensé—. Mira que meterse en semejante compromiso el primer día…». O eso, o era un tremendo vanidoso.

—¡Gracias, Jake! —gorjeó la señorita Castle con entusiasmo—. ¿Quieres venir a recitarlo?

—Desde luego.

El chico que avanzaba con aplomo entre las filas no era como yo había esperado. Había algo en su apariencia que hizo que se me encogiera el estómago. Era alto y delgado, y su pelo largo, oscuro y liso se le desparramaba sobre los hombros. Tenía pómulos prominentes, lo que le daba un aire demacrado. Su nariz se curvaba ligeramente en la punta y sus ojos oscuros se agazapaban bajo unas cejas muy marcadas.

Iba con tejanos negros y una camiseta del mismo color, y tenía tatuada una serpiente que se enroscaba alrededor de su antebrazo. El hecho de no llevar uniforme en su primer día no parecía preocuparle demasiado. Es más: se movía con la firmeza y la arrogancia de quien se considera por encima de las normas. No podía negarse: era guapísimo. Pero había algo en él que iba más allá de la belleza. ¿Gracia, encanto, elegancia?, ¿o algo más peligroso?

Su mirada provocativa barrió toda la clase. Antes de que yo pudiera bajar la vista, sus ojos se encontraron con los míos y permanecieron un rato observándome. Luego esbozó una sonrisa aplomada.

—«Annabel Lee», un romance de Edgar Allan Poe —anunció con toda calma—. Quizás os interese saber que Poe se casó con su prima de trece años, Virginia, cuando él tenía veintisiete. Ella murió dos años más tarde de tuberculosis.

Todo el mundo lo miraba hechizado. Cuando al fin empezó a recitar, su voz pareció derramarse como un almíbar e inundar la clase entera.

Hace largos, largos años,

En un reino frente al mar,

Vivía una hermosa doncella, Annabel,

Llamadla así: Annabel Lee,

Que sólo deseaba que la amara,

Que sólo quería amarme a mí.

Aunque muy niños los dos,

En aquel reino nos amamos

La bella Annabel Lee y yo,

Con un amor sin igual

Que los serafines desde el cielo

Envidiaban con rencor.

Y fue así que de las nubes,

En aquel reino junto al mar

Surgió un mal viento helado,

Ay, Annabel, hace ya tanto,

Y me la dejó yerta en las manos.

Yerta y helada, sus deudos

Vinieron y me la arrebataron

Para encerrarla frente al mar

En un sepulcro de mármol.

No tan dichosos allá en el cielo,

Por celos de ella y de mí,

Fueron los ángeles traicioneros

(Bien lo saben en aquel reino)

Quienes alzaron de noche al viento

Dejando helada a mi Annabel Lee.

Pero más fuerte era nuestro amor

Que el amor de otros más sabios

O de los que sólo nos aventajaban en años.

Y ni los ángeles que están en lo alto,

Ni los demonios en las honduras del mar,

Podrán separarme jamás de ti,

Mi bella, mi dulce Annabel Lee.

Pues no brilla la luna sin decirme en sueños

Annabel, Annabel Lee,

Ni se alzan las estrellas sin hablarme de los ojos

De mi bella Annabel Lee.

Y así permanezco la noche entera con ella

Mi amada, mi vida, mi novia sin par,

En aquel sepulcro de la orilla,

En su tumba resonante junto al mar.

No se me escapó, cuando Jake terminó de recitar, que todas las mujeres de la clase, incluida la señorita Castle, lo miraban extasiadas como si su caballero andante acabara de llegar con su reluciente armadura. Incluso yo misma debía reconocer que su actuación había resultado impresionante. Había declamado de un modo conmovedor, como si Annabel Lee hubiera sido el amor de su vida. A juzgar por su manera de mirarlo, algunas chicas parecían dispuestas a abalanzarse sobre él para consolarlo por su pérdida.

—Una interpretación muy expresiva —susurró la señorita Castle—. Debemos recordarlo para cuando llegue la velada de jazz y poesía. Bueno, estoy segura de que esto habrá servido para inspiraros y sugeriros ideas de vuestra propia cosecha. Ahora quiero que os juntéis por parejas y que discutáis ideas para el poema. La forma es totalmente libre. Dad rienda suelta a vuestra imaginación. Cualquier licencia poética será bienvenida.

La gente empezó a cambiar de asiento y a distribuirse de dos en dos. De vuelta a su sitio, Jake se detuvo frente a mi mesa.

—¿Quieres que vayamos juntos? —me susurró—. Tengo entendido que tú también eres nueva.

—Bueno, ya llevo un tiempo aquí —respondí, no muy contenta con la comparación.

Jake interpretó mi respuesta como un sí y se sentó sin más a mi lado. Luego se arrellanó cómodamente en su silla, con las manos en la nuca.

—Me llamo Jake Thorn —dijo, mirándome con sus ojos oscuros entornados y tendiéndome la mano: la cortesía en persona.

—Bethany Church —repuse, ofreciéndole mi mano con cautela.

En lugar de estrechármela, como yo esperaba, le dio la vuelta y se la llevó a los labios con un ridículo gesto de galantería.

—Es un gran placer conocerte.

Estuve a punto de soltar una carcajada. ¿Pretendía que me lo tomase en serio? ¿Dónde creía que estábamos? No me reí porque me quedé mirándolo a los ojos. Eran de color verde oscuro y poseían una intensidad llameante. Y no obstante, había un matiz hastiado en su expresión que sugería que había vivido mucho más que la mayoría de los chicos de su edad. Su mirada me recorrió de arriba abajo y tuve la sensación de que no se había dejado nada. Llevaba un colgante de plata alrededor del cuello: una media luna con extraños símbolos grabados.

Tamborileó con los dedos en la mesa.

—Bueno —dijo—, ¿alguna idea?

Yo lo miré desconcertada.

—Para el poema —me recordó, enarcando una ceja.

—Empieza tú. Yo aún estoy pensando.

—Muy bien. ¿Prefieres alguna metáfora en particular? ¿Una selva exuberante?, ¿el arco iris?, ¿algo por el estilo? —Se echó a reír como si fuera un chiste privado—. Yo tengo debilidad por los reptiles.

—¿Y eso qué se supone que significa? —pregunté con curiosidad.

—Tener debilidad por algo significa que te gusta.

—Ya sé lo que significa, pero ¿por qué los reptiles?

—Piel dura y sangre fría —dijo Jake con una sonrisa.

Repentinamente se desentendió de mí y garabateó una nota en un trozo de papel. Lo estrujó en una bola y se la lanzó a las dos chicas góticas, Alicia y Alexandra, que estaban en la fila de delante, inclinadas sobre sus cuadernos, escribiendo con brío. Se volvieron a mirar enojadas, pero cambiaron de expresión en cuanto vieron quién era el remitente. Entonces se apresuraron a leer la nota y a cuchichear entre ellas, muy excitadas. Alicia le echó una miradita a Jake por debajo del flequillo y asintió de un modo casi imperceptible. Jake guiñó un ojo y volvió a arrellanarse en su asiento con aire satisfecho.

—O sea que el tema es el amor —prosiguió como si nada.

—¿Cómo? —pregunté estúpidamente.

—Para nuestro poema. —Me miró de soslayo—. ¿Ya has vuelto a olvidarlo?

—Estaba distraída.

—¿Preguntándote qué les he dicho a esas chicas? —comentó con picardía.

—¡No! —me apresuré a responder.

—Sólo pretendo hacer amistades —dijo, ahora con una expresión franca e inocente—. Siempre es duro ser el nuevo.

Sentí una punzada de compasión.

—Estoy segura de que harás amigos muy deprisa —le dije—. Todo el mundo fue muy amable cuando llegué. Y cuenta conmigo si necesitas que alguien te enseñe todo esto.

Sus labios se retorcieron en una sonrisa.

—Gracias, Bethany. Te tomo la palabra.

Permanecimos durante un rato en silencio, sopesando ideas, hasta que Jake me hizo otra pregunta.

—Oye, ¿qué hacéis aquí para divertiros?

—Bueno… —Hice una pausa—. Yo paso la mayor parte del tiempo con mi familia. Y con mi novio.

—¡Ah, conque hay un novio! ¡Qué bueno! —Sonrió—. No es que me sorprenda. Naturalmente que tienes novio… con esa cara. ¿Quién es el afortunado?

—Xavier Woods —contesté, avergonzada por su cumplido.

—¿Tiene intención de tomar los hábitos pronto?

Fruncí el ceño.

—Es un nombre muy bonito —repliqué a la defensiva—. Quiere decir «luz». ¿No has oído hablar de san Francisco Javier?

Él sonrió con aire burlón.

—¿No era el que perdió la chaveta y se fue a una cueva?

—En realidad —lo corregí— a mí me parece más bien que decidió vivir con sencillez y renunciar a las comodidades mundanas.

—Ya veo. Perdón por el error.

Me removí incómoda en mi asiento.

—¿Y qué te parece tu nuevo hogar? —me preguntó más tarde.

—Venus Cove es muy agradable para vivir. La gente es auténtica —respondí—. Aunque alguien como tú quizá lo encuentre aburrido.

—No lo creo —dijo, mirándome—. Ya no, si hay gente como tú.

Sonó el timbre y recogí a toda prisa mis libros, deseosa de reunirme con Xavier.

—Nos vemos, Bethany —dijo Jake—. Quizá seamos más productivos la próxima vez.

Me asaltó una sensación de inseguridad cuando le di alcance a Xavier junto a las taquillas. Me sentía intranquila y lo único que deseaba era acomodarme entre sus brazos protectores, a pesar de que ya me pasaba así la mayor parte del día. En cuanto guardó sus libros, me acurruqué contra su pecho y me aferré a él como una lapa.

—Uau —dijo, estrechándome con fuerza—. Yo también me alegro de verte. ¿Estás bien?

—Sí —respondí, enterrando la cara en su camisa y aspirando su fragancia—. Te echaba de menos, nada más.

—Sólo hemos estado separados una hora. —Rio—. Venga, salgamos de aquí.

Caminamos hasta el aparcamiento. Gabriel e Ivy le habían dado permiso para llevarme a casa en coche de vez en cuando, cosa que él consideraba un gran progreso. Lo tenía aparcado en el sitio de siempre, a la sombra de una hilera de robles, y se adelantó a abrirme la puerta. No sabía qué se creía que iba a pasarme si me dejaba abrirla a mí misma. Quizá temía que se desprendiera de las bisagras y me aplastara, o que yo me torciera la muñeca al manejar la palanca. O acaso era que lo habían educado con excelentes modales anticuados.

Xavier no arrancó el motor hasta que coloqué en el asiento de atrás la mochila y me puse el cinturón de seguridad. Gabriel le había explicado que yo era la única de nosotros tres que podía sufrir heridas y dolor: mi forma humana podía resultar dañada. Xavier se lo había tomado muy a pecho y salió del aparcamiento con un aire de intensa concentración.

Pese a su prudencia, sin embargo, no pudo impedir lo que sucedió a continuación. Cuando ya salíamos a la avenida, una reluciente moto negra salió disparada de improviso y se nos cruzó por delante. Xavier frenó bruscamente, haciendo derrapar el coche y evitando por poco la colisión. Viramos a la derecha y chocamos con el bordillo. Yo me fui hacia delante; el cinturón me paró en seco y me retuvo contra el asiento con un doloroso tirón. La moto se alejó rugiendo calle abajo, dejando una estela de gases. Xavier lo miró mudo de asombro antes de volverse para comprobar que yo estaba bien. Sólo al ver que no me había pasado nada, dio rienda suelta a su rabia.

—¿Quién demonios era ese? —rugió—. ¡Menudo idiota! ¿Has visto cómo conducía? Si llego a averiguar quién es, que el Cielo me ayude, te aseguro que lo voy a moler a palos.

—No se le veía la cara con ese casco —murmuré.

—Ya nos enteraremos —gruñó Xavier—. No se ven muchas Kawasaki Ninja ZX-14 por aquí.

—¿Cómo es que conoces tan bien el modelo?

—Soy un chico. Me gustan las motos.

Xavier me llevó a casa todavía furioso. Escrutaba el tráfico y no les quitaba ojo a los conductores vecinos, como si el incidente pudiera repetirse. Cuando nos detuvimos frente a Byron, ya se había calmado un poco.

—He preparado limonada —nos dijo Ivy abriendo la puerta. Tenía un aire tan doméstico con su delantal que a los dos se nos escapó una sonrisa—. ¿Por qué no pasas, Xavier? —le preguntó—. Puedes hacer los deberes con Bethany.

—Uh, no, gracias. Le he prometido a mi madre que le haría unos recados —dijo, eludiendo la invitación.

—Gabriel no está.

—Ah, bueno, entonces sí. Gracias.

Mi hermana nos hizo pasar y cerró la puerta. Phantom salió disparado de la cocina al oírnos y se abalanzó sobre nuestras piernas a modo de saludo.

—Primero los deberes; luego el paseo —le dije.

Desplegamos los libros sobre la mesa del comedor. Xavier tenía que terminar un trabajo de psicología y yo había de analizar una viñeta humorística para la clase de historia. La viñeta mostraba al rey Luis XVI, de pie junto al trono, al parecer muy satisfecho de sí mismo. Mi tarea consistía en interpretar el significado de los objetos que había alrededor.

—¿Cómo se llama eso que sujeta en la mano? —le pregunté a Xavier—. No lo veo bien.

—Parece un atizador —respondió.

—Dudo muchísimo que Luis XVI se ocupara de atizar el fuego. Yo diría que es un cetro. ¿Y qué es lo que lleva puesto?

—Hum… ¿un poncho? —sugirió Xavier.

Puse los ojos en blanco.

—Voy a sacar un sobresaliente con tus consejos.

A decir verdad, ni la tarea que me habían asignado ni las notas con las que recompensaran mis esfuerzos me interesaban lo más mínimo. Las cosas que deseaba aprender no venían en los libros; procedían de la experiencia y de la relación con la gente. Pero Xavier estaba concentrado en su trabajo de psicología y no quería distraerlo más, así que volví a examinar la viñeta. Mi capacidad de atención resultó muy efímera.

—Si pudieras rectificar una sola cosa de toda tu vida, ¿cuál sería? —le pregunté, mientras le hacía cosquillas a Phantom en el hocico con las plumas de mi bolígrafo de fantasía. Él lo agarró entre los dientes, creyendo que era un bicho peludo, y se alejó muy ufano con él.

Xavier dejó su propio bolígrafo y me miró, socarrón.

—¿No querrás decir: cuál es la variable independiente en el Experimento de la Prisión de Stanford?

—Vaya rollo —dije.

—Me temo que no todos hemos recibido la bendición del conocimiento divino.

Di un suspiro.

—No entiendo cómo te interesan estas cosas.

—No me interesan. Pero no me queda otro remedio —dijo—. He de entrar en la universidad y conseguir un trabajo si quiero seguir adelante. Esa es la realidad. —Se echó a reír—. Bueno, no en tu caso, supongo; pero en el mío seguro que sí.

No tenía respuesta. Sólo de imaginarme a Xavier haciéndose mayor, obligado a trabajar un día sí y otro también para mantener a una familia hasta la muerte, me daban ganas de llorar. Yo quería que su vida fuera más fácil y que la pasara conmigo.

—Lo siento —murmuré.

Él deslizó su silla para acercarse más.

—No lo sientas. Yo preferiría mucho más hacer esto…

Se inclinó y me besó el pelo, deslizando lentamente los labios hasta encontrar mi barbilla y, finalmente, mi boca.

—Preferiría mucho más pasarme todo el tiempo hablando contigo, estando a tu lado, descubriéndote —añadió—. Pero aunque me haya metido en esta locura, eso no significa que pueda abandonar todos mis otros planes. No podría, por mucho que lo deseara. Mis padres esperan que entre en una universidad de elite. —Frunció el ceño—. Es muy importante para ellos.

—¿Y para ti? —pregunté.

—Supongo que también —respondió—. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

Asentí. Yo sabía bien lo que era tener que cumplir las expectativas de tu familia.

—Has de hacer algo que te satisfaga también a ti —le dije.

—Por eso estoy contigo.

—¿Cómo se supone que voy a estudiar si me sigues diciendo cosas como esta? —me quejé.

—Tengo muchas más guardadas del mismo estilo —dijo, burlón.

—¿A eso dedicas tu tiempo libre?

—Me has pillado. Lo único que hago es prepararme frases para impresionar a las mujeres.

—¿A las mujeres?

—Perdón. A una mujer —rectificó al ver cómo me enfurruñaba—. Una mujer que vale por mil.

—Venga ya, cierra el pico. No trates de arreglarlo ahora.

—Tan misericordiosa —Xavier sacudió la cabeza—, tan compasiva y dispuesta a perdonar.

—No te pases, amigo —le dije, adoptando voz de matón. Xavier bajó la cabeza.

—Te pido perdón… Jo, soy un calzonazos.

Continué con mi tarea de historia mientras él acababa de redactar su informe. Aún le quedaban un montón de deberes, pero al final quedó claro que yo representaba una distracción excesiva. Justo cuando acababa de resolver su tercer problema de trigonometría, noté su mano deslizándose sobre mi regazo. Le di un ligero cachete.

—Continúa estudiando —le dije cuando levantó la vista—. Nadie te ha dado permiso para parar.

Sonrió y escribió algo al pie de la hoja. Ahora la solución decía:

Halla x si (x)=2sen3x, sobre el dominio —22>x>22

x=Beth

—¡Para de hacer el tonto!

—¡De eso nada! ¡Es la verdad! Tú eres mi solución para todo —replicó—. El resultado final siempre eres tú. X siempre es igual a Beth.

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