19

Entre los Wood

Me tenía inquieta la perspectiva de conocer el sábado a la familia de Xavier. Ya me había invitado varias veces y no podía negarme sin dar la impresión de que no tenía el menor interés. Además, él no iba a aceptar un no por respuesta.

No es que yo no quisiera conocerlos; pero más bien me daba terror la reacción que pudieran tener al conocerme a mí.

En el colegio, pasados los nervios del primer día, nunca me había preocupado demasiado la impresión que pudiera causar. Pero en el caso de la familia de Xavier la cosa cambiaba; ellos sí eran importantes. Yo deseaba caerles bien y quería que pensaran que Xavier había salido ganando al conocerme. En definitiva, deseaba contar con su aprobación. Molly me había explicado un sinfín de historias sobre su ex novio, un tal Kyle, a quien sus padres nunca habían mirado con buenos ojos, hasta el punto de no permitirle entrar en su casa. Estaba segura de que el clan de los Wood no se pondría en mi contra hasta ese extremo, pero si no llegaba a gustarles, su influencia podía pesar lo suficiente como para afectar a los sentimientos de Xavier.

El sábado, Xavier apareció con su coche en el sendero cuando apenas faltaban dos minutos para las cinco, tal como habíamos quedado. Nos dirigimos hacia su casa, que se hallaba en la otra punta del pueblo: un trayecto de unos diez minutos. Al llegar a su calle, me zumbaban en el cerebro un centenar de pensamientos negativos. ¿Y si creían que mi palidez natural se debía a una enfermedad o a una adicción a las drogas? ¿Y si pensaban que no estaba a la altura de Xavier y que él se merecía algo mejor? ¿Y qué pasaría si hacía o decía sin querer algo embarazoso, como solía ocurrirme cuando me ponía nerviosa? ¿Y si sus padres, ambos médicos, percibían que había algo raro en mí? ¿No formaba parte de su trabajo darse cuenta de esas cosas? ¿Y si Claire o Nicola pensaban que mi ropa estaba pasada de moda? En realidad, no creía que por ese lado tuviera que haber ningún problema, porque Ivy me había ayudado a elegir el conjunto: un vestido azul marino de crepé con cuello redondo y botones de color crema. En palabras de Molly, elegante y con un toque francés. Pero todo lo demás estaba en el aire y dibujaba un gran interrogante.

—¿Por qué no te relajas? —dijo Xavier cuando me pasé las manos por el pelo y me alisé el vestido por décima vez desde que habíamos salido—. Casi te oigo el corazón desde aquí. Son buena gente, van a la iglesia todos los domingos. Has de gustarles a la fuerza. Y si no fuera así, lo cual es imposible, no te darías ni cuenta. Pero te van a adorar; ya te adoran.

—¿Qué quieres decir?

—Les he hablado de ti y se mueren por conocerte desde hace tiempo —dijo—. O sea que deja de comportarte como si fueras a encontrarte con el verdugo.

—Podrías ser más comprensivo —repliqué de mal humor—. Tengo motivos para preocuparme. ¡Eres tan antipático a veces!

Xavier estalló en carcajadas.

—¿Me has llamado antipático?

—Por supuesto. ¡Te importa un bledo que esté nerviosa!

—Claro que me importa —dijo, armándose de paciencia—. Pero te estoy diciendo que no tienes por qué preocuparte. Mi madre ya es tu fan número uno y todos esperan con emoción el momento de conocerte. Durante un tiempo albergaron la sospecha de que eras una invención mía. Te lo cuento para que te sientas mejor, porque me importa cómo te sientes, y ahora exijo que retires ese insulto. No puedo seguir viviendo con el estigma de haber sido tildado de «antipático».

—Lo retiro. —Me eché a reír—. Pero eres un zopenco.

—Mi autoestima está sufriendo hoy un rapapolvo —dijo, meneando la cabeza—. Primero antipático, ahora zopenco… Esto supongo que me convierte en un zopenco antipático.

—Es que estoy nerviosa. —Se me borró la sonrisa—. ¿Y si me comparan con Emily? ¿Y si no creen que esté a su altura?

—Beth. —Xavier tomó mi rostro entre sus manos y me obligó a mirarlo—. Eres una persona increíble. Eso lo verán de entrada. Además, a mi madre no le gustaba Emily.

—¿Por qué?

—Era demasiado impulsiva.

—¿En qué sentido? —pregunté.

—Tenía problemas —contestó Xavier—. Sus padres estaban divorciados, ella no veía a su padre y a veces hacía cosas sin pensárselas. Yo siempre estaba ahí para mantenerla a salvo, gracias a Dios, pero esa manera de ser no le granjeó demasiadas simpatías entre mi familia.

—Si pudieras cambiar el destino y tenerla otra vez contigo, ¿lo harías? —pregunté.

—Emily está muerta —respondió—. Así han sido las cosas. Luego apareciste tú. Tal vez entonces estaba enamorado de ella, pero ahora estoy enamorado de ti. Y si volviera mañana, seguiría siendo mi mejor amiga, pero tú serías mi novia igualmente.

—Perdona, Xav —murmuré—. A veces tengo la sensación de que sólo estás conmigo porque perdiste a la chica para la que estabas predestinado.

—¿Pero es que no te das cuenta, Beth? —insistió—. Mi destino no era estar con Em; mi destino era amarla y perderla. Tú eres la persona para la que estoy predestinado.

—Creo que ahora lo entiendo. —Cogí su mano y se la apreté un poco—. Gracias por explicármelo. Ya sé que parezco una cría.

Él me guiñó un ojo.

—Una cría adorable.

En casa de Xavier todo tenía un aire confortable. Era un edificio grande y bastante nuevo, de estilo neogeorgiano, con setos pulcramente recortados y una puerta principal reluciente flanqueada de columnas. Adentro, las paredes estaban pintadas de blanco y había parquet de madera en el suelo. La parte delantera, con un lujoso salón, estaba reservada a los invitados, mientras que el espacio diáfano de detrás, que se abría a una terraza con piscina, era donde pasaba la mayor parte del tiempo aquella familia de ocho miembros. Había unos enormes sofás con mullidos cobertores frente a una televisión de pantalla plana montada en la pared. La mesa estada atestada con un surtido de cachivaches de chicas adolescentes; en una esquina había una cesta de ropa doblada y, junto a la puerta trasera, se veían alineados varios pares de zapatillas. En la pared opuesta a la tele había un rincón de juegos con una colección entera de Barbies, camiones y puzles, sin duda pensado para tener entretenidos a los más pequeños. Un gato rojizo se acurrucaba en una canasta.

Quizá tenía que ver con el olor a comida que había en el aire o con las voces que resonaban al fondo, pero todo el lugar daba una sensación acogedora a pesar de su tamaño.

Xavier me llevó a una cocina enorme donde su madre trataba frenéticamente de terminar de cocinar y de arreglar la casa al mismo tiempo. Parecía a cien por hora, pero aun así se las arregló para dedicarme una cálida sonrisa cuando entré. Reconocí las facciones de Xavier en las suyas a primera vista. Ambos tenían la misma nariz recta y unos vívidos ojos azules.

—¡Tú debes de ser Beth! —dijo, poniendo una sartén a fuego lento y acercándose para darme un abrazo—. Hemos oído hablar mucho de ti. Yo soy Bernadette, aunque puedes llamarme Bernie como todo el mundo.

—Encantada de conocerla, Bernie. ¿Necesita ayuda? —le pregunté enseguida.

—¡Vaya, eso no se oye muy a menudo por aquí! —respondió.

Me tomó del brazo y me mostró un montón de servilletas que doblar y una pila de platos que secar. El padre de Xavier, que estaba encendiendo la barbacoa en la terraza, bajo la sombra de unos toldos triangulares, entró un momento a saludarme. Era un hombre alto y delgado, con una mata de pelo castaño y gafas redondas de profesor. Ahora entendía de dónde le venía a Xavier su estatura.

—¿Ya la habéis puesto a trabajar? —dijo con una risotada, estrechándome la mano y presentándose como Peter.

Xavier me dio un apretón en el hombro y salió para ayudar a su padre con la barbacoa. Mientras ponía la mesa con Bernie, observé el maravilloso desorden doméstico que reinaba en la casa. Había un partido de béisbol en la televisión y oía ruido de pasos arriba, y también las notas de una pieza sencilla de clarinete que alguien debía de estar ensayando. Bernie se afanaba a mi lado, poniendo fuentes sobre la mesa. Era todo deliciosamente cotidiano y normal.

—Perdona el desbarajuste —me dijo, disculpándose—. El otro día fue el cumpleaños de Jasmine y está todo manga por hombro.

Sonreí. No me importaba que imperase el desorden. Para mi sorpresa, me sentía como en casa.

—¡Te dije que no tocases mis cuchillas de afeitar! —gritó una chica mientras bajaba ruidosamente las escaleras.

Xavier, que había entrado a recoger unos platos, dio un suspiro exagerado.

—Ahora sería el momento si quieres escapar —susurró.

—¡Por el amor de Dios, tienes un paquete entero! ¡Deja ya de lloriquear! —replicó otra voz.

—Era la última y ahora ha quedado impregnada de tus células asquerosas. —Sonó un violento portazo y apareció una chica de rizos castaños recogidos con una cinta. Llevaba unos pantalones cortos de licra, como si acabase de hacer deporte, y un top rojo sin mangas—. Mamá, ¿quieres decirle a Claire que no se meta más en mi habitación?

—¡No he entrado en tu habitación! ¡Te la has dejado en el baño! —gritó Claire desde detrás de la puerta.

—¿Por qué no te largas de una vez y te vas a vivir con Luke? —le replicó a voz en cuello su hermana.

—¡Lo haría si pudiera, créeme!

—¡Te odio! ¡No hay derecho!

De repente la chica pareció advertir mi presencia y dejó de gritar para examinarme de arriba a abajo.

—¿Quién es esta? —preguntó con brusquedad.

—¡Nicola! —la reprendió su madre—. ¿Dónde están tus modales? Es Beth. Beth, acércate, esta es mi hija de quince años, Nicola.

—Encantada de conocerte —dijo de mala gana—. Aunque no entiendo cómo se te ocurre salir con él —añadió, señalando con la cabeza a Xavier—. Es un pringado total y sus chistes dan pena.

—Nicola está atravesando ahora mismo la crisis de la adolescencia y ha perdido el sentido del humor —me explicó Xavier—. De lo contrario, apreciaría mi ingenio.

Nicola le dirigió una mirada asesina. Yo me vi liberada de hacer comentarios porque en ese momento hizo su entrada la hermana mayor, Claire. Tenía el pelo liso como Xavier y le caía suelto sobre los hombros. Llevaba una chaqueta de punto negra y botas altas. A pesar del duelo de berridos al que acababa de asistir, se le veía en la cara que era simpática.

—Uau, Xavier, ¡no nos habías dicho que Beth fuera tan despampanante! —dijo, acercándose y dándome un abrazo.

—En realidad sí lo dije —replicó Xavier.

—Pues no te creímos. —Claire se echó a reír—. Hola, Beth, bienvenida al zoológico.

—Enhorabuena por tu compromiso —dije.

—Gracias, aunque es un momento muy desquiciante, no sé si Xavier te habrá puesto al corriente. Ayer mismo recibí una llamada de la empresa de cátering diciendo…

Xavier sonrió y nos dejó que siguiéramos charlando. No es que yo tuviera mucho que decir, pero Claire hablaba por los codos de la organización de la boda y, por mi parte, la escuchaba encantada. Me intrigaba que una ocasión tan feliz tuviera que ser tan complicada. Según ella, todo lo que podía salir mal estaba saliendo mal, y no dejaba de preguntarse si habría roto un espejo o algo así para merecer tan mala suerte.

Bernie entró en la cocina buscando a Xavier, que se asomó por la puerta trasera con unas tenazas en la mano.

—Xavier, cariño, sube un momento y haz bajar a los pequeños para que conozcan a Beth. Están viendo El rey león. —Bernie se volvió hacia mí—. Es la única manera de tenerlos tranquilos un rato.

Xavier me guiñó un ojo y desapareció por el pasillo. Al cabo de dos minutos, lo oí bajar por la escalera; sus pasos rápidos y firmes seguidos de otros más livianos, de piececitos descalzos bajando en tropel. Madeline y Michael eran los más pequeños: rubios, con grandes ojos castaños y la cara manchada de chocolate. Jasmine, que acababa de cumplir nueve años, era una niña muy seria de enormes ojos azules. Llevaba el pelo largo, al estilo de Alicia en el País de las Maravillas, recogido con una cinta de raso.

—¡Beth! —exclamaron Michael y Madeline, tras un breve instante de timidez. Vinieron corriendo y, tomándome cada uno de una mano, me arrastraron al rincón de juegos. Bernie no sabía muy bien si permitir aquel asalto, pero a mí no me importaba. Siempre me habían gustado las almas infantiles, y aquello venía a ser lo mismo, sólo que con más alboroto.

—¿Jugarás con nosotros? —me rogaron.

—Ahora no —dijo Bernie—. Esperad a que terminemos de cenar para molestar a la pobre Beth.

—Yo me siento a su lado —anunció Michael.

—No, me siento yo —dijo Madeline, dándole un empujón—. Yo la he visto primero.

—¡No, señora!

—¡Sí, señor!

—Eh, eh. Los dos podéis sentaros al lado de Beth —dijo Claire, agarrándolos y haciéndoles cosquillas.

De pronto noté a mi lado la presencia de una figura menuda. Jasmine me miraba desde abajo con sus grandes ojos claros.

—Hacen mucho ruido —murmuró—. A mí me gusta el silencio.

Xavier, que acababa de entrar, se rio y le alborotó el pelo.

—Esta es muy pensativa —dijo—. Siempre en las nubes con las hadas.

—Yo creo en las hadas —dijo Jasmine—. ¿Y tú?

—Desde luego —respondí, arrodillándome junto a ella—. Yo creo en todas esas cosas: hadas, sirenas y ángeles.

—¿En serio?

—Sí. Y entre tú y yo: las he visto.

Jasmine abrió mucho los ojos, y también su boquita de labios rosados.

—¿De veras? Ojalá pudiera verlas.

—Claro que puedes. Sólo tienes que mirar con mucha atención. A veces las encuentras donde menos te lo esperas.

Cuando llegó el momento de sentarse a cenar descubrí que Bernie y Peter habían preparado un festín, pero me entró una repentina inquietud al ver todas aquellas fuentes de carne de cerdo, salchichas y costillas asadas en la barbacoa. Xavier debía de haber olvidado decirles que yo no comía carne. No era tanto una cuestión ética, sino sencillamente que nuestra constitución no toleraba bien la carne. Nos resultaba difícil digerirla y nos dejaba aletargados. Pero incluso de no haber sido así, yo no habría querido probarla. La sola idea me revolvía el estómago. Y sin embargo, se habían tomado tantas molestias que no conseguía reunir el valor para decírselo.

Por suerte, no tuve que hacerlo yo.

—Beth no come carne —dijo Xavier sin darle mayor importancia—. ¿No os lo había dicho?

—¿Por qué no? —preguntó Nicola.

—Busca «vegetariano» en el diccionario —replicó en plan sarcástico.

—No importa, cielo —dijo Bernie, tomando mi plato y llenándolo de patatas, verduras asadas y ensalada de arroz—. No hay problema. —Y siguió echando aunque el plato ya estaba repleto.

—Mamá… —Xavier se lo quitó de las manos y me lo puso delante—. Me parece que ya tiene de sobras.

Una vez servido todo el mundo, vi que Nicola cogía sin más el tenedor. Ya se disponía a tomar un bocado de arroz cuando su madre la detuvo con una mirada fulminante.

—Xavier, cariño, ¿quieres bendecir la mesa?

Nicola dejó caer el tenedor adrede con gran estrépito.

—Chist… —susurró Jasmine.

Toda la familia bajó la cabeza. Claire sujetó a Madeline y Michael para que se estuvieran quietos.

Xavier se persignó.

—Demos gracias al Señor por los alimentos que vamos a recibir. Y tengamos presentes, por amor a Jesús, a los que pasan necesidad. Amén.

Al terminar, levantó la vista y me miró una fracción de segundo a los ojos antes de dar un sorbo de soda. Había en su mirada un entendimiento y una lealtad hacía mí tan profunda que me dio la sensación de que nunca lo había amado tanto.

—Bueno, Beth —dijo Peter—, Xavier nos ha contado que te has trasladado aquí con tu hermano y tu hermana.

—Exacto —asentí. Ya notaba que se me atragantaba la comida ante la cuestión inevitable: «¿Y qué me dices de tus padres?». Pero la pregunta no llegó a producirse.

—Me encantaría conocerlos —se limitó a decir Bernie—. ¿También son vegetarianos?

Sonreí.

—Lo somos los tres.

—Qué raro —dijo Nicola.

Bernie la taladró con la mirada, pero Xavier se echó a reír.

—Ya descubrirás que el mundo está lleno de vegetarianos, Nic —le dijo.

—¿Tú eres novia de Xavier? —intervino Michael, mientras mareaba las alubias por el plato y las pinchaba con el tenedor.

—No juegues con la comida —le dijo Bernie, pero Michael no la escuchaba. Me miraba fijamente, aguardando una respuesta.

Me volví hacia Xavier, sin saber lo que debía o no debía decir delante de su familia.

—¿Verdad que tengo suerte? —le dijo él a su hermanito.

—Uf, ahórranos los… —empezó Nicola, pero Claire la silenció de un codazo.

—Yo voy a echarme novia pronto —declaró Michael, muy serio.

Todos se pusieron a reír.

—Tienes tiempo de sobras, hijito —dijo su padre—. No hay prisa.

—Pues yo no quiero ningún novio, papi —opinó Madeline—. Los chicos son sucios y dejan todo hecho un asco cuando comen.

—Me figuro que los de seis años, sí. —Xavier sofocó una risita—. Pero no te preocupes, luego mejoran.

—Aun así no quiero ninguno —insistió Madeline, enojada.

—Yo te apoyo —dijo Nicola.

—¿Pero qué dices? ¡Si tú tienes novio! —exclamó Xavier—. Aunque en tu caso sea casi lo mismo que seguir soltera.

—Cierra el pico —le soltó Nicola—. Y no tengo novio desde hace dos horas, para que te enteres.

A nadie pareció preocuparle saberlo, salvo a mí.

—¡Ay, qué mala noticia! —dije—. ¿Estás bien?

Claire soltó una risotada.

—Ella y Hamish rompen una vez a la semana por lo menos —me explicó—. Se reconcilian cuando se acerca el sábado.

Nicola se puso de morros.

—Esta vez es definitivo. Y estoy bien, Beth, gracias por preguntarlo —añadió, abarcando a todos los demás con una mirada furibunda.

—Nic será una solterona —dijo Michael con una risita.

—¿Qué? —explotó ella—. ¿Cómo sabes siquiera lo que significa esa palabra? ¡Sólo tienes cuatro años!

—Lo dijo mami —respondió Michael.

Bernie tosió y casi se atragantó con la comida. Peter y Xavier se taparon con la servilleta para disimular la risa.

—Gracias, Michael —dijo Bernie—. Lo que quería decir es que tal vez deberías reconsiderar tu modo de tratar a la gente si quieres que sigan a tu lado. No hace falta enfadarse todo el rato.

—¡Yo nunca me enfado! —Nicola dejó el vaso de golpe sobre la mesa, derramando parte de su contenido.

—A Hamish le tiraste la pelota de tenis a la cabeza —dijo Claire.

—¡Porque me había dicho que mi vestido era demasiado corto! —gritó Nicola.

—¿Y qué? —preguntó Xavier.

—Que se lo tenía que haber callado. Era un comentario fuera de lugar.

—Ya. Y por eso merecía que le reventaras los sesos con una pelota de tenis —asintió Xavier—. Totalmente lógico.

—Encuentro muy agradable tener al fin a una chica invitada en casa —dijo Bernie para zanjar la disputa—. Luke y Hamish vienen continuamente, pero es algo muy especial que Beth haya venido esta noche.

—Gracias —dije—. Me alegro mucho de estar aquí.

Sonó el teléfono móvil de Claire y ella se excusó y fue a atender la llamada. Volvió unos segundos después, tapando el auricular con la mano.

—Es Luke. Se ha retrasado un poco, pero ya no tardará. —Hizo una pausa—. Sería más sencillo si pudiera quedarse a dormir.

—Ya sabes lo que tu padre y yo pensamos al respecto —le dijo Bernie—. Hemos tenido esta conversación otras veces.

Claire se volvió implorante hacia su padre, que simuló estar absorto en su plato.

—No depende de mí —musitó, avergonzado.

—¿No va siendo hora de aflojar un poco? —le dijo Xavier a su madre—. Ya han fijado fecha y todo.

Bernie se mantuvo inflexible.

—No es apropiado. Imagínate el ejemplo que daría así.

Xavier se agarró la cabeza con las manos.

—Podría dormir en la habitación de invitados.

—¿No te estarás ofreciendo para montar guardia toda la noche? No, ya me lo parecía. Mientras viváis bajo este techo, las normas las fijarán vuestros padres.

Xavier soltó un gruñido, dando a entender que ya había oído aquel discursito otras veces.

—No hace falta reaccionar así —dijo Bernie—. He criado a mis hijos de acuerdo con ciertos valores, y el sexo antes del matrimonio no se consiente en esta familia. Espero que tú, Xavier, no hayas cambiado de opinión al respecto.

—¡Desde luego que no! —proclamó él con exagerada seriedad—. ¡La sola idea me repugna!

Sus hermanas no pudieron contenerse y sus carcajadas aliviaron un poco el ambiente. Enseguida se unieron a ellos los pequeños, que no tenían ni idea de qué se reían, pero no querían quedarse al margen.

—Perdona, Beth —dijo Claire cuando recuperó el aliento—. Mamá nos suelta un discursito de tanto en tanto, aunque nunca se sabe cuándo va a tocar.

—No tienes por qué disculparte, querida. Estoy segura de que Beth comprende lo que digo. Parece una persona responsable. ¿Es religiosa tu familia?

—Mucho —dije, sonriendo—. Creo que congeniará con ellos.

Durante el resto de la noche hablamos de cosas más inofensivas. Bernie me hizo un montón de preguntas siempre discretas sobre mis intereses en el colegio y mis sueños para el futuro. Xavier ya había previsto que la conversación tomaría esos derroteros y yo había ensayado las respuestas con antelación. Claire trajo a la mesa un ejemplar de Novias y me pidió mi opinión sobre una infinidad de vestidos y de pasteles de boda. Nicola se hacía la enfurruñada y soltaba comentarios sarcásticos cuando se dirigían a ella. Los pequeños vinieron a sentarse en mi regazo a la hora de los postres y Peter empezó a contar lo que Jasmine llamaba los «chistes de papá». Xavier permanecía a mi lado muy satisfecho, con un brazo sobre mis hombros, y metía baza en la conversación de vez en cuando.

Yo jamás había vivido una experiencia tan parecida a la vida terrenal normal y corriente, y disfruté cada minuto de aquella noche. La familia de Xavier, pese a sus pequeñas trifulcas, parecía tremendamente unida, cariñosa y humana, y yo me moría de ganas de compartir un don tan precioso. Ellos conocían mutuamente sus virtudes y sus flaquezas, y se aceptaban sin restricciones. Me maravillaba lo sinceros que eran y lo mucho que sabían unos de otros; incluso las minucias más insignificantes, como sus helados o sus películas favoritas.

—¿Vale la pena la nueva peli de James Bond? —preguntó Nicola en un momento dado.

—No te gustará, Nic —contestó Xavier—. Demasiada acción para ti.

Gabriel, Ivy y yo compartíamos un vínculo de confianza, pero no nos conocíamos hasta tal punto. La mayoría de nuestras reflexiones las hacíamos para nuestros adentros y no las manifestábamos, quizá porque a nosotros no se nos exigía que tuviéramos una personalidad propia y definida y porque, por lo tanto, no dedicábamos tiempo a desarrollarla. Como espectadores que éramos, no teníamos decisiones que tomar ni dilemas morales que resolver. Haber alcanzado la unión con el universo significaba que no necesitábamos mantener conexiones personales. El único amor que se suponía que sentíamos era general y abarcaba a todos los seres vivientes.

Advertí con una punzada que estaba empezando a sentirme más identificada con los humanos que con mi propia estirpe. Los humanos parecían querer conectarse profundamente unos con otros; temían y ansiaban a la vez la intimidad. En una familia era imposible guardar secretos. Si Nicola estaba de mal humor, todo el mundo se enteraba. Si su madre se llevaba una decepción, sólo tenían que mirarle la cara para notarlo. Tratar de fingir allí era una pérdida de tiempo y de energía.

Al terminar la velada, sentía un enorme agradecimiento hacia Xavier. Haberme permitido conocer a su familia era uno de los mayores regalos que podía haberme hecho.

—¿Cómo te sientes? —me preguntó al dejarme en casa.

—Agotada —reconocí—. Pero feliz.

Esa noche pensé una cosa que nunca se me había ocurrido hasta entonces. El comentario de Bernie sobre el sexo antes del matrimonio me había tocado la fibra sensible. No ignoraba que nosotros dos podíamos mantener relaciones sexuales, porque yo había asumido forma humana y estaba capacitada para entablar cualquier tipo de interacción física. Pero ¿cuáles serían las consecuencias de semejante acto?

Decidí abordar el tema con Ivy. Aunque no aquella noche. No quería arruinar mi excelente estado de ánimo.




20

Señal de peligro

Abrí la puerta de la clase de literatura y lo primero que vi fue a Jake Thorn sentado con desparpajo en el borde del escritorio de la señorita Castle. La miraba fijamente a los ojos y ella estaba muy ruborizada. Comprendí que no me habían oído entrar porque ninguno de los dos se volvió. Jake llevaba su lustroso pelo oscuro peinado hacia atrás y se le veían los pómulos más afilados que nunca. Sus ojos verdes se clavaban en la señorita Castle con la sugestión hipnótica de una serpiente a punto de lanzarse al ataque. Había una rosa roja en el escritorio, y sólo entonces advertí que él había posado suavemente su mano esbelta sobre la de ella. No se oía ningún ruido en el aula, únicamente la respiración entrecortada de la señorita Castle.

—Esto es del todo inapropiado —susurró.

—¿Según qué ley? —Jake hablaba con voz grave y aplomada.

—La del colegio, para empezar. ¡Eres alumno mío!

Él soltó una risita.

—Ya soy bastante mayor. Lo suficiente para tomar mis propias decisiones.

—¿Y si nos descubren? Perderé mi puesto, nunca más podré trabajar como profesora. Yo…

Oí que sofocaba un grito y vi que Jake le ponía un dedo en los labios y le recorría lentamente la garganta hasta la base del cuello.

—Podemos ser discretos.

Cuando ya se inclinaba sobre ella, y la señorita Castle cerraba los ojos, sonó un tremendo porrazo a mi espalda, seguido de una sarta de maldiciones. A Ben, que acababa de llegar, se le había enganchado la mochila en la puerta. Jake se apartó del escritorio con agilidad felina, mientras la señorita Castle, totalmente aturdida, se apresuraba a revolver sus papeles y alisarse el pelo.

—Hola —gruñó Ben al pasar por mi lado, sin percatarse de la escena que acababa de interrumpir. Se desplomó en su silla y escrutó el reloj con el ceño fruncido—. Ni siquiera es tarde.

Me senté detrás de él mientras iban llegando los demás y miré fijamente mi pupitre. Alguien, raspando la superficie, había escrito: «La literatura está muerta. La muerte es una mierda». No quería mirar a Jake; estaba consternada. Pero sabía que no tenía derecho a estarlo: Jake había cumplido los dieciocho, podía insinuarse a quien quisiera. Y además, no era asunto mío.

Debería haber previsto que él no iba a permitir que me hiciera la distraída. En efecto, se deslizó en el asiento contiguo.

—Hola —dijo con voz almibarada. Sus ojos resultaban aún más cautivadores que su voz. Cuando los miraba de frente, me costaba desviar la vista.

Las cosas estaban cambiando en Bryce Hamilton. No era fácil precisar qué era lo que había cambiado, ni cuándo, pero el colegio parecía distinto. Ahora se percibía más cohesión donde al principio sólo había disparidad. Nunca había participado la gente con tanto entusiasmo en las actividades escolares y, a juzgar por los carteles que habían aparecido por todas partes, la concienciación sobre temas globales iba en aumento. Yo no podía atribuirme ningún mérito por esas mejoras; había estado demasiado ocupada adaptándome al ambiente y conociendo a Xavier como para pensar en nada más. No: el cambio se debía enteramente a la influencia de Gabriel e Ivy.

Desde el principio, la gente de Venus Cove había reconocido la voluntad de Ivy de ayudar a los demás. Aunque ella no asistía a clases, sí venía al colegio en busca de apoyo para una serie de causas que iban desde los derechos de los animales a la protección del medio ambiente. Hacía campaña con su discreción habitual; no necesitaba gritar para transmitir sus argumentos. En Bryce Hamilton la habían invitado a hablar en las asambleas para informar de las campañas y cuestaciones con fines caritativos que se organizaban en el pueblo. Si se montaba una feria de repostería, un túnel de lavado o un concurso de Miss Venus Cove para recoger fondos, era Ivy la que solía estar detrás. Parecía haber creado por sí misma todo un programa de servicios sociales en el pueblo, y había un grupo reducido pero creciente de voluntarios que se habían sumado para echar una mano los miércoles por la tarde. El colegio había introducido incluso, como alternativa a las actividades deportivas de la tarde, un programa de voluntariado que consistía en colaborar con las organizaciones caritativas locales, haciéndoles la compra a los ancianos de la comunidad o trabajando en el comedor popular de Port Circe. Algunos, hay que reconocerlo, simulaban interés sólo para acercarse a Ivy, pero la mayoría se sentían genuinamente estimulados por su dedicación.

A falta de dos semanas para el baile de promoción, sin embargo, todos los proyectos y servicios sociales habían quedado provisionalmente aparcados. Las chicas se hallaban en un estado que bordeaba la obsesión. Costaba creer que el tiempo hubiera pasado tan deprisa. Parecía que hubiera sido ayer cuando Molly había marcado la fecha con un círculo en mi agenda mientras me afeaba mi falta de entusiasmo. Para mi sorpresa, descubrí que ahora yo esperaba la gran noche tan ansiosa como las demás. Aplaudía y daba chillidos como ellas cuando salía el tema y me tenía sin cuidado parecer pueril.

Un viernes, después de clase, me encontré con Molly y las demás frente al colegio para emprender aquella expedición de compras a Port Circe que llevábamos tanto tiempo planeando. Port Circe, que quedaba al sur, a media hora en tren, era una población considerablemente más grande —tendría unos doscientos mil habitantes— y buena parte de la gente que vivía en Venus Cove se desplazaba allí a diario para trabajar. Los adolescentes, por su parte, solían ir de compras o intentaban colarse en las discotecas con documentos falsos.

Gabriel me había dejado una tarjeta de crédito, recomendándome que fuese sensata y que no olvidara la irrelevancia de todos los bienes materiales. Sin duda intuía el peligro que representaban un puñado de adolescentes sueltas con una tarjeta de crédito, pero no tenía por qué preocuparse porque yo no creía que fuera a encontrar nada que me convenciera. Mis gustos en cuestión de ropa eran exigentes y me había hecho una idea muy clara de cómo quería presentarme la noche del baile. Había puesto el listón bastante alto. Esa noche, al menos, quería parecer y sentirme como un ángel en la Tierra.

Estaba un poco nerviosa cuando nos dirigimos a la estación por la calle principal. Era mi primera experiencia en un medio de transporte público. Aunque me hiciera ilusión, no podía evitar sentirme un poco intimidada. Cuando llegamos, seguí a las demás por un paso subterráneo y subí a un andén de aspecto anticuado. Hicimos cola frente a la taquilla y le compramos los billetes al hombre de bigotes grises que había tras la ventanilla. El tipo meneó la cabeza ante al alboroto que armaban las chicas, pero yo le dediqué una amplia sonrisa mientras me guardaba el billete en el monedero.

Fuimos a sentarnos en los bancos de madera alineados a lo largo del andén y aguardamos a que llegara el expreso de las cuatro y cuarto. Las chicas no paraban de charlar y de teclear mensajes a velocidad supersónica para quedar con los chicos del colegio Saint Dominique de Port Circe. Molly dijo que estaba muerta de sed y se compró una lata de cola light en una máquina expendedora. Yo seguí tranquilamente sentada hasta que la llegada del tren me provocó un tremendo sobresalto.

Al principio no fue más que un sordo retumbo, como un trueno lejano. Pero luego fue cobrando fuerza progresivamente y enseguida todo el andén se puso a vibrar bajo mis pies. Súbitamente, el tren surgió de una curva traqueteando a tal velocidad que me pregunté si el maquinista sería capaz de frenar. Me levanté de un salto sin poder contenerme y me pegué contra la pared del andén mientras los vagones, que no parecían nada estables, aminoraban la marcha ruidosamente hasta detenerse. Todas me miraron boquiabiertas.

—¿Qué haces? —me preguntó Taylah, mirando alrededor avergonzada por si alguien había presenciado mi numerito.

Yo examiné el tren con desconfianza.

—¿Se supone que ha de hacer tanto ruido?

Se abrieron las puertas metálicas y salió una oleada de gente. En uno de los vagones las puertas volvieron a cerrarse de golpe, pillándole a un hombre los faldones del abrigo. Solté un grito y las chicas estallaron en carcajadas. El hombre aporreó la ventanilla hasta que abrieron de nuevo y se alejó airado, lanzándonos una mirada furibunda.

—Ay, Beth —farfulló Molly, agarrándose la barriga y todavía partiéndose de la risa—. Cualquiera diría que nunca habías visto un tren.

Aquella mastodóntica hilera de cajones metálicos interconectados, más que un sistema fiable de transporte, me parecía un arma de destrucción masiva.

—No parece nada seguro —dije.

—¡No seas boba! —Molly me agarró de la muñeca y me arrastró hacia la puerta abierta—. ¡Se nos va a escapar!

El interior del tren no estaba tan mal. Molly y las demás chicas se lanzaron sobre una hilera de asientos, sin hacer ningún caso de las miradas irritadas de los pasajeros que había al lado. Mientras nos dirigíamos traqueteando a Port Circe, me incorporé en mi asiento y observé a la gente. Me sorprendió la gran variedad de personas que usaban el transporte de masas: desde ejecutivos trajeados hasta colegiales sudorosos, e incluso una anciana vagabunda que llevaba unas pantuflas ribeteadas de felpa. No me resultaba agradable verme rodeada por toda aquella gente y sentirme casi expulsada del asiento cada vez que el tren paraba con una sacudida, pero me dije que debía agradecer todas las experiencias humanas que pudiera almacenar. Todo aquello concluiría demasiado pronto.

Al llegar a nuestra parada, nos unimos al gentío que se abría paso a empujones para bajar del tren y salir a la plaza principal de Port Circe. Ciertamente, aquello no tenía nada que ver con el ambiente adormilado de Venus Cove. Las calles, flanqueadas de árboles, eran amplias y en el horizonte se dibujaba la silueta de los rascacielos y de las agujas de las iglesias. Molly se empeñó en serpentear entre el tráfico congestionado en lugar de cruzar por los pasos de peatones. Había gente de compras por todas partes. Vimos a un vagabundo de barba blanca sentado en las escalinatas de la catedral; tenía profundas arrugas alrededor de los ojos, llevaba sobre los hombros una manta gris del ejército y golpeaba una taza de hojalata. Hurgué en el bolsillo buscando alguna moneda, pero Molly me detuvo.

—No debes acercarte a gente como esa —me dijo—. Es peligroso. Seguramente es drogadicto o algo así.

—¿A ti te parece que tiene pinta de drogadicto? —objeté.

Molly se encogió de hombros y siguió caminando, pero yo retrocedí para ponerle al hombre en la mano un billete de diez dólares. Él me agarró del brazo.

—Dios te bendiga —dijo.

Cuando alzó el rostro, vi que era ciego.

Las chicas decidieron que debíamos dividirnos. Unas se fueron a una pequeña tienda de una calleja adoquinada que salía de la plaza principal, mientras que Molly, Taylah y yo entramos directamente en unos grandes almacenes con puertas de cristal giratorias y un suelo de mármol ajedrezado. Me alegraba librarme un rato del ajetreo de la calle. Alcé la cabeza hacia la rejilla del aire acondicionado con alivio.

—Esto es Madisons —me explicó Molly como si hablase con un marciano—. Venden una gran variedad de productos en sus distintas plantas.

—Gracias, Molly, creo que me hago una idea. ¿Dónde queda la sección de mujer?

—¿Estás de broma? No vamos a pisarla, eso es para pringadas. Nosotras vamos a Mademoiselle, en la tercera planta. Tienen cosas increíbles, te lo aseguro, y mucho más baratas que en esas boutiques tan exclusivas. Sólo porque a Megan le salga el dinero de las orejas…

Hicieron falta dos horas revisando percheros, y la ayuda de dos dependientas muy pacientes, para que Molly y Taylah encontraran finalmente unos vestidos de su gusto. Eso sí, recorrieron todos los percheros sin dejarse uno, desechando docenas de conjuntos porque les parecían demasiado anticuados, descocados, formales, ñoños o no lo bastante sexis. Olvidando que ya lo habían discutido otras veces, se enzarzaron en un interminable debate sobre la longitud ideal del vestido. Por lo visto, justo por encima de la rodilla era demasiado de colegiala; por debajo resultaba geriátrico y a media pantorrilla sólo lo llevaban las chicas que se compraban la ropa en las tiendas de segunda mano. Lo cual no dejaba más que dos opciones aceptables: o mini o hasta el suelo, sin intermedio posible. Y a fe que lo discutieron como si fuese un asunto de trascendencia nacional, aunque la cosa se extendió para abarcar otras materias anexas: con volantes o sin volantes, sin tirantes o sin espalda ni mangas, de satén o de pura seda. Yo las seguía de aquí para allá como sonámbula, procurando mantener su ritmo y no demostrar lo agotada que estaba.

Tras lo que pareció una deliberación inacabable, Taylah se decidió por un vestido corto y sin espalda de tafetán color melocotón, con los bajos abombados. Era ideal para exhibir sus piernas torneadas, aunque le diera todo el aspecto de un pastelito de hojaldre, a mi entender.

Vi un modelito que me pareció que le sentaría perfecto a Molly y se lo señalé. La dependienta coincidió conmigo en el acto.

—Ese color le sentaría de maravilla —le dijo a Molly.

—Es precioso —asintió ella.

—Bueno, ¿a qué esperas? —dijo Taylah—. Pruébatelo.

Al cabo de unos minutos, Molly salió del probador como si hubiera experimentado una transformación y dejado de ser una colegiala desgarbada para convertirse en una diosa. Incluso algunas clientas se pararon para admirarla. Hicimos que se girase para examinarla desde todos los ángulos. Era un vestido largo de estilo griego, con el hombro desnudo y una fina tira dorada. La tela envolvía con suaves pliegues su figura sinuosa y se derramaba luego como un líquido hasta el suelo. Pero lo más increíble era el color: un bronce deslumbrante que se irisaba según cómo le daba la luz. Entonaba con el matiz rojizo de sus rizos y realzaba su cutis rosado.

—Uau… —resopló Taylah—. Creo que hemos encontrado tu vestido. Tú y Ryan vais a hacer una pareja impresionante.

—¿Cómo?, ¿te lo ha pedido? —le pregunté.

Molly asintió.

—Le ha costado, pero sí.

—¿Por qué no me lo habías contado? —le dije.

—Tampoco es que sea una noticia bomba.

—¿Bromeas? —exclamó Taylah—. Llevas varias semanas hablando de él. Ahora sí que es perfecto. Tienes todo lo que querías.

—Eso creo —asintió ella, aunque no se la veía tan entusiasmada como siempre. ¿Estaría pensando aún en Gabriel? Tal vez Molly estaba cambiando, y Ryan Robertson, con toda su planta y sus músculos, ya no podía satisfacerla.

Para Taylah y Molly había concluido la búsqueda angustiosa y el alivio se reflejaba claramente en sus caras. Los zapatos y demás accesorios podían esperar; ya habían encontrado unos vestidos que les venían a la perfección. En cuanto a mí, yo no había visto nada ni remotamente atractivo. Todos los vestidos me parecían más o menos iguales: o demasiado recargados y cubiertos de lazos y lentejuelas, o totalmente insulsos. Yo quería algo sencillo y llamativo a la vez, algo que me permitiera destacar entre la multitud y que dejara sin aliento a Xavier. No era nada fácil y no veía muchas posibilidades de conseguirlo. En parte me avergonzaba un poco de mi vanidad recién adquirida, pero mis deseos de impresionar a Xavier se imponían.

—¡Venga, Beth! —dijo Molly, cruzando los brazos con expresión obstinada—. ¡Tiene que haber algo que te guste! No nos vamos a ir hasta que lo encuentres.

Traté de protestar, pero ella, ahora que ya tenía resuelto su conjunto, se entregó generosamente a la tarea de encontrar uno para mí. Sólo por su insistencia me probé un vestido tras otro, pero ninguno parecía quedarme bien.

—¡Estás chiflada! —me dijo cuando llevábamos una hora buscando—. ¡A ti todo te queda de fábula!

—Claro, ¡estás tan delgada! —dijo Taylah, rechinando de dientes.

—¡Aquí hay uno! —gritó Molly. Sacó un vestido de blanco satén con una serie de pliegues en abanico—. Una réplica de Marilyn Monroe. ¡Pruébatelo!

—Es precioso —asentí—. Pero no es lo que estoy buscando.

Ella dio un suspiro y tiró el vestido sobre la percha.

Salí de Madisons con un escaso botín: un frasco de esmalte de uñas llamado Whisper Pink y un par de aros de plata de ley. Poca cosa para todo el tiempo y el esfuerzo dedicados.

Nos encontramos con las demás en el café Starbucks. Había varias bolsas de marca esparcidas a sus pies y se les habían unido dos chicos con chaqueta de rayas y la camisa sin remeter.

—Me muero de hambre —proclamó Molly—. Mataría por una de esas galletas gigantes.

Taylah alzó un dedo admonitorio.

—Ensalada y nada más hasta el día del baile —le dijo.

—Tienes razón —gimió Molly—. ¿Se puede tomar café?

—Con leche desnatada y sin azúcar.

Cuando llegué al fin a casa, mi desaliento resultaba difícil de disimular. La expedición de compras no había dado resultado y no sabía dónde iba a encontrar un vestido. Ya había recorrido todas las tiendas de Venus Cove hacía semanas y lo único que me quedaba era un par de almacenes de segunda mano.

—¿No ha habido suerte? —Ivy no parecía sorprendida—. ¿Te has divertido al menos?

—No, la verdad. Ha sido una pérdida de tiempo. Sólo puedes probarte un número limitado de vestidos antes de que todos empiecen a parecerte iguales.

—No te preocupes. Ya encontrarás algo. Aún queda mucho.

—Da igual. No existe lo que yo quiero. Ni siquiera debería molestarme en asistir.

—Venga ya —dijo Ivy—. No puedes hacerle eso a Xavier. Tengo una idea: ¿por qué no me dices qué clase de vestido quieres y te lo hago yo?

—No puedo pedirte una cosa así. Tienes cosas más importantes en que pensar.

—Me apetece hacértelo —insistió ella—. Además, no me costará mucho tiempo; y ya sabes que soy capaz de hacer exactamente lo que deseas.

Tenía razón. Ivy podía convertirse en una diestra modista en cuestión de horas. No había nada de lo que no fueran capaces ella y Gabriel cuando se les metía entre ceja y ceja.

—¿Por qué no dedicamos un rato a mirar revistas a ver si hay algo que te gusta?

—No me hace falta ninguna revista. Lo tengo en la cabeza.

Ella sonrió.

—Está bien. Entonces cierra los ojos y envíamelo.

Cerré los ojos y me imaginé la noche del baile: Xavier y yo tomados del brazo bajo un arco de luces de fantasía. Él con su esmoquin, con su fresca fragancia y un mechón sobre los ojos. Y yo a su lado, con el modelito de mis sueños: un vestido largo de color marfil irisado, con la falda de seda en tono crema y una capa de puntilla antigua. El canesú estaba salpicado de perlas; las mangas, muy ceñidas, tenían una hilera de botones de satén y el cuello, un ribete dorado de capullos de rosa diminutos. La tela parecía entretejida con finísimos rayos de luz y emitía un leve resplandor nacarado. En los pies llevaba unas delicadísimas zapatillas de satén bordado con cuentas.

Miré a Ivy, un poco avergonzada. No era un encargo sencillo precisamente.

—Esto es pan comido —dijo mi hermana—. Te lo puedo hacer en un santiamén.

El lunes, a la hora del almuerzo, me senté sola en la cafetería. Xavier estaba en el entrenamiento de waterpolo, y Molly y las chicas en el comité organizador del baile: tenían una reunión para decidir los últimos detalles de la decoración y la distribución de asientos. Cuando me instalé en una mesa y empecé a comerme mi plato de lechuga, la gente me miró con curiosidad, seguramente por no verme acompañada, pero yo apenas me di cuenta. Como de costumbre, Xavier ocupaba todos mis pensamientos; todavía más cuando no estábamos juntos. Ahora, al sorprenderme contando los minutos que faltaban para volver a verlo, pensé que debería emplear mejor mi tiempo y decidí marcharme a la biblioteca. Aquel era el único sitio del colegio donde resultaba aceptable estar solo. Me propuse dedicar el resto de la hora del almuerzo a estudiar las causas de la Revolución francesa.

Acababa de recoger mis libros de la taquilla y estaba atajando por un angosto corredor cuando oí una voz a mi espalda.

—Hola.

Me di la vuelta y vi a Jake Thorn apoyado en una pared con los brazos cruzados. El pelo lacio y oscuro le enmarcaba la cara, siempre tan pálida, y los labios se le retorcían en una sonrisa sardónica. Ahora ya llevaba el uniforme de Bryce Hamilton, pero con un estilo totalmente personal, o sea, sin la corbata y con el cuello de la camisa alzado, y además con una cazadora gris con capucha, en lugar de la chaqueta. Los pantalones le colgaban holgadamente de sus estrechas caderas, y en vez del calzado reglamentario iba con unos zapatos de piel blanca. Por primera vez me fijé en que lucía un diamante incrustado en la oreja izquierda, además del misterioso colgante alrededor del cuello. Le dio una larga calada a un cigarrillo y exhaló un anillo de humo.

—No deberías fumar aquí —le advertí, mientras me preguntaba cómo podía burlarse con tanto descaro de las normas del colegio—. Te vas a meter en un lío.

—¿En serio? —repuso, fingiendo preocupación—. Pues a este sitio lo llaman el rincón de los fumadores.

—Todavía hay profesores de guardia.

—He descubierto que nunca llegan por aquí. Se limitan a merodear sin alejarse mucho de la sala de profesores, contando los minutos para poder regresar adentro a tomar café y hacer crucigramas.

—Será mejor que lo apagues antes de que te vea alguien.

—Si tú lo dices…

Aplastó la colilla con el tacón y la lanzó de una patada a un macizo de flores justo cuando la señorita Pace, la vieja y gruñona bibliotecaria, pasaba a toda prisa echándonos un vistazo suspicaz.

—Gracias, Beth —dijo Jake, cuando la mujer ya se había alejado—. Creo que acabas de salvarme la piel.

—No hay de qué —respondí, sonrojándome por su melodramática expresión de gratitud—. Todo resulta más complicado cuando no sabes cómo funcionan las cosas. Debías de tener mucha libertad en tu colegio anterior.

—Bueno, digamos que corrí ciertos riesgos. Y algunos no valieron la pena. De ahí mi exilio a este colegio. ¿Sabes?, los antiguos romanos preferían la muerte al exilio. Aunque al menos el mío no es permanente.

—¿Cuánto tiempo vas a estar aquí?

—Todo el que sea necesario para que me regenere.

Me eché a reír.

—¿Hay alguna posibilidad de éxito?

—Yo diría que muchas si me encontrara bajo buenas influencias —dijo con toda la intención. Bruscamente entornó los ojos, como si se le acabara de ocurrir algo—. No te veo sola a menudo. ¿Dónde anda ese asfixiante Príncipe Encantador tuyo? Espero que no esté enfermo.

—Xavier está entrenando —me apresuré a responder.

—Ah, deportes. La invención de los pedagogos para mantener a raya las hormonas revolucionadas.

—¿Cómo?

—No importa. —Se frotó su barba incipiente con gesto pensativo—. Dime, ya sé que tu novio es un atleta. Pero ¿se le da bien la poesía?

—A Xavier se le dan bien la mayoría de las cosas —alardeé.

—¿De veras? Qué suerte la tuya —dijo, arqueando una ceja.

Su actitud me desconcertaba, pero desde luego no se lo iba a demostrar. Decidí que lo mejor sería cambiar de tema.

—¿Dónde vives aquí? —le pregunté—. ¿Cerca del colegio?

—Ahora ocupo unas habitaciones encima del salón de tatuajes —contestó Jake—. Hasta que encuentre un alojamiento más estable.

—Creía que estarías con una familia de acogida —dije, sorprendida.

—Uf, sería como vivir con unos parientes aburridos, ¿no? Prefiero mi propia compañía.

—¿Y a tus padres les parece bien? —Encontraba chocante que viviera solo. Aunque pareciese maduro y desenvuelto, no dejaba de ser un adolescente.

—Te hablaré de mis padres si tú me hablas de los tuyos. —Sus ojos oscuros taladraron los míos como rayos láser—. Sospecho que tenemos muchas más cosas en común de lo que creemos. Por cierto, ¿qué haces el domingo por la mañana? He pensado que podríamos trabajar en nuestra obra maestra.

—El domingo por la mañana voy a la iglesia.

—Por supuesto.

—Puedes venir, si quieres.

—Gracias, pero soy alérgico al incienso.

—Qué lástima.

—Es la desgracia de mi vida.

—Bueno, tengo que irme a estudiar —dije poniéndome en movimiento, porque ya había perdido bastante tiempo.

Él se me plantó delante con aire despreocupado.

—Antes de que te marches… mira, ya tengo el primer verso de nuestro poema. —Sacó un papel arrugado del bolsillo y me lo lanzó sin fuerza—. No seas muy severa conmigo. No es más que un principio. Podemos continuar como quieras a partir de ahí.

Me regaló una sonrisa y se alejó lentamente. Fui a sentarme a un banco cercano y alisé el papel. La letra de Jake era estrecha y elegante, más bien alargada. Nada que ver con el estilo juvenil de Xavier, que odiaba la letra ligada; a su modo de ver, daba mucho trabajo y resultaba demasiado elaborada. Jake escribía, en cambio, como si hiciera un trabajo de caligrafía y sus letras se movían por la página como si estuvieran bailando. Pero lo que me dejó patidifusa no fue su caligrafía, sino las siete palabras que había escrito:

Ella tenía la cara de un ángel.




21

Ahogo

¿Qué quería decir con aquella frase? «Ella tenía la cara de un ángel». Sentía como si esas palabras se me hubieran quedado grabadas a fuego en el cerebro. Como si, en una fracción de segundo, Jake me hubiera desnudado y dejado temblorosa y totalmente expuesta. ¿Podría ser que hubiera adivinado mi secreto? ¿Sería esa su manera de hacer un chiste retorcido?

Entonces reaccioné y me dominó una furia repentina. Dejé de lado mis planes de estudiar la Revolución francesa y entré otra vez disparada para buscar a Jake. Crucé a toda prisa los pasillos desiertos, volví a la cafetería y repasé uno a uno los grupitos dispersos por las mesas. Pero no estaba allí. Sentí un espasmo de temor en el pecho. Sabía que la sensación iría en aumento si no hacía algo rápido. Tenía que localizar a Jake y preguntarle qué significaba aquello antes de que empezara la clase siguiente; de lo contrario, me corroería por dentro durante el resto del día.

Lo encontré junto a su taquilla.

—¿A qué viene esto? —le pregunté, encarándome con él y agitando el papel antes sus narices.

—¿Cómo dices?

—No tiene ninguna gracia.

—No lo pretendía.

—No estoy de humor para jueguecitos. Dime qué querías decir con esto.

—Hmm. Deduzco que no te gusta —dijo—. No te preocupes, podemos tirarlo. No hace falta acalorarse.

—¿En qué estabas pensando cuando lo escribiste?

—Me pareció que era un buen punto de partida, simplemente. —Se encogió de hombros—. ¿Te he ofendido o algo así?

Inspiré hondo para serenarme y me obligué a mí misma a recordar cómo había propuesto la señorita Castle aquel trabajo a la clase. Primero nos había hecho un breve resumen de la tradición del amor cortés y nos había leído varios poemas de Petrarca, así como algunos sonetos de Shakespeare. Se había referido a la idealización y al culto a la mujer a distancia. ¿Sería posible que Jake se hubiera atenido simplemente a esas referencias? Ahora mi furia se revolvió contra mí misma por haberme precipitado a sacar conclusiones.

—No me he ofendido —le dije, sintiéndome ridícula. La furia y el temor se habían extinguido tan deprisa como habían llegado. Yo no podía echarle la culpa a Jake simplemente porque se le hubiera ocurrido la palabra «ángel» para escribir un poema de amor. Me estaba poniendo paranoica con cualquier referencia al mundo celestial, pero lo más probable era que hubiera recurrido a aquella palabra con toda la inocencia. Ni siquiera era original: ¿cuántos poetas habían hecho comparaciones similares a lo largo de la historia?

—Está bien —añadí—. Lo trabajaremos más en clase. Perdona si me he puesto un poco loca.

—No pasa nada, todos tenemos días raros.

Me dedicó una sonrisa —esta vez normal, sin su expresión sardónica— y me tocó el brazo para tranquilizarme.

—Gracias, me parece guay tu actitud —le dije, tratando de imitar lo que Molly habría dicho en una situación parecida.

—Yo soy así —respondió.

Observé cómo se alejaba para reunirse con un grupito en el que estaban Alicia, Alexandra y Ben, de nuestra clase de literatura, además de otros chicos que iban con la corbata floja y el pelo desaliñado: estudiantes de música, supuse. Todos lo rodearon como devotos en cuanto se acercó y empezaron a charlar animadamente. Me alegró que ya hubiera encontrado un grupo y se hubiera integrado.

Me fui a mi taquilla, todavía con una sensación de incomodidad. No fue sino después de recoger mis libros, mientras esperaba a que Xavier viniera a buscarme, cuando me di cuenta de que sentía un cierto malestar físico. No era propiamente dolor, sino más bien como si me hubiera quemado un poco tomando el sol. Me picaba la piel del brazo, debajo del codo, justo donde me había tocado Jake. Pero ¿cómo era posible que su simple contacto me hubiera hecho daño? Sólo me había puesto suavemente la mano en el brazo, y yo no había notado nada raro en el momento.

—Pareces abstraída —me dijo Xavier mientras nos íbamos juntos a la clase de francés. Me conocía muy bien, no se le escapaba nada.

—Sólo estaba pensando en el baile —le respondí.

—¿Por eso tienes esa cara tan triste?

Decidí quitarme a Jake Thorn de la cabeza. El dolor del brazo probablemente no tenía nada que ver con él. Debía haberme arañado sin darme cuenta con la puerta de la taquilla o con el pupitre. Tenía que dejar de exagerar por todo.

—No estoy triste —dije a la ligera—. Esta es mi expresión pensativa. La verdad, Xavier… ¿aún no me conoces?

—Uf, qué fallo.

—Con eso no basta.

—Lo sé. Puedes aplicarme el castigo que creas conveniente.

—¿Te he dicho ya que he decidido qué apodo ponerte?

—No sabía que me estabas buscando uno.

—Bueno, pues he considerado el asunto seriamente.

—¿Y cuál ha sido la conclusión?

—Gallito —anuncié con orgullo.

Xavier hizo una mueca.

—Ni hablar.

—¿No te gusta? ¿Qué me dices de Abejorrito?

—Peor.

—¿Monito Peludo?

—¿No tendrás un poco de cianuro?

—Bueno, ya veo que hay gente muy difícil de contentar.

Nos cruzamos con un grupo de chicas que estaban absortas estudiando en una revista los vestidos de las famosas y me acordé de la otra noticia que quería contarle.

—¿Te he dicho ya que Ivy me está haciendo el vestido? Espero que no le dé demasiados quebraderos de cabeza.

—¿Para qué están las hermanas, si no?

—¡Me pone tan contenta que vayamos juntos! —Suspiré—. Va a ser perfecto.

—¿Tú estás contenta? —susurró—. Pues imagínate yo, que voy a ir con un ángel.

—¡Chist! —Le tapé la boca con la mano—. Acuérdate de lo que le prometiste a Gabe.

—Calma, Beth. Nadie tiene oído supersónico por aquí. —Me dio un besito en la mejilla—. Y la fiesta va a ser fantástica. Cuéntame cómo será el vestido.

Fruncí los labios y me negué a revelarle ningún detalle.

—¡Va, venga!

—No. Tendrás que esperar hasta la gran noche.

—¿No puedo saber al menos el color?

—No, no, no.

—Qué crueles llegáis a ser las mujeres.

—Xavier…

—¿Sí, cielo?

—Si te lo pidiera, ¿me escribirías un poema?

Me miró con aire burlón.

—¿Estamos hablando de un poema de amor?

—Supongo.

—Bueno, no puedo decir que sea mi fuerte, pero tendré algo para ti a última hora.

—Tampoco hace falta —dije, riendo—. Era sólo una pregunta.

Siempre me asombraba su deseo de complacerme. ¿Habría algo que no estuviera dispuesto a hacer si se lo pedía?

Xavier y yo teníamos que dar aquel día en clase una conferencia en francés y habíamos decidido hacerla sobre París, la ciudad del amor. A decir verdad, no habíamos investigado mucho; Gabriel nos había facilitado toda la información. Ni siquiera habíamos tenido que abrir un libro o una página de Internet.

Fue Xavier el que empezó cuando nos llamó la señora Collins, y me fijé en que las demás chicas lo miraban atentamente. Traté de ponerme en su lugar: tener que mirarlo anhelante desde lejos sin llegar a conocerlo nunca… Contemplé su piel ligeramente bronceada, sus fascinantes ojos aguamarina, su media sonrisa, sus brazos musculosos y los mechones de color castaño claro que le caían sobre la frente. Seguía llevando su crucifijo de plata colgado del cuello con un cordón de cuero. En fin, era impresionante. Y era todo mío.

Estaba tan arrobada admirándolo que ni siquiera advertí que había llegado mi turno. Xavier carraspeó para devolverme a la realidad y yo me apresuré a exponer mi parte, hablando de las vistas románticas y de la maravillosa cocina que ofrecía París. Mientras hablaba, me di cuenta de que en vez de mirar al resto de la clase para tratar de interesarlos, no hacía otra cosa que lanzarle miradas de soslayo a Xavier. Estaba visto que no podía quitarle los ojos de encima ni un minuto.

Cuando concluí, Xavier me levantó en brazos por los aires en un gesto espontáneo.

—Arg, ¿por qué no os buscáis una habitación? —clamó Taylah—. C’est trés… repugnante.

—Bueno, ya está bien —dijo la señora Collins, separándonos.

—Disculpe —dijo Xavier con una sonrisa contrita—. Sólo pretendíamos hacer la presentación lo más auténtica posible.

La señora Collins nos miró airada, pero el resto de la clase estalló en carcajadas.

La noticia de nuestra actuación corrió como la pólvora y Molly no dejó pasar la primera oportunidad para refregármelo.

—Así que Xavier y tú estáis del todo colados el uno por el otro —me dijo con envidia.

—Sí. —Procuré reprimir la sonrisa que me salía sin querer cuando pensaba en él.

—Todavía no puedo creer que estés con Xavier Woods —dijo, menando la cabeza—. O sea, no me entiendas mal. Tú eres espectacular y tal, pero las chicas le han ido detrás durante meses sin que él moviera una ceja. La gente ya creía que nunca superaría lo de Emily. Y de pronto, apareces tú…

—Yo tampoco me lo puedo creer a veces —dije con modestia.

—Reconoce que resulta bastante romántica su manera de cuidarte, como un caballero con su reluciente armadura. —Molly soltó un suspiro—. Ojalá algún chico me tratara así.

—Tú tienes a un montón de tipos chalados por ti —le dije—. Te siguen a todas partes como perritos falderos.

—Sí, ya. Pero no es lo mismo que lo vuestro —repuso—. Vosotros sí parecéis conectados. Los demás sólo quieren una cosa. —Hizo una pausa—. Bueno, seguro que tú y Xavier os montaréis vuestro rollito y tal, pero da la impresión de que hay algo más.

—¿Qué rollito? —repetí, intrigada.

—Ya me entiendes. En la cama. —Soltó una risita—. No tiene que darte vergüenza decírmelo, yo también lo he hecho prácticamente… Bueno, casi.

—No estoy avergonzada. Y no nos hemos montado nada.

Ella abrió unos ojos como platos.

—¿Me estás diciendo que tú y Xavier…?

—¡Chist! —Agité las manos para que bajase el tono mientras los de la mesa de al lado se volvían a mirarnos—. ¡No, claro que no!

—Perdona. Me has sorprendido. En fin, yo pensaba que habríais… Pero otras cosas sí, ¿no?

—Claro. Vamos de paseo, nos cogemos de la mano, compartimos el almuerzo…

—¡Por el amor de Dios, Beth! ¿De dónde sales? —refunfuñó—. ¿Tengo que deletreártelo todo? —Entornó los ojos—. Un momento… ¿se la has visto alguna vez?

—¿El qué? —estallé.

—Ya me entiendes —dijo con énfasis—. ¡Eso!

Se señaló la zona de la ingle hasta que comprendí a qué se refería.

—¡Oh! —exclamé—. Yo no haría una cosa así.

—Bueno, ¿él no te ha insinuado que quiere más?

—¡No! —repliqué, indignada—. A Xavier no le interesan ese tipo de cosas.

—Eso dicen todos al principio —dijo Molly cínicamente—. Tú dale tiempo. Por fantástico que sea Xavier, todos los chicos quieren lo mismo.

—¿De veras?

—Claro, cariño. —Me dio unas palmaditas en el brazo—. Deberías estar preparada.

Me quedé callada. Si en algún tema confiaba en su opinión era en cuestión de chicos; en ese terreno no se podía negar que estaba bien cualificada: había tenido experiencia suficiente para saber de qué hablaba. Me sentí repentinamente incómoda. Yo había dado por supuesto que a Xavier no le importaba mi incapacidad para satisfacer todos los aspectos de nuestra relación. Al fin y al cabo, nunca había sacado el tema ni había insinuado que figurase entre sus expectativas. Pero ¿cabía la posibilidad de que me ocultase sus verdaderos deseos? Que nunca hablara de ello no significaba que no lo tuviera en la cabeza. Él me amaba porque yo era diferente, pero los seres humanos tenían aun así ciertas necesidades… algunas de las cuales no podían dejarse de lado indefinidamente.

—Ay, Dios mío, ¿has visto al nuevo? —me dijo Molly, interrumpiendo mis pensamientos. Levanté la vista. Jake Thorn acababa de pasar por nuestro lado. Sin mirarme siquiera, cruzó toda la cafetería y fue a sentarse a la cabecera de una mesa de unos quince alumnos mayores, que lo miraban con una extraña mezcla de adoración y respeto.

—No ha perdido el tiempo para reclutar amigos —le comenté a Molly.

—¿Te sorprende? Ese tipo está muy bueno.

—¿Tú crees?

—Sí, en un estilo oscuro y siniestro. Podría ser modelo con esa cara.

Todos los admiradores de Jake tenían un aire similar: cercos oscuros bajo los ojos y cierta tendencia a bajar la cabeza y rehuir la mirada de cualquiera ajeno a su grupo. Observé cómo los contemplaba Jake, con una sonrisa satisfecha en la cara, como un gato con un plato de leche.

—Está en mi clase de literatura —dije, sin darle importancia.

—¡Oh, Dios! Qué suerte la tuya —gimió Molly—. Bueno, ¿y cómo es? A mí me parece un rebelde.

—Es bastante inteligente, de hecho.

—Maldita sea. —Hizo un mohín—. Esos nunca van por mí. A mí sólo me tocan los musculitos descerebrados. Pero bueno, por probar no se pierde nada.

—No creo que sea buena idea —comenté.

—Eso es fácil de decir teniendo a Xavier Woods —replicó Molly.

Nos interrumpió un grito desgarrador procedente de las cocinas, seguido de un ruido de pasos precipitados y voces despavoridas. Los que estaban en la cafetería se miraron inquietos y algunos se levantaron titubeando para investigar. Uno de ellos, Simon Laurence, se quedó petrificado en la entrada de la cocina. Se llevó una mano a la boca y dio media vuelta, completamente lívido, como si estuviera a punto de vomitar.

—Eh, ¿qué ha pasado?

Molly agarró del brazo a Simon cuando pasó por nuestro lado.

—Una de las cocineras —farfulló—. Se le ha volcado una freidora y le ha quemado las piernas de mala manera. Acaban de llamar a una ambulancia.

Se alejó tambaleante.

Yo bajé la vista a mi plato y traté de concentrarme para enviar hacia la cocina energía curativa, o al menos para mitigar el dolor. Era más efectivo si veía a la persona herida o podía tocarla, pero habría levantado sospechas entrando en la cocina y seguro que me habrían sacado de allí antes de poder acercarme a la cocinera. Me quedé en mi sitio, pues, y traté de hacer todo lo posible. Pero algo fallaba: no conseguía canalizar bien la energía. Cada vez que lo intentaba, sentía que algo la bloqueaba y la hacía rebotar. Era como si otra fuerza interceptara la mía como un muro de hormigón y la devolviera hacia mí. Tal vez estaba cansada, simplemente. Me concentré aún más, pero sólo sirvió para tropezarme con una resistencia más fuerte.

—Hmm, Beth… ¿qué te pasa? Parece como si estuvieras estreñida —me soltó Molly, arrancándome de mi trance.

Sacudí la cabeza y le dirigí una sonrisa forzada.

—Es que hace calor aquí.

—Sí, vamos. Tampoco podemos hacer gran cosa —dijo, apartando su silla y poniéndose de pie.

La seguí en silencio hacia la salida.

Al pasar junto a la mesa de Jake y de sus nuevos amigos, él levantó la vista y me clavó sus ojos oscuros. Durante una fracción de segundo, sentí que me ahogaba en sus profundidades.

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