22

La palabra que empieza por «s»

Aquel fin de semana Molly vino a Byron por primera vez. Llevaba un tiempo haciendo alusiones veladas a la posibilidad de pasarse por casa y, al final, cedí y la invité. No tardó en ponerse a sus anchas. Se desplomó en el sofá y se quitó los zapatos con un par de patadas.

—¡Esta casa es fantástica! —exclamó—. Podrías montar una fiesta de muerte aquí.

—No me parece probable por ahora.

Sin prestar atención a mi falta de entusiasmo, se puso de pie para examinar más de cerca el cuadro colgado encima de la chimenea. Era una pintura abstracta que mostraba un fondo blanco con un símbolo circular en medio y una serie de círculos azules concéntricos alrededor, que se volvían cada vez más tenues a medida que se alejaban.

—¿Qué se supone que es? —preguntó, dubitativa.

Contemplé los círculos azules, que resaltaban sobre el fondo absolutamente blanco, y se me ocurrieron algunas ideas. A mí me parecía una expresión de la realidad suprema, una ilustración del papel de Nuestro Creador en el universo. Él era la fuente, el centro de todas las cosas. El tejido de la vida se originaba en Él y se iba desplegando, pero permanecía siempre inextricablemente unido a Él. Los círculos podían representar el alcance de Sus dominios y el fondo blanco, la extensión del espacio-tiempo. Su poder, Su propio ser en expansión llegaba hasta el borde del lienzo, y se entendía implícitamente que todavía se prolongaba más allá, llenando todo el espacio. No sólo el mundo le pertenecía, sino todo el universo. Era una expresión de lo infinito e incluso más allá. Él era la única realidad verdadera que jamás podría negarse.

Naturalmente, no iba a intentar explicárselo a Molly. No era una muestra de arrogancia por mi parte creer que todo aquello quedaba más allá de la comprensión humana. A los humanos les asustaba la vida fuera de su propio mundo y, aunque algunos especulaban sobre lo que había más allá, nunca se acercaban siquiera a comprender la verdad. La vida humana se extinguiría e incluso la Tierra llegaría a desaparecer, pero la existencia proseguiría.

Molly perdió muy pronto su interés en el cuadro y tomó la guitarra acústica que estaba apoyada en una silla.

—¿Es de Gabriel? —preguntó, sujetándola con cuidado.

—Sí, y te aseguro que la adora —respondí con la esperanza de que la dejara en su sitio.

Miré alrededor con disimulo por si Gabriel o Ivy nos estaban espiando, pero habían tenido la delicadeza de dejarnos solas. Molly sostuvo el instrumento y pasó los dedos fascinada por sus cuerdas.

—Me gustaría tener dotes musicales. Cuando era pequeña tocaba un poco el piano, pero nunca fui lo bastante disciplinada para seguir practicando. Me parecía mucho trabajo. Me encantaría oír tocar a tu hermano.

—Bueno, podemos pedírselo cuando vuelva. ¿Te apetece comer algo?

La idea logró distraerla. Me la llevé a la cocina, donde Ivy se había cuidado de dejar un surtido de magdalenas y una bandeja de fruta. Mis hermanos ya habían olvidado el incidente de la fiesta y habían terminado aceptando a Molly como una de mis amigas. Tampoco tenían otro remedio: yo parecía haber desarrollado últimamente una voluntad propia e inexorable.

—¡Hmm! —murmuró Molly, dándole un mordisco a una magdalena de arándanos y poniendo los ojos en blanco para ensalzar las dotes culinarias de Ivy. De repente, se quedó petrificada y adoptó una expresión compungida—. Esto no cuenta como ensalada… ¿no?

Entonces apareció Gabriel por la puerta trasera, con una tabla de surf a cuestas y la camiseta humedecida pegada al torso. Había adquirido hacía poco aquella afición como un buen sistema para desfogar la tensión acumulada. Por supuesto, no le habían hecho falta clases. ¿Para qué, si las olas mismas se plegaban a su voluntad? Gabriel era muy activo en su forma humana; necesitaba una actividad física constante, como nadar, correr o levantar pesos, para disipar su agitación interior.

Molly dejó disimuladamente la magdalena en el plato cuando él entró en la cocina.

—Hola, Molly —dijo.

A Gabriel no se le escapaba nada y ahora se fijó en su magdalena mordisqueada. Quizá se preguntaba qué había hecho él para quitarle el apetito.

—Bethany, quizá podríamos ofrecerle a Molly otra cosa —dijo, educadamente—. Las magdalenas de Ivy no parecen gustarle demasiado.

—No, qué va. Son deliciosas —lo interrumpió ella.

—No te preocupes, Gabe —dije, soltando una carcajada—. Molly está siguiendo una dieta intensiva para el baile de promoción.

Gabriel meneó la cabeza.

—Las dietas intensivas son muy nocivas para las chicas de tu edad —afirmó—. Además, no me parecería recomendable bajar de peso en tu caso. No te hace ninguna falta.

Molly lo miró boquiabierta.

—Eres muy amable —dijo—, pero no me vendría mal perder unos kilos. —Para ilustrar lo que decía, tomó entre el índice y el pulgar un rollo de carne que le sobresalía en la cintura.

Gabriel se apoyó en la encimera y la estudió un momento.

—Molly —le dijo por fin—, la forma humana es hermosa más allá del tamaño y la silueta. Algún día llegarás a comprenderlo.

—¿Pero no son más bellas unas siluetas que otras? —contestó Molly—. Las supermodelos, por ejemplo.

—No hay nada más atractivo que una chica que sabe apreciar la comida de un modo saludable —dijo Gabriel.

Ese comentario me sorprendió; nunca le había oído ninguna opinión sobre lo que constituía el atractivo femenino. Normalmente se mostraba del todo inmune a los encantos de las mujeres. Era algo que no parecía advertir, sencillamente.

—¡Estoy totalmente de acuerdo! —dijo Molly, mientras volvía a mordisquear la magdalena.

Complacido por haber conseguido transmitirle su idea, Gabriel se dispuso a dejarnos solas.

—¡Espera! ¿Vendrás al baile de promoción? —le preguntó Molly cuando mi hermano salía de la cocina.

Él se volvió con una expresión vagamente divertida brillándole en sus ojos grises.

—Sí —respondió—. Por desgracia figura entre las condiciones de mi puesto.

—Igual te lo pasas bien —sugirió ella tímidamente.

—Ya veremos.

A pesar de aquella respuesta más bien evasiva, Molly pareció satisfecha.

—Supongo que nos veremos allí —dijo.

Nos pasamos el resto de la tarde ojeando revistas de moda e imágenes de Google en el portátil de Molly, tratando de encontrar peinados que imitar. Ella estaba decidida a llevar el pelo recogido, bien en un moño de estilo francés, bien con una corona de rizos. Yo no sabía todavía cómo lo quería, pero seguro que a Ivy se le ocurría alguna idea.

—He estado pensando en lo que me dijiste —le solté de repente, mientras ella imprimía una foto de Gwyneth Paltrow caracterizada como Emma Woodhouse—. Sobre Xavier y… hum… la parte física de nuestra relación.

—Ay, Dios —chilló Molly—. Cuéntame. ¿Cómo fue? ¿Te gustó? Si no, tampoco importa. No puedes esperar que la primera vez salga muy bien. Mejora con la práctica.

—No, no. No ha pasado nada —respondí—. Sólo me preguntaba si debería sacarle el tema a Xavier.

—¿Sacarlo? ¿Para qué?

—Para saber lo que piensa.

—Si le preocupara ya lo habría sacado él. ¿Por qué te estresas ahora?

—Bueno, quiero saber lo que desea, lo que espera, lo que le haría feliz…

—Beth, tú no tienes que hacer nada sólo para hacer feliz a un chico —me dijo Molly—. Si no estás preparada, deberías esperar. Ojalá yo hubiera esperado.

—Pero es que quiero hablar con él del asunto —dije—. No quiero parecer una cría.

—Beth. —Molly cerró la página web que estaba explorando y se volvió para mirarme con su expresión más seria de consejera—. Esto es algo que todas las parejas han de hablar finalmente. Lo mejor es ser sincero, no fingir lo que no eres. Él sabe que tú no has tenido ninguna experiencia, ¿no? —Asentí en silencio—. Vale. Mucho mejor, así no habrá sorpresas. Tú sólo has de decirle que se te ha pasado por la cabeza y que quieres saber qué piensa él. Entonces sabréis los dos qué terreno pisáis.

—Gracias. —Sonreí, agradecida—. Eres la mejor.

Ella se echó a reír.

—Ya lo sé. Por cierto, ¿te he contado que se me ha ocurrido un plan fabuloso?

—No —le dije—. ¿Para qué?

—Para que Gabriel me haga caso.

Gemí para mis adentros.

—Otra vez, no, Molly. Ya hemos hablado de este asunto.

—Lo sé. Pero nunca he conocido a nadie como él. Y las cosas son distintas ahora… Yo soy diferente.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, he comprendido una cosa —dijo con una amplia sonrisa—. Lo único que puedo hacer para conseguir gustarle a Gabriel es volverme mejor persona. O sea que… he decidido desarrollar mi conciencia social; ya me entiendes, implicarme más en la comunidad.

—¿Y cómo pretendes hacerlo?

—Trabajando unas horas de voluntaria en la residencia de ancianos. Es una gran estrategia, has de reconocerlo.

—La verdad, Molly, la mayoría de la gente no asume esos servicios comunitarios como parte de una estrategia —le dije—. No deberías planteártelo así. A Gabe no le gustaría.

—Bueno, pero él no lo sabe ¿verdad? Además, lo hago por un buen motivo —dijo—. Ya sé que ahora mismo Gabe no me ve tal como yo lo veo a él, pero quizá sí en el futuro. Tampoco puedo esperar que cambie de idea de la noche a la mañana. Tengo que demostrarle que soy digna de él.

—Pero ¿cómo vas a demostrárselo si estás fingiendo?

—A lo mejor quiero cambiar de verdad.

—Moll… —empecé, pero ella me cortó en seco.

—No trates de disuadirme. Quiero seguir el plan hasta el final y ver qué pasa. He de intentarlo.

«No servirá de nada, es imposible», pensé, rememorando en aquel momento las advertencias que me habían hecho a mí no hacía tanto tiempo.

—Tú no sabes nada de Gabriel —dije—. Él no es lo que parece. Tiene tantos sentimientos como ese ángel de piedra del jardín.

—¿Cómo puedes decir eso? —gritó Molly—. Todo el mundo tiene sentimientos, lo que pasa es que algunas personas son más inaccesibles que otras. No me importa esperar.

—Estás perdiendo el tiempo con Gabriel. Él no siente las cosas como la gente normal.

—Bueno, si tienes razón, lo dejaré correr.

—Perdona. No es que quiera disgustarte. Pero no me gustaría verte lastimada.

—Ya sé que es arriesgado —admitió Molly—, pero estoy dispuesta a correr el riesgo. Además, ya es tarde para echarme atrás. ¿Cómo voy a mirar a cualquier otro después de conocerlo a él?

La miré atentamente. Tenía una expresión tan franca y auténtica que no me quedó más remedio que creerla. Sus ojos relucían de deseo.

—¿Él te ha dado motivos para creer que podría pasar algo?

—Aún no —reconoció—. Estoy esperando alguna señal.

—Dime, ¿por qué te gusta tanto? ¿Por su aspecto?

—Al principio, sí —confesó—. Pero ahora es algo más. Cada vez que lo veo tengo esa extraña sensación de déjà vu, como si lo hubiera visto antes. Es una sensación un poquito espeluznante, pero asombrosa. A veces me da la impresión de que sé lo que está a punto de hacer o de decir. —Sacudió sus rizos con actitud resuelta—. Bueno, ¿me ayudarás?

—¿Qué puedo hacer?

—Colaborar con mi plan. Déjame acompañarte la próxima vez que vayáis a Fairhaven.

¿No formaría parte del plan divino aquel repentino interés de Molly en la residencia de ancianos? Nosotros estábamos procurando fomentar el espíritu caritativo, incluso aunque los motivos de la gente pudieran ser cuestionables.

—Supongo que eso sí puedo hacerlo. Pero prométeme que no te vas a hacer demasiadas ilusiones.

Ya había empezado a oscurecer cuando Molly se dispuso a marcharse. Gabriel se ofreció educadamente a acompañarla en coche.

—No, gracias —dijo ella, sin querer obligarlo—. Puedo irme a pie, no está muy lejos.

—Me temo que no puedo permitirlo —repuso Gabriel cogiendo las llaves del jeep—. Las calles no son seguras a estas horas para una chica.

No era la clase de persona con la que se pudiera discutir, así que Molly me hizo un guiño mientras me daba un abrazo.

—¡Una señal! —me susurró al oído, y siguió a Gabriel, caminando con tanto recato como le era posible a alguien como ella.

Arriba, en mi habitación, intenté seguir trabajando en la poesía que nos habían encargado, pero me sentía completamente bloqueada. No se me ocurría una sola idea. Garabateé algunas posibilidades, pero todas me resultaban trilladas y acababan en la papelera. Puesto que había sido Jake quien había empezado, no sentía el poema como algo mío y nada de lo que me venía a la cabeza parecía encajar. Acabé dándome por vencida y bajé para llamar a Xavier.

Al final resultó que mi bloqueo creativo tampoco representaba ningún problema.

—Me he tomado la libertad de escribir el resto de la primera estrofa —me anunció Jake cuando nos sentamos al otro día en la última fila de la clase—. Espero que no te importe.

—No, te lo agradezco. ¿Me la recitas?

Con un gesto seco de muñeca, abrió su diario escolar por la página justa. Su voz se derramaba como un líquido mientras leía en voz alta.

Ella tenía la cara de un ángel

En cuyos ojos me viera reflejado,

Como si fuéramos uno y el mismo

A una mentira esclavizado.

Levanté la vista lentamente, sin saber muy bien lo que había estado esperando. Jake seguía mirándome con aire amigable.

—¿Espantoso? —preguntó, escrutando mi rostro con sus ojos. Habría jurado que eran verdes la última vez, pero ahora relucían negros como el carbón.

—Está muy bien —murmuré—. Es evidente que tienes un don para estas cosas.

—Gracias —dijo—. Intenté ponerme en el lugar de Heathcliff escribiéndole a Cathy. Nadie significó tanto para él como esa chica. La amaba tanto que no le quedaba nada para los demás.

—Era un amor absorbente —asentí.

Bajé la vista, pero Jake me tomó la mano y empezó a deslizar un dedo en espiral por mi muñeca. Tenía los dedos calientes y me parecía que me quemaban la piel. Era como si estuviera tratando de enviarme un mensaje sin palabras.

—Eres preciosa —murmuró—. Nunca había visto una piel tan delicada, como una flor. Pero me figuro que estas cosas te las dicen continuamente.

Aparté la muñeca.

—No —le dije—. Nadie me lo había dicho.

—Hay un montón de cosas más que me gustaría decirte si me dieras la oportunidad. —Jake parecía ahora casi en trance místico—. Podría enseñarte lo que es estar enamorado de verdad.

—Yo ya estoy enamorada. No necesito tu ayuda.

—Podría hacerte sentir cosas que nunca has sentido.

—Xavier me da todo lo que deseo —le espeté.

—Podría mostrarte un grado de placer que nunca has llegado a imaginar —insistió Jake. Su voz se había transformado en un zumbido hipnótico.

—No creo que a Xavier le gustara esto —dije fríamente.

—Piensa en lo que te gustaría a ti, Bethany. En cuanto a Xavier, se diría que le cuentas demasiado. Yo, en tu lugar, utilizaría el sistema de dar a conocer sólo lo imprescindible.

Me dejó de piedra la brutalidad de su franqueza.

—Bueno, resulta que no estás en mi lugar y no es así como yo funciono. Mi relación con Xavier se basa en la confianza, una cosa con la que no pareces muy familiarizado —le solté, tratando de subrayar el abismo moral que nos separaba.

Aparté la silla y me levanté. Algunos compañeros se volvieron a mirarme con curiosidad. Incluso la señorita Castle levantó la vista del montón de trabajos que estaba corrigiendo.

—No te enfades conmigo, Beth —me dijo Jake, de repente con un aire suplicante—. Por favor, siéntate.

Volví a tomar asiento de mala gana, y más que nada porque no quería llamar la atención ni alimentar las habladurías.

—Me parece que no quiero continuar este trabajo contigo —le dije—. Estoy segura de que la señorita Castle lo entenderá.

—No seas así. Perdona. ¿No podríamos olvidar todo lo que he dicho?

Resoplé y me crucé de brazos, pero su expresión de inocencia me podía.

—Te necesito como amiga —me dijo—. Dame otra oportunidad.

—Sólo si me prometes no volver a decirme nada parecido.

—De acuerdo, de acuerdo. —Alzó las manos, rindiéndose—. Te lo prometo… ni una palabra más.

Cuando me encontré después de clase con Xavier no le conté mi conversación con Jake. Intuía que sólo serviría para ponerlo furioso y provocar un enfrentamiento. Además, bastante teníamos en qué pensar nosotros dos sin meter a Jake por en medio. Aun así, guardármelo me provocó una sensación de incomodidad. Al analizar la situación más adelante, me di cuenta de que era exactamente aquello lo que buscaba Jake Thorn.

—¿Puedo hablar contigo de una cosa? —le pregunté a Xavier, mientras permanecíamos tendidos en la arena.

Teníamos previsto volver directamente a casa y ponernos a estudiar, porque se acercaban los exámenes del tercer trimestre. Pero nos habíamos distraído con la perspectiva de tomarnos un helado. Compramos unos conos y tomamos el camino más largo a casa, a través de la playa, caminando cogidos de la mano. Indefectiblemente, a mí me entraron ganas de mojarme los pies y acabamos persiguiéndonos como críos, hasta que Xavier me atrapó y nos tiramos sobre la arena.

Xavier se dio la vuelta para mirarme y me quitó los granos de arena húmeda que tenía pegados en la nariz.

—Puedes hablar conmigo de lo que quieras.

—Bueno —empecé con torpeza—. No sé cómo decirlo… no quiero que vaya a sonar mal…

Xavier se incorporó de golpe y se apartó el pelo de los ojos, con una expresión muy seria.

—¿Estás rompiendo conmigo? —preguntó.

—¿Qué? —grité—. No, claro que no. Al contrario.

—Ah. —Volvió a tumbarse y sonrió perezosamente—. Entonces es que estás a punto de pedirme que me case contigo. No es año bisiesto[2], ¿sabes?

—No me lo estás poniendo nada fácil —protesté.

—Perdona. —Me miró en serio—. ¿De qué quieres hablar?

—Quiero saber lo que piensas… qué opinas sobre… —Hice una pausa y bajé la voz—. La palabra que empieza por «s».

Xavier se llevó una mano a la barbilla.

—No se me dan bien las adivinanzas. Vas a tener que concretar un poco más.

Yo me removí avergonzada, sin querer decirlo en voz alta.

—¿Cuál es la siguiente letra? —preguntó Xavier riéndose y tratando de echarme una mano.

—La «e», seguida de una «x» y una…

—¿Quieres que hablemos de sexo?

—Bueno, no tanto hablar —dije—. Lo que te pregunto es… si piensas en ello alguna vez.

—¿De dónde ha salido esto? —preguntó Xavier en voz baja—. No parece nada propio de ti.

—Bueno, estuve hablando con Molly. Y ella encontró raro que no hubiéramos… ya me entiendes, hecho nada.

Xavier frunció el ceño.

—¿Hace falta que Molly conozca todos los detalles de nuestra relación?

—¿Tú no piensas en mí de esa manera? —pregunté, sintiendo una repentina opresión en el pecho. Aquella era una posibilidad que no había considerado—. ¿Es que tengo algo raro?

—Eh, eh. Claro que no. —Xavier me cogió la mano—. Beth… para muchos tíos el sexo es el único motivo de que sus relaciones no se vayan al garete. Pero nosotros no somos así; tenemos mucho más. Si nunca he hablado contigo de ello es porque no me ha parecido que lo necesitáramos. —Me miró fijamente—. Estoy seguro de que sería increíble, pero yo te quiero por ti misma, no por lo que puedas ofrecerme.

Yo apenas lo escuchaba.

—¿Tú y Emily tuvisteis una relación física?

—Oh, Dios. —Se dejó caer sobre la arena—. Otra vez no.

—¿Sí o no?

—¿Qué importancia tiene?

—¡Responde a mi pregunta!

—Sí, la tuvimos. ¿Contenta?

—¡Ahí tienes! Otra cosa que ella podía darte y yo no.

—Beth, una relación no se basa únicamente en lo físico —me dijo con calma.

—Pero es una parte de ella —objeté.

—Claro. Pero ni la crea ni la rompe.

—Tú eres un chico. ¿No tienes… ganas? —pregunté bajando la voz.

Xavier se echó a reír.

—Cuando resulta que has conocido a una familia de mensajeros celestiales, tiendes a olvidar tus «ganas» y a centrarte en lo importante.

—¿Y si yo te dijera que lo deseo? —le pregunté de pronto, yo misma asombrada de las palabras que acababan de salir de mis labios. ¿Cómo se me había ocurrido? ¿Acaso tenía idea de dónde me estaba metiendo? Lo único que sabía era que amaba a Xavier más que a nada en el mundo y que estar separada de él me causaba un dolor físico. No podía soportar la idea de que existiera una parte suya que yo no hubiera descubierto, una parte que me estuviera vedada. Quería conocerlo del derecho y del revés, aprenderme de memoria su cuerpo, grabármelo a fuego en mi mente. Quería estar lo más cerca posible de él, fundidos los dos en cuerpo y alma.

—¿Y bien? —le pregunté suavemente—. ¿Dirías que sí?

—De ninguna manera.

—¿Por qué?

—Porque no creo que estés preparada.

—¿Eso no debo decidirlo yo? —dije con terquedad—. Tú no puedes detenerme.

—Ya descubrirás que hacen falta dos para bailar el tango —dijo Xavier. Me acarició la cara—. Beth, yo te quiero y nada me hace tan feliz como estar contigo. Eres embriagadora.

—¿Entonces…?

—Entonces, si de veras lo quieres, yo querré incluso más que tú, pero no sin antes considerarlo con mucho cuidado.

—¿Y eso cuándo será?

—Cuando hayas podido pensártelo bien, cuando simplemente no acabes de hablarlo con Molly.

Di un suspiro.

—No tiene nada que ver con ella.

—Escucha, Beth, ¿te has parado a pensar en cuáles podrían ser las consecuencias?

—Supongo…

—¿Y aun así lo quieres hacer? Es demencial.

—¿No te das cuenta? —murmuré—. Ya no me importa. —Volví el rostro hacia el Cielo—. Aquello ya no es mi hogar; lo eres tú.

Xavier me estrechó entre sus brazos y me atrajo hacia sí.

—Y tú el mío. Pero no sería capaz de hacer nada que pudiera perjudicarte. Hemos de atenernos a las normas.

—No es justo. Y no soporto que dirijan mi vida.

—Ya. Pero ahora mismo no podemos remediarlo.

—Podríamos hacer lo que quisiéramos. —Intenté frenarme, pero las palabras parecían salirme de un modo incontrolable—. Podríamos marcharnos, olvidarnos de los demás. —Advertí que llevaba tiempo acariciando aquella idea en secreto—. Podríamos escondernos. Quizá no nos encontrasen nunca.

—Sí nos encontrarían y yo no voy a perderte, Beth —dijo Xavier enérgicamente—. Y si ello implica atenerse a sus reglas, que así sea. Comprendo que te dé rabia, pero quiero que pienses bien lo que estás insinuando. Piénsalo un poco.

—¿Un par de días?

—Un par de meses.

Suspiré, pero Xavier era inflexible.

—No voy a dejar que te precipites y hagas algo de lo que puedas arrepentirte. No corras tanto. Hemos de actuar con calma y sensatez. Hazlo por mí.

Apoyé la cabeza en su pecho y sentí que toda la irritación acumulada abandonaba mi cuerpo.

—Haré cualquier cosa por ti.

—¿Qué pasaría si un ángel y un humano hiciesen el amor? —le pregunté a Ivy aquella misma noche, mientras me servía un taza de leche.

Ella me miró con aspereza.

—¿Por qué lo preguntas? Bethany, por favor, dime que no…

—Claro que no —la corté—. Es sólo curiosidad.

—Bueno… —Mi hermana se quedó pensativa—. El propósito de nuestra existencia es servir a Dios ayudando a los hombres, no mezclándonos con ellos.

—¿Ha ocurrido alguna vez?

—Sí. Con consecuencias desastrosas.

—Lo cual significa…

—Significa que lo humano y lo divino no han sido creados para fundirse. Si llegara a suceder, creo que el ángel perdería su divinidad. No podría redimirse después de una transgresión semejante.

—¿Y el humano?

—El humano no podría volver a llevar una vida normal.

—¿Por qué?

—Porque su experiencia —me explicó Ivy— rebasaría cualquier experiencia humana.

—¿O sea que quedaría dañado de por vida?

—Sí —dijo ella—. Supongo que es una manera de expresarlo; se convertiría en una especie de paria. Creo que sería una crueldad; como dejarle entrever a un humano otra dimensión y luego impedirle que accediese a ella. Los ángeles existen fuera del tiempo y del espacio, pueden viajar libremente de un mundo a otro. La mayor parte de nuestra existencia es incomprensible para los humanos.

Aunque no tuviera todo aquello nada claro, sí sabía una cosa: que no podía precipitarme a hacer nada con Xavier por muchas ganas que tuviera. Una unión semejante era peligrosa y estaba prohibida. Implicaría una unión antinatural entre el Cielo y la Tierra, una colisión entre ambos mundos. Y por lo que Ivy decía, el impacto podía ser demoledor.

—Xavier y yo hemos decidido esperar —le dije a Molly cuando se apresuró a interrogarme en la cafetería del colegio. A veces me daba la impresión de que tenía un interés malsano en mi vida amorosa. No podía explicarle lo que Ivy me había dicho, así que lo expresé como mejor pude—. No hemos de hacer nada para demostrarnos lo que sentimos.

—¿Pero tú no lo deseas? —dijo Molly—. ¿No sientes curiosidad?

—Supongo, pero no tenemos prisa.

—Uy, chica, la verdad es que vivís en otra dimensión. —Molly se rio—. Todo el mundo se muere por hacerlo en cuanto se presenta la ocasión.

—¿Se mueren por hacer qué? —preguntó Taylah, que apareció por detrás de Molly lamiendo una piruleta. Yo moví la cabeza para que cambiáramos de tema, pero Molly no me hizo caso.

—Por echarse un revolcón —dijo.

—Ah, ¿quieres perder la «V» de la matrícula? —dijo Taylah, sentándose a nuestro lado. Debí poner una expresión alarmada, porque Molly estalló en carcajadas.

—Tranqui, cielo. Puedes fiarte de Taylah. A lo mejor ella puede ayudarte.

—Si tienes alguna duda sobre sexo, yo soy tu chica —me aseguró Taylah. La miré, escéptica. Confiaba en Molly, pero sus amigas eran muy bocazas y nada discretas.

—No pasa nada —dije—. No tiene importancia.

—¿Quieres un consejo? —me preguntó, aunque obviamente no le importaba si lo quería o no—. No lo hagas con el tipo del que estés enamorada.

—¿Cómo? —Me la que quedé mirando. Con aquellas simples palabras acababa de sembrar el caos en todo mi sistema de creencias—. ¿No querrás decir exactamente lo contrario?

—Uf, Tay, no le digas eso —apuntó Molly.

—En serio —insistió Taylah, meneando un dedo—, si pierdes la virginidad con la persona que amas todo se va al cuerno.

—Pero ¿por qué?

—Porque, cuando se acaba la relación, resulta que has dado una cosa realmente especial y que ya no puedes recuperarla. Si se la das a alguien que no te importa, no duele tanto.

—¿Y si no se acaba la relación? —le pregunté, con un nudo en la garganta que se parecía a un acceso de náuseas.

—Créeme, Beth —dijo Taylah, muy seria—, todo se acaba.

Mientras escuchaba, sentí un impulso repentino y abrumador de alejarme todo lo posible de ellas.

—Bethie, no le hagas caso —dijo Molly, mientras yo apartaba mi silla y me levantaba—. ¿Lo ves? Le ha sentado fatal.

—No me pasa nada —mentí, procurando no alzar la voz—. Tengo una reunión. Nos vemos luego. Gracias por el consejo, Taylah.

En cuanto salí de la cafetería, apreté el paso. Tenía que encontrar a Xavier. Necesitaba que me estrechara entre sus brazos para volver a respirar, para que su fragancia y su contacto me libraran de la violenta náusea que me llegaba en oleadas. Lo encontré junto a su taquilla, a punto de marcharse al entrenamiento de waterpolo, y casi me abalancé sobre él en mi ansiedad por recuperar la calma.

—No se va a acabar, ¿no? —Hundí la cara en su pecho—. Prométeme que no permitirás que termine.

—Uau, Beth. ¿Qué te pasa? —Xavier me apartó suavemente, pero con firmeza, y me obligó a mirarlo—. ¿Qué ha ocurrido?

—Nada —dije, con voz temblorosa—. Sólo que Taylah ha dicho…

—Beth —musitó Xavier—, ¿cuándo vas a dejar de escuchar a esas chicas?

—Ella dice que todo se acaba —susurré. Noté que sus brazos se tensaban a mi alrededor y comprendí que la idea le resultaba tan dolorosa a él como a mí—. Pero yo no podría soportarlo si nos pasara a nosotros. Todo se vendría abajo; ya no habría ningún motivo para seguir viviendo. Nuestro final sería mi final.

—No hables así —dijo Xavier—. Yo estoy aquí y tú también. Ninguno de los dos se va a ninguna parte.

—¿Y no me dejarás nunca?

—Nunca mientras viva.

—¿Cómo puedo saber que es cierto?

—Porque cuando te miro, veo mi mundo entero. No voy a irme; porque no me quedaría nada.

—¿Pero por qué me escogiste? —le dije. Sabía la respuesta, sabía lo mucho que me quería, pero necesitaba oírselo decir.

—Porque me acercas más a Dios y a mí mismo —dijo Xavier—. Cuando estoy contigo comprendo cosas que nunca creí que fuera a comprender, y es como si mis sentimientos por ti borraran todo lo demás. El mundo podría caerse a pedazos y no me importaría mientras te tuviera a mi lado.

—¿Quieres oír una locura? —le susurré—. A veces, por las noches, siento tu alma junto a la mía.

—No es ninguna locura. —Xavier sonrió.

—Creemos un lugar —le dije, apretándome contra él—. Un sitio que sea sólo nuestro, un lugar donde siempre podamos encontrarnos si las cosas se tuercen.

—¿Bajo los acantilados de la Costa de los Naufragios, por ejemplo?

—No, quiero decir en nuestras mentes —le dije—. Un sitio al que podamos acudir si alguna vez nos perdemos o estamos separados, o simplemente necesitamos ponernos en contacto. Será el único sitio que nadie sabrá nunca cómo encontrar.

—Me gusta —dijo Xavier—. ¿Por qué no lo llamamos el Espacio Blanco?

—Me parece perfecto.




23

R.I.P.

Según el sistema de creencias de la mayoría de los humanos, sólo existen dos dimensiones: la dimensión de los vivos y la de los muertos. Pero lo que no comprenden es que hay muchas más. Junto a la gente normal que vive en la Tierra, hay otros seres que llevan una existencia paralela; están casi al alcance de la mano, pero son invisibles para el ojo no adiestrado. Algunos de ellos se conocen como la Gente del Arco Iris: seres inmortales capaces de viajar entre los mundos, hechos exclusivamente de sabiduría y comprensión. La gente los vislumbra algunas veces, cuando pasan disparados de un mundo a otro. Apenas un reluciente rayo de luz blanca y dorada, o el leve resplandor de un arco iris suspendido en el cielo. La mayoría cree estar sufriendo una ilusión óptica, un efecto extraño de la luz. Sólo algunos, muy pocos, son capaces de percibir una presencia divina en ello. A mí me complacía pensar que Xavier era uno de esos pocos.

Encontré a Xavier en la cafetería, me senté a su lado y piqué del cuenco de nachos que me ofrecía. Al removerse en su asiento, me rozó el muslo con el suyo, cosa que me transmitió un estremecimiento por todo el cuerpo. Pero no pude disfrutar la sensación apenas, porque en ese momento nos llegó un griterío desde el mostrador. Dos chicos de trece o catorce años se habían enzarzado en una discusión en la cola.

—¡Tío, te acabas de colar delante de mis narices!

—¿Qué dices? ¡Llevo aquí todo el rato!

—¡Y una mierda! ¡Pregúntale a quien quieras!

Como no había ningún profesor a la vista, la discusión se fue acalorando y llegó a los empujones y los insultos. Las chicas mayores que estaban detrás de ellos se alarmaron cuando uno de los chavales agarró al otro del cuello.

Xavier se levantó de golpe dispuesto a intervenir, pero volvió a sentarse al ver que se le adelantaba otro. Era Lachlan Merton, un chico teñido de rubio platino que estaba permanentemente enchufado a su iPod y que no había entregado en todo el año un solo trabajo escolar. Habitualmente era del todo insensible a lo que sucedía alrededor, pero ahora se abrió paso con decisión y separó a los dos chicos. No oímos qué les decía, pero ellos dejaron de pelear a regañadientes e incluso accedieron a darse la mano.

Xavier y yo nos miramos.

—Lachlan Merton portándose de un modo responsable. Esto sí que es una novedad —observó Xavier.

A mí me pareció que lo que acabábamos de presenciar era un ejemplo perfecto del sutil cambio que se estaba produciendo en Bryce Hamilton. Pensé en lo contentos que se pondrían Ivy y Gabriel cuando supieran que sus esfuerzos estaban dando resultado. Desde luego, había en el mundo otras comunidades más necesitadas que Venus Cove, pero ellas no formaban parte de nuestra misión; allí habían sido destinados otros ángeles. Yo me alegraba secretamente de que no me hubieran enviado a un rincón del mundo asolado por la guerra, la pobreza y los desastres naturales. La imágenes de esos sitios que salían en las noticias ya resultaban de por sí bastante duras; tanto que yo procuraba saltármelas porque solían provocar un sentimiento de desesperación. No soportaba ver imágenes de niños que pasaban hambre o sufrían enfermedades por falta de agua depurada: sólo de pensar en las cosas que los humanos eran capaces de eludir mirando para otro lado, me daban ganas de llorar. ¿Acaso eran más dignas unas personas que otras? Nadie debería pasar hambre ni sufrir abandono, ni desear que sus días acabaran cuanto antes. Aunque rezaba para solicitar la intervención divina, a veces la idea misma me irritaba.

Cuando hablé de ello con Gabriel, me dijo que todavía no estaba preparada para entenderlo, que lo estaría algún día.

—Ocúpate de las cosas a tu alcance —fue su consejo.

A la mañana siguiente nos fuimos los tres a Fairhaven, la residencia de ancianos. Yo había ido allí una o dos veces a ver a Alice, tal como le había prometido, pero luego mis visitas se habían interrumpido porque había empezado a dedicarle todo mi tiempo libre a Xavier. Gabriel e Ivy, sin embargo, la visitaban regularmente y siempre lo hacían acompañados de Phantom. Este, según ellos, se iba derechito a donde estuviera Alice sin que nadie le indicase el camino.

Como Molly se había ofrecido a trabajar de voluntaria, dimos un pequeño rodeo para recogerla. Ya estaba levantada y lista para salir, aunque eran las nueve de la mañana de un sábado y no solía levantarse antes de mediodía durante los fines de semana. Nos sorprendió verla vestida como si fuera a una sesión de fotos, o sea, con una minifalda tejana, tacones altos y una camisa a cuadros. Taylah había pasado la noche en su casa y era evidente que no le cabía en la cabeza que su amiga estuviera dispuesta a perderse varios episodios seguidos de la serie de televisión Gossip Girl para irse a trabajar con un puñado de ancianos.

—¿Para qué demonios quieres ir a una residencia? —la oí gritar desde el interior cuando le abrí a Molly la puerta del coche.

—Todos acabaremos allí algún día —le replicó ella con una sonrisa. Se repasó el brillo de labios mirándose en la ventanilla.

—Yo no —juró Taylah—. Esos sitios apestan.

—Luego te llamo —dijo Molly, subiendo a mi lado.

—Pero Moll —gimió Taylah—, habíamos quedado esta mañana con Adam y Chris.

—Salúdalos de mi parte.

Taylah se nos quedó mirando mientras salíamos del sendero, como preguntándose quién se había llevado a su mejor amiga y la había reemplazado con aquella impostora.

Cuando llegamos a Fairhaven las enfermeras nos recibieron complacidas. Ya estaban acostumbradas a las visitas de Ivy y Gabriel, pero la presencia de Molly las pilló por sorpresa.

—Esta es Molly —dijo Gabriel—. Se ha ofrecido amablemente a ayudarnos.

—Siempre se agradece toda la ayuda extra —repuso Helen, una de las enfermeras jefe—. Sobre todo cuando vamos cortos de personal como hoy.

Se la veía ojerosa y cansada.

—Me alegra poder echar una mano —dijo Molly, vocalizando cada sílaba y alzando la voz, como si Helen fuera dura de oído—. Es importante devolverle a la comunidad un parte de lo que te ha dado.

Le lanzó una mirada de soslayo a Gabriel, pero él estaba ocupado sacando la guitarra de la funda y no se enteró.

—Llegáis a punto para el desayuno —explicó Helen.

—Gracias, ya hemos comido —respondió Molly.

La enfermera la miró algo perpleja.

—No. Me refiero al desayuno de los residentes. Puedes ayudar a dárselo, si quieres.

La seguimos por un pasillo sombrío y entramos en el comedor, que tenía un aire desaliñado y deprimente a pesar de la música de Vivaldi que sonaba en un reproductor anticuado de CD. La alfombra, muy floreada, estaba raída y las cortinas tenían un estampado de frutas descolorido. Los residentes estaban sentados en sillas de plástico ante varias mesas de formica, y los que no se sostenían derechos se acomodaban en unos mullidos sillones de cuero. A pesar de los ambientadores enchufados en las paredes, se percibía un intenso hedor en el aire, una mezcla de amoníaco y verdura hervida. En un rincón había un televisor portátil emitiendo un documental sobre la vida salvaje. Las cuidadoras —mujeres en su mayoría—, se afanaban en sus tareas rutinarias, como doblar servilletas, despejar las mesas y ponerles un babero a los residentes que no podían valerse por sí mismos. Algunos alzaron la cara con expectación cuando entramos. Otros apenas percibían su entorno y no advirtieron siquiera nuestra llegada.

Las bandejas del desayuno estaban apiladas en un carrito, con toda la comida envuelta en papel de plata. En los estantes de abajo había hileras de tazas de plástico.

No veía a Alice por ningún lado y me pasé la siguiente media hora dándole de comer a una mujer llamada Dora, que estaba en una silla de ruedas con una mantita multicolor de ganchillo sobre las rodillas. Permanecía sentada con el cuerpo hundido, la boca floja y los ojos caídos. Tenía la piel amarillenta y manchas en las manos. A través de la piel de la cara, fina como un papel, se le transparentaba una red de capilares rotos. No supe muy bien en qué consistía el «desayuno» de Fairhaven; a mí me parecía un montón de engrudo amarillento. Me constaba, eso sí, que a muchos residentes les daban todo triturado para que no se atragantasen.

—¿Qué es esto? —le pregunté a Helen.

—Huevos revueltos —dijo, alejándose con otro carrito.

Un anciano trataba de tomar una cucharada, pero las manos le temblaban tanto que acabó tirándoselo todo por la cara. Gabriel corrió a su lado.

—Yo me encargo —dijo, y empezó a limpiarlo con una toalla de papel. Molly estaba tan absorta mirándolo que se había olvidado de su propia anciana, quien aguardaba con la boca abierta.

Cuando terminé de ayudar a Dora me ocupé de Mabel, que tenía fama de ser la residente más agresiva de Fairhaven. De entrada, me apartó la cucharada que le ofrecía y apretó los labios con fuerza.

—¿No tiene hambre? —le pregunté.

—Ah, no te preocupes por Mabel —me dijo Helen—. Está esperando a Gabriel. Mientras él esté aquí, no aceptará la ayuda de nadie más.

—De acuerdo. No he visto a Alice. ¿Dónde está?

—Ha sido trasladada a una habitación privada —respondió—. Me temo que se ha deteriorado bastante desde la última vez que la viste. Le falla la vista y se está recuperando de una infección pulmonar. La habitación queda al fondo del pasillo: la primera puerta a la derecha. Seguro que le hará mucho bien verte.

¿Por qué no me habían dicho nada Gabriel e Ivy? ¿Tan absorta había estado en mis cosas que habían llegado a la conclusión de que me tenía sin cuidado? Crucé el pasillo hacia la habitación de Alice con una sensación creciente de temor.

Phantom se me había adelantado y aguardaba ante la puerta como un centinela. Casi no reconocí a la mujer acostada en la cama cuando entramos; no se parecía en nada a la Alice que yo recordaba. La enfermedad había hecho estragos en su rostro y la había transfigurado. Parecía frágil como un pajarito y tenía despeinado su pelo escaso. Ya no llevaba aquellos suéteres llenos de colorido, sino una sencilla bata blanca.

No abrió los ojos cuando susurré su nombre, pero extendió una mano hacia mí. Antes de que pudiera estrecharla, Phantom me tomó la delantera y restregó su hocico contra su piel.

—¿Eres tú, Phantom? —preguntó Alice, con la voz ronca.

Phantom y Bethany —respondí—. Hemos venido a visitarla.

—Bethany… —repitió—. Qué amable de tu parte venir a verme. Te he echado de menos.

Todavía tenía los ojos cerrados, como si el esfuerzo necesario para abrirlos fuera demasiado.

—¿Cómo se encuentra? ¿Quiere que le traiga algo?

—No, querida. Tengo todo lo que necesito.

—Lamento no haber venido últimamente. Es que…

No sabía cómo explicar mi negligente comportamiento.

—Ya —dijo—. La vida se interpone con mil cosas, no hay que excusarse. Ahora estás aquí y eso es lo importante. Espero que Phantom se haya portado bien.

Él soltó un breve ladrido al oír su nombre.

—Es un compañero perfecto.

—Buen chico —dijo Alice.

—¿Y qué es eso de que ha estado enferma? —pregunté con tono jovial—. ¡Vamos a tener que ponerla en marcha otra vez!

—No sé si quiero ponerme otra vez en marcha. Me parece que ya va siendo hora…

—No diga eso —la corté—. Sólo le hace falta reposar un poco…

Alice levantó la cabeza de repente y abrió los ojos. No parecía enfocar nada en particular; su mirada desencajada se perdía en el vacío.

—Sé quién eres —graznó.

—Así me gusta —repuse, con un espasmo de alarma en el pecho—. Me alegro de que no me haya olvidado.

—Has venido a llevarme contigo —dijo—. No ahora, pero pronto.

—¿A dónde quiere que vayamos? —pregunté. No quería aceptar lo que me estaba diciendo.

—Al Cielo —respondió—. No te veo la cara, Bethany, pero sí veo tu luz.

La miré, estupefacta.

—Tú me mostrarás el camino, ¿verdad? —preguntó.

Le tomé la muñeca y le busqué el pulso. Era como una vela casi consumida. No podía dejar que el afecto que sentía por ella me impidiera cumplir con mi trabajo. Cerré los ojos y rememoré la entidad que yo había sido en el Reino: una guía, una mentora para las almas en tránsito. Mi misión había sido dar consuelo a las almas de los niños cuando morían.

—Cuando llegue el momento, no estará sola.

—Tengo un poco de miedo. Dime, Bethany, ¿habrá oscuridad?

—No, Alice. Sólo luz.

—¿Y mis pecados? No siempre he sido una ciudadana modélica, ¿sabes? —dijo con un vestigio de su carácter peleón.

—El Padre que yo conozco es pura misericordia.

—¿Volveré a ver a mis seres queridos?

—Entrará a formar parte de una familia mucho más grande. Se encontrará con todas las criaturas de este mundo y también de más allá.

Alice se dejó caer otra vez en la almohada, cansada pero satisfecha. Sus párpados aletearon suavemente.

—Ahora debería tratar de dormir —dije.

Estreché aquella mano tan frágil y Phantom apoyó la cabeza en su brazo. Permanecimos así hasta que se durmió.

En el trayecto de vuelta, aún seguía pensando en lo que Alice me había dicho. Ver la muerte desde el Cielo era triste, pero experimentarla en la Tierra resultaba desgarrador, te producía un dolor físico que no podía remediarse con nada. Ahora sentía un agudo remordimiento por haberme centrado tanto en mi amor, eludiendo todas mis demás responsabilidades. El Cielo había aprobado mi relación con Xavier —hasta ahora, al menos— y yo no debía permitir que se volviera tan absorbente. Pero la verdad, al mismo tiempo, era que no deseaba otra cosa que encontrarme con él y dejarme invadir por su embriagadora fragancia. Ninguna otra persona hacía que me sintiera tan viva.

Al día siguiente nos llegó la noticia de que Alice había fallecido mientras dormía. No fue ninguna sorpresa para mí, porque el sonido de la lluvia en la ventana me había despertado a medianoche y, al asomarme, había visto su espíritu al otro lado del cristal. Sonreía y parecía completamente en paz. Alice había vivido una vida plena y enriquecedora, y estaba preparada para partir. La pérdida la lamentaría sobre todo su familia, que no había sabido aprovechar el tiempo que habían compartido juntos. Ellos aún no lo sabían, pero un día se les otorgaría una segunda oportunidad.

Sentí cómo su espíritu se alejaba de este mundo a toda velocidad, invadido por una nerviosa expectación. Alice ya no estaba asustada, sólo intrigada por conocer el más allá. La seguí mentalmente un trecho, en un gesto final de adiós.




24

Sólo humano

El día del funeral de Alice amaneció nublado. Había un cielo de plomo y el suelo estaba húmedo por la llovizna que había caído durante la noche. Sólo asistieron unas pocas personas, incluidas algunas enfermeras de Fairhaven y el padre Mel, que ofició la ceremonia. Su tumba estaba en un montículo cubierto de hierba, bajo una encina. Pensé que se habría reído si hubiera sabido que su lugar de reposo tenía una vista como aquella.

La muerte de Alice había removido algo en mi interior. Me había hecho pensar de nuevo en el objetivo de nuestra misión, así que decidí aumentar el tiempo que dedicaba a los servicios comunitarios. Visto en perspectiva, era un gesto insignificante y casi me sentía tonta al planteármelo, teniendo en cuenta que nuestro objetivo global era salvar a la Tierra de los ángeles caídos y de sus fuerzas de la oscuridad; pero me hacía sentir al menos que estaba contribuyendo a la causa y centrándome en lo que era importante de verdad. Xavier venía a menudo conmigo. En su familia habían colaborado con la iglesia desde hacía muchos años, así que no era una novedad para él.

—Tampoco hace falta que vengas cada vez —le dije una noche, mientras esperábamos el tren para ir a trabajar al comedor popular de Port Circe.

—Ya. Pero yo quiero hacerlo. Me han inculcado desde pequeño que es importante creer en la comunidad.

—Pero tú estás mucho más liado que yo. No quiero sobrecargarte con más cosas.

—Deja de preocuparte. Yo ya sé cómo administrar mi tiempo.

—¿No tienes un oral de francés mañana?

—Tenemos un oral mañana. Y por eso me he traído esto —dijo, sacando un libro de la mochila—. Podemos estudiar por el camino.

Empezaba a acostumbrarme a los trenes, y viajar con Xavier ayudaba lo suyo. Nos sentamos en un vagón prácticamente vacío, dejando aparte a un viejo arrugadito que daba cabezadas y babeaba sobre su camisa. Entre los pies tenía una botella envuelta en una bolsa de papel.

Abrimos el libro, y apenas llevábamos unos minutos leyendo cuando Xavier levantó la vista.

—El Cielo ha de ser bastante grande —dijo. Hablaba en voz baja, así que no lo reprendí por sacar el tema en público—. ¿Cuánto espacio haría falta para dar cabida a todas esas almas? No sé… Debe de ser sencillamente que no me cabe en la cabeza la idea del infinito.

—En realidad hay siete reinos en el Cielo —dije de repente, deseando compartir con él lo que yo sabía, a pesar de que era consciente de que iba contra nuestras leyes.

Xavier suspiró y se arrellanó en el asiento.

—¿Y ahora me lo dices, cuando ya empezaba a hacerme a la idea? ¿Cómo va a haber siete?

—Sólo hay un trono en el Primer Cielo —le dije—. Y ángeles que predican la palabra del Señor. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se encuentran en el Séptimo Cielo, el reino supremo.

—Pero ¿para qué hay tantos?

—Cada reino tiene una función distinta. Es como ir escalando por el organigrama de una gran empresa para llegar a reunirse con el director general.

Xavier se masajeó las sienes.

—Me falta aprender un montón, ¿no?

—Bueno, hay muchos datos que recordar —dije—. El Segundo Cielo está a la misma distancia de la Tierra que el Primero; los ángeles de la derecha son siempre más gloriosos que los de la izquierda; la entrada al Sexto Cielo es bastante complicada y has de salir al espacio exterior por la puerta del Cielo. Ya sé que parece confuso, pero puedes distinguir cuál es cuál porque los cielos inferiores son oscuros comparados con el resplandor del Séptimo…

—¡Basta! —clamó Xavier—. ¡Para antes de que me estalle el cerebro!

—Perdona —dije, avergonzada—. Supongo que son demasiadas cosas para asimilarlas de golpe.

Xavier me sonrió con aire de guasa.

—Procura recordar que sólo soy humano.

Xavier me invitó a asistir al último partido de la temporada de su equipo de rugby. Sabía que era importante para él y quedé con Molly y sus amigas, que solían actuar como animadoras en los partidos de Bryce Hamilton. En realidad, aunque lo presentaran como una forma de compañerismo escolar, me daba la impresión de que era un pretexto para mirar a los chicos corriendo y sudando en pantalones cortos. Ellas procuraban estar listas para ofrecerles bebidas frescas durante los descansos, con la esperanza de ganarse un cumplido o incluso una cita.

El partido se jugaba en casa, así que fuimos todas andando al campo de deportes. Cuando llegamos, nuestro equipo ya estaba calentando con su uniforme a rayas negras y rojas. Los contrarios, del colegio preuniversitario Middleton, estaban en la otra punta del campo y lucían una camiseta a rayas verdes y amarillas. Escuchaban muy atentos a su entrenador, un tipo tan rubicundo que parecía al borde de un aneurisma. Xavier me saludó desde lejos al verme y siguió calentando. Antes de empezar, todo el equipo de Bryce Hamilton se apiñó para corear unos lemas estimulantes sobre el «poderoso ejército negro y rojo». Luego, abrazados unos con otros y haciendo carreras sin moverse, aguardaron a que el árbitro tocara el silbato.

—Típico —murmuró Molly—. Nada como los deportes para conseguir arrancarles un poco de emoción.

En cuanto empezó el partido comprendí que nunca sería una fan del rugby: era demasiado agresivo. El juego consistía básicamente en machacarse unos a otros para arrebatarle la pelota al contrario. Miré cómo corría por el campo uno de los compañeros de Xavier, con la pelota bien protegida bajo el brazo. Esquivó a un par de jugadores del Middleton, que lo persiguieron implacablemente. Cuando ya estaba a unos metros de la línea de gol, se lanzó por los aires y aterrizó con los brazos extendidos; la pelota, que aferraba con ambas manos, quedó justo sobre la línea. Uno de los oponentes, que había intentando sin éxito un placaje para detenerlo, se le vino encima. Todo el equipo de Bryce Hamilton estalló en gritos y vítores. Ayudaron al jugador a levantarse y le fueron dando unas palmadas tremendas mientras regresaba tambaleante al centro del campo.

Me estaba tapando los ojos para no ver cómo chocaban dos jugadores cuando Molly me dio un codazo.

—¿Quién es ese tipo? —preguntó, señalando una figura que estaba al otro lado del campo. Era un joven con una chaqueta de cuero larga. Su identidad quedaba oculta por un sombrero y una larga bufanda con la que se envolvía parcialmente la cara.

—No sé —respondí—. ¿Algún padre quizá?

—Un padre con una pinta bastante rara —dijo Molly—. ¿Por qué estará allí plantado él solo?

Enseguida nos olvidamos de él y seguimos mirando el partido. A medida que avanzaba, me iba poniendo más nerviosa. Los chicos del Middleton eran implacables y la mayoría parecían verdaderos tanques. Yo contenía el aliento y sentía que el corazón se me aceleraba cada vez que alguno se acercaba a Xavier, lo cual sucedía a menudo, porque él no era de los que esperaban mirando en la banda: quería estar en el meollo del juego y era tan competitivo como los demás. Por mucho que me disgustara el rugby, tenía que reconocer que era un jugador muy bueno: rápido, fuerte y, por encima de todo, limpio. Lo vi correr una y otra vez hacia la línea de gol y lanzarse al suelo en el último momento con la pelota. Cada vez que uno de los oponentes lo agarraba o lo derribaba brutalmente, Xavier volvía a levantarse en cuestión de segundos. Tenía una determinación envidiable. Al final, dejé de estremecerme temiendo los golpes y las magulladuras; dejé de preocuparme por su integridad y empecé a sentirme orgullosa de él. Y siempre que tenía la pelota gritaba como loca e incluso agitaba los pompones de animadora de Molly.

En la media parte Bryce Hamilton llevaba una ventaja de tres puntos. Xavier se acercó a la línea de banda y yo corrí a su encuentro.

—Gracias por venir —dijo, jadeando—. Ya me figuro que esto no será muy de tu gusto —añadió con su encantadora media sonrisa, mientras se echaba un poco de agua por la cabeza.

—Has estado impresionante —le felicité, apartándole el pelo que tenía pegado en la frente—. Pero debes andarte con ojo. Los chicos del Middleton son tremendos.

—La habilidad cuenta más que el tamaño —respondió.

Miré angustiada una rascada que tenía en el antebrazo.

—¿Cómo te la has hecho?

—Es sólo un rasguño. —Se echó a reír ante mi alarma.

—A ti te parecerá un rasguño, pero es un rasguño en mi brazo y resulta que no quiero que le toquen ni un pelo.

—¿O sea que ahora todo figura como propiedad de Bethany Church?, ¿o es sólo el brazo?

—Cada centímetro de tu piel. Así que vete con cuidado.

—Sí, entrenador.

—Hablo en serio. Espero que te des cuenta de que ya no podrás volver a meterte conmigo por no tener cuidado —le dije.

—Cariño, las heridas son inevitables. Forman parte del juego. Luego puedes hacer de enfermera, si quieres. —Sonó la sirena para reanudar el partido y él me hizo un guiño por encima del hombro—. No te preocupes, soy invencible.

Lo contemplé mientras se alejaba al trote para reunirse con sus compañeros y advertí que el tipo de la chaqueta de cuero aún estaba de pie al otro lado del campo, con las manos hundidas en los bolsillos. Seguía sin verle la cara.

Cuando faltaban diez minutos para el final, los chicos de Bryce Hamilton parecían tener el partido en el bolsillo. El entrenador del equipo contrario no paraba de menear la cabeza y secarse el sudor de la frente, y sus jugadores parecían enfurecidos y desesperados. Enseguida empezaron a recurrir al juego sucio. Xavier tenía la pelota controlada y subía a toda velocidad hacia la línea de meta cuando dos jugadores del Middleton se lanzaron sobre él desde cada lado como trenes de carga. Viró bruscamente para eludir el choque, pero los otros se desviaron también y le dieron alcance. Pegué un grito cuando uno de ellos metió la pierna y le dio a Xavier a la altura del tobillo. El impacto lo mandó hacia delante dando tumbos y la pelota se le escapó de las manos. Vi que se golpeaba la cabeza contra el suelo y que cerraba los ojos con una mueca de dolor. Los jugadores del Bryce Hamilton protestaron enfurecidos y el árbitro pitó la falta. Pero ya era demasiado tarde.

Dos chicos se apresuraron a socorrer a Xavier, que seguía tirado en el suelo. Intentó incorporarse, pero el tobillo izquierdo le sobresalía con un ángulo extraño y, en cuanto trató de depositar en él una parte de su peso, contrajo la cara de dolor y resbaló otra vez. Lo sujetaron entre dos y lo ayudaron a llegar a un banco. El médico se apresuró a examinar el alcance de la lesión. Xavier parecía mareado, como si estuviera a punto de desmayarse.

Desde donde yo estaba, no oía nada de lo que decían. Vi que el médico le enfocaba a los ojos con una linternita y que miraba al entrenador meneando la cabeza. Xavier apretó los dientes y bajó la cabeza con desaliento. Traté de abrirme paso entre las chicas, pero Molly me detuvo.

—No, Beth. Ellos saben lo que se hacen. Sólo conseguirás estorbar.

Antes de que pudiera discutírselo, vi que ponían a Xavier en una camilla y que se lo llevaban hacia la ambulancia que había siempre a la entrada del campo por si se producía algún accidente. Me quedé paralizaba mientras el partido se reanudaba. La ambulancia cruzó el sendero y salió a la carretera. A pesar del pánico que sentía, reparé en que el tipo apostado en la otra banda había desaparecido.

—¿A dónde se lo llevan? —pregunté.

—Al hospital, claro —contestó Molly. Su expresión se ablandó al ver que tenía los ojos llenos de lágrimas—. Eh, calma. Tampoco parecía tan seria la cosa; seguramente sólo es una torcedura. Lo vendarán y lo mandarán a casa. Mira —me explicó, señalando el marcador—. Vamos a ganarles igualmente por seis puntos.

Pero yo no veía motivo para alegrarme y me excusé para volver a casa, donde podría pedirle a Gabriel o Ivy que me llevaran en coche al hospital. Mientras corría, los convoqué mentalmente por si habían salido. Estaba tan abstraída y tan angustiada pensando en Xavier que me di de bruces con Jake Thorn en el aparcamiento y me caí al suelo.

—Uf, vaya prisas —dijo, ayudándome a levantarme y sacudiéndome el polvo del abrigo—. ¿Qué sucede?

—Xavier ha sufrido un accidente durante el partido de rugby —le expliqué, frotándome los ojos con los puños como una cría. En ese momento me daba completamente igual mi aspecto. Lo único que quería era asegurarme de que Xavier se encontraba bien.

—¡Vaya, qué mala suerte! —comentó—. ¿Es serio?

—No sé —dije con voz estrangulada—. Se lo han llevado al hospital para examinarlo.

—Ya veo —repuso—. Seguro que no es nada. Cosas del juego.

—Debería haberlo previsto —dije enfadada, casi hablando conmigo misma.

—¿Previsto, el qué? —preguntó Jake, mirándome más de cerca—. No ha sido culpa tuya. No llores…

Dio un paso y me rodeó con sus brazos. Nada que ver con un abrazo de Xavier, desde luego; era demasiado flaco y huesudo para que resultara confortable, pero aun así sollocé sobre su camisa y me abandoné en sus brazos. Cuando intenté apartarme, noté que seguía estrechándome con mucha fuerza y tuve que retorcerme un poco para zafarme de él.

—Perdona —murmuró Jake con una extraña mirada—. Sólo quería asegurarme de que estás bien.

—Gracias, Jake. Ahora tengo que irme —farfullé, aún con lágrimas en los ojos.

Subí por las escalinatas del colegio, crucé el pasillo central, completamente desierto, y distinguí al fondo con inmenso alivio las figuras de Ivy y Gabriel, que ya venían a mi encuentro.

—Hemos captado tu llamada —me dijo Ivy, cuando iba a abrir la boca para contárselo todo—. Ya sabemos lo que ha pasado.

—Debo ir al hospital ahora mismo. ¡Yo puedo ayudarle! —grité.

Gabriel se me plantó delante y me tomó de los hombros.

—¡Cálmate, Bethany! Ahora no puedes, al menos mientras se están ocupando de él.

—¿Por qué no?

—Piensa un momento —dijo Ivy, exasperada—. Ya lo han llevado al hospital y han avisado a sus padres. Si la herida se cura milagrosamente, ¿cómo crees que reaccionará todo el mundo?

—Pero él me necesita.

—Lo que necesita es que te comportes con sensatez —replicó Gabriel—. Xavier es joven y está sano; su herida se curará de modo natural y sin despertar sospechas. Si luego quieres acelerar el proceso, de acuerdo; pero ahora has de mantener la calma. No corre ningún peligro serio.

—¿Puedo ir a verlo al menos? —pregunté. Me reventaba que los dos tuvieran razón, porque eso implicaba que Xavier se recuperaría más despacio.

—Sí —respondió Gabriel—. Vamos todos.

No me gustó nada el hospital del pueblo. Todo parecía gris y esterilizado, y los zapatos de las enfermeras rechinaban en el linóleo del suelo. En cuanto crucé las puertas automáticas percibí en el ambiente la sensación de dolor y de pérdida. No ignoraba que allí había gente —víctimas de accidentes de tráfico o de enfermedades incurables— que no se recuperaría. En cualquier momento alguien podía estar perdiendo a una madre, a un padre, a un marido, a una hermana o a un hijo. Sentí el dolor que contenían aquellas paredes como una repentina bofetada. Aquel era el lugar desde el cual emprendían muchos su viaje al Cielo y me hacía pensar en la infinidad de almas cuyo tránsito yo había logrado aliviar: era extraordinaria la cantidad de gente que recobraba la fe durante sus últimos días en la Tierra. Allí había un montón de almas con una necesidad desesperada de que las orientaran y tranquilizaran, y mi obligación era atenderlas. Pero, como de costumbre, en cuanto pensé en Xavier se desvaneció cualquier sentimiento de responsabilidad o de culpa, y mi único pensamiento fue correr a su encuentro.

Seguí a Ivy y Gabriel por un corredor iluminado con fluorescentes y lleno de muebles hospitalarios.

Xavier estaba en una habitación de la quinta planta. Su familia salía ya al pasillo cuando llegamos.

—¡Ay, Beth! —exclamó Bernie nada más verme, y de inmediato me rodearon todos y empezaron a contarme cómo estaba. Ivy y Gabriel contemplaban la escena con asombro—. Gracias por venir, cielo —continuó—. Dejadla respirar, chicos. Se encuentra bien, Beth, no pongas esa cara. Aunque no le vendría mal un poco de ánimo.

Bernie les lanzó una mirada inquisitiva a Gabriel e Ivy.

—Estos deben de ser tus hermanos. —Les tendió la mano y ellos se la estrecharon—. Nosotros ya nos íbamos. Entra, cielo. Se alegrará de verte.

Una de las camas estaba vacía; la otra tenía las cortinas corridas.

—Toc, toc —dije en voz baja.

—¿Beth? —dijo Xavier desde dentro—. ¡Pasa!

Estaba recostado en la cama y tenía en la muñeca una pulsera azul. Sus ojos se iluminaron al verme.

—¿Cómo has tardado tanto?

Corrí junto a él, tomé su rostro entre mis manos y lo examiné. Gabe e Ivy se habían quedado fuera; no querían entrometerse.

—Bueno, hasta aquí ha llegado tu fama de invencible —le dije—. ¿Cómo tienes la pierna?

Alzó una bolsa llena de hielo y me mostró un tobillo tan hinchado que parecía dos veces más grueso de lo normal.

—Me han hecho una radiografía y lo tengo fracturado. Me van a poner un yeso en cuanto baje un poco la inflamación. Tendré que andar una temporada con muletas, por lo visto.

—Ya, una lata. Pero tampoco es el fin del mundo. Ahora seré yo la que cuide de ti, para variar.

—Todo irá bien —dijo Xavier—. Me van a tener esta noche en observación, pero mañana por la mañana ya estaré en casa. Eso sí, no podré apoyar el pie durante unas semanas…

—Estupendo —respondí, sonriendo.

—Hay una cosa más. —Xavier parecía incómodo, casi avergonzado al tener que reconocer cualquier debilidad.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—Al parecer, tengo una conmoción —dijo, subrayando «al parecer» como si no se lo tomara muy en serio—. Les he dicho que me encuentro bien, pero no me han hecho caso. He de guardar cama unos días. Órdenes del médico.

—Eso suena serio —dije—. ¿Te sientes bien?

—Perfecto —repuso—. Sólo tengo un terrible dolor de cabeza.

—Bueno, yo cuidaré de ti. No me importa.

—Se te olvida una cosa, Beth.

—Ya, ya lo sé —le dije—: que no te gusta sentirte como un inválido. Pero eso te pasa por practicar un deporte tan bruto como…

—No, no lo entiendes. —Meneó la cabeza con frustración—. El baile es el viernes.

Sentí que se me caía el alma a los pies.

—Me tiene sin cuidado —dije con fingida jovialidad—. No iré.

—Debes ir. Lo llevas preparando desde hace semanas, Ivy te ha hecho el vestido, las limusinas están reservadas y todo el mundo espera que vayas.

—Pero yo quiero ir contigo —repliqué—. Si no, no significa nada.

—Siento que haya ocurrido esto —dijo, apretando un puño—. Soy un idiota.

—No ha sido culpa tuya, Xavier.

—Tendría que haber ido con más cuidado.

Cuando se le pasó la rabia, su expresión se suavizó.

—Dime que irás, por favor —insistió—. Así no me sentiré tan culpable. No quiero que vayas a perdértelo por mi causa. No estaremos juntos, pero puedes pasarlo bien de todos modos. Es el acontecimiento del año y quiero que me lo cuentes con detalle.

—No sé…

—Por favor. Hazlo por mí.

Puse los ojos en blanco.

—Bueno, si vas a recurrir al chantaje emocional, difícilmente podré negarme. —Comprendí que Xavier tendría remordimientos los próximos cinco años si me perdía el baile por su culpa.

—¿De acuerdo, entonces?

—Vale, pero que sepas que estaré toda la noche pensando en ti.

Él sonrió.

—Asegúrate de que alguien saca fotos.

—¿Vendrás antes de que salga de casa? —le pregunté—. Para verme con el vestido, ¿entiendes?

—Allí estaré. No me lo perdería por nada del mundo.

—Me revienta dejarte aquí —me desplomé sobre un sillón que había junto a la cama—, sin nadie que te haga compañía.

—No te preocupes —me tranquilizó—. Si conozco bien a mamá, yo diría que pondrá un catre y se pasará la noche aquí.

—Sí, pero te hará falta algo para distraerte.

Xavier me señaló con un gesto la mesita, donde reposaba entreabierto un grueso volumen negro con letras doradas.

—Siempre puedo leer la Biblia y aprender un poco más sobre la condenación eterna.

—¿Eso te parece una distracción? —pregunté, sarcástica.

—Es una historia bastante dramática: el viejo Lucifer, echándole un poco de pimienta a las cosas.

—¿Conoces la historia completa? —le pregunté.

—Sé que Lucifer era un arcángel. —Yo alcé una ceja, sorprendida—. Pero se descarrió de mala manera.

—Así que prestaste atención en las clases de catecismo —comenté en broma—. Su nombre significa en realidad «dador de luz». En el Reino era el preferido de Nuestro Padre; había sido creado para encarnar el súmmum de la inteligencia y la belleza. Se le consultaba en las situaciones de dificultad y todos los demás ángeles lo tenían en alta estima.

—Pero él no estaba satisfecho —observó Xavier.

—No —respondí—. Se volvió arrogante. Tenía celos de los seres humanos; no comprendía que Nuestro Padre los considerase Su mayor creación. Creía que sólo los ángeles debían ser ensalzados y empezó a pensar que él podía derrocar a Dios.

—Y ahí fue cuando lo pusieron de patitas en la calle.

—Sí. Nuestro Padre escuchó sus pensamientos y lo expulsó, a él y a sus seguidores. Lucifer logró su deseo: se convirtió en el antagonista de Nuestro Padre, en el soberano del inframundo, y todos los ángeles caídos se convirtieron en demonios.

—¿Tienes idea de cómo son las cosas allá abajo? —preguntó Xavier.

Negué con la cabeza.

—No, pero Gabriel sí. Él conoció a Lucifer. Eran hermanos: todos los arcángeles lo son. Pero nunca habla de ello.

La conversación quedó interrumpida justo entonces, porque Gabriel e Ivy asomaron la cabeza por la cortina para ver cómo estaba el paciente.

—¿Hablas en serio? —Molly me miraba horrorizada—. Yo creía que se lo habían llevado sólo como medida de precaución. ¿De veras tiene una conmoción? ¡Menudo desastre! Tendrás que ir sola al baile.

Empezaba a lamentar habérselo contado. Su reacción no me estaba sirviendo para levantarme el ánimo. Aquel baile iba a ser una noche mágica con Xavier que yo recordaría siempre; y ahora se había ido todo al garete.

—No tengo ningunas ganas de ir —le expliqué—. Lo voy a hacer sólo porque Xavier quiere que vaya.

Ella dio un suspiro.

—Es un detalle precioso de su parte.

—Lo sé, y por eso me da igual no tener pareja.

—Ya se nos ocurrirá algo —dijo Molly—. Seguro que aparece alguien en el último minuto. Déjame pensarlo.

Sabía lo que estaba pensando. Se imaginaba el principio de la fiesta, cuando las parejas hacían juntas su entrada y posaban ante los fotógrafos. A su modo de ver, presentarse allí sola equivalía prácticamente a un suicidio social.

Al final, sin embargo, no hizo falta que Molly se devanara los sesos porque la solución se presentó espontáneamente aquella misma tarde.

Estaba sentada con Jake Thorn en el sitio que ocupábamos al fondo de la clase de literatura. Él escribía en su diario en silencio mientras yo trataba de concentrarme en los últimos versos de nuestro poema.

—Es bastante difícil, ¿sabes?, teniendo en cuenta que lo has escrito desde el punto de vista masculino —protesté.

—Acepta mis más sinceras disculpas —respondió con sus ampulosos modales—. Pero puedes tomarte las licencias poéticas que quieras. En la primera estrofa un hombre se dirige a una mujer, pero en la siguiente podría ser al revés. Tampoco te pases toda la vida, Beth. Yo ya me he cansado de este trabajo. Acabémoslo ya, y así podremos hablar de cosas más interesantes.

—No me metas prisa —dije con brusquedad—. No sé tú, pero yo quiero hacerlo bien.

—¿Para qué? No será porque necesites la nota.

—¿Cómo? ¿Por qué no?

—A mí me va a ir bien de todos modos, eso seguro. Le gusto a la señorita Castle.

Sonrió con aire socarrón, sin hacer caso de mi pregunta, y continuó tomando notas en su cuaderno. No le pregunté qué escribía, ni él parecía dispuesto a explicarlo.

La sugerencia de Jake había desatado mi imaginación y los versos siguientes me salieron con mucha más facilidad, ahora que podía escribirlos pensando en Xavier. Sólo tuve que imaginarme su rostro para que las palabras empezaran a fluir como si el bolígrafo hubiera adquirido vida propia. De hecho, la estrofa de cuatro versos que me había correspondido apenas me pareció suficiente. Me sentía capaz de llenar todas las libretas del mundo con las cosas que pensaba sobre él. Habría podido dedicar páginas enteras a describir su voz, su piel, su olor y todos los demás detalles de su persona. Y así, antes de que yo misma me diera cuenta, mi letra fluida y suelta apareció bajo la historiada caligrafía de Jake. Ahora el poema decía:

Ella tenía la cara de un ángel

En cuyos ojos me viera reflejado,

Como si fuéramos uno y el mismo

A una mentira esclavizado.

Yo veía en él mi entero porvenir

También la dulzura de un amigo

En él vislumbraba mi destino

Al mismo tiempo principio y fin.

—Funciona —dijo—. Quizás haya una poetisa en ti, al fin y al cabo.

—Gracias —contesté—. ¿Y tú?, ¿en qué andabas tan ocupado?

—Apuntes… observaciones —respondió.

—¿Y qué has observado hasta ahora?

—Que la gente es tan crédula y previsible…

—¿Los desprecias por ello?

—Lo encuentro patético. —Sonaba tan implacable que me aparté un poco—. Son tan sencillos de descifrar que ni siquiera resultan estimulantes.

—Pero la gente no existe para entretenerte a ti —protesté—. No son un hobby.

—Para mí, sí. Y la mayoría son como un libro abierto… excepto tú. Tú me desconciertas.

—¿Yo? —Fingí una risita—. No hay nada desconcertante en mí. Soy como todo el mundo.

—No exactamente. —Ahora se mostraba críptico otra vez. Empezaba a resultar inquietante.

—No sé a qué te refieres —dije, pero tuve que volver la cara para que no viera el rubor que me había subido a las mejillas.

—Si tú lo dices —murmuró, zanjando la cuestión.

Alicia y Alexandra se acercaron y esperaron a que levantara la vista.

—¿Sí? —rezongó al comprobar que no iban a marcharse. Nunca le había oído hablar en un tono tan cortante.

—¿Nos vemos esta noche? —susurró Alicia.

Jake la miró exasperado.

—¿No has recibido mi mensaje?

—Sí.

—¿Qué problema hay entonces?

—Ningún problema —dijo ella con expresión mortificada.

—Entonces nos vemos más tarde —dijo aflojando el tono.

Las chicas intercambiaron sonrisitas furtivas y volvieron a su sitio. Jake se encogió de hombros ante mi mirada de extrañeza, dando a entender que a él lo dejaba tan perplejo como a mí el interés que mostraban.

—¿Y qué?, ¿con ganas de que llegue el viernes? —preguntó, cambiando de tema—. Me he enterado de que un pequeño contratiempo deportivo te ha dejado sin pareja. Es una verdadera lástima que ese joven apuesto no pueda asistir.

Sus ojos oscuros relucían con intensidad y sus labios se curvaban en una mueca aviesa.

—Ya veo que las noticias vuelan —dije con tono apagado, decidiendo hacer caso omiso de su burla. Ahora miraba el baile de promoción con más temor que ansiedad y no me gustaba que me lo recordara—. ¿Con quién vas tú? —añadí, más que nada por educación.

—Yo también vuelo por mi cuenta.

—¿Por qué? ¿Qué hay de ese club de fans?

—Las fans sólo son soportables en pequeñas dosis.

Solté involuntariamente un profundo suspiro.

—La vida no es justa, ¿verdad?

Estaba haciendo un gran esfuerzo por ver las cosas de modo positivo, pero no acababa de funcionar.

—No tiene por qué ser así —dijo Jake—. Ya sé que a uno le gustaría asistir a una recepción semejante del brazo de la persona amada. Pero a veces hay que ser práctico, sobre todo cuando dicha persona amada tiene otras obligaciones.

Su pomposo discurso consiguió arrancarme una sonrisa.

—Eso está mejor —dijo—. La melancolía no te sienta bien. —Se enderezó en su silla—. Bethany, ya sé que no soy el hombre de tu elección, pero ¿me harías el honor de permitir que te acompañe al baile para ayudar a sacarte de este apuro inesperado?

Tal vez se trataba de un gesto sincero, pero no me acababa de convencer.

—No sé —le dije—. Gracias por el ofrecimiento, pero tendré que hablarlo primero con Xavier.

Jake asintió.

—Desde luego. Ahora que la propuesta ha sido formulada, espero que tengas a bien aceptarla.

Xavier no vaciló ni un segundo cuando se lo planteé.

—Claro que deberías ir con alguien.

Estaba arrellanado en el diván mirando la tele. No se me escapaba que se moría de aburrimiento. Para alguien habituado a una vida tan activa, los programas que emitían por la televisión durante el día eran un sustitutivo bastante pobre. Llevaba puesta una sudadera gris y tenía la pierna apoyada en una almohada. Se le veía inquieto y no paraba de cambiar de postura. No se quejaba, pero yo sabía que todavía le martilleaba la cabeza como consecuencia de la brutal colisión.

—Es un baile —prosiguió con una sonrisa tranquilizadora—. Necesitarás una pareja, en vista de lo inútil que me he quedado.

—Vale —dije, hablando despacio—. ¿Y qué te parecería si Jake Thorn fuese mi pareja?

—¿Hablas en serio? —La sonrisa de Xavier se desvaneció en el acto y sus ojos azules se entornaron con suspicacia—. Hay algo en ese chico que no me gusta.

—Bueno, es el único que se ha ofrecido.

Xavier dio un suspiro.

—Cualquier chico se apresuraría a aprovechar la ocasión de ser tu pareja.

—Pero Jake es amigo mío.

—¿Estás segura? —preguntó Xavier.

—¿Qué se supone que significa eso?

—Nada, sólo que no hace mucho que lo conoces. Hay algo en él que no me suena bien.

—Xavier… —Le cogí la mano y me la llevé a la mejilla—. Es sólo una noche.

—Ya —contestó—. Y quiero que vivas el baile en toda su extensión. Sólo que preferiría que fuese otro tipo… cualquier otro.

—No importa con quién vaya. Me pasaré todo el rato pensando en ti, de todos modos —murmuré.

—Sí, eso, engatúsame para que acceda —dijo Xavier, pero ahora ya con una sonrisa—. Si tú estás segura de ese Jake, ve con él. Pero no actúes como si fuera yo.

—Como si alguien pudiera ponerse a tu altura.

Se echó hacia delante y me besó. Y como de costumbre, no bastó con uno solo. Nos echamos sobre el diván: yo pasándole los dedos por el pelo; él rodeándome la cintura con los brazos. Y de repente, los dos a la vez entrevimos su tobillo enyesado asomando en un ángulo extraño y estallamos en carcajadas.

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