25

Sustituto

—¡Magnífico! —dijo Jake cuando le di la noticia—. Vamos a formar una pareja sensacional.

—Ajá —asentí.

En el fondo de mí albergaba aún una duda insistente, un mal presentimiento que me provocaba un escalofrío por la espalda. Mientras estaba tranquilamente en los brazos de Xavier la idea no me había parecido tan mal, pero a la fría luz del día empezaba a lamentar mi decisión. No podía explicar mi inquietud, sin embargo, y opté por dejarla de lado. Además, ya no podía echarme atrás y darle un chasco a Jake.

—No te arrepentirás —me dijo suavemente, como si me estuviese leyendo el pensamiento—. Me encargaré de que te lo pases muy bien. ¿Te recojo en tu casa a las siete?

Vacilé un momento antes de responder:

—Mejor a las siete y media.

Molly se quedó boquiabierta de pura incredulidad cuando se enteró del cambio de planes.

—Pero ¿qué pasa contigo? —dijo exasperada, alzando las manos—. Eres un auténtico imán para los chicos más sexis del colegio. No puedo creerme que estuvieras a punto de rechazarlo.

—Él no es Xavier —dije, malhumorada—. No será lo mismo.

Era consciente de que empezaba a sonar como un disco rayado, pero la decepción me resultaba abrumadora.

—¡Pero Jake no está nada mal como sustituto!

Le eché una mirada severa y Molly suspiró.

—Bueno, tendrá que resignarse —se corrigió—. Y tú sufrirás en silencio al lado de ese pedazo de modelo… Te compadezco.

—¡Ay, basta ya, Molly!

—Hablando en serio, Beth, Jake es un tipo fantástico. La mitad de las chicas del colegio están enamoradas de él. Puede que Xavier lo supere, pero no creas que por mucho.

Solté un bufido.

—Vale, está bien —dijo—, ya sé que para ti nadie puede compararse con Xavier Woods. Pero él se llevaría un disgusto si supiera que no te lo ibas a pasar bien.

Eso no se lo discutí.

Previendo que se iba a desatar la fiebre de la fiesta de promoción y que difícilmente se presentaría ningún alumno de último año en clase, el colegio nos había dejado libre la tarde del viernes para que nos preparásemos. Naturalmente, nadie consiguió concentrarse durante las clases de la mañana y la mayoría de los profesores ni siquiera se molestaron en hacerse oír por encima de la cháchara excitada que inundaba las aulas.

Molly y sus amigas se habían empleado a fondo la noche anterior y se presentaron en el colegio completamente tostadas, con bronceado de bote. Se habían hecho la manicura y reflejos en el pelo. El de Taylah ya no podía volverse más rubio: empezaba a adquirir el tono blanco de los polvos de talco.

Cuando sonó el timbre a las once, Molly me agarró de la muñeca y me arrastró fuera de la clase. No me soltó ni redujo la marcha hasta que nos encontramos en el asiento trasero del coche de Taylah con el cinturón de seguridad abrochado. Por la expresión de ambas, era evidente que iban en serio.

—Primera parada, maquillaje —dijo Molly con su mejor voz de comando, asomándose entre los dos asientos de delante—. ¡En marcha!

Bajamos por Main Street y paramos frente a Estética Swan, uno de los dos esteticistas del pueblo. El local olía a vainilla, y tenía las paredes cubiertas de espejos, con expositores de los últimos productos de belleza. Las dueñas habían optado por un estilo bohemio y «natural». Había cuentas de colores colgadas de los vanos de las puertas y barritas de incienso quemando en diminutos soportes de pedrería. Por unos altavoces ocultos, sonaba de fondo el sedante rumor de una selva tropical. En la sala de espera había cojines por el suelo, cuencos con flores secas aromáticas y varias teteras dispuestas en una mesita baja, por si querías tomarte una infusión.

Las chicas que nos dieron la bienvenida no parecían tener mucho que ver con el mundo natural, con su pelo rubio platino, sus camisetas ajustadas y su extremado maquillaje. Parecían muy amigas de Molly y la abrazaron cuando entramos. Ella me las presentó como Melina y Mara.

—¡Por fin la gran noche! —canturrearon—. ¿Estáis entusiasmadas? Muy bien, chicas, empecemos ya para que el maquillaje tenga tiempo de asentarse.

Nos hicieron sentar en sillas giratorias elevadas frente a una pared de espejos. Yo sólo confiaba en que su propio maquillaje no fuera una pista de cómo íbamos a quedar nosotras.

—Yo quiero un look de muñequita —ronroneó Taylah—. Sombra de ojos brillante, labios rosados…

—Yo, como la clásica Catwoman de los años sesenta. Un montón de lápiz de ojos y, desde luego, pestañas postizas —dijo Hayley.

—Yo quiero un aire suave y vaporoso —anunció Molly.

—Yo quiero que parezca que no llevo maquillaje —dije, cuando llegó mi turno.

—Créeme, tampoco lo necesitas —comentó Melinda, estudiando mi cutis.

Procurando no moverme demasiado, me dediqué a escuchar mientras las chicas explicaban los tratamientos de belleza que pensaban aplicarnos. Aquello sonaba desde mi punto de vista como si hablasen en otro idioma.

—Primero despojaremos vuestra piel de todas sus impurezas utilizando una máscara de hierbas y un exfoliante suave —explicó Mara—. Luego pondremos una capa de fijador, utilizaremos un corrector facial marfil, fórmula 1, para borrar cualquier grano o mancha y, finalmente, aplicaremos una base de tono amarillo o rosado, según vuestra propia coloración. ¡Después ya hablaremos del colorete, de la sombra de ojos, de las pestañas y del brillo de labios!

—No pareces tener marcas ni irregularidades de tono —me dijo Melinda—. ¿Qué productos usas?

—Ninguno, la verdad —dije—. Simplemente me lavo la cara por la noche.

Ella puso los ojos en blanco.

Top secret, ¿no?

—No, en serio. No uso productos para la piel.

—Vale, como tú digas.

—Es cierto, Mel —dijo Molly—. La familia de Beth seguramente ni siquiera cree en los productos de belleza. Son una especie de amish. Puritanos a tope.

—Pues, por lo que veo, leer la Biblia obra milagros en tu piel —musitó Melinda.

Aunque yo no parecía caerle demasiado bien, no podía negarse que Melinda sabía lo que se hacía en cuestión de maquillaje. Cuando me enseñó el resultado final en el espejo me quedé muda de asombro. Mi cara tenía color por primera vez y mis mejillas brillaban con un pálido tono rosado. Los labios se me veían llenos y muy rojos, tal vez algo más relucientes de la cuenta; los ojos, enormes, brillantes, enmarcados por unas largas y delicadas pestañas; los párpados, espolvoreados de un tenue brillo plateado y realzados con una fina raya negra. En fin, tenía un aire tan glamuroso que apenas me reconocía. Pero lo más bueno era que seguía pareciéndome a mí, a diferencia de Molly y las demás, cuyas caras bronceadas y empolvadas parecían auténticas máscaras.

Al salir de Estética Swan, ellas se fueron directamente a la peluquería. Yo decidí volver a casa y dejar que Ivy se ocupara de mi peinado. Aquel primer suplicio me había dejado agotada; no me veía capaz de aguantar otro ritual parecido. Además, estaba segura de que nadie podría dejármelo mejor que ella.

Cuando llegué, Ivy y Gabriel ya estaban listos y arreglados. Gabriel aguardaba sentado a la mesa de la cocina con un esmoquin. Se había peinado hacia atrás su pelo rubio, lo cual le daba un aire peculiar: una mezcla de caballero del siglo XVIII y de actor de Hollywood de ensueño. Ivy estaba en el fregadero lavando los platos con un vestido largo de color esmeralda. Llevaba su melena recogida en la nuca con un nudo holgado. Resultaba incongruente verla así, casi convertida en un hermoso espejismo, pero con un par de guantes de goma frente al fregadero, lo cual no hacía más que demostrar lo poco que le importaba la belleza física. Me saludó con un gesto, todavía con la esponja en la mano.

—Estás preciosa —me dijo—. ¿Vamos arriba para que te arregle el pelo?

Primero me ayudó a ponerme el vestido, alisando y ajustando la tela para que me quedara perfecto. Con aquel vestido, parecía una reluciente columna de luz lunar. Mis delicadas zapatillas plateadas asomaban bajo aquella cascada de tela irisada. Se me iluminó la cara de satisfacción.

—Me alegro de que te guste —dijo con una sonrisa radiante—. Ya sé que las cosas no han salido como habrías querido. Pero aun así, quiero que estés deslumbrante y que te lo pases como nunca.

—Eres la mejor hermana del mundo —le dije, abrazándola.

—Bueno, no nos precipitemos. —Sonrió—. Veamos primero qué puedo hacer con tu pelo.

—Nada complicado —le dije, mientras ella empezaba a soltármelo—. Sólo quiero… que se me vea como soy.

—No te preocupes. —Me dio unas palmaditas en la cabeza—. Sé exactamente lo que quieres decir.

Con aquellos dedos ágiles y expertos no le costó mucho darle forma a mi pelo. Me hizo una trenza a cada lado y las unió en lo alto como una cinta. El resto me lo dejó suelto por la espalda con sus ondas naturales. Las trenzas las enlazó con una sarta de perlas diminutas que combinaban de maravilla con el vestido.

—Perfecto —le dije—. No sé lo que habría hecho sin ti.

A las seis llegó Xavier para verme con el vestido puesto. Así podríamos fingir, al menos durante un rato, que nuestra velada no había quedado arruinada por un placaje intempestivo. Lo oí abajo, charlando con Gabriel, y sentí en el acto un ejército de mariposas revoloteando en mi estómago. No entendía por qué estaba tan nerviosa. Al fin y al cabo, con Xavier me sentía la mar de tranquila normalmente. Supuse que era porque quería impresionarlo, porque quería asegurarme de que me amaba simplemente por la expresión que pusiera al verme.

Ivy me roció de perfume, me tomó de la mano y me acompañó hasta la escalera.

—¿Quieres ir tú delante? —le pregunté, asustada.

—Claro —dijo con una sonrisa—. Aunque no creo que sea a mí a quien quiere ver.

La miré descender con movimientos gráciles y me pregunté por qué le había pedido que pasara ella primero. Nadie podía parecer elegante a su lado: era misión imposible y casi resultaba mejor aceptar la derrota sin más. Oí que Xavier aplaudía suavemente y le hacía muchos cumplidos. Estaba segura de que Gabriel la habría estado esperando para ofrecerle su brazo. Ahora me tocaba a mí; estaban todos al pie de la escalera, aguardando mi aparición en silencio.

—¿Bajas, Bethany? —me dijo Gabriel.

Inspiré hondo e inicié el descenso, temblorosa. ¿Y si a Xavier no le gustaba el vestido? ¿Y si me tropezaba con los escalones? ¿Y si me veía y se daba cuenta de que yo no estaba a la altura de la chica que él se había imaginado? Los pensamientos cruzaron mi mente como relámpagos, pero en cuanto me volví en el descansillo hacia el último tramo y vi a Xavier esperándome abajo, todas mis preocupaciones se disiparon como una nube de polen al viento. Tenía la cara alzada e iluminada por la expectación, y al verme abrió unos ojos enormes como lagos y entornó ligeramente los labios de la sorpresa. Estaba apoyado en la barandilla, con una abrazadera en el tobillo. Parecía deslumbrado, y me pregunté si era yo quien le provocaba esa reacción o era un efecto de la conmoción sufrida.

Cuando llegué al final, me tomó de la mano y me ayudó a bajar el último escalón sin apartar los ojos de mí. Recorría mi rostro y mi cuerpo completamente hipnotizado, como absorbiéndolo todo.

—¿Qué te parece? —le pregunté, mordiéndome el labio.

Xavier abrió la boca, sacudiendo la cabeza, y volvió a cerrarla de nuevo. Sus ojos azules me observaban con una expresión que ni siquiera yo era capaz de traducir.

Ivy soltó una carcajada.

—Eres un hombre de pocas palabras, Xavier.

—No es sólo que me haya quedado sin palabras —dijo por fin, recobrándose. En la comisura de sus labios se dibujó su media sonrisa habitual—. Es que siempre se quedarían cortas. Beth, estás increíble.

—Gracias —murmuré—. No hace falta que exageres.

—No, de veras. Me cuesta creer que seas real. Tengo la sensación de que podrías desaparecer si cierro los ojos. Ojalá pudiera acompañarte esta noche, sólo para ver la cara de todo el mundo cuando aparezcas por la puerta.

—No seas tonto —lo reñí—. Todo el mundo estará deslumbrante.

—Pero Beth, ¿tú te has visto? —dijo Xavier—. Irradias luz. Nunca había visto a nadie que se pareciese tanto… bueno, a un ángel.

Me sonrojé mientras él me ataba un ramillete de diminutos capullos blancos en la muñeca. Deseaba rodearle la cintura con mis brazos, acariciar su pelo adolescente, recorrer la piel suave de su rostro y besar aquellos labios perfectos que se curvaban como un arco de flechas. Pero no quería arruinar la meticulosa obra de Ivy, así que me limité a inclinarme con cuidado para darle un solo beso.

Más tarde, cuando sonó un golpe en la puerta, tuve la sensación de que Xavier y yo apenas habíamos cruzado dos palabras. Fue a abrir Gabriel y regresó seguido de Jake Thorn.

Tal vez fuesen imaginaciones mías, pero mi hermano, hasta entonces completamente a sus anchas, parecía mucho más rígido. Tenía la mandíbula en tensión y se le veían hinchadas las venas del cuello. Ivy también pareció ponerse más tiesa al ver a Jake y sus ojos grises adoptaron una extraña expresión, como si se sintiera alarmada.

La reacción de ambos me inquietó y volvió a despertar todas mis dudas sobre Jake. Le eché una mirada a Xavier; algo en su cara me decía que la incomodidad era mutua.

Gabriel me puso una mano en el hombro y luego desapareció en la cocina para traer las bebidas. Mis hermanos siempre recelaban de los desconocidos; se mostraban algo más cordiales con Xavier y Molly, pero con nadie más. Aun así, su actitud frente a Jake me hizo sentir incómoda. ¿Qué habrían percibido? ¿Qué podía haber en aquel chico para que los ángeles se estremecieran en su presencia? Yo sabía que Ivy y Gabriel no iban a arruinar la noche montando una escenita, así que procuré sacarme todas las ideas extrañas de la cabeza y disfrutar la ocasión lo máximo posible.

Como me notaba nerviosa, Xavier no se apartaba de mi lado y me transmitía su calor con la palma de la mano apoyada en mi espalda.

Jake, por su parte, parecía completamente ajeno al efecto que había causado entre nosotros. No llevaba esmoquin como yo había previsto, sino unos pantalones negros muy ceñidos y una cazadora de cuero. Estaba visto que tenía que ser él quien escogiera la opción menos convencional. Aquella indumentaria le daba un aire teatral, pensé, y eso era lo que le gustaba.

—Buenas noches a todos —dijo Jake, acercándose a mí—. Hola, cielo, estás impresionante.

—Hola, Jake.

Me adelanté para saludarlo y él me cogió la mano y se la llevó a los labios. Me pareció percibir en el rostro de Xavier un destello peculiar, pero desapareció enseguida y él se apresuró a estrecharle la mano a Jake.

—Encantado —dijo, aunque con un deje áspero en la voz.

—Lo mismo digo —respondió Jake—. Esta presentación ha tardado mucho en llegar.

A diferencia de Xavier, Phantom no hizo ningún esfuerzo por mostrarse sociable. Se sentó sobre sus cuartos traseros y soltó un gruñido gutural.

—Hola, chico —dijo Jake, agachándose y alargando la mano.

Phantom se incorporó ladrando y lanzó una dentellada. Jake apartó a toda prisa la mano e Ivy sacó al perro a rastras de la habitación.

—Perdona —le dije—. No suele comportarse así.

—No te preocupes —contestó. Sacó de la chaqueta una cajita—. Toma, es para ti. Encuentro que los ramilletes están un poco pasados de moda.

Xavier frunció el ceño, pero no hizo comentarios.

—Ah, gracias. No tenías por qué —dije, cogiendo la cajita.

En su interior había un par de delicados aros de oro blanco. Me sentí algo incómoda. Parecían muy caros.

—No es nada —dijo Jake—. Sólo un detalle.

Xavier decidió intervenir entonces.

—Gracias por cuidar de Beth esta noche —dijo con tono agradable—. Como ves, estoy un poco indispuesto.

—Para mí es un placer echarle una mano a Beth —repuso Jake. Como de costumbre su voz sonaba afectada y un tanto pretenciosa—. Lamento lo de tu accidente. Qué mala suerte que haya tenido que ocurrir justo antes del baile de promoción. Pero no te preocupes; me encargaré de que Beth se divierta. Es lo mínimo que puede hacer un amigo.

—Bueno, siendo su novio, ya te puedes figurar que me habría gustado estar allí —dijo Xavier—. Pero ya se lo compensaré.

Ahora le tocó a Jake fruncir el ceño. Xavier le dio la espalda, me tomó el rostro entre las manos y me plantó un suave beso en la mejilla. Luego me ayudó a envolverme en mi chal.

—¿Ya estáis todos listos? —preguntó.

A decir verdad, lo que a mí me apetecía era quedarme en casa, acurrucarme en el sofá con Xavier y olvidarme del baile. Prefería quitarme el vestido, ponerme el pantalón del chándal y acomodarme a su lado, donde me sentía segura de verdad. No quería salir, y menos del brazo de otro chico. Pero no le dije nada de todo esto; le dediqué una sonrisa forzada y asentí.

—Cuida de ella —le dijo a Jake. Su expresión era amistosa, pero había un matiz de advertencia en su tono.

—No la perderé de vista ni un segundo.

Jake me ofreció su brazo y salimos afuera, donde ya nos esperaba una limusina. Por la cara que ponía Gabriel, deduje que aquello le parecía un exceso. Antes de que nos fuéramos, Ivy se inclinó hacia mí y me arregló el tirante del vestido.

—Estaremos cerca toda la noche por si nos necesitas —me susurró. Me pareció que dramatizaba un poquito. ¿Qué podía pasar en una sala de baile con cientos de invitados? Aun así, sus palabras me resultaron reconfortantes.

La limusina parecía una nave espacial con aquel chasis reluciente y alargado y sus ventanillas ahumadas. Yo la encontraba más bien vulgar y no le veía el glamour por ninguna parte.

Por dentro era más espaciosa de lo que me había imaginado. Un diván de cuero blanco se extendía por los cuatro costados. La luz, violácea y azul, procedía de una serie de lámparas alógenas incrustadas en el techo. A la derecha había un mueble bar. Unas lámparas de lava iluminaban las hileras de vasos y las botellas de bebidas alcohólicas que habían traído algunos invitados (aunque todos eran menores). Había una pantalla de televisión ocupando uno de los lados, y unos altavoces en el techo. Sonaba a todo volumen una canción sobre chicas pasándoselo bien y las paredes vibraban con su percusión brutal.

Cuando nosotros nos subimos, la limusina ya estaba prácticamente llena. Éramos los últimos. Molly me sonrió de oreja a oreja al verme y me envió besos desde la otra punta en vez de darme un abrazo. Las demás chicas me miraron de arriba abajo. A alguna se le quedó la sonrisa congelada.

—Un terrible infortunio, los celos —me susurró Jake al oído—. Tú eres la más deslumbrante de largo. Tienes muchas posibilidades de convertirte en la reina del baile.

—Me tiene sin cuidado. Además, aún no has visto al resto de la competencia.

—No me hace falta —respondió—. Me lo apuesto todo a que ganas tú.




26

El baile

El baile se celebraba en el Pabellón del Club de Tenis. Con sus amplios jardines y sus diversos salones, desde donde se dominaba toda la bahía, era sin lugar a dudas el centro de recepciones más elegante de la zona.

La limusina se deslizó junto a sus altos muros de piedra caliza y cruzó la verja de hierro para recorrer un sinuoso sendero flanqueado de prados y setos impecables. El jardín estaba salpicado de fuentes de piedra; entre ellas, un majestuoso león esculpido con la zarpa levantada, de cada una de cuyas garras brotaba un chorro de agua. Había incluso un estanque con un puentecito y un cenador que acaso habría encajado mejor en un antiguo castillo europeo, y no en un pueblo insignificante como Venus Cove. No podía evitar sentirme abrumada por un escenario tan suntuoso. Jake, por su parte, parecía del todo indiferente. Mantenía su eterna expresión de hastío y torcía los labios en una sonrisa socarrona cada vez que se encontraban nuestras miradas.

La limusina siguió avanzando por el sendero, pasó junto a las pistas de tenis, que resplandecían bajo las luces como lagos verdes, y se dirigió al pabellón propiamente dicho: un enorme edificio circular de cristal con tejado a dos aguas y espaciosos balcones blancos. No cesaban de desfilar parejas hacia el interior: los chicos erguidos, las chicas sujetando sus bolsitos y ajustándose los tirantes de los vestidos. Aunque ellos estaban muy elegantes con esmoquin, lo cierto era que no pasaban de ser simples comparsas; la noche pertenecía claramente a las chicas. Todas tenían en la cara la misma expresión expectante e ilusionada.

Algunos grupos habían llegado en limusinas y en coches con chófer, mientras que otros habían optado por utilizar el autobús de dos pisos de la fiesta, que justo en aquel momento se detenía con un cargamento de pasajeros entusiasmados. Advertí que el interior del autobús había sido redecorado como si fuera una discoteca, con luces estroboscópicas, música a tope y todo el rollo.

Por una noche al menos, la filosofía feminista había sido dejada de lado y las chicas se permitían que las llevaran del brazo por las escalinatas y el vestíbulo como si fueran princesas de cuento de hadas. A mi derecha, Molly se hallaba demasiado absorta estudiando el panorama para molestarse en darle conversación a Ryan Robertson, que estaba muy guapo con su traje, todo hay que decirlo. A mi izquierda, Taylah no paraba de sacar fotos ansiosamente, como si no quisiera dejarse ningún detalle. También le echaba miraditas a Jake cuando creía que no la veíamos. Él la miró abiertamente y la recompensó con un guiño. Taylah se puso tan colorada que pensé que era un milagro que no se le disolviera todo el maquillaje.

El doctor Chester, el director de Bryce Hamilton, engalanado con un traje gris pálido, estaba a la entrada del vestíbulo rodeado de arreglos florales dispuestos sobre pedestales. Los demás miembros del personal del colegio se habían situado estratégicamente para ver cómo hacían su entrada las jóvenes parejas. Advertí que el doctor Chester tenía gotas de sudor en su frente abombada: el único signo aparente de tensión. Sonreía ampliamente, sí, pero sus ojos decían bien a las claras que habría preferido estar apoltronado en el sillón de su casa, y no vigilando a un puñado de preuniversitarios malcriados decididos a pasar la noche más memorable de sus vidas.

Jake y yo nos unimos a la fila de parejas llenas de glamour que aguardaban para hacer su entrada. Molly y Ryan iban justo delante de nosotros y yo los observaba atentamente para ver cómo era el protocolo y no meter la pata.

—Doctor Chester, le presento a mi pareja, Molly Amelia Harrison —dijo Ryan con un tono muy formal. Sonaba raro viniendo de un chico que se divertía con sus amigos dibujando en el asfalto de la entrada del colegio unos genitales descomunales. A mí me constaba que Molly le había dado instrucciones para que exhibiera aquella noche sus mejores modales.

El doctor Chester sonrió benévolo, le estrechó la mano y los hizo pasar.

Nosotros éramos los siguientes. Jake entrelazó mi brazo con el suyo.

—Doctor Chester, mi pareja, Bethany Rose Church —dijo muy galante, como si me estuviera presentando en una corte imperial.

El doctor Chester me dirigió una cálida sonrisa.

—¿Cómo es que sabes mi segundo nombre? —le pregunté, una vez dentro.

—¿No te había dicho que soy adivino?

Seguimos a la avalancha de gente y entramos en el salón de baile, mucho más lujoso de lo que me había imaginado. Las paredes eran todas de cristal, desde el suelo hasta el techo, y la suntuosa alfombra, de un intenso color borgoña. El parquet de la pista de baile relucía bajo las arañas de cristal, que arrojaban diminutas medialunas de luz. A través de las paredes veía el océano extendiéndose en suaves ondulaciones, y también una pequeña columna blanca parecida a un salero. Tardé un instante en darme cuenta de que era el faro. Las mesas, distribuidas alrededor del salón, estaban cubiertas con manteles de lino y vajilla de porcelana. Los centros de mesa eran ramos de capullos amarillos y rosados, y había lentejuelas plateadas esparcidas por los manteles. Al fondo, la banda empezaba a afinar sus instrumentos. Los camareros circulaban por todas partes con bandejas de ponche sin alcohol.

Divisé a Gabriel e Ivy en un rincón. Parecían tan fuera de lugar que casi me dolía mirarlos. Gabriel tenía una expresión indescifrable en la cara, pero era evidente que no estaba disfrutando. Los chicos miraban a Ivy maravillados cuando pasaban por delante, pero ninguno tenía el valor de acercársele. Vi que Gabriel barría el salón entero con la vista hasta localizar a Jake Thorn. Lo observó con penetrante intensidad unos segundos y se volvió para otro lado.

—¡Estás en nuestra mesa! —gritó Molly, abrazándome por detrás—. Venga, vamos a sentarnos. Estos zapatos me están matando. —Entonces vio a Gabriel—. O pensándolo bien… voy a saludar primero a tu hermano. ¡No me gustaría quedar como una maleducada!

Dejamos que Jake se ocupara de buscar nuestros asientos y fuimos al encuentro de Gabriel, que tenía las manos entrelazadas a la espalda y observaba el panorama con aire sombrío.

—¡Hola! —dijo Molly, acercándose a él con paso vacilante, porque llevaba unas zapatillas de tiras con tacones de aguja.

—Buenas noches, Molly —contestó Gabriel—. Se te ve muy sugestiva esta noche.

Molly me lanzó una mirada interrogante.

—Quiere decir que estás fantástica —susurré, y su rostro se iluminó.

—Ah… gracias —dijo—. Tú también estás muy sugerente. ¿Te diviertes?

—Divertirse no sería la palabra más exacta. Nunca me han gustado demasiado las reuniones sociales.

—Ah, ya entiendo a qué te refieres —repuso Molly—. En realidad, el baile siempre es un poco aburrido. La cosa se anima después, en la fiesta privada. ¿Vas a venir?

El pétreo semblante de Gabriel se suavizó un instante y en las comisuras de sus labios asomó un principio de sonrisa. Pero en cuestión de segundos recobró la compostura.

—Como miembro del profesorado me siento en la obligación de simular que no he oído nada sobre una fiesta privada —dijo—. El doctor Chester las ha prohibido expresamente.

—Ya, bueno, él tampoco puede hacer mucho al respecto, ¿no crees? —Molly se echó a reír.

—¿Quién es tu pareja? —dijo Gabriel, cambiando de tema.

—Se llama Ryan, está sentado allí.

Molly señaló al otro lado. Ryan y su amigo se habían sentado ya a la mesa impecable y se habían puesto a echar un pulso. Uno de ellos derribó una copa y la mandó rodando por el suelo. Gabriel los observó con severidad.

Molly se sonrojó y volvió la cara para otro lado.

—Es un poquito inmaduro a veces, pero es un buen tipo. Bueno, será mejor que me vuelva antes de que destroce algo más y nos acaben echando. Pero nos vemos después. Te he guardado un baile.

Casi tuve que remolcar a Molly hasta nuestra mesa y, una vez allí, ella no paraba de volverse para mirar a Gabriel, sumida en un rapto desvergonzado. Ryan no parecía enterarse.

Pese a la magia del lugar, enseguida fui consciente de que yo tampoco me lo estaba pasando bien. Sólo hablaba de naderías con la gente y varias veces me sorprendí a mí misma buscando un reloj con la vista. Empecé a preguntarme si podría excusarme un rato para hacerle una llamada a Xavier. Pero incluso si le pedía a Molly su teléfono móvil, no había ningún sitio desde donde hablar con tranquilidad. Los profesores se habían apostado en las puertas para impedir que nadie se escapara a los jardines, y los baños estaban atestados de chicas repasándose el maquillaje.

Después de tanto preparativo, la velada me parecía deslucida. No por culpa de Jake; él se esforzaba todo lo que podía, era un acompañante muy atento: me preguntaba continuamente si me lo pasaba bien, contaba chistes, intercambiaba anécdotas con el resto de los comensales. Pero observando a las chicas de alrededor, que picaban melindrosamente del aperitivo y se sacudían abstraídas algún hilo imaginario de sus vestidos, no pude por menos que pensar que la fiesta no tenía mucho sentido aparte de sentarse allí con aspecto de princesita. Una vez que todo el mundo se había echado mutuamente el vistazo preceptivo, ya no quedaba gran cosa que hacer.

Incluso cuando conversaba con los demás, Jake raramente me quitaba la vista de encima. Parecía decidido a seguir cada uno de mis movimientos. A veces trataba de arrastrarme a la conversación haciéndome preguntas mordaces, pero yo contestaba casi siempre con monosílabos y seguía mirándome las manos. No pretendía estropearle a nadie la noche ni parecer enfurruñada, pero no podía evitarlo: mis pensamientos regresaban a Xavier una y otra vez. Me sorprendí a mí misma preguntándome qué estaría haciendo, imaginándome lo diferente que sería la noche si él estuviera a mi lado. El lugar era ideal y yo llevaba el vestido perfecto, pero iba con el chico equivocado y no podía evitar cierta melancolía.

—¿Qué sucede, princesa? —me preguntó Jake cuando me pilló contemplando el océano con añoranza.

—Nada —me apresuré a responder—. Me lo estoy pasando muy bien.

—Mentira podrida —dijo, bromeando—. ¿Jugamos a un juego?

—Si quieres.

—Muy bien… ¿cómo me describirías con una sola palabra?

—¿Tenaz? —sugerí.

—Mal. Tenaz es lo último que yo soy. Un dato curioso: nunca hago los deberes. ¿Qué otra cosa me hace único?

—¿El gel que te pones en el pelo? ¿Tu afable carácter? ¿Tus seis dedos?

—Eso estaba de más. Me amputaron el sexto hace años. —Me lanzó una sonrisa—. Ahora descríbete tú en una palabra.

—Hmm… —Titubeé—. No sé… es difícil.

—Muy bien —dijo—. No me gusta una chica capaz de resumirse en una sola palabra. Le falta complejidad. Y sin complejidad no hay intensidad.

—¿Te gusta la intensidad? —pregunté—. Molly dice que los chicos prefieren a las chicas tranquis.

—O sea, fáciles de llevar a la cama —repuso Jake—. Lo cual supongo que no tiene nada de malo.

—Pero ¿eso no sería lo contrario de la intensidad? —dije—. A ver si te aclaras.

—Una partida de ajedrez también puede ser intensa.

—Hmm… sí, tal vez. A lo mejor para ti una chica y una pieza de ajedrez son intercambiables.

—Nunca —dijo Jake. ¿Tú has roto algún corazón?

—No —respondí—. Ni lo deseo. ¿Y tú?

—Muchos. Pero nunca sin un buen motivo.

—¿Qué motivo, por ejemplo?

—No eran adecuadas para mí.

—Espero que al menos rompieras en persona —dije—. No por teléfono o algo parecido.

—¿Por quién me tomas? —dijo—. Eso al menos lo merecían. Ese resto de dignidad era lo único que les quedaba al final.

—¿Qué quieres decir? —pregunté con curiosidad.

—Digamos que primero amas y luego pierdes —repuso.

A continuación tuvimos que aguantar un tedioso discurso del doctor Chester. Algo así como que aquella era «nuestra gran noche» y que se esperaba de nosotros que nos comportásemos de modo responsable y no hiciéramos nada que pudiera mancillar la reputación de Bryce Hamilton. El doctor Chester dijo que confiaba en que volviéramos todos a casa en cuanto concluyera el baile. Se oyó alguna que otra risita entre la audiencia, que el director prefirió pasar por alto. Nos recordó que había escrito a todos los padres recomendando que se opusieran a las fiestas privadas y que se lo pensaran muy bien antes de ofrecer sus propias casas para montarlas.

Lo que él no sabía era que la fiesta privada ya estaba organizada desde hacía meses, y que los organizadores no habían sido tan ingenuos como para creer que podrían celebrarla en alguna casa particular, con los padres en el piso de arriba. La fiesta iba a tener lugar en una antigua fábrica abandonada que quedaba a las afueras del pueblo. El padre de uno de los chicos de último año era arquitecto y había estado trabajando para convertirla en una serie de apartamentos. Se había tropezado con las protestas de varios grupos ecologistas y el proyecto había quedado temporalmente suspendido mientras llegaban los permisos preceptivos. La fábrica era muy espaciosa y, sobre todo, quedaba aislada. A nadie se le ocurriría husmear allí. Por alta que estuviera la música, nadie iría a quejarse porque no había casas en las inmediaciones. Alguien conocía a un pinchadiscos profesional que se había ofrecido a trabajar gratis por una noche. Todos se morían de impaciencia esperando que terminase de una vez el baile de promoción para que «la fiesta de verdad» pudiera empezar. Pero incluso si Xavier me hubiera acompañado yo no habría contemplado siquiera la posibilidad de ir. Ya había asistido a una fiesta de aquellas en mi vida humana, y con una me bastaba.

La cena empezó después de los discursos y, al terminar de comer, hicimos cola frente a una plataforma para que nos sacaran fotos para la revista del colegio. La mayoría de las parejas adoptaban la pose clásica, pasándose mutuamente el brazo por la cintura: las chicas sonriendo con aire recatado, los chicos muy rígidos, por temor a moverse y estropear la foto, un crimen por el que sabían que nunca serían perdonados.

Debería haberme imaginado que Jake haría algo distinto. Al llegar nuestro turno, puso una rodilla en el suelo, tomó una rosa de la mesa de al lado y la sujetó entre los dientes.

—Sonríe, princesa —me susurró.

El fotógrafo, que venía disparando una y otra vez de un modo mecánico, se animó un poco al verlo, agradecido por la novedad. Mientras bajábamos del estrado, advertí que algunas chicas miraban de reojo a sus parejas. Su expresión venía a decir: «¿Por qué no puedes ser un poquito más romántico, como Jake Thorn?». Me compadecí del chico que intentó imitar la pose de Jake y acabó pinchándose el labio con las espinas de la rosa. Su novia, roja como un tomate, tuvo que llevárselo corriendo a los servicios.

Después de las fotos, vino el postre (un flan bamboleante), y a continuación hubo un rato de baile. Finalmente, nos pidieron que volviéramos a nuestro sitio para anunciar los premios. Miramos cómo subía al estrado el comité organizador, incluyendo a Molly y Taylah, con los sobres del veredicto y los trofeos.

—Es un placer para nosotros —empezó diciendo una chica llamada Bella— dar a conocer el nombre de los ganadores del baile de promoción de Bryce Hamilton de este año. Hemos sopesado cuidadosamente nuestras decisiones y antes de empezar queremos que sepáis que todos sois ganadores en el fondo.

Oí que Jake sofocaba una risotada.

—Hemos añadido más categorías a la lista de este año en reconocimiento al esfuerzo que habéis hecho todos —prosiguió la chica—. Empecemos con el premio al Mejor Peinado.

A mí me parecía que el mundo se había vuelto loco. Intercambié con Jake una mirada de consternación mientras se sucedían los distintos premios al Mejor Peinado, Mejor Vestido, Mejor Transformación, Mejor Corbata, Mejores Zapatos, Mejor Maquillaje, Mejor Glamour y Belleza Más Natural. Finalmente, concluidos los premios menores, llegó la hora de anunciar lo que todo el mundo había estado esperando: el nombre del Rey y la Reina del baile. Un murmullo de excitación recorrió el salón entero. Aquel era sin duda el premio más disputado. Cada una de las chicas presentes contenía el aliento. Los chicos fingían no estar interesados. Yo no acababa de entender a qué venía tanto alboroto. No era precisamente una cosa que pudieran incluir en sus currículos.

—Y los ganadores de este año son… —empezó la portavoz del comité. Se interrumpió para crear un efecto dramático y la audiencia gimió de frustración—. ¡Bethany Church y Jake Thorn!

El salón entero estalló en aplausos enloquecidos. Durante una fracción de segundo busqué entre la multitud a los ganadores… hasta que caí en la cuenta de que era mi nombre el que habían pronunciado. Supongo que yo debía de tener una expresión glacial cuando me dirigí al estrado con Jake, aunque en su caso el hastío había dado paso a cierto aire de diversión. A mí todo me parecía absurdo mientras Molly me ponía la corona en la cabeza y me colocaba la banda de honor. Jake parecía disfrutar su protagonismo. Tuvimos que abrir el vals antes de que se sumara el resto de los invitados, así que le di la mano a Jake y él deslizó la otra alrededor de mi cintura. Aunque había practicado el vals con Xavier, no me sentía tan segura sin él. Por suerte, los ángeles tenemos la ventaja de cogerle el tranquillo a las cosas con relativa facilidad. Seguí a Jake y muy pronto mi mente incorporó el ritmo de la música con toda naturalidad. Mis miembros se movían con fluidez, y me sorprendió descubrir que Jake lo hacía con idéntica elegancia.

Ivy y Gabriel pasaron por nuestro lado, bailando en perfecta sincronía y deslizándose con gestos sedosos. Sus pies apenas rozaban el suelo y daba toda la impresión de que flotaran. Aun a pesar de la expresión sombría de ambos, ofrecían un espectáculo tan fascinante que mucha gente se detenía a mirarlos y les dejaban la pista libre. Mis hermanos se cansaron enseguida de ser el centro de atención y regresaron a su mesa.

Cuando la música cambió, Jake me arrastró rápidamente al borde de la pista y se inclinó hacia mí de tal manera que sus labios me rozaron la oreja.

—Estás deslumbrante.

—Y tú igual. —Me reí, procurando imprimir un tono de ligereza al diálogo—. Todas las chicas están de acuerdo.

—¿Tú también?

—Bueno… yo te encuentro encantador.

—Encantador —musitó—. Supongo que basta por ahora. ¿Sabes?, nunca he conocido a una chica con una cara parecida. Tienes la piel de color claro de luna; tus ojos son insondables.

—Ahora te estás pasando —me burlé. Intuía que estaba a punto de embarcarse en uno de sus soliloquios románticos y yo quería impedirlo a toda costa.

—No se te da bien aceptar cumplidos, ¿verdad?

Me sonrojé.

—La verdad es que no. Nunca sé qué decir.

—¿Qué tal «gracias», simplemente?

—Gracias, Jake.

—¿Lo ves?, no ha sido tan difícil. Y ahora me vendría bien un poco de aire fresco. ¿A ti no?

—Es un poco complicado salir —dije, señalando a los profesores que seguían de guardia en las salidas.

—He descubierto una vía de escape. Ven, te la voy a enseñar.

Había dado en efecto con una puerta trasera que nadie había tenido en cuenta, por lo visto. Primero había que cruzar los servicios y un almacén que quedaba en la parte trasera del edificio. Me ayudó a saltar por encima de los cubos y las fregonas amontonadas contra la pared y, de repente, me encontré sola con él en el balcón que rodeaba por fuera todo el pabellón. Era una noche despejada, el cielo estaba sembrado de estrellas y la brisa resultaba refrescante. A través de los ventanales veíamos a las parejas todavía bailando; las chicas, ya con menos fuelle a aquellas alturas, abandonaban todo su peso en sus parejas. Algo más lejos, manteniendo las distancias, Ivy y Gabriel permanecían de pie, ambos tan relucientes como si los hubieran rociado con polvo de estrellas.

—Cuántas estrellas —murmuró Jake, casi como hablando consigo mismo—. Pero ninguna tan hermosa como tú.

Lo tenía tan cerca que notaba su aliento en la mejilla. Bajé los ojos, deseando que dejara de hacerme cumplidos. Procuré desviar la conversación hacia él.

—Me gustaría sentirme tan segura de mí misma como tú. Nada parece desconcertarte.

—¿Por qué debería? —respondió—. La vida es un juego, y resulta que yo sé cómo jugarlo.

—Incluso tú debes cometer errores a veces.

—Esa es precisamente la actitud que le impide ganar a la gente —dijo.

—Todo el mundo pierde en un momento u otro; pero podemos aprender de la pérdida.

—¿Quién te ha dicho eso? —Jake sacudió la cabeza y clavó sus ojos color esmeralda en los míos—. A mí no me gusta perder, y siempre consigo lo que quiero.

—¿Y ahora mismo tienes todo lo que quieres?

—No del todo —respondió—. Me falta una cosa.

—¿Qué es? —respondí, recelosa. Algo me decía que estaba pisando terreno peligroso.

—Tú —dijo simplemente.

No sabía qué responder. No me gustaba nada el giro que estaba tomando la conversación.

—Bueno, es muy halagador, Jake, pero ya sabes que no estoy disponible.

—Eso es lo de menos.

—¡Para mí, no! —Di un paso atrás—. Estoy enamorada de Xavier.

Jake me miró fríamente.

—¿No te parece algo obvio que no estás con la persona adecuada?

—No, para nada —repliqué—. Y supongo que tú eres lo bastante arrogante para creerte la persona adecuada, ¿no?

—Simplemente creo que me merezco una oportunidad.

—Prometiste que no volverías a sacar el tema —le dije—. Tú y yo somos amigos, eso deberías valorarlo.

—Y lo valoro, pero no es suficiente.

—¡No eres tú solo quien decide! Ni yo un juguete que puedas señalar con el dedo y obtener sin más.

—Disiento.

Se echó bruscamente hacia delante, tomándome de los hombros, y me atrajo hacia sí. Estrechando mi cuerpo con fuerza, me buscó los labios. Desvié la cara en señal de protesta, pero él la tomó con una mano para girarla de nuevo y pegó sus labios contra los míos. Hubo un relampagueo en el cielo, aunque un momento antes no había ni rastro de tormenta. Me besó con fuerza y contundencia mientras me sujetaba férreamente con las manos. Yo forcejeé y lo empujé y, finalmente, conseguí romper el estrecho contacto y separarme de él.

—¿Qué te crees que estás haciendo? —grité, mientras la furia crecía en mi pecho.

—Darnos lo que los dos deseamos —respondió.

—¡Yo no! —grité—. ¿Qué he hecho para hacerte pensar otra cosa?

—Te conozco, Bethany Church, y no eres ninguna mosquita muerta —gruñó Jake—. He visto cómo me miras y he notado que hay una conexión entre los dos.

—No hay ninguna conexión —subrayé—. Desde luego no contigo. Lo lamento si te has llevado una idea equivocada.

Sus ojos relampaguearon peligrosamente.

—¿De veras me estás rechazando? —preguntó.

—De veras. Yo estoy con Xavier, ya te lo he dicho muchas veces. No es culpa mía que hayas preferido no creerme.

Jake dio un paso hacia mí. La rabia ensombrecía su rostro.

—¿Estás del todo segura de que sabes lo que haces?

—Nunca he estado más segura de nada —dije con frialdad—. Jake, tú y yo sólo podemos ser amigos.

Él dejó escapar una risa gutural.

—No, gracias —me anunció—. No me interesa.

—¿No puedes tratar al menos de afrontarlo con madurez?

—No creo que lo entiendas, Beth. Nosotros estamos hechos el uno para el otro. Llevo esperándote toda mi vida.

—¿Qué quieres decir?

—Llevo siglos buscándote. Ya casi había perdido la esperanza.

Noté que me subía una extraña sensación de frío por el pecho. ¿De qué me estaba hablando?

—Nunca, ni en mis fantasías más delirantes, me había imaginado que tú podrías ser… uno de ellos. Al principio me resistí, pero ha sido inútil. Nuestro destino está escrito en las estrellas.

—Te equivocas —dije—. No tenemos ningún destino juntos.

—¿Sabes lo que es vagar por la Tierra sin rumbo buscando a alguien que podría estar en cualquier parte? Ahora no voy a alejarme y dejarlo pasar sin más.

—Bueno, quizá no te quede otro remedio.

—Voy a darte una oportunidad más —dijo en voz baja—. Supongo que tú no te das cuenta, pero estás cometiendo una terrible equivocación. Una que te costará muy cara.

—No me impresionan las amenazas —dije con altanería.

—Muy bien. —Dio un paso atrás. Su cara se nubló por completo y todo su cuerpo se estremeció violentamente, como si mi sola presencia lo llenara de furia—. Ya no voy a hacerme más el simpático con los ángeles.




27

Jugar con fuego

Jake giró en redondo y desapareció por donde había venido. Yo me quedé clavada en el sitio. Tenía escalofríos. Me preguntaba si habría oído mal su amenaza y las palabras que había pronunciado antes de irse. Pero sabía bien que no. Me sentía como si la noche me abrumara con todo su peso, ahogándome. Había dos cosas de las que ahora estaba segura: primero, que Jake Thorn sabía quiénes éramos; y segundo, que era peligroso. Pensé que tenía que haber estado completamente ciega para no verlo antes. Me había empeñado tanto en mirar su parte positiva que no había hecho ningún caso de los flagrantes indicios en sentido contrario. Y ahora esos indicios parpadeaban con un brillo de neones en la oscuridad.

Noté que me cogían del codo y sofoqué un grito. Me alivió comprobar que era Molly.

—¿Qué ha pasado? —preguntó—. ¡Te hemos visto por la ventana! ¿Ahora estás con Jake? ¿Os habéis peleado tú y Xavier?

—¡No! —farfullé—. ¡Por supuesto que no estoy con Jake! Él… No sé qué ha pasado… Quiero irme a casa.

—¿Cómo? ¿Por qué? No podemos irnos sin más. ¿Qué hay de la otra fiesta? —dijo Molly, pero yo ya había echado a correr.

Encontré a Gabriel e Ivy en la mesa de los profesores y me los llevé aparte precipitadamente.

—Tenemos que irnos —le dije a Gabe, tirándole de la manga.

Quizá conocía ya lo ocurrido o simplemente percibió el tono de urgencia en mi voz, pero no hizo preguntas. Ivy y él recogieron sus cosas a toda prisa y me llevaron fuera del pabellón a buscar el jeep. Me escucharon en silencio durante el trayecto mientras yo les explicaba lo que había ocurrido con Jake y les repetía sus últimas palabras.

—No puedo creer que haya sido tan estúpida —gemí, agarrándome la cabeza con las manos—. Debería haberlo notado… tendría que haberme dado cuenta.

—No es culpa tuya, Bethany —dijo Ivy.

—¿Qué es lo que me pasa? ¿Cómo no lo he percibido? Vosotros habéis notado algo, ¿verdad? Lo habéis sabido en cuanto ha entrado en casa.

—Hemos percibido una energía oscura —reconoció Gabe.

—¿Por qué no habéis dicho nada? ¿Por qué no me habéis impedido que saliera con él?

—No podíamos estar del todo seguros —dijo Gabriel—. Actuaba con gran precaución; era casi imposible captar información de su mente. Podría no haber sido nada y no queríamos preocuparte sin motivo.

—Un humano atormentado también puede tener un aura oscura —observó Ivy—. A consecuencia de una tragedia, de la pena, del dolor…

—O de sus malas intenciones —añadí.

—También —asintió Gabriel—. No queríamos precipitarnos a sacar conclusiones, pero si ese chico sabe lo que somos, entonces todo apunta a que pueda ser… bueno, mucho más fuerte que un humano normal.

—¿Más fuerte?, ¿hasta qué punto?

—No lo sé —respondió Gabriel—. A menos… ¿No podría ser que Xavier…? —Dejó inacabada la frase.

Le lancé una mirada de irritación.

—Xavier nunca le contaría nuestro secreto a nadie —le dije—. No puedo creer que se te haya ocurrido siquiera. Ya deberías conocerlo a estas alturas.

—Está bien. Aceptemos que Xavier no tiene nada que ver —dijo Gabriel—. Hay algo en Jake Thorn que no es natural. Yo lo noto y tú también lo notas, Bethany.

—Bueno, ¿y qué vamos a hacer? —pregunté.

—Hemos de esperar el momento propicio —respondió—. Las cosas se desarrollarán por sí mismas. No debemos precipitarnos. Si es peligroso de verdad, él mismo se delatará.

Cuando llegamos a casa, Ivy me ofreció una taza de chocolate, pero yo la rechacé. Subí a mi habitación y me quité el vestido. Tenía la sensación de que me acababa de caer sobre los hombros un gran peso. Las cosas habían ido muy bien hasta el momento, y ahora aquel chico amenazaba con destruirlo todo. Me arranqué las perlas del pelo y me limpié el maquillaje, sintiéndome repentinamente como una simple impostora. Aunque hablar con Xavier me habría servido para sentirme mejor, era demasiado tarde para llamarle. Así pues, me puse el pijama, me metí en la cama y abracé para consolarme un muñeco de peluche que él me había regalado. Dejé que las lágrimas fluyeran de mis párpados apretados, empapando la almohada. Ya no me sentía furiosa ni asustada; sólo triste. Habría deseado con toda mi alma que las cosas fuesen más claras y sencillas. ¿Por qué estaba tan cargada de complicaciones nuestra misión? Aunque fuese infantil por mi parte, no paraba de pensar que todo aquello era injusto. Estaba demasiado agotada para no dejarme hundir en el sueño, pero lo hice con plena conciencia de que pronto habría de desatarse una terrible tormenta.

No tuve noticias de Xavier durante todo el fin de semana. Di por supuesto que no se había enterado del incidente en el baile y tampoco quería inquietarlo. Me había dejado tan preocupada lo de Jake que ni siquiera me paré a preguntarme por qué no había llamado Xavier, cuando raramente pasaban unas horas sin que habláramos.

Por otro lado, no hube de esperar mucho para tener noticias de Jake Thorn. El lunes por la mañana, al abrir la taquilla en el colegio, se deslizó por el aire un papelito y cayó lentamente al suelo como un pétalo marchito. Lo recogí, creyendo que sería una nota de Xavier que me arrancaría un suspiro de adoración o unas risitas de colegiala. Pero no estaba escrita con su letra, sino con aquella misma caligrafía angulosa que conocía de las clases de literatura. Al leer el mensaje, sentí que se me helaba la sangre en las venas.

El ángel vino

El ángel vio

El ángel cayó

Le enseñé la nota a Gabriel, que la leyó y estrujó irritado sin decir palabra. Procuré no pensar en Jake durante el resto del día, aunque no era fácil. Xavier no había ido al colegio, pero yo me moría de ganas de hablar con él. Me daba la impresión de que había pasado una eternidad desde el viernes.

El día transcurrió en una especie de neblina gris. Sólo se iluminó unos minutos durante el almuerzo cuando tomé prestado el móvil de Molly para llamar a Xavier; pero todo volvió a sumirse en la penumbra cuando saltó el buzón de voz. No tener contacto con él hacía que me sintiera entumecida y atontada. Era como si tuviera nublada la mente. No lograba fijar ningún pensamiento; se deslizaban y desaparecían demasiado deprisa.

Al terminar las clases, volví a casa con mis hermanos. Aún no había tenido noticias de Xavier. Lo llamé otra vez desde el teléfono fijo, pero el sonido del buzón de voz sólo sirvió para que me entrasen ganas de llorar. Me senté y esperé toda la tarde y a lo largo de la cena a que llamara o sonara el timbre, pero no pasó nada. ¿Es que no quería saber cómo había ido el baile? ¿Le habría pasado algo? ¿A qué venía aquel súbito silencio? No lo entendía.

—No consigo comunicarme con Xavier —dije con voz ahogada mientras cenábamos—. No ha venido al colegio y no responde a mis llamadas.

Ivy y Gabriel se miraron.

—No tienes por qué dejarte ganar por el pánico, Bethany —me dijo Ivy con dulzura—. Hay muchas razones que podrían explicar que no responda.

—¿Y si no se encuentra bien?

—Lo habríamos percibido —dijo Gabriel para tranquilizarme.

Asentí y traté de engullir la cena, pero la comida se me atascaba en la garganta. Ya no hablé más con Ivy y Gabriel aquella noche; me arrastré a la cama con la sensación de que las paredes se me caían encima.

Cuando comprobé al día siguiente que Xavier tampoco había ido al colegio, me empezaron a arder los ojos y me sentí mareada y febril. Tenía ganas de desplomarme en el suelo y esperar a que alguien me recogiera. No sería capaz de soportar otro día sin él; ni siquiera un minuto más. ¿Dónde se había metido? ¿Qué pretendía hacer conmigo?

Molly me encontró apoyada en mi taquilla. Se aproximó y me puso una mano en el hombro con cautela.

—Bethie, cielo, ¿estás bien?

—Tengo que hablar con Xavier —le dije—. No consigo ponerme en contacto con él.

Ella se mordió el labio.

—Creo que deberías ver una cosa —dijo en voz baja.

—¿Qué? —pregunté, con una nota de pánico en la voz—. ¿Xavier está bien?

—Él está perfectamente —dijo Molly—. Ven conmigo.

Me llevó a la tercera planta del colegio y entramos en el laboratorio de informática. Era una sala sombría sin una mísera ventana y con una alfombra gris llena de manchas: sólo hileras e hileras de ordenadores cuyas pantallas apagadas parecían espiarnos. Molly encendió uno y tomó un par de sillas. Tamborileó con sus uñas esmaltadas en el escritorio mientras tarareaba una musiquilla con irritación. Cuando el ordenador acabó de cargarse, abrió un icono y tecleó algo rápidamente en la barra de herramientas.

—¿Qué haces? —le pregunté.

—¿Recuerdas que te hablé de Facebook y de lo fantástico que es? —dijo.

Asentí sin entender nada.

—Bueno, hay partes que no son tan fantásticas.

—¿Como por ejemplo?

—Para empezar… no es que sea muy privado.

—¿Qué quieres decir?

Suponía que iba a explicarme algo, pero no me imaginaba qué y, a juzgar por su expresión, no estaba muy segura de querer escucharlo. Me miraba fijamente con una mezcla de preocupación y de temor.

Yo sabía que Molly tendía a exagerar siempre, así que procuré no dejarme llevar por el pánico. Su idea de un desastre y la mía eran completamente distintas.

Molly inspiró hondo.

—Vale… voy a enseñártelo.

Tecleó una clave y apareció en la pantalla la página de Facebook. Leyó en voz alta un eslogan que aparecía bajo el encabezamiento: «Facebook te ayuda a conectarte y compartir tu vida con la gente».

—Aunque en este caso —me dijo crípticamente— no era algo que quisiéramos compartir.

Ya me estaba hartando de tanta intriga.

—Dime de una vez qué ha pasado. No puede ser tan malo.

—Vale, vale —dijo—. Tú prepárate.

Hizo doble clic en un álbum titulado: «Fotos del baile de promoción de Kristy Peters».

—¿Quién es?

—Una de nuestro curso. Se pasó toda la noche sacando fotos.

—Mira, ahí dice que aparezco en el álbum.

—Exacto —asintió Molly—. Tú y… alguien más.

Abrió una imagen y yo aguardé a que la fotografía se cargara en la pantalla. El corazón me palpitaba en el pecho. ¿Qué podría ser? ¿Se las habría ingeniado Kristy para captar mis alas con su cámara? ¿O era sencillamente una foto poco favorecedora lo que Molly había considerado una «emergencia»? Pero cuando la imagen ocupó al fin toda la pantalla, descubrí que no era ninguna de estas cosas. Era peor: muchísimo peor. Me entró una oleada de náuseas y mi visión quedó reducida a un solo punto. Únicamente veía las dos caras en la pantalla, la mía y la de Jake Thorn unidas en un beso apretado. Me quedé sentada mirando la imagen un buen rato. Las manos de Jake me sujetaban firmemente por la espalda; yo tenía las mías en sus hombros, para intentar apartarlo, y los ojos cerrados a causa de la conmoción. Pero para cualquiera que no hubiera presenciado la escena completa, parecía que estuviera entregada a un instante de pasión.

—Hemos de borrarla ahora mismo —grité, agarrando el ratón—. Tiene que desaparecer.

—No podemos —murmuró Molly.

—¿Qué quieres decir? —exclamé con voz estrangulada—. ¿No podemos borrarla y ya está?

—Sólo Kristy puede borrarla de su Facebook —dijo Molly—. Podríamos eliminar tu nombre de la lista, pero la gente seguiría viendo la foto en la página de Kristy.

—Pero hay que hacerla desaparecer —le supliqué—. Hay que borrarla antes de que la vea Xavier.

Molly me miró compasiva.

—Beth, cariño, creo que ya la ha visto.

Abandoné el laboratorio y salí corriendo del colegio. No sabía dónde estaba Gabriel, pero no me podía permitir el lujo de esperarlo. Xavier tenía que conocer la historia completa, y había de escucharla de inmediato.

Su casa no quedaba lejos e hice todo el camino corriendo. Mi infalible sentido de la orientación me guiaba. Era mediodía. Bernie y Peter estarían en el trabajo; Claire había ido a la modista con sus damas de honor para probarse el vestido, y los demás seguían en el colegio. Así que cuando llamé al timbre fue el propio Xavier quien salió a abrir. Iba con una holgada sudadera gris y pantalones de chándal, y no se había afeitado. Ya se había quitado la abrazadera del tobillo, pero todavía se movía con muletas. Tenía el pelo un poco alborotado. Su rostro se veía tan despejado y hermoso como siempre, pero había algo distinto en su mirada. Aquellos ojos turquesa que siempre parecían brillar al verme me observaban ahora con hostilidad.

Xavier no dijo una palabra al verme; se dio la vuelta, dejando la puerta abierta, y se metió en la cocina. No sabía si quería que lo siguiera, pero lo hice igualmente. Acababa de tomarse un cuenco de cereales, aunque casi era la hora del almuerzo. Se negaba a mirarme.

—Puedo explicarlo —dije en voz baja—. No es lo que parece.

—¿Ah, no? —murmuró—. Yo diría que es exactamente lo que parece. ¿Qué podría ser, si no?

—Xavier, por favor —dije, conteniendo las lágrimas—. Tiene una explicación, escucha.

—¿Estabas tratando de hacerle el boca a boca? —dijo, sarcástico—. ¿O recogiendo muestras de saliva para un experimento? ¿O es que tiene una enfermedad desconocida y ese era su último deseo? No me vengas con cuentos, Beth; no estoy de humor.

Corrí a su lado y le cogí la mano, pero él la apartó sin contemplaciones. Me sentía mareada. No era así como tendrían que haber sido las cosas. ¿Qué estaba pasando? No soportaba la distancia que se había abierto entre nosotros. Xavier parecía haber levantado un muro invisible, una barrera. Aquella persona fría y distante no era el Xavier que yo conocía.

—Jake me besó —dije con tono enérgico—. Y esa foto fue tomada justo antes de que yo lo apartara de un empujón.

—Muy oportuno —masculló—. ¿Tan estúpido me crees? Quizá no sea un ser celestial, pero no soy del todo idiota.

—Pregúntale a Molly —exclamé—. O a Gabriel y a Ivy. Ellos te lo contarán.

—Yo confiaba en ti —dijo Xavier—. Y te bastó una noche sin mí para irte con otro.

—¡No es cierto!

—Al menos podrías haber tenido la decencia de decirme a la cara que se había acabado, en lugar de permitir que me enterase por otros.

—No se ha acabado —balbucí—. Por favor, no digas eso…

—¿Te das cuenta de lo humillante que es para mí? Una foto de mi novia enrollándose con otro mientras yo estoy en casa recuperándome de una estúpida conmoción. Todos mis amigos me han llamado para preguntarme si me habías dejado plantado por teléfono.

—Lo sé. Lo sé, de veras, y lo siento, pero…

—Pero ¿qué?

—Bueno… tú…

—He sido un idiota —me cortó Xavier— por dejar que fueras al baile con Jake. Supongo que confiaba demasiado en ti. No volveré a cometer ese error.

—¿Por qué no quieres escucharme? —susurré—. ¿Por qué estás tan decidido a creer a todo el mundo menos a mí?

—Creía que había algo especial entre nosotros. —Levantó la vista y vi que tenía los ojos brillantes de lágrimas. Pestañeó con irritación para contenerlas—. Después de todo lo que hemos pasado juntos, tú vas y… Nuestra relación, obviamente, no significaba gran cosa para ti.

Ya no pude contenerme más y estallé en sollozos. El llanto me sacudía los hombros convulsivamente. Xavier hizo ademán de incorporarse para consolarme, pero se lo pensó mejor y se detuvo. Apretaba con fuerza la mandíbula, como si le resultase desgarrador verme tan desolada y no mover un dedo.

—Por favor —grité—. Te quiero. Le dije a Jake que te quiero. Ya sé que soy un desastre, pero no me dejes por imposible.

—Necesito un tiempo a solas —dijo en voz baja, rehuyendo mi mirada.

Salí corriendo de la cocina y abandoné su casa. No paré de correr hasta llegar a la playa, donde me derrumbé en la arena y sollocé mucho rato hasta calmarme. Sentía que algo se había roto en mi interior, que me había hecho pedazos literalmente y que nada podría volver a recomponerme. Quería a Xavier hasta la locura, pero él me había dado la espalda. No traté de consolarme; me abandoné al dolor. No sé cuánto tiempo permanecí allí tendida, pero al fin noté que la marea empezaba a lamerme los pies. Me daba igual; me habría gustado que se me llevara, que me zarandeara de aquí para allá, que me arrastrara hacia el fondo y me azotara sin piedad hasta dejar mi cuerpo sin fuerzas y mi mente sin pensamientos. El viento aullaba, la marea se deslizaba cada vez más cerca y yo seguí sin moverme. ¿Era aquella la manera de castigarme de Nuestro Padre? ¿Tan grave había sido mi delito como para merecerme aquello? Había experimentado el amor y ahora sentía que me lo arrancaban de la piel, como los puntos de una herida. ¿Me amaba Xavier todavía? ¿Me odiaba? ¿O simplemente había perdido la confianza en mí?

El agua me llegaba a la cintura cuando Ivy y Gabriel me encontraron. Estaba temblando, pero apenas lo notaba. No me moví ni dije nada, ni siquiera cuando Gabriel me alzó en brazos y me llevó a casa. Ivy me ayudó a meterme en la ducha y vino media hora después a sacarme, porque yo había olvidado dónde estaba y seguía de pie bajo el chorro de agua. Gabriel me subió algo de cena, pero no pude dar un bocado. Me quedé sentada en la cama, mirando al vacío, pensando en Xavier y al mismo tiempo tratando de no pensar. Aquella separación me hizo darme cuenta de lo segura que me había sentido con él. Anhelaba su contacto, su olor, incluso la pura sensación de su cercanía. Pero ahora lo notaba muy lejos y no podía alcanzarlo, y ese pensamiento hacía que me sintiera a punto de desmoronarme, de dejar de existir.

El sueño empezó a apoderarse de mí por fin, lo cual era un alivio, aunque sabía que el tormento se reanudaría otra vez por la mañana. Pero incluso en sueños me vi asediada, pues esa noche adoptaron una apariencia más oscura que nunca.

Soñé que estaba delante del faro, en la Costa de los Naufragios. Era de noche y apenas veía a través de la niebla, pero se distinguía una figura desmoronada en el suelo. Cuando gimió y se dio la vuelta, vi que era Xavier. Di un grito y traté de correr hacia él, pero me sujetaron una docena de manos pegajosas. Jake Thorn salió entonces del faro. Sus ojos destellaban como vidrios astillados. El pelo, largo y oscuro, le caía lacio a ambos lados de la cara. Llevaba un abrigo largo de cuero negro, con las solapas levantadas para protegerse del viento.

—Yo no quería llegar a este punto, Bethany —ronroneó—. Pero a veces no nos queda otro remedio.

—¿Qué le estás haciendo? —Sollocé al ver que Xavier se retorcía en el suelo—. Déjalo.

—Sólo estoy terminando lo que debería haber empezado hace mucho tiempo —gruñó Jake—. No te preocupes, no sufrirá dolor. Al fin y al cabo, ya está medio muerto…

Con un movimiento de muñeca, puso mágicamente de pie a Xavier y lo empujó hacia el borde del acantilado. Xavier habría derrotado en un santiamén a Jake en una pelea normal, pero no tenía nada que hacer frente a poderes sobrenaturales.

—Dulces sueños, apuesto muchacho —susurró Jake cuando los pies de Xavier resbalaron en el borde del acantilado.

La noche se tragó mis gritos.

Los días siguientes transcurrieron borrosamente. Yo no sentía que estuviera viviendo, sino sólo observando la vida desde fuera. No fui al colegio, y mis hermanos no intentaron obligarme tampoco. Apenas comía; no salía de casa; en realidad, casi no hacía otra cosa que dormir. El sueño era la única manera de escapar de la dolorosa añoranza de Xavier.

Phantom se había convertido en mi único consuelo. Parecía percibir mi desazón; se pasaba todo el tiempo conmigo y hasta me arrancaba alguna sonrisa con sus travesuras. Agarraba con los dientes mi ropa interior, aprovechando que el cajón había quedado abierto, y la dejaba tirada por toda la habitación. Una vez se enredó de mala manera con los ovillos de Ivy y tuve que ir a liberarlo. Otra vez arrastró por toda la escalera hasta mi habitación un paquete de golosinas de carne con la esperanza de que le diera una como recompensa. Esas diabluras me proporcionaban un respiro en el inmenso silencio que se extendía ante mí. Pero enseguida volvía a recaer en aquel comatoso estado de vacío.

Ivy y Gabriel estaban cada día más preocupados. Me había convertido prácticamente en la sombra de una persona o de un ángel; ya ni siquiera colaboraba en las cosas de la casa.

—Esto no puede seguir así —dijo Gabriel una tarde, al volver del colegio—. No es manera de vivir.

—Lo siento —me disculpé con tono inexpresivo—. Me esforzaré más.

—No. Ivy y yo vamos a ocuparnos del asunto esta noche.

—¿Qué vais a hacer? —pregunté.

—Ya lo verás. —Se negó a revelarme nada más.

Salieron después de cenar y yo me quedé en la cama, mirando el techo. No creía que pudieran hacer nada para solucionar el problema, aunque les agradecía que lo intentaran.

Me levanté perezosamente y fui a mirarme al espejo del baño. Indudablemente, estaba cambiada. Incluso con el pijama holgado que tenía puesto, saltaba a la vista que había perdido mucho peso en cuestión de días. Tenía la tez amarillenta y se me marcaban por detrás los omoplatos. El pelo me caía lacio y sin brillo, y los ojos se me veían apagados, oscuros, tristes. No lograba permanecer del todo erguida; me encorvaba como si apenas pudiera sostener mi peso y parecía tener una sombra permanente en la cara. Me preguntaba si alguna vez sería capaz de recomponer las piezas de mi vida terrestre, que habían quedado desbaratadas cuando Xavier me había abandonado. Se me ocurrió por un momento que él no había llegado a afirmar que nuestra relación se hubiera acabado, pero eso era lo que había querido decir en el fondo. Había visto su expresión; habíamos terminado. Volví a la cama arrastrando los pies y me acurruqué bajo el edredón.

Alrededor de una hora más tarde alguien llamó a la puerta de mi habitación, pero yo estaba sumida en una especie de estupor y apenas lo advertí. Sonó otro golpe, más fuerte esta vez, y oí que se abría la puerta y que alguien entraba. Me tapé la cabeza con la almohada; no quería que me engatusaran para que bajase un rato.

—Por Dios, Beth. —Era la voz de Xavier desde el umbral—. ¿Qué te estás haciendo?

Permanecí inmóvil. No me atrevía a creer que fuese él realmente. Contuve el aliento, convencida de que cuando mirase la habitación estaría vacía. Pero él volvió a hablar.

—¿Beth? Gabriel me lo ha explicado todo… Lo que hizo Jake, y que incluso te amenazó. Oh, Dios, perdona.

Me incorporé en la cama. Allí estaba, con una camiseta holgada y unos tejanos descoloridos: alto y guapísimo, tal como lo recordaba. Se le veía más pálido de lo normal y tenía cercos bajo los ojos, pero esas eran las únicas señales de angustia. Noté que se estremecía al ver mi aspecto tan demacrado.

—Creía que nunca volvería a verte —susurré, mirándolo de arriba abajo, para asegurarme de que era real, de que efectivamente había venido a verme.

Xavier se acercó a la cama, tomó mi mano y se la llevó al pecho. Me recorrió un escalofrío al sentir el contacto de su piel; contemplé su mirada de zafiro, tan llena de angustia, y no pude impedir que me rodaran las lágrimas por la cara.

—Estoy aquí —susurró—. No llores, estoy aquí, aquí.

Repetía una y otra vez estas palabras, y yo dejé que me rodeara con sus brazos y me estrechara contra él.

—No debería haber dejado que te fueras de aquel modo —me dijo—. Estaba muy disgustado. Pensaba… bueno, ya sabes lo que pensaba.

—Sí. Ojalá hubieras confiado en mí y me hubieras dejado explicarme.

—Tienes razón. Te quiero y debería haberte creído cuando me dijiste la verdad. No entiendo cómo he sido tan estúpido.

—Creía que te habías ido para siempre —le susurré, todavía con lágrimas en los ojos—. Pensaba que te habías apartado de todo porque te había fallado, porque yo misma había destruido lo único que me ha importado de verdad en toda mi vida. Esperaba que vinieras, pero no aparecías.

—Perdóname. —Noté que se le quebraba la voz. Tragó saliva y se miró las manos—. Haré lo que sea para compensártelo, yo…

Lo hice callar poniéndole un dedo en los labios.

—Ahora ya está —dije—. Quiero olvidar que ha ocurrido siquiera.

—Claro. Lo que tú digas.

Permanecimos un rato en mi cama en silencio, saboreando la felicidad de volver a estar juntos de nuevo. Yo agarraba con fuerza su camiseta, como si temiera que pudiera desaparecer si la soltaba. Xavier me contó que Gabriel e Ivy se habían ido al pueblo para dejar que aclarásemos las cosas a solas.

—Aguantarme sin hablar contigo varios días ha sido lo más difícil que he hecho en mi vida, ¿sabes?

—Te entiendo —murmuré—. Yo quería morirme.

Él me soltó bruscamente.

—Nunca pienses así, Beth, pase lo que pase. No merezco tanto la pena.

—Yo creo que sí —repuse y él suspiró.

—No voy a decir que no entienda a qué te refieres —reconoció—. Es como el fin del mundo, ¿no?

—Como el fin de toda felicidad —asentí—. De todo lo que has conocido. Es lo que pasa cuando haces que una persona lo sea todo para ti.

Xavier sonrió.

—Entonces supongo que no hemos sido muy prudentes. Pero no lo cambiaría por nada del mundo.

—Ni yo tampoco. —Me quedé callada unos minutos. Le tomé la mano y me di unos golpecitos con sus dedos en la punta de la nariz—. Xav…

—¿Sí?

—Si sólo unos días separados casi nos han matado, ¿qué pasará cuando…?

—Ahora no —me cortó—. Acabo de recuperarte; no quiero pensar en perderte otra vez. No lo permitiré.

—No podrás impedirlo —le dije—. Que seas jugador de rugby no significa que puedas enfrentarte con las fuerzas celestiales. No hay nada que desee tanto como quedarme contigo, pero estoy muerta de miedo.

—Un hombre enamorado es capaz de hacer cosas fuera de lo común —dijo Xavier—. Me da igual que seas un ángel. Tú eres mi ángel y no dejaré que te vayas.

—Pero ¿y si lo hacen sin previo aviso? —pregunté con desesperación—. ¿Y si me despierto una mañana en el lugar de donde vengo? ¿Has llegado a pensarlo?

Xavier entornó los ojos.

—¿Y cuál crees que es mi mayor temor? ¿No sabes el terror que me da que un día vaya al colegio y tú no estés allí?, ¿que venga a buscarte y nadie abra la puerta? Ni una sola persona del pueblo, salvo yo, sabrá a dónde has ido. Y de nada me servirá saberlo porque es un lugar al que no puedo ir a buscarte. O sea que no me preguntes si he llegado a pensarlo, porque la respuesta es sí, todos los días.

Volvió a tenderse y miró enfurecido el ventilador del techo, como si toda la culpa la tuviera aquel cacharro.

Mientras lo contemplaba en silencio, me di cuenta de que tenía ante mí a todo mi mundo: medía poco más de metro ochenta y estaba allí, tendido en mi cama. Comprendí al mismo tiempo que nunca podría dejarlo. Nunca podría volver a mi antiguo hogar, porque ahora mi hogar era él.

Me sentía inundada de un abrumador deseo de permanecer lo más cerca posible de él, de fundirme con él y sellar así un compromiso para no permitir que nada pudiera separarnos.

Me levanté de la cama y me quedé de pie sobre la alfombra. Xavier me miró con curiosidad. Yo le devolví la mirada sin decir palabra, me quité lentamente la parte superior del pijama y la tiré al suelo. No me entró ninguna timidez; me sentía totalmente libre. Me deslicé los pantalones hacia abajo y dejé que cayeran a mis pies hechos un gurruño, de tal manera que quedé completamente expuesta y vulnerable ante él. Estaba dejando que me viera en mi estado más indefenso.

Xavier permaneció callado. Cualquier palabra habría cortado el zumbido del silencio que se había adueñado de la habitación. Un instante después se incorporó e imitó mis movimientos, dejando que su camisa y sus tejanos cayeran amontonados en el suelo. Se me acercó y me deslizó las manos por la espalda. Di un suspiró y me dejé envolver en su abrazo. El contacto de su piel me transmitió por todo el cuerpo una cálida irradiación. Me apreté contra él. Por primera vez desde hacía días, me sentía completa.

Besé sus dulces labios, recorrí su rostro con las manos, palpando aquella nariz y aquellos pómulos tan familiares. Habría reconocido el contorno de su cara entre un millón; habría sido capaz de leerla como lee un ciego un texto en braille. Tenía un olor dulce y fresco. Apreté mi pecho contra el suyo. A mí modo de ver, él no tenía ni un solo defecto físico, pero no me hubiera importado si lo hubiese tenido. Igualmente lo habría amado si hubiera sido deforme o un mendigo harapiento. Simplemente porque era él.

Nos tendimos en la cama y así fue como permanecimos: estrechamente abrazados, hasta que oímos abajo a Ivy y Gabriel. A Molly le habría parecido demencial, supongo. Pero así era como queríamos estar los dos. Queríamos sentirnos como una sola persona, y no como dos seres individuales. Las ropas nos enmascaraban. Sin ellas, no teníamos dónde escondernos ni podíamos ocultar nada. Y eso era lo que queríamos: ser absolutamente nosotros mismos y sentirnos totalmente a salvo.

¿Has encontrado algun error? Déjalo en los comentarios
Comments

Comentarios

Show Comments