4

Terrestre

Cuando sonó la última campana, recogí mis libros y traté literalmente de escapar, deseosa de evitarme los pasillos atestados de gente. Ya me habían dado bastantes empujones por un día; ya me habían interrogado y observado lo suficiente. A pesar de mis esfuerzos, no había tenido ni un momento de tranquilidad; durante las horas libres Molly me había arrastrado de aquí para allá para presentarme a sus amigas, que me habían acribillado a preguntas como auténticas ametralladoras. A pesar de todo había llegado al final del día sin ningún contratiempo y eso ya me parecía un motivo de satisfacción.

Mientras esperaba a Gabriel me entretuve frente a la verja de la entrada, guarecida bajo la sombra de las palmeras. Me recliné contra una de ellas y apoyé la cabeza en su superficie fresca e irregular. Me maravillaba la variedad de la vegetación terrestre. Las palmeras, sin ir más lejos, me parecían una creación tan extraña como sorprendente. Tenían cierto aire de centinelas con aquellos troncos tan rectos y esbeltos, y la explosión de sus ramas en lo alto me recordaba los cascos con penacho de la guardia de un palacio. Mientras permanecía allí, observé a los alumnos que iban saliendo y se subían a los coches. Tiraban la mochila, se quitaban la chaqueta y enseguida se los veía mucho más relajados. Algunos se iban al pueblo, a reunirse en algún café o en sus locales favoritos.

Yo no estaba nada relajada: me sentía sobrecargada de información; la cabeza me zumbaba mientras intentaba ordenar todo lo que había observado en aquellas horas. Ni siquiera la energía inagotable con la que habíamos sido creados podía impedir la sensación de agotamiento que me estaba entrando. Lo único que deseaba era volver a casa y ponerme cómoda.

Divisé a Gabriel bajando por la escalinata principal, seguido por un grupito de admiradores; la mayoría, chicas. Viendo el interés que había despertado, cualquiera habría dicho que era un personaje famoso. Las chicas siguieron tras él un buen trecho, aunque procurando que no se notara demasiado. A juzgar por su aspecto, Gabe se las había arreglado para mantener la compostura y el aplomo durante todo el día, aunque su manera de apretar la mandíbula y el aire algo alborotado de su pelo me decían que ya debía de tener ganas de volver a casa. Las chicas se quedaron con la palabra en la boca cuando se volvió a mirarlas. Conocía a mi hermano y deducía que, a pesar de su serenidad aparente, a él no le hacía gracia aquel tipo de atención. Parecía más avergonzado que halagado.

Ya casi había llegado a la verja cuando una morenita de muy buena figura se tropezó delante de él, fingiendo con muy poca maña una caída accidental. Gabe la sujetó en sus brazos antes de que se fuera al suelo. Se oyeron algunos grititos admirados entre las chicas que había alrededor, y me pareció que algunas rabiaban de celos simplemente porque a ellas no se les había ocurrido la idea. Pero tampoco había mucho que envidiar: Gabe se limitó a sujetar a la chica para que no perdiera el equilibrio, recogió las cosas que se le habían caído de la mochila, volvió a tomar su propio maletín sin decir palabra y siguió caminando. No estaba haciéndose el antipático; sencillamente no veía la necesidad de decir nada. La chica se lo quedó mirando afligida y sus amigas se apresuraron a apiñarse alrededor, quizá con la esperanza de que se les pegara algo del glamour del momento.

—Pobrecito, ya tienes un club de admiradoras —le dije, dándole unas palmaditas en el brazo, mientras echábamos a caminar hacia casa.

—No soy el único —respondió Gabriel—. Tú tampoco has pasado inadvertida precisamente.

—Sí, pero nadie ha intentado hablar conmigo. —No quise contarle mi encuentro con Xavier Woods. Algo me decía que Gabriel no lo vería con buenos ojos.

—Demos gracias, podría haber sido peor —añadió secamente.

Cuando llegamos a casa, le conté a Ivy nuestra jornada punto por punto. Gabriel, que no había disfrutado ni mucho menos de cada detalle, permanecía en silencio. Ivy reprimió una sonrisa cuando le expliqué la historia de la chica que se había desplomado en sus brazos.

—Las adolescentes pueden ser bastante poco sutiles en ocasiones —comentó, pensativa—. Los chicos no son tan transparentes. Es muy interesante, ¿no te parece?

—A mí me parece que están todos muy perdidos —dijo Gabe—. Me pregunto si alguno de ellos sabe realmente de qué va la vida. No se me había ocurrido que tendríamos que empezar de cero. Esto va a ser más difícil de lo que pensaba.

Se quedó en silencio y los tres recordamos la tarea épica que teníamos por delante.

—Ya sabíamos que no iba a ser fácil —murmuró Ivy.

—¿Sabéis lo que he descubierto? —dije—. Según parece, han pasado un montón de cosas en este pueblo en los últimos meses. Me han contado algunas historias espantosas.

—¿Como qué? —preguntó Ivy.

—Dos estudiantes murieron en extraños accidentes el año pasado. Y ha habido brotes de enfermedades, incendios y un montón de cosas raras. La gente empieza a darse cuenta de que algo va mal.

—Por lo visto, hemos llegado justo a tiempo —comentó Ivy.

—¿Pero cómo vamos a dar con los responsables? —pregunté.

—No podemos localizarlos por ahora —explicó Gabriel—. Hemos de limitarnos a paliar las consecuencias y esperar a que hagan acto de presencia otra vez. Créeme, no se retirarán sin plantar batalla.

Nos quedamos los tres callados, considerando la perspectiva de enfrentarnos a los seres causantes de tanta destrucción.

—Bueno, yo he hecho una amiga hoy —anuncié, más que nada para aligerar un poco el ánimo depresivo que se estaba adueñando de todos. Lo dije como si fuera un logro de gran importancia, pero ellos me miraron con aquella mezcla consabida de inquietud y censura.

—¿Tiene algo de malo? —añadí a la defensiva—. ¿Es que no puedo hacer amistades? Creía que la idea era justamente mezclarse con la gente.

—Una cosa es mezclarse y otra… ¿Te das cuenta de que las amigas requieren tiempo y energía? —dijo Gabriel—. Porque ellas querrán apegarse.

—¿En el sentido de fundirse físicamente? —pregunté, perpleja.

—No. Me refiero a que querrán tener una relación más estrecha en el sentido emocional —me explicó mi hermano—. Las relaciones humanas pueden llegar a unos extremos de intimidad antinaturales. Eso nunca lo entenderé.

—También pueden representar una distracción —se sintió obligada a añadir Ivy—. Sin olvidar que la amistad siempre entraña ciertas expectativas. Procura elegir con cuidado.

—¿Qué clase de expectativas?

—Las amistades humanas se basan en la confianza. Los amigos comparten sus problemas, intercambian confidencias y…

Fue perdiendo impulso a medida que hablaba hasta que se interrumpió. Sacudió su cabeza dorada y le pidió ayuda a Gabriel con la mirada.

—Lo que Ivy quiere decir es que cualquiera que se haga amiga tuya empezará a hacer preguntas y a esperar respuestas —dijo Gabe—. Querrá formar parte de tu vida, lo cual es peligroso.

—Bueno, muchas gracias por el voto de confianza —repliqué, indignada—. Sabéis que no haría nada que pudiera poner en peligro la misión. ¿Tan estúpida creéis que soy?

Me gustó contemplar las miradas culpables que cruzaron. Yo quizás era más joven y menos experimentada que ellos, pero eso no les daba derecho a tratarme como a una idiota.

—No, no lo creemos —dijo Gabriel, conciliador—. Y naturalmente que confiamos en ti. Sólo queremos evitar que las cosas se compliquen.

—Descuida —dije—. Pero aun así deseo experimentar lo que es la vida de una adolescente.

—Hemos de tener cuidado. —Alargó el brazo y me dio un apretón en la mano—. Nos han confiado una tarea que es mucho más importante que nuestros deseos individuales.

Dicho así, parecía que tuviese razón. ¿Por qué habría de ser siempre tan sabio y tan irritante? ¿Y por qué resultaba imposible seguir enfadada con él?

En la casa me sentía mucho más relajada. Habíamos conseguido hacerla nuestra en muy poco tiempo. Estábamos manifestando un rasgo típicamente humano —personalizar un espacio específico e identificarse con él—, y la verdad, después del día que habíamos pasado, aquel lugar me resultaba como un santuario. Incluso Gabriel, aunque se habría resistido a reconocerlo, empezaba a sentirse a gusto allí. Raramente no molestaba nadie llamando al timbre (la imponente fachada debía de amedrentar a los visitantes), así que, una vez en casa, teníamos toda la libertad para hacer lo que nos apeteciera.

Aunque a lo largo del día había tenido tantas ganas de volver, ahora no sabía qué hacer con mi tiempo. Para Gabriel e Ivy no había problema. Ellos siempre estaban absortos leyendo un libro, o tocando el piano de media cola, o preparando algo en la cocina con los brazos hasta el codo de harina. Yo no tenía ninguna afición y no hacía más que deambular por la casa. Decidí concentrarme un rato en las tareas domésticas. Saqué un montón de ropa lavada y la doblé. El ambiente se no taba algo cargado porque la casa había estado cerrada todo el día, así que abrí algunas ventanas mientras me dedicaba a ordenar un poco la mesa del comedor. Recogí unas espigas muy aromáticas del patio y las coloqué en un esbelto jarrón. Advertí que había un montón de propaganda en el buzón y me hice una nota mental para comprar uno de esos adhesivos de «No se acepta correo comercial» que había visto en otros buzones de la calle. Eché una ojeada a un folleto antes de tirarlo todo a la basura y vi que habían abierto en el pueblo una nueva tienda de deportes. Se llamaba, con escasa originalidad, SportsMart, y el folleto anunciaba las ofertas de inauguración.

Me sentía extraña realizando todas aquellas tareas corrientes cuando toda mi existencia estaba muy lejos de serlo. Me pregunté qué andarían haciendo en ese momento las demás chicas de diecisiete años: quizás ordenando sus habitaciones ante el ultimátum exasperado de sus padres; o escuchando a sus grupos favoritos en un iPod; o enviándose mensajes de texto y haciendo planes para el fin de semana; o revisando su correo electrónico… Cualquier cosa, en lugar de estudiar.

Nos habían puestos deberes en tres materias al menos y yo me los había anotado con diligencia en mi diario escolar, a diferencia de la mayoría de mis compañeros, que parecían confiar alegremente en su memoria. Me dije que debería empezar ya para tenerlos al día siguiente, pero sabía que apenas me llevaría tiempo hacerlos y que difícilmente iban a plantearme un gran esfuerzo intelectual. Vamos, que estaban chupados. Seguro que me sabría la respuesta a todas las preguntas, así que la idea de ponerme maquinalmente a hacer los deberes me parecía una pérdida de tiempo. Aun así, arrastré con desgana la mochila a mi habitación.

A mí me había tocado la del desván, que quedaba en lo alto de la escalera y miraba al mar. Incluso con las ventanas cerradas se oía el rítmico sonido de las olas rompiendo contra las rocas. Había un estrecho balcón con una balaustrada de rejilla, una silla de mimbre y una mesita, desde donde se veían las barcas cabeceando en el agua. Me senté un rato allí con el rotulador en la mano y el libro de psicología delante, abierto por una página con el epígrafe «Respuesta galvánica de la piel».

Necesitaba mantener ocupada mi mente, aunque sólo fuera para dejar de pensar en mis encuentros con el delegado de Bryce Hamilton. Era como si lo tuviese presente todo el rato: sus ojos penetrantes, su corbata ligeramente ladeada. Las palabras de Molly no dejaban de resonar en mi interior: «Yo, de ti, no iría a por él… Lleva demasiado lastre encima». Me preguntaba por qué me sentía tan intrigada, y por mucho que trataba de quitármelo de la cabeza, no lo conseguía. Me obligaba a pensar en otras cosas, pero pasaba un rato y allí lo tenía otra vez: su rostro flotaba en la página que trataba de leer; la imagen de su muñeca con aquel cordón de cuero trenzado interrumpía mis pensamientos. Me habría gustado saber cómo era Emily; y cómo te sentías al perder a una persona que amabas.

Fingí que ordenaba un poco la habitación antes de bajar a la cocina y ofrecerle mi ayuda a Gabriel para preparar la cena. Él seguía sorprendiéndonos a Ivy y a mí con aquella dedicación abnegada a la tarea de cocinar para todos. En parte lo hacía para mimarnos, pero también porque le parecía fascinante manipular y cocinar los alimentos. Como la música, aquello le proporcionaba un desahogo creativo. Cuando entré, estaba de pie junto a la mesa de mármol blanco, limpiando un surtido de setas con un trapo a cuadros. De vez en cuando fruncía el ceño y consultaba un libro de cocina apoyado en un atril metálico. Había puesto en remojo, en un cuenco pequeño, unos trozos de una cosa que parecía corteza oscura. Leí por encima de su hombro el nombre de la receta: risotto de setas. Parecía algo ambicioso para un principiante, pero enseguida tuve que recordarme a mí misma que él era Gabriel, el arcángel, y que siempre destacaba en todo aunque no tuviera práctica.

—Espero que te gusten las setas —dijo, viendo mi expresión de curiosidad.

—Me figuro que estamos a punto de descubrirlo —respondí, sentándome a la mesa. Me gustaba mirarlo trabajar y siempre me asombraba la destreza y la precisión de sus movimientos. En sus manos, las cosas más corrientes parecían transformarse. La transición de ángel a humano había sido mucho menos brusca para Gabe e Ivy; ellos parecían ajenos a las trivialidades cotidianas, pero al mismo tiempo daban la impresión de saber muy bien lo que se hacían. Además, se habían acostumbrado en el Reino a percibirse mutuamente y habían conservado esa facultad durante nuestra misión. Yo les resultaba mucho más difícil de descifrar, y eso les preocupaba.

—¿Te apetece un té? —le dije, deseosa de colaborar—. ¿Dónde está Ivy?

Justo en ese momento entró ella en la cocina, con unos pantalones de lino, una camiseta sin mangas y el pelo todavía húmedo de la ducha. Había algo diferente en su aspecto: ya no tenía el mismo aire soñador de antes y me pareció ver una expresión decidida en su rostro. Daba la impresión de tener otras cosas en la cabeza, porque en cuanto le serví el té, se excusó y salió de nuevo. La había visto aquella tarde, además, escribiendo una página tras otra en su cuaderno.

—¿Le pasa algo? —le pregunté a Gabriel.

—Sólo pretende que las cosas sigan avanzando —respondió.

No tenía ni idea de cómo pensaba Ivy lograr una cosa así, pero envidiaba su manera de marcarse objetivos. ¿Cuándo descubriría yo la mía? ¿Cuándo tendría la satisfacción de saber que había hecho algo que valiera la pena?

—¿Y cómo va a conseguirlo?

—Ya sabes que a tu hermana nunca le faltan ideas. Seguro que se le ocurrirá algo.

¿Se estaría haciendo el misterioso? ¿No se daba cuenta de que me sentía totalmente perdida?

—¿Y yo qué debería hacer? —pregunté, aunque me salió un tonillo irascible que yo misma aborrecía.

—Ya se te ocurrirá —dijo—. Date tiempo.

—¿Y mientras?

—¿No decías que querías experimentar lo que es ser un adolescente? —Me dirigió una sonrisa animosa, disolviendo como de costumbre todo mi malestar.

Eché un vistazo al cuenco donde había aquellas tiras negras flotando en un líquido turbio.

—¿Esta corteza forma parte de la receta?

—Son setas porcini. Hay que ponerlas en remojo antes de cocinarlas.

—Mmm… parecen deliciosas —mentí.

—Se consideran un manjar. No te preocupes, te encantarán.

Le pasé una taza de té y seguí observándolo para entretenerme. Sofoqué un grito cuando el afilado cuchillo que estaba usando se le escapó y le hizo un corte en la punta del dedo índice. La visión de la sangre me sobresaltó, como un recordatorio alarmante de la vulnerable naturaleza de nuestros cuerpos. Aquella sangre cálida y escarlata era tan humana que resultaba muy extraño verla brotar de la piel de mi hermano. Pero Gabriel ni siquiera se había estremecido. Simplemente se llevó el dedo a los labios y, cuando lo retiró, ya no quedaba ni rastro de la herida. Se lavó las manos con el dispensador de jabón del fregadero y continuó cortando meticulosamente.

Tomé un trozo del apio que iba a formar parte de la ensalada y lo mastiqué, abstraída. La gracia del apio, pensé, debía de estar en la textura más que en el sabor, porque a decir verdad no tenía mucho gusto, aunque resultaba crujiente. Por qué lo comía la gente voluntariamente no me cabía en la cabeza, dejando aparte su valor nutritivo. Una buena nutrición implicaba un cuerpo más sano y también una vida más larga. Los humanos le tenían un miedo exagerado a la muerte, aunque no podía esperarse otra cosa dada su ignorancia sobre lo que venía después. Ya descubrirían a su debido tiempo que no había nada que temer.

La cena de Gabriel resultó, como siempre, un éxito. Incluso Ivy, que no disfrutaba realmente de la comida, se quedó impresionada.

—Otro gran triunfo culinario —dijo después del primer bocado.

—Un sabor increíble —añadí por mi parte.

La comida era otra de las maravillas que ofrecía la vida terrenal. No dejaba de asombrarme que cada alimento pudiera tener una textura y un sabor tan distinto —amargo, agrio, salado, cremoso, ácido, dulce, picante—, e incluso a veces más de uno al mismo tiempo. Algunos alimentos me gustaban y otros me daban ganas de enjuagarme la boca, pero todos resultaban una experiencia única.

Gabriel despachó con modestia nuestros elogios y la conversación versó una vez más sobre las novedades de la jornada.

—Bueno, un día menos. Creo que ha ido bastante bien, aunque no me esperaba encontrar tantos estudiantes de música.

—No te sorprendas si muchas experimentan un repentino interés por la música después de verte —dijo Ivy, sonriendo.

—Bueno, al menos eso me proporciona un material con el que trabajar —respondió Gabe—. Si son capaces de ver la belleza de la música, también serán capaces de descubrirla en los demás e incluso en el mundo.

—¿Pero no te aburres en clase? —le pregunté—. Quiero decir, tú ya tienes acceso a todo el conocimiento humano.

—Supongo que él no se concentra en el contenido —dijo Ivy—. Más bien trata de captar otras cosas.

A veces mi hermana tenía una manera irritante de hablar con acertijos, como si esperase que todo el mundo la entendiera.

—Bueno, yo sí me he aburrido —insistí—. Sobre todo en química. He llegado a la conclusión de que no es lo mío.

Mi manera de decirlo le arrancó a Gabriel una risita gutural.

—Bueno, habrá que descubrir qué es lo tuyo. Ve probando, a ver cuál te gusta más.

—Me gusta la literatura —dije—. Hemos empezado a ver la adaptación al cine de Romeo y Julieta.

No se lo expliqué a ellos, pero la verdad era que aquella historia de amor me fascinaba. El hecho de que los dos protagonistas quedaran tan profunda e irrevocablemente enamorados después de su primer encuentro me había provocado una gran curiosidad por saber lo que debía de sentirse en el amor humano.

—¿Qué te ha parecido? —preguntó Ivy.

—Es impresionante. Aunque la profesora se ha puesto furiosa cuando uno de los chicos ha hecho un comentario sobre la señora Capuleto.

—¿Qué ha dicho?

—Ha dicho que era una MQMF, cosa que debe de ser ofensiva, porque la señorita Castle lo ha llamado gamberro y lo ha sacado de clase. Gabe, ¿qué es una MQMF?

Ivy sofocó la risa tapándose la boca con una servilleta, mientras Gabriel reaccionaba de un modo que nunca le había visto. Se puso como la grana y se removió incómodo en su silla.

—Son las siglas de una obscenidad de adolescentes, me imagino —musitó.

—Ya, pero ¿qué significa?

Hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas.

—Es un término que usan los adolescentes varones para describir a una mujer que es madre y, al mismo tiempo, atractiva.

Carraspeó y se levantó a toda prisa para rellenar la jarra de agua.

—Seguro que esas iniciales significan algo —insistí.

—Sí —respondió Gabriel—. ¿Tú te acuerdas, Ivy?

—Creo que significa «madre que me… fascina» —dijo mi hermana.

—¿Sólo eso? —exclamé—. Tanto alboroto por nada. La verdad, creo que la señorita Castle debería relajarse un poquito.




5

Pequeños milagros

Una vez terminada la cena y lavados los platos, Gabriel salió a la terraza con un libro, aunque empezaba a oscurecer, mientras Ivy seguía limpiando y fregando superficies que ya se veían inmaculadas. Estaba empezando a volverse obsesiva en su afán de limpieza, pero tal vez fuese su manera de sentirse más cerca de nuestro hogar. Yo abarqué el salón con una mirada buscando algo que hacer. En el Reino, el tiempo no existía y por tanto no hacía falta llenarlo de ninguna manera. Encontrar cosas que hacer, en cambio, era muy importante en la Tierra; era lo que le daba un propósito a la vida.

Gabriel debió de detectar mi inquietud porque pareció desechar enseguida la idea de leer y se asomó por la puerta.

—¿Por qué no salimos todos a dar un paseo y mirar la puesta de sol? —nos propuso.

—Magnífica idea. —Me sentí animada en el acto—. ¿Vienes, Ivy?

—Primero voy a buscar algo de ropa para abrigarnos todos —dijo—. Hace mucho frío por la noche.

Puse los ojos en blanco ante su exceso de precaución. Yo era la única que sentía el frío y ya me había puesto mi abrigo. En sus visitas anteriores, Ivy y Gabriel habían adaptado sus cuerpos para mantener una temperatura normal; a mí aún me faltaba mucho para habituarme.

—Pero si ni siquiera vas a notar el frío —objeté.

—Esa no es la cuestión. Podrían vernos y darse cuenta de que no lo sentimos, y llamaríamos la atención.

—Ivy tiene razón —dijo Gabe—. Mejor no arriesgarse.

Subió arriba y regresó enseguida con dos gruesos suéteres.

Nuestra casa estaba situada en lo alto de la cuesta, de manera que para llegar a la playa teníamos que zigzaguear por una serie de peldaños de madera cubiertos de arena. Era una escalera tan estrecha que teníamos que caminar en fila india. Yo no dejaba de pensar que habría sido mucho más cómodo desplegar las alas y descender planeando a la playa. No se me ocurrió decírselo ni a Gabriel ni a Ivy, porque ya sabía que me echarían un discursito en cuanto lo insinuara. Ya entendía lo peligroso que habría sido volar en nuestras circunstancias, no hacía falta que me lo explicaran. Habría sido un método infalible de que se descubriera nuestra tapadera. Así pues, tuvimos que recorrer aquellos peldaños para mortales —los ciento setenta— antes de llegar a la orilla del mar.

Me quité los zapatos para disfrutar el contacto de las sedosas partículas bajo mis pies. En la Tierra había infinidad de cosas en las que reparar. Hasta la arena era compleja; cambiaba de color y de textura, y era casi iridiscente allí donde daba el sol. Aparte de la arena, advertí que la playa albergaba otros modestos tesoros: caparazones nacarados, fragmentos de vidrio pulidos por el oleaje, alguna sandalia medio enterrada o una pala abandonada, y unos diminutos cangrejos blancos que entraban y salían a toda prisa por los orificios de las rocas encharcadas. Estar tan cerca del océano era estimulante para los sentidos; parecía rugir como un ser vivo, llenándome la mente con un rumor que se apagaba y volvía a alzarse inesperadamente. El estruendo casi me ensordecía, y el aire fresco y salado me picaba en la garganta y la nariz. El viento me azotaba las mejillas y me las dejaba rosadas y medio escocidas. Pero yo empezaba a amar cada minuto que pasaba allí. Cada instante de la existencia humana parecía traer una nueva experiencia.

Caminamos por la orilla perseguidos por la espuma de la marea, que ya empezaba a subir. A pesar de la decisión que había tomado de aprender a controlarme más, no pude resistir el impulso de salpicar a Ivy con el pie. La miré para ver si se había enfadado, pero ella se limitó a comprobar que Gabriel seguía muy adelantado para enterarse y luego pasó al contraataque. Su patada envió por el aire un arco de espuma, que se derramó como una lluvia de rubís sobre mi cabeza. Gabriel se volvió al oírnos reír y meneó la cabeza con asombro ante nuestras travesuras. Ivy me guiñó un ojo, haciendo un gesto hacia él. Comprendí lo que tenía en mente y obedecí con mucho gusto. Gabriel apenas pareció notar mi peso cuando salté sobre su espalda y le rodeé el cuello con los brazos; echó a correr por la playa a tal velocidad que el viento me zumbaba en los oídos. Allí subida volvía a sentirme como mi antiguo ser: como si estuviera más cerca del Cielo. Casi como si volara.

Gabriel frenó bruscamente y, mientras yo me soltaba y aterrizaba en la arena húmeda, recogió unas algas viscosas, se las lanzó a Ivy y le dio en toda la cara. Ella escupió al notar aquellos filamentos salados y amargos en la boca.

—Espera y verás —farfulló—. ¡Te vas a arrepentir!

—No creo —se mofó Gabriel—. Primero habrás de pillarme.

Durante el crepúsculo aún se veían algunas personas en la playa principal tomando los últimos rayos de sol antes de que se levantara, como había predicho Ivy, el viento gélido de la noche, o simplemente disfrutando de una cena de picnic. Una madre y una niña recogían ya sus cosas cerca de donde estábamos. De repente la niña, que no debía de tener más de cinco o seis años, corrió hacia su madre llorando. Se le veía una roncha en su bracito regordete, seguramente una picadura de insecto que se le había inflamado al rascarse. Aún lloraba con más fuerza mientras la madre hurgaba en su bolsa, buscando alguna pomada. Al final sacó un tubo de gel de aloe vera, pero no acertaba a calmar a su hija para aplicársela.

La mujer pareció aliviada cuando Ivy se acercó para echarle una mano.

—Qué picadura más fea —ronroneó suavemente.

El sonido de su voz serenó en el acto a la criatura, que alzó la vista y la miró como si la conociera de toda la vida. Ivy abrió el tubo y le puso un poco de pomada en la piel inflamada.

—Esto te aliviará —dijo.

La niña la observaba maravillada, y noté que enfocaba la mirada un poco por encima de su cabeza, hacia donde estaba su halo. Normalmente sólo era visible para nosotros. ¿Sería posible que la cría, con la conciencia aguzada de los niños, hubiera percibido la aureola de Ivy?

—¿Ya te sientes mejor? —le preguntó.

—Mucho mejor —asintió la niñita—. ¿Has hecho magia? Ivy se echó a reír.

—Tengo un toque mágico.

—Gracias por su ayuda —dijo la joven madre mientras miraba desconcertada cómo se desvanecía ante sus ojos la marca y la hinchazón del bracito de su hija, hasta que no quedó más que una piel suave e impecable—. Esto sí que funciona.

—De nada —dijo Ivy—. Son increíbles las cosas que consigue la ciencia hoy en día.

Sin entretenernos, seguimos por la playa hacia el pueblo.

Cuando llegamos a la calle principal ya eran las nueve, pero aún se veía gente aunque fuese un día laborable. El centro era muy pintoresco. Estaba lleno de tiendas de antigüedades y de cafés donde te servían té y pasteles glaseados con juegos de porcelana desparejados. Todas las tiendas habían cerrado ya, salvo el único pub del pueblo y la heladería. Apenas habíamos dado unos pasos cuando oí que alguien me llamaba alzando la voz, porque justo en la esquina había un cantante tocando el banjo.

—¡Beth! ¡Aquí!

Al principio no estaba segura de que la cosa fuera conmigo. A mí nunca me habían llamado Beth. El nombre que me habían asignado en el Reino era Bethany y nadie me lo había abreviado nunca. Pero había cierto matiz íntimo en «Beth» que me gustó. Ivy y Gabriel se quedaron de piedra. Cuando me giré, vi a Molly sentada con un grupo de amigos en un banco, delante de la heladería. Iba con un vestido sin espalda ni mangas que resultaba del todo inapropiado para el tiempo que hacía, y se había acomodado en el regazo de un chico con el pelo aclarado por el sol y unos shorts de surf tropicales. Él no paraba de acariciarle la espalda desnuda con sus manos enormes. Molly agitaba la suya con entusiasmo y me hacía señas para que me acercara. Miré vacilante a Ivy y Gabriel. No parecían muy contentos. Aquel era precisamente el tipo de interacción que ellos querían evitar y advertí que Ivy se había puesto toda rígida ante el alboroto que había armado Molly. Pero tanto Ivy como Gabriel sabían que pasar con todo descaro de ella contravenía las leyes más elementales de cortesía.

—¿No vas a presentarnos a tu amiga, Bethany? —dijo Ivy.

Me puso una mano en el hombro y me acompañó hasta donde se encontraba Molly con sus amigos. El surfista pareció molesto cuando ella se soltó de su abrazo, pero enseguida se distrajo examinando a Ivy con la boca abierta y unos ojos como platos que absorbían todas las simetrías de su cuerpo. Cuando Molly vio de cerca a mis hermanos adoptó exactamente la misma expresión maravillada que ya había visto todo el día en el colegio. Esperé a que dijese algo, pero se había quedado muda. Abrió y cerró la boca como un pez varias veces, hasta que recuperó la compostura y esbozó una sonrisa vacilante.

—Molly, esta es Ivy, mi hermana; y este mi hermano Gabriel —le dije a toda prisa.

Sus ojos pasaban del uno a la otra, y sólo acertó a tartamudear un «hola». Enseguida desvió la mirada con timidez, cosa que me dejó pasmada, porque yo la había visto todo el día charlando libremente con los chicos, coqueteando y provocándolos con su encanto, para alejarse a continuación revoloteando como una mariposa exótica.

Gabriel la saludó como saludaba a todas las personas que acababa de conocer, o sea, con una educación impecable y una expresión amistosa pero distante.

—Encantado de conocerte —dijo con una leve inclinación. Ivy fue más cálida y le dirigió a Molly una sonrisa amable. La pobre chica parecía abrumada bajo una tonelada de ladrillos.

Unos gritos estridentes interrumpieron aquel momento de incomodidad. El jaleo venía de un grupo de jóvenes fornidos que salían del pub tan completamente borrachos que ni siquiera se daban cuenta del ruido que hacían; o les daba lo mismo. Dos de ellos se habían encarado y se movían en círculo con los puños apretados y la cara contraída. Era evidente que estaba a punto de armarse una reyerta. Algunas de las personas que se habían tomado un café en la terraza se apresuraron a refugiarse dentro. Gabriel se adelantó y nos dejó a las tres a su espalda para protegernos. Uno de los jóvenes, un tipo sin afeitar con el pelo oscuro y desgreñado, lanzó el primer golpe. Se oyó un crujido cuando el puño impactó contra la mandíbula. El otro se abalanzó sobre él y lo derribó al suelo mientras sus demás compañeros los jaleaban.

En el rostro habitualmente impasible de Gabriel apareció una expresión de repugnancia. Nos dejó allí atrás y avanzó a grandes zancadas hacia el centro de la refriega. Algunos mirones lo observaron perplejos, sin duda preguntándose qué pretendía. Gabriel agarró al moreno y lo levantó con una facilidad asombrosa, teniendo en cuenta lo que debía de pesar. Luego le dio la mano a su compañero, que tenía el labio hinchado y ensangrentado, lo ayudó a ponerse de pie y se interpuso entre ambos. Uno de ellos intentó darle un puñetazo, pero Gabriel, impertérrito, interceptó el golpe en el aire. Enfurecidos por su intervención, los dos jóvenes unieron sus fuerzas y volcaron sobre él toda su furia. Se pusieron a lanzarle puñetazos a lo loco, pero sus golpes fallaron uno tras otro a pesar de que Gabriel ni siquiera se había movido. Al final, acabaron cansándose y se desplomaron los dos en el suelo, jadeando por el esfuerzo.

—Idos a casa —les dijo Gabriel con una voz que resonaba como un trueno. Era la primera vez que les dirigía la palabra y la autoridad de su tono pareció despejarlos instantáneamente. Se demoraron unos instantes, como decidiendo qué hacían, y se alejaron tambaleantes, ayudados por sus amigos y todavía soltando maldiciones entre dientes.

—Uau, ha sido alucinante —dijo Molly, hablando a borbotones, cuando Gabriel regresó a nuestro lado—. ¿Cómo lo has hecho? ¿Eres un experto karateka o algo así?

Gabriel se desentendió por completo.

—Soy pacifista —dijo—. No hay nada bueno en la violencia.

Molly se devanó los sesos buscando una respuesta.

—Bueno… ¿queréis sentaros con nosotros? —dijo finalmente—. El helado de menta con chocolate está de muerte. Mira, Beth, prueba un poco…

Antes de que pudiera poner alguna objeción, se acercó y me puso la cucharilla en la boca. Una cosa fría y escurridiza se me empezó a disolver en la lengua. Parecía transformarse rápidamente y perder su consistencia aterciopelada para convertirse en un líquido que se me escurría por la garganta. Estaba tan helado que me daba dolor de cabeza, y me lo tragué tan deprisa como pude.

—Es fantástico —murmuré con toda sinceridad.

—Te lo he dicho. Ven, voy a buscarte…

—Me temo que ya hemos de volver a casa —la cortó Gabriel con cierta brusquedad.

—Ah… bueno, claro —dijo Molly.

Me supo mal por ella, que hacía lo posible para disimular su decepción.

—Quizás otro día —le propuse.

—Claro —respondió más animada, volviéndose hacia sus amigos—. Nos vemos mañana, Beth. Eh, espera, casi se me olvida: tengo una cosa para ti. —Buscó en su bolso y sacó un tubo del brillo de labios Melon Sorbet que había probado en el colegio—. Me has dicho que te gustaba, así que te he conseguido uno.

—Gracias, Molly —tartamudeé. Era el primer regalo terrenal que recibía y me sentí conmovida por su gentileza—. Muy amable de tu parte.

—No tiene importancia. Que lo disfrutes.

No hubo comentarios sobre mi nueva amiga de camino a casa, aunque advertí que Ivy y Gabriel se miraban varias veces de modo significativo. Estaba demasiado cansada para descifrar qué querían decir.

Mientras me preparaba para acostarme, me miré en el espejo del baño, que ocupaba toda una pared. Me había costado un poco acostumbrarme. Poder ver qué aspecto tenía era nuevo para mí. En el Reino veías a los demás, pero nunca tu propia imagen. A veces captabas un instante tu reflejo en los ojos de otro, pero incluso entonces no pasaba de ser algo muy borroso, como el boceto de un pintor todavía sin color ni detalles.

Poseer forma humana implicaba que ese boceto se perfilaba y encarnaba. Ahora veía cada pelo y cada poro de mi piel con toda claridad. Comparada con las demás chicas de Venus Cove, debía de resultar extraña. Mi piel pálida era como el alabastro, mientras que ellas lucían un buen bronceado. Tenía ojos grandes marrones y unas pupilas tremendamente dilatadas. Molly y sus amigas no parecían cansarse de experimentar con su pelo; yo, en cambio, lo llevaba con la raya en medio y me lo dejaba suelto y con sus ondas naturales de color castaño. Tenía una boca de labios llenos, rojo coral, que, según sabría más adelante, me daban un aspecto enfurruñado.

Suspiré, me recogí el pelo con un nudo flojo en lo alto de la cabeza y me puse mi pijama de franela, que tenía un estampado de vacas danzantes en blanco y negro. A pesar de mi escasa experiencia, dudaba mucho de que llegaran a sorprender a ninguna chica de Venus Cove con una prenda tan poco glamurosa. Me la había comprado Ivy y no podía negar que era cómoda: la más cómoda que poseía. A Gabe le había tocado un pijama parecido con un estampado de barcos de vela, pero todavía no se lo había visto puesto.

Subí a mi habitación. Me encantaba su sencilla elegancia, y especialmente aquellas puertas acristaladas que se abrían al estrecho balcón. Me gustaba dejarlas un poquito entornadas y tenderme bajo el dosel de muselina para escuchar el sonido de las olas. Me daba una sensación de paz permanecer así, con el olor a salitre que entraba en la habitación y el sonido de fondo del piano, que Gabriel tocaba en la planta baja. Siempre me adormilaba escuchando los compases de Mozart o el murmullo de la conversación de mis hermanos.

En la cama me estiraba a mis anchas, disfrutando del tacto fresco de las sábanas. Me sorprendía que la sola perspectiva de dormir me resultase tan atractiva, teniendo en cuenta que nosotros no teníamos demasiada necesidad de sueño. Ya sabía que Ivy y Gabriel no se acostarían hasta las primeras horas de la madrugada, pero para mí había sido un día lleno de novedades y estaba agotada. Bostecé y me acurruqué de lado, todavía con la cabeza llena de pensamientos y preguntas que mi cuerpo exhausto decidió postergar.

Mientras me iban hundiendo en el sueño, me imaginé que un extraño se colaba silenciosamente en mi habitación. Noté su peso en el colchón cuando se sentó al borde de la cama. Estaba segura de que observaba cómo dormía, pero yo no me atrevía a abrir los ojos porque sabía que no sería más que un producto de mi imaginación y quería que la ilusión se prolongara un poco más. El chico levantó la mano para apartarme un mechón de los ojos y luego se inclinó para besarme en la frente. Fue como sentir el contacto de unas alas de mariposa. No me alarmé; sabía que podía confiar plenamente en aquel desconocido. Oí cómo se levantaba para cerrar las puertas del balcón antes de marcharse.

—Buenas noches, Bethany —susurró la voz de Xavier Woods—. Dulces sueños.

—Buenas noches, Xavier —murmuré adormilada; pero al abrir los ojos descubrí que la habitación estaba vacía. Sentí los párpados demasiado pesados para mantenerlos abiertos, y la tenue luz de las farolas y el murmullo del mar se desvanecieron mientras me vencía un sueño profundo y tranquilo.




6

Clase de francés

Alguien pronunciaba mi nombre. Aunque intenté no hacer ni caso, la voz insistía y me vi obligada a emerger de las cálidas profundidades del sueño.

—¡Despierta, dormilona!

Abrí los ojos y vi que la luz de la mañana se derramaba en la habitación como un líquido dorado. Entorné los párpados, me incorporé y me restregué los ojos. Ivy estaba de pie junto a la cama con una taza en la mano.

—Prueba esto. Es horrible, pero te despierta.

—¿Qué es?

—Café. Muchos humanos creen que no pueden pasarse sin él para funcionar como es debido.

Me senté y sorbí aquel brebaje amargo y oscuro, conteniendo las ganas de escupirlo. Me pregunté cómo era posible que la gente llegara a pagar para tomárselo, pero no transcurrió mucho tiempo antes de que la cafeína me pasara a la sangre y entonces tuve que reconocer que me sentía más despejada.

—¿Qué hora es? —pregunté.

—Hora de levantarse.

—¿Y Gabe?

—Creo que ha salido a correr. A las cinco de la mañana ya estaba levantado.

—¿Qué mosca le ha picado? —gemí, apartando las mantas de mala gana, como una genuina adolescente.

Me pasé un peine por el pelo, me lo recogí en un moño informal, me lavé la cara y bajé a la cocina. Gabriel había regresado ya y se había puesto a preparar el desayuno. Acababa de ducharse y tenía el pelo peinado hacia atrás, lo cual le daba un aire leonino. Solamente llevaba una toalla anudada en la cintura y su firme torso relucía bajo el sol de la mañana. Las alas las tenía del todo contraídas; sólo se le veía una línea ondulada entre los omoplatos. Estaba junto a los fogones, con una espátula de acero inoxidable en la mano.

—¿Crepes o gofres? —preguntó. No le hacía falta darse la vuelta para saber quién acababa de entrar.

—No tengo mucha hambre —le dije, disculpándome—. Me parece que voy a saltarme el desayuno; ya tomaré algo más tarde.

—Nadie sale de esta casa con el estómago vacío. —Parecía tajante al respecto—. Venga, ¿qué va a ser?

—¡Es demasiado pronto, Gabe! ¡No me obligues, me va a sentar mal! —Sonaba como una cría tratando de saltarse las coles de Bruselas.

Gabriel pareció ofendido.

—¿Insinúas que mis platos te sientan mal?

Uf. Procuré corregir mi error.

—Claro que no. Es sólo…

Me tomó por los hombros y me miró atentamente.

—Bethany —dijo—, ¿sabes lo que pasa cuando el cuerpo humano no tiene suficiente combustible?

Sacudí la cabeza irritada, previendo ya que iba a exponerme una serie de hechos que no podría discutir.

—Que no funciona, sencillamente. No podrás concentrarte, incluso puede que te sientas mareada. —Hizo una pausa para que recibiera todo el impacto de sus palabras—. No creo que te haga gracia desmayarte en tu segundo día de colegio, ¿no?

Esto último tuvo el efecto que esperaba. Me dejé caer en una silla mientras me imaginaba desvanecida en el suelo por falta de nutrición y rodeada de caras alarmadas que me observaban desde arriba. Quizás incluso la de Xavier Woods, que de repente ya no querría saber nada de mí.

—Tomaré crepes —le dije derrotada, y Gabriel se volvió hacia los fogones con expresión satisfecha.

A medio desayuno, sonó el timbre. Me pregunté quién llamaría a aquella hora tan poco común; nos habíamos cuidado de mantenernos alejados de los vecinos. Ivy y yo miramos a Gabriel expectantes. Él tenía la facultad de percibir el pensamiento de las personas que andaban cerca, cosa muy útil en muchas circunstancias. El don celestial de Ivy residía en el poder curativo de sus manos. El mío aún estaba por determinar; al parecer, se manifestaría en el momento adecuado.

«¿Quién es?», dijo Ivy sólo con los labios.

—La vecina de al lado —susurró Gabriel—. No hagáis caso; igual se marcha.

Nos quedamos los tres callados e inmóviles, pero la vecina no era de las que se dejan disuadir fácilmente. Apenas dos minutos después, oímos con sorpresa el chasquido de la cancela lateral y a continuación la vimos en la ventana, saludándonos con entusiasmo con la mano. A mí me pareció indignante su intromisión, pero mis hermanos mantuvieron la compostura.

Gabriel fue a abrir la puerta y volvió seguido de aquella mujer cincuentona de pelo rubio platino y cara bronceada. Llevaba un montón de joyas de oro, un pintalabios rojo intenso y un chándal aterciopelado. Traía bajo el brazo una gran bolsa de papel. Pareció aturdida un instante cuando nos vio a los tres juntos. No la culpaba; debíamos de ofrecer una visión desconcertante.

—Hola —dijo jovialmente, inclinándose sobre la mesa para darnos la mano—. Yo, de ustedes, revisaría este timbre. Parece que no funciona. Soy Beryl Henderson, la vecina de al lado.

Gabriel se ocupó de las presentaciones e Ivy, siempre la perfecta anfitriona, le ofreció una taza de té o de café y puso una bandeja de magdalenas en la mesa. Me fijé en que la señora Henderson miraba a Gabriel prácticamente de la misma manera que las chicas del colegio.

—Oh, no, muchas gracias —dijo, rechazando la invitación—. Sólo quería pasar un momentito a saludar, ahora que ya están instalados. —Dejó la bolsa sobre la encimera—. He pensado que a lo mejor les apetecería un poco de mermelada casera. He puesto de albaricoque, de higos y de fresa. No sabía cuál les gustaría más.

—Ha sido muy amable, señora Henderson. —Ivy desplegaba toda su cortesía, pero Gabriel ya se estaba impacientando.

—Oh, llámame Beryl —dijo—. Ya verás que todos somos así en este barrio. Buenos vecinos.

—Me alegra saberlo —respondió ella.

Me maravillaba que siempre tuviera preparada una respuesta para cualquier circunstancia. A mí, en cambio, en unos minutos ya se me habría olvidado el nombre de la mujer.

—Y usted es el nuevo profesor de música de Bryce Hamilton, ¿verdad? —prosiguió como si nada la señora Henderson—. Tengo una sobrina muy dotada para la música que quiere empezar a tocar el violín. Ese es su instrumento, ¿cierto?

—Uno de ellos —repuso Gabriel con tono distante.

—Gabriel toca muchos instrumentos —añadió Ivy, lanzándole a él una mirada exasperada.

—¡Muchos! ¡Ay, Dios, cuánto talento! —exclamó la señora Henderson—. La mayoría de las noches lo oigo tocar desde el porche. ¿Y vosotras, chicas? ¿También tenéis dotes musicales? ¡Qué buen hermano ha de ser usted para cuidar de ellas mientras sus padres están lejos!

Ivy suspiró. La noticia de nuestra llegada y todo nuestro historial parecían haberse convertido en la comidilla del pueblo.

—¿Vendrán pronto sus padres? —inquirió la señora Henderson, mirando alrededor teatralmente, como si esperase que salieran de golpe de un armario.

—Confiamos en verlos pronto —dijo Gabriel, mirando el reloj.

Beryl aguardó a que se explicara un poco más y, al ver que no lo hacía, adoptó otra línea de interrogatorio.

—¿Ya conocen a alguien en el pueblo? —A mí me divertía observar que cuanto más se esforzaba en arrancarle información, menos comunicativo se mostraba Gabriel.

—No hemos tenido mucho tiempo para alternar —intervino Ivy—. Hemos estado muy ocupados.

—¡Que no habéis tenido tiempo! —clamó Beryl—. ¡Unos jóvenes tan atractivos! Habremos de hacer algo al respecto. En el pueblo hay varias discotecas a la última. Os las tendré que enseñar yo misma.

—Me encantaría —dijo Gabriel con voz inexpresiva.

—Hmm, señora Henderson… —empezó Ivy, dándose cuenta de que la conversación no tenía visos de acabarse.

—Beryl.

—Perdón, Beryl, pero es que tenemos un poquito de prisa para llegar a tiempo al colegio.

—Desde luego. Tonta de mí, aquí cotorreando. Bueno, si necesitáis cualquier cosa no dudéis en pedirla. Ya veréis que formamos una pequeña comunidad muy unida.

Por culpa del «momentito» de Beryl me perdí la primera media hora de literatura inglesa, y Gabe se encontró a toda la clase de séptimo curso tirando bolas de papel al ventilador del techo. Yo tenía a continuación una hora libre y me encontré con Molly junto a las taquillas. Ella me rozó la mejilla con la suya a modo de saludo y, mientras yo dejaba mis libros, me hizo un resumen de sus aventuras de la noche anterior en Facebook. Por lo visto, un chico llamado Chris le había enviado al despedirse más besos y abrazos de lo normal, y ahora Molly especulaba sobre si aquello marcaba o no una nueva fase en su relación. Los Agentes de la Luz habían despojado nuestra casa de cualquier tecnología que pudiera representar una «distracción», así que no me enteraba demasiado de lo que me contaba Molly. Disimulé asintiendo a intervalos regulares y ella no pareció advertir mi ignorancia.

—¿Cómo puedes saber on-line lo que alguien siente realmente? —pregunté.

—Para eso están los emoticonos, tonta —me explicó—. Aunque quizá tampoco haya que tomárselos demasiado en serio. ¿Sabes qué día es hoy?

Molly, según iba descubriendo, tenía la desconcertante costumbre de saltar de un tema a otro sin previo aviso.

—6 de marzo —dije.

Ella sacó una agenda de color rosa y, con un gritito de excitación, tachó el día con un rotulador.

—Sólo faltan setenta y dos días —dijo con la cara arrebolada.

—¿Para qué?

Me miró con incredulidad.

—¡Para el baile de promoción, pringada! Nunca en mi vida he esperado una cosa con tanta ilusión.

A mí normalmente me habría ofendido que me llamaran «pringada», pero no me había costado mucho darme cuenta de que las chicas allí usaban los insultos como apelativos cariñosos.

—¿No es un poco pronto para pensar en eso? —insinué—. Faltan más de dos meses.

—Sí, ya, pero es EL acontecimiento del año y la gente empieza a planearlo con antelación.

—¿Por qué?

—¿Hablas en serio? —Me miró con unos ojos como platos—. Es un rito iniciático, la única fiesta que recordarás toda tu vida, dejando aparte el día de tu boda. Es el pack completo: limusinas, trajes, parejas atractivas, baile. Es nuestra noche para actuar como princesas.

A mí se me ocurrió que algunas ya se comportaban así a diario, pero me mordí la lengua.

—Suena divertido —comenté.

En realidad, todo el montaje me sonaba ridículo y yo decidí allí mismo ahorrármelo a toda costa. Ya podía figurarme cómo censuraría Gabriel una fiesta semejante, tan centrada en la pura vanidad y en las cosas más superficiales.

—¿Tienes idea de con quién te gustaría ir? —me preguntó Molly, dándome un codazo insinuante.

—Todavía no —respondí, escurriendo el bulto—. ¿Y tú?

—Bueno —bajó la voz—, Casey le contó a Taylah que había oído a Josh Crosby diciéndole a Aaron Whiteman… ¡que Ryan Robertson piensa pedírmelo!

—Uau —dije, simulando que había entendido aquel galimatías—. Suena fantástico.

—Ya, es cierto. —Soltó un gritito—. Pero no se lo digas a nadie. No quiero gafarlo.

Sonrió de oreja a oreja y, antes de que pudiera reaccionar, marcó con un círculo una fecha de mediados de mayo en mi agenda escolar y la rodeó con un gran corazón rojo. Luego me la devolvió y tiró la suya en su taquilla, que estaba hecha un auténtico desbarajuste. Había libros amontonados de cualquier manera, carteles de grupos famosos pegados en las paredes y un surtido variado de brillos de labios y de cajas de caramelos de menta esparcidos por el fondo. En mi taquilla, en cambio, los libros estaban alineados en fila, mi chaqueta colgada del gancho y mis horarios, pintados con códigos de colores y pegados en la cara interior de la puerta. No sabía cómo arreglármelas para ser desordenada igual que un humano; todos mis instintos clamaban exigiendo orden. Esa máxima según la cual la Limpieza y la Pureza van juntas no podría ser más exacta.

Seguí a Molly a la cafetería, donde matamos el tiempo hasta que ella tuvo que irse a clase de mates y yo a la de francés. Primero había de pasar otra vez por mi taquilla para recoger los libros de la asignatura, que eran grandes y engorrosos. Los amontoné encima de la carpeta y me agaché para sacar también el diccionario inglés-francés, que estaba encajado en la parte del fondo.

—Eh, forastera —dijo una voz a mi espalda. Me sobresalté y me incorporé tan deprisa que me di en la cabeza con el techo de la taquilla—. ¡Cuidado!

Me giré en redondo y vi a Xavier Woods allí de pie, con aquella media sonrisa que ya le había visto en nuestro primer encuentro. Ahora iba con el uniforme deportivo: pantalones de chándal azul marino, un polo blanco y una chaqueta de deportes con los colores del colegio sobre el hombro. Me froté la coronilla y lo miré. Me preguntaba por qué hablaría conmigo.

—Lamento haberte asustado —dijo—. ¿Estás bien?

—Perfectamente —respondí.

Me sorprendió verme otra vez deslumbrada por su aspecto. Él había fijado en mí sus ojos de color turquesa, con las cejas levemente alzadas, y esta vez estaba tan cerca que advertí incluso que tenía vetas cobrizas y plateadas en el iris. Se pasó la mano por el mechón que aleteaba sobre su frente, enmarcándole el rostro.

—Eres nueva en Bryce Hamilton, ¿verdad? Ayer apenas pudimos hablar.

No se me ocurría nada que responder, de modo que asentí y me miré los zapatos. Levantar la vista de nuevo fue un enorme error, porque sostener su mirada me provocó la misma poderosa reacción física que había experimentado la última vez. Me sentí como si cayera desde una gran altura.

—Me han dicho que has vivido en el extranjero —prosiguió, sin dejarse intimidar por mi silencio—. ¿Qué hace una chica viajada como tú en un pueblo perdido como Venus Cove?

—Estoy aquí con mi hermano y mi hermana —musité.

—Sí, ya los he visto por ahí —dijo—. No son gente que pase desapercibida, ¿no crees? —Vaciló un instante—. Ni tú tampoco.

Noté que se me subían los colores y me aparté un poco. Me sentía tan febril que estaba segura de que irradiaba calor.

—Llego tarde a la clase de francés —dije, recogiendo los libros con prisas y casi tropezándome por el pasillo.

—¡El centro de idiomas es por el otro lado! —me gritó, pero yo no me volví.

Cuando al fin encontré el aula, comprobé aliviada que el profesor acababa de llegar. El señor Collins, que no me parecía ni me sonaba demasiado francés, era un hombre alto y larguirucho con barba. Iba con una chaqueta de tweed y un pañuelo en el cuello.

La clase era pequeña y estaba a tope. Localicé con la mirada el asiento libre más cercano y sofoqué un grito al ver a la persona que estaba sentada al lado. El corazón me daba brincos en el pecho mientras me acercaba. Inspiré hondo y traté de serenar mis nervios. Sólo era un chico, al fin y al cabo.

Xavier Woods parecía ligeramente divertido cuando me senté a su lado. Procuré no hacer caso y me concentré en buscar la página del libro que el señor Collins había escrito en la pizarra.

—No te será fácil estudiar francés con eso —oí que me susurraba Xavier al oído. Entonces descubrí muerta de vergüenza que, en mi confusión, me había equivocado de libro. Lo que tenía delante no era mi gramática francesa, sino un libro sobre la Revolución francesa. Noté que las mejillas se me ponían como un tomate por segunda vez en menos de cinco minutos y me eché hacia delante, tratando de tapármelas con el pelo.

—Señorita Church —dijo el señor Collins—, ¿sería tan amable de leer en voz alta el primer pasaje de la página noventa y seis, titulado: À la bibliothèque?

Me quedé paralizada. No podía creerlo. Iba a verme obligada a declarar delante de todo el mundo que me había equivocado de libro en mi primera clase. Quedaría como una incompetente integral. Ya me disponía a abrir la boca para empezar a disculparme cuando Xavier me deslizó su libro con disimulo por encima del pupitre.

Lo miré agradecida y empecé a leer el pasaje con soltura, a pesar de que yo nunca había leído ni hablado aquel idioma. Así eran las cosas para nosotros: apenas empezábamos a realizar una actividad, ya destacábamos en ella. Cuando terminé, el señor Collins se había apostado junto a nuestro pupitre. Había leído el pasaje con fluidez, tal vez con demasiada fluidez, y sólo entonces caí en la cuenta de que debería haber pronunciado mal algunas palabras, o al menos haberme trabucado un par de veces. Pero no se me había ocurrido. En parte, tal vez, porque había tratado de alardear delante de Xavier Woods para compensar mis anteriores torpezas.

—Habla usted con la facilidad de un nativo, señorita Church. ¿Es que ha vivido en Francia?

—No, señor.

—¿O ha estado allí de visita?

—No, por desgracia.

Le eché un vistazo a Xavier, que enarcaba las cejas, impresionado.

—Entonces habremos de atribuirlo a un don natural. Tal vez estaría mejor en mi clase avanzada —sugirió el señor Collins.

—¡No! —exclamé. No quería llamar más la atención y prefería que el señor Collins dejara de una vez el tema. Me prometí no ser tan perfecta en la próxima ocasión—. Todavía tengo mucho que aprender —le aseguré—. La pronunciación es mi fuerte, pero en gramática no es que me aclare demasiado.

El señor Collins pareció satisfecho con mi explicación.

—Woods, prosiga donde lo ha dejado la señorita Church —dijo. Bajó la vista y frunció los labios—. ¿Dónde está su libro?

Yo se lo pasé apresuradamente, pero Xavier no hizo ademán de aceptarlo.

—Lo lamento, señor, se me han olvidado los libros. Me acosté muy tarde anoche. Gracias por compartirlo, Beth.

Habría deseado protestar, pero Xavier me cerró la boca con una mirada. El señor Collins lo observó con severidad, escribió algo en su cuaderno y regresó a su mesa rezongando.

—No es que esté dando muy buen ejemplo como delegado. Quédese un momentito al final.

Concluida la clase, esperé afuera a que Xavier terminase con el señor Collins. Sentía que al menos debía darle las gracias por ahorrarme aquel bochorno.

Se abrió la puerta y lo vi salir con la misma despreocupación que si estuviera dando un paseo por la playa. Me miró y sonrió complacido por el hecho de que lo hubiera esperado. Yo había quedado con Molly durante el descanso, pero la idea se paseó vagamente por mi cabeza y se esfumó en el acto. Cuando él te miraba, no era difícil olvidarse incluso de respirar.

—De nada, y tampoco es para tanto —dijo antes de que yo pudiera abrir la boca.

—¿Cómo sabes lo que te iba a decir? —pregunté, mosqueada—. ¿Y si pretendía reñirte por meterte en apuros?

Me miró con aire socarrón.

—¿Estás enfadada? —dijo. Otra vez aquella media sonrisa bailándole en los labios… Como decidiendo si la situación era lo bastante divertida para justificar una sonrisa completa.

Dos chicas pasaron por nuestro lado y me dirigieron miradas asesinas. La más alta le hizo a Xavier un gesto.

—Eh, Xavier —dijo con voz almibarada.

—Hola, Lana —respondió en un tono simpático pero indiferente. Era evidente que no tenía ningún interés en hablar con ella, pero la chica no parecía darse cuenta.

—¿Cómo te ha ido en el examen de mates? —insistió—. Yo lo he encontrado superdifícil. Igual necesito un profesor particular.

Saltaba a la vista que él la miraba distraídamente, como quien mira la pantalla de un ordenador. Lana no paraba de cotorrear y de contonearse como para que pudiera apreciar todas sus curvas. Cualquier otro chico no habría resistido la tentación de echarle un buen vistazo, pero los ojos de Xavier no se apartaron ni un milímetro de su rostro.

—Yo creo que me ha ido bien —dijo—. Marcus Mitchell da clases. Habla con él si crees que realmente te hace falta.

Lana entornó los ojos, obviamente irritada por haber ofrecido tanto y recibido tan poco.

—Gracias —se limitó a decir, y se alejó airada.

Xavier no parecía consciente de haberla ofendido, y si lo era, no le afectaba. Se volvió hacia mí con una expresión muy distinta. Se le veía tan serio como si estuviera tratando de resolver un enigma. Procuré reprimir un acceso de placer; seguramente miraba así a muchas chicas y Lana, simplemente, tenía la desdicha de ser la excepción. Recordé lo que me habían contado de Emily y me reprendí por ser tan vanidosa como para creer que mostraba un interés especial en mí.

Antes de que pudiéramos seguir hablando apareció Molly en el pasillo y nos miró sorprendida. Se acercó con cautela, como si temiera interrumpir.

—Hola, Molly —dijo Xavier, al ver que ella no iba a iniciar la conversación.

—Hola —respondió y me tiró de la manga con gesto posesivo. Ahora adoptó la vocecita zalamera de una cría—. Ven a la cafetería, me muero de hambre. El viernes, al salir, quiero que vengas a casa. Taylah tiene una hermana esteticista y va a conseguir mascarillas para todas. Será una pasada. Siempre trae montones de muestras para que nos las apliquemos en casa.

—Suena impresionante —dijo Xavier con un entusiasmo fingido que me arrancó una risita—. ¿A qué hora tengo que ir?

Molly no le hizo ni caso.

—¿Vendrás, Beth?

—He de preguntárselo a Gabriel. Ya te diré —respondí.

Detecté en Xavier una expresión de sorpresa. ¿Qué era lo que encontraba desconcertante?, ¿la idea de pasarse una tarde probándose mascarillas o el hecho de que tuviera que pedirle permiso a mi hermano?

—Ivy y Gabriel también pueden venir —dijo Molly, recuperando su tono normal.

—No creo que les haga demasiada gracia. —Vi que no le sentaba bien mi respuesta y me apresuré a añadir—: Pero se lo diré de todos modos.

Ella volvió a sonreír.

—Gracias. Oye, ¿puedo hacerte una pregunta? —Le lanzó una mirada hostil a Xavier, que todavía seguía allí—. En privado.

Él alzó las manos, como rindiéndose, y se alejó. Yo reprimí el impulso de llamarlo. Molly bajó la voz y me susurró:

—¿Ha dicho Gabriel… mmm… algo de mí?

Ni Gabriel ni Ivy me habían dicho nada de ella desde que nos la habíamos encontrado en la heladería; se habían limitado a repetirme su advertencia sobre los peligros de hacer amistades. Pero por el tono que empleaba comprendí que se había quedado cautivada con Gabriel y no quise decepcionarla.

—En realidad, sí —dije, confiando en sonar convincente. Sólo en un caso estaba permitido mentir: cuando podías evitarle a alguien un dolor innecesario. Pero aun así, siempre costaba.

—¿De veras? —Su rostro se iluminó de golpe.

—Claro —respondí, mientras me decía a mí misma que, estrictamente, no había mentido. Gabriel había mencionado a Molly, sólo que no en el contexto que ella ansiaba—. Dijo que se alegraba de que hubiera encontrado a una amiga tan agradable.

—¿Dijo eso? No puedo creer que advirtiera siquiera mi presencia. ¡Es guapísimo! Perdona, Beth, ya sé que es tu hermano, pero está que arde.

Molly me tomó eufórica del brazo y me arrastró a la cafetería. Xavier también estaba allí, sentado con un grupo de atletas. Esta vez, cuando nuestros ojos se encontraron, le sostuve la mirada. Mientras lo hacía, sentí que me quedaba en blanco, que no podía pensar en nada salvo en su sonrisa: aquella sonrisa perfecta y encantadora que le creaba unas arruguitas casi imperceptibles en el rabillo de los ojos.

¿Has encontrado algun error? Déjalo en los comentarios
Comments

Comentarios

Show Comments