7

Fiesta

Molly no había dejado de percibir mi interés en Xavier Woods y decidió darme un consejo aunque no se lo hubiera pedido.

—La verdad es que no creo que sea tu tipo —dijo, retorciéndose los rizos mientras hacíamos cola para el almuerzo.

Yo no me separaba de ella para evitar que me dieran empujones los alumnos que pretendían llegar al mostrador. Los dos profesores encargados tenían pinta de estar bastante agobiados y procuraban no hacer demasiado caso del pandemónium que los rodeaba. No paraban de mirar el reloj y de contar los minutos que les quedaban antes de poder regresar al santuario de la sala de profesores.

Intenté no prestar atención a los codos que se me clavaban, ni a las manchas pegajosas del suelo que habían dejado las bebidas derramadas, y continué hablando con ella.

—¿A quién te refieres?

Ella me dirigió una mirada ladina, como diciendo que no me iba a servir de nada hacerme la ingenua.

—Reconozco que Xavier es uno de los tipos más sexis del colegio, pero todo el mundo sabe que es problemático. Las chicas que lo intentan acaban con el corazón destrozado. Luego no digas que no te he avisado.

—No parece una persona cruel —le dije, llevada por el deseo de defenderlo, aunque, de hecho, apenas sabía nada de él.

—Mira, Beth. Enamorarte de Xavier sólo servirá para que acabes herida. Esa es la verdad.

—¿Y cómo es que eres tan experta en la materia? —pregunté—. ¿No habrá sido el tuyo uno de esos corazones destrozados?

Le había formulado la pregunta en broma, pero Molly se puso muy seria de golpe.

—Pues más bien sí.

—Uy, perdona. No tenía ni idea. ¿Qué pasó?

—Bueno, a mí me gustaba desde hacía siglos y, al final, me harté de lanzarle insinuaciones y le pedí que saliéramos.

Me lo dijo todo de carrerilla, como si hubiese sucedido hacía mucho y ya no importase.

—¿Y?

—Nada. —Se encogió de hombros—. Me rechazó. Con educación, eso sí. Me dijo que me veía como una amiga. Pero aun así fue el momento más humillante de mi vida.

No podía decirle que lo que acababa de contarme no era tan terrible. En realidad, la conducta de Xavier podía considerarse sincera, incluso honrada. Al hablar de corazones destrozados, Molly me lo había pintado como una especie de sinvergüenza. Pero lo único que él había hecho había sido declinar una invitación de la mejor manera posible. No obstante, yo ya había aprendido lo suficiente sobre la amistad femenina para saber que la compasión era la única respuesta admisible.

—No hay derecho —prosiguió en tono acusador—. Andar por ahí, un tipo tan espectacular, haciéndose el simpático con todos, pero sin permitir que nadie se le acerque…

—¿Pero él les da a entender a las chicas que quiere algo más que una amistad? —pregunté.

—No —reconoció—, pero sigue siendo totalmente injusto. ¿Cómo va a estar alguien demasiado ocupado para tener novia? Ya sé que suena duro, pero en algún momento habrá de dejar atrás a Emily. Ella no va a volver. En fin, basta de hablar de don Perfecto. Espero que puedas venir a casa el viernes. Así nos sacaremos un rato de la cabeza a esos pesados con pantalones.

—Si estamos aquí no es para alternar —dijo Gabriel cuando le pedí permiso para ir a casa de Molly.

—Quedaré como una maleducada si no voy —argüí—. Además, es el viernes por la noche. No hay colegio al día siguiente.

—Ve si quieres, Bethany —dijo mi hermano, suspirando—. Yo diría que hay maneras más provechosas de pasar una velada, pero no me corresponde a mí prohibírtelo.

—Sólo por esta vez —dije—. No se convertirá en una costumbre.

—Eso espero.

No me gustaba lo que parecían implicar sus palabras ni la insinuación de que estaba perdiendo de vista nuestro objetivo. Pero no dejé que eso me amargara. Yo deseaba experimentar todas las facetas de la vida humana. Al fin y al cabo, así podría comprender mejor nuestra misión.

El viernes, a eso de las siete, ya me había duchado y puesto un vestido de lana verde. Combiné el vestido con unas botas de media caña y unas medias oscuras, e incluso me puse un poco del brillo de labios que me había regalado Molly. Me sentía complacida con el resultado; se me veía un poco menos paliducha de lo normal.

—No hace falta que te arregles tanto, no vas a un baile —me dijo Gabriel al verme.

—Una chica siempre debe esforzarse en estar lo mejor posible —dijo Ivy, saliendo en mi defensa y guiñándome un ojo. Quizá tampoco le habían parecido bien mis planes de pasar la velada con Molly y su pandilla, pero ella no era rencorosa y sabía cuándo había que dejar correr las cosas para evitar conflictos.

Me despedí de ambos con un beso y me dirigí hacia la puerta. Gabriel había insistido en acompañarme con el jeep negro que habíamos encontrado en el garaje el primer día, pero Ivy había logrado disuadirlo, diciéndole que aún había mucha luz y que no corría ningún peligro, puesto que la casa de Molly quedaba sólo a unas calles. Lo que sí acepté fue el ofrecimiento de Gabriel de pasar a recogerme. Acordamos que lo llamaría cuando estuviera lista para regresar.

Sentí una oleada de placer mientras caminaba por la calle. El invierno llegaba a su fin, pero el viento que me agitaba el vestido era frío aún. Aspiré la limpia fragancia del mar, mezclada con el fresco aroma de las plantas de hoja perenne. Me consideraba una privilegiada por estar allí, caminando por la Tierra, convertida en un ser que sentía y respiraba. Era mucho más emocionante que observar la vida desde otra dimensión. Contemplar desde el Cielo la vida agitada y tumultuosa que se desarrollaba abajo venía a ser como asistir a un espectáculo. Estar en el escenario, en cambio, quizá daba más miedo, pero resultaba también más excitante.

Se me pasó el buen humor en cuanto llegué al número 8 de Sycamore Grove. Examiné la casa pensando que había anotado mal el número. La puerta estaba abierta de par en par y parecía que hubieran encendido todas las luces de la casa. De la sala de estar salía una música a todo volumen y en el porche se pavoneaban un montón de adolescentes más bien ligeros de ropa. No podía ser allí. Comprobé la dirección que la propia Molly me había escrito en un trozo de papel y vi que no me había equivocado. Entonces empecé a reconocer algunas caras del colegio; dos o tres me saludaron con la mano. Subí las escaleras de la casa, que era de estilo bungalow, y poco me faltó para tropezarme con un chico que estaba vomitando por un lado de la terraza.

Consideré la posibilidad de dar media vuelta y regresar a casa. Me inventaría un dolor de cabeza para disimular ante Ivy y Gabriel. Sabía de sobras que ellos no me habrían permitido asistir si hubieran sabido en qué consistía realmente la velada «para chicas» de Molly. Pero se impuso mi curiosidad y decidí entrar un momentito, sólo para saludar a Molly y disculparme antes de hacer mutis por el foro.

En el pasillo principal, que hedía a humo y colonia, había una aglomeración de cuerpos apretujados. La música estaba tan alta que la gente había de gritarse al oído para hacerse oír. Como el suelo retumbaba y los invitados bailaban dando bandazos, tenía la sensación de que me encontraba atrapada en medio de un terremoto. La percusión sonaba con tal fuerza que me taladraba los tímpanos. Percibía la atmósfera viciada y un olor a cerveza y bilis que impregnaba el aire. En conjunto, la escena me resultó tan dolorosamente abrumadora que estuve a punto de perder el equilibrio. Pero aquello era la vida humana, pensé, y yo estaba decidida a experimentarla por mí misma aunque me hiciera sentir al borde del colapso. Así pues, inspiré hondo y seguí adelante.

Había gente joven en cada rincón de la casa: unos fumando, otros bebiendo y algunos envueltos en un estrecho abrazo. Me abrí paso zigzagueando entre la multitud y observé fascinada a un grupo que jugaba a un juego que uno de ellos llamó la Caza del Tesoro. Las chicas se ponían en fila y los chicos les lanzaban malvaviscos al escote desde corta distancia. Una vez que acertaban, tenían que retirar el malvavisco usando sólo la boca. Las chicas se reían, dando grititos, mientras los chicos hundían la cabeza en su pecho.

No veía a los padres de Molly por ningún lado. Quizás habían salido durante el fin de semana. Me pregunté cómo reaccionarían si vieran su hogar sumido en semejante caos. En el salón de atrás había algunas parejas entrelazadas en los sofás de cuero marrón, haciéndose mimos medio borrachos. Se veían botellas de cerveza vacías por todas partes, y las patatas fritas y las pastillas de chocolate que Molly había puesto en cuencos de vidrio estaban hechas picadillo en el suelo. Identifiqué entre todas aquellas caras la de Leah Green, una de las amigas del grupo de Molly, y me acerqué a ella. Estaba de pie junto a las puertas cristaleras que daban a una terraza con piscina.

—¡Beth! ¡Has venido! —me gritó por encima de la música atronadora—. ¡Una fiesta fantástica!

—¿Has visto a Molly? —respondí, también a gritos.

—En el jacuzzi.

Me escabullí de las garras de un chico ebrio que trataba de arrastrarme hacia la melé de los que bailaban y esquivé a otro que me llamó «hermano» y pretendía darme un abrazo. Una chica lo apartó, disculpándose.

—Disculpa a Stefan —chilló—. Ya va ciego.

Asentí y me deslicé afuera, mientras me hacía una nota mental para añadir aquellas nuevas palabras en el glosario que estaba compilando.

El suelo de la terraza también estaba cubierto de botellas vacías y tuve que caminar con cuidado para no tropezarme. Pese al frío, había adolescentes con bikinis y shorts tirados junto a la piscina o metidos a presión en el jacuzzi. Las luces arrojaban un resplandor azulado e inquietante sobre los cuerpos juguetones. De repente, un chico desnudo pasó corriendo por mi lado y se zambulló en la piscina. Emergió enseguida tiritando, pero con aire satisfecho, mientras los demás lo aclamaban a gritos. Procuré que no se me notara lo horrorizada que estaba.

Sentí un gran alivio cuando localicé por fin a Molly emparedada en el jacuzzi entre dos chicos. Se levantó al verme, estirándose como un gato y entreteniéndose para que los chicos pudieran admirar su cuerpo húmedo y firme.

—Bethie, ¿cuándo has llegado? —preguntó con voz cantarina.

—Ahora mismo —respondí—. ¿Es que ha habido cambio de planes? ¿Qué ha pasado con las mascarillas?

—¡Ay, chica, desechamos esa idea! —dijo, como si la cosa no tuviera la menor importancia—. Mi tía se ha puesto enferma, así que mamá y papá pasarán todo el fin de semana fuera. ¡No podía dejar escapar la ocasión de montar una fiesta!

—Sólo he venido a saludar. No puedo quedarme —le dije—. Mi hermano cree que nos estamos poniendo mascarillas faciales.

—Bueno, pero él no está aquí, ¿no? —Sonrió con picardía—. Y lo que Hermanito Gabriel no sepa no va a hacerle ningún daño. Venga, tómate una copa antes de irte. No quiero que te metas en líos por mi culpa.

En la cocina nos encontramos a Taylah, detrás del mostrador, preparando una mezcla en una licuadora. Tenía alrededor una colección de botellas impresionante. Leí algunas de las etiquetas: ron blanco del Caribe, escocés de malta, whisky, tequila, absenta, Midori, bourbon, champagne. Los nombres no me decían gran cosa. El alcohol no había sido incluido en las materias de mi entrenamiento; una laguna de mi educación.

—¿Nos sirves unos Taylah Special a Beth y a mí? —le dijo Molly, rodeándola con sus brazos, mientras balanceaba las caderas siguiendo el ritmo.

—¡Marchando dos Special! —exclamó Taylah, y llenó dos vasos de cóctel casi hasta el borde con aquel combinado verdoso.

Molly me puso uno en la mano y dio un buen trago del suyo. Nos abrimos paso hasta la sala. La música atronaba con tanta fuerza por los dos enormes altavoces situados en las esquinas que incluso el suelo vibraba. Husmeé mi bebida con recelo.

—¿Qué tiene? —le pregunté a Molly por encima del estruendo.

—Es un cóctel —dijo—. ¡Salud!

Di un trago por educación y me arrepentí en el acto. Era de un dulzón repulsivo, pero al mismo tiempo me quemaba en la garganta. Decidida a no ser tildada de aguafiestas, continué de todos modos bebiéndolo poco a poco. Molly se lo estaba pasando en grande y me arrastró entre la masa de gente que bailaba en el centro. Bailamos juntas unos minutos; luego la perdí de vista y me encontré rodeada de una multitud de desconocidos. Intenté hallar algún resquicio entre los cuerpos apretujados, pero en cuanto se abría un hueco, volvía a cerrarse. Varias veces advertí con sorpresa que mi vaso se llenaba de nuevo, como si hubiera una legión de camareros invisibles.

Para entonces ya me sentía mareada y tambaleante, lo que atribuí a mi falta de costumbre a la música ruidosa y al gentío. Daba sorbos a mi bebida con la esperanza de que al menos me refrescara. Gabriel siempre nos daba la lata sobre la importancia de mantener nuestros cuerpos hidratados.

Me estaba terminando mi tercer cóctel cuando sentí un deseo irresistible de desplomarme sin más en el suelo. Pero no llegué a caerme. De repente noté que una mano vigorosa me sujetaba y me guiaba fuera del tumulto. Sentí que me agarraba con más fuerza cuando di un tropezón. Dejé todo mi peso a merced del desconocido y permití que me llevase afuera. Me ayudó a acomodarme en un banco del jardín, donde me senté cabizbaja, todavía con el vaso en la mano.

—No te conviene pasarte con ese mejunje.

El rostro de Xavier Woods se fue perfilando poco a poco en mi campo de visión. Llevaba unos tejanos desteñidos y un polo verde de manga larga bastante ajustado, que realzaba su torso mucho más que el uniforme del colegio. Me aparté el pelo de los ojos y noté que tenía la frente cubierta de sudor.

—¿Pasarme en qué?

—Hmm… con lo que estás bebiendo… porque es bastante fuerte —dijo, como si fuese obvio.

Se me empezaba a revolver el estómago y sentía un martilleo en la cabeza. Quería decir algo, pero no me acababan de salir las palabras a causa de las oleadas de náuseas. Me apoyé débilmente contra él; me sentía a punto de llorar.

—¿Sabe tu familia dónde estás? —me dijo.

Meneé la cabeza, cosa que provocó que todo el jardín empezara a darme vueltas.

—¿Cuántos de estos te has tomado?

—No sé —musité atontada—. Pero no acaba de sentarme bien.

—¿Estás acostumbrada a beber?

—Es la primera vez.

—Oh, cielos. —Xavier sacudió la cabeza—. Ahora se explica que tengas tan poco aguante.

—¿Cómo…? —Me eché hacia delante y casi me fui al suelo.

—Uf —dijo, sujetándome—. Será mejor que te lleve a casa.

—Enseguida me encontraré bien.

—No, qué va. Estás temblando.

Descubrí con sorpresa que tenía razón. Se fue adentro a recoger su chaqueta, volvió enseguida y me la puso sobre los hombros. Tenía su olor y resultaba reconfortante.

Molly se nos acercó con paso vacilante.

—¿Cómo va? —preguntó, demasiado alegre para que le incomodara la presencia de Xavier.

—¿Qué estaba bebiendo Beth? —preguntó él.

—Sólo un cóctel —respondió Molly—. Vodka, más que nada. ¿No te encuentras bien, Beth?

—No, para nada —explicó Xavier, cortante.

—¿Qué puedo traerle? —murmuró Molly, totalmente perdida.

—Yo me encargo de que llegue sana y salva a casa —concluyó, e incluso en aquel estado no se me escapó su tono acusador.

—Gracias, Xavier. Te debo una. Ah, y procura no contarle demasiado a su hermano. No parece muy comprensivo.

El olor a cuero de los asientos del coche de Xavier me resultó relajante, pero aun así me sentía como si me ardiera todo por dentro. Percibí sólo vagamente el traqueteo del coche durante el trayecto y luego la sensación de ser conducida a tientas hasta la puerta. Me mantenía consciente y oía lo que sucedía alrededor, pero estaba demasiado adormilada para abrir los ojos. Se me cerraban sin que pudiera evitarlo.

Como los tenía cerrados, no vi la expresión de Gabriel cuando abrió la puerta. Pero no se me escapó su tono alarmado.

—¿Qué ha pasado?, ¿está herida? —Noté que me cogía la cabeza con las manos.

—No, no tiene nada —dijo Xavier—. Sólo ha bebido demasiado.

—¿Dónde estaba?

—En la fiesta de Molly.

—¿Qué fiesta? No nos hablaron de ninguna fiesta.

—No ha sido culpa de Beth. Creo que ella tampoco lo sabía.

Noté que pasaba a los brazos de mi hermano.

—Gracias por traerla a casa —dijo Gabriel con un tono que no daba pie a más conversación.

—No hay de qué —dijo Xavier—. Se le ha ido la cabeza un rato; quizá convendría que le echasen un vistazo.

Hubo una pausa mientras Gabriel meditaba su respuesta. Yo estaba segura de que no hacía falta llamar a un médico. Además, una revisión médica pondría de manifiesto ciertas anomalías que no era posible explicar. Pero eso Xavier no lo sabía, así que esperé la respuesta de Gabriel.

—Nosotros nos ocuparemos de ella —dijo al fin.

Sonó medio raro, como si tuviese algo que ocultar. Me habría gustado que hubiera intentado parecer más agradecido. Xavier me había rescatado, al fin y al cabo. Si no hubiera sido por él, porque me había visto en apuros, todavía estaría en casa de Molly. Y quién sabía lo que podría haber pasado.

—Muy bien. —Detecté un matiz suspicaz en la voz de Xavier e intuí que se resistía a marcharse. Pero ya no tenía motivo para seguir allí—. Dígale a Beth que espero que se recupere pronto.

Oí sus pasos bajando la escalera y crujiendo sobre la grava, y luego el ruido de su coche al arrancar. Lo último que recordé más tarde fue el contacto de las manos de Ivy, acariciándome la frente, y la sensación de su energía curativa difundiéndose por todo mi cuerpo.




8

Phantom

No tenía ni idea de qué hora sería cuando me desperté. Notaba un martilleo incesante en mi cabeza y sentía como si tuviera la lengua de papel de lija. Me costó ordenar de un modo coherente la secuencia de la noche anterior y, cuando lo logré, pensé que mejor habría sido no hacerlo. Sentí una oleada de vergüenza mientras evocaba mi aturdimiento, mis balbuceos, mi incapacidad para tenerme en pie. Recordé que Gabriel me había tomado en brazos y que había en su voz un tono de inquietud pero también de decepción. Ivy me había desnudado y acostado como si fuese una cría, y recordaba haberle visto una expresión de consternación en la cara. Mientras ella me cubría con las mantas, había oído a Gabriel en la puerta dándole otra vez las gracias a alguien.

Luego empecé a recordar que me había pasado casi todo el tiempo en la fiesta de Molly desplomada contra el cálido cuerpo de un desconocido. Gemí en voz alta cuando visualicé vívidamente el rostro de aquel extraño. De entre todos los gallardos caballeros que habrían podido acudir en mi ayuda, ¿por qué tenía que haber sido justamente Xavier Woods? ¿En qué estaría pensando Nuestro Señor en Su infinita sabiduría? Me esforcé en reunir los fragmentos de nuestra breve conversación, pero mi memoria se negaba a ofrecerme detalles.

Me sentía abrumada por una mezcla mortificante de remordimiento y humillación. Me ardían las mejillas del bochorno. Me oculté bajo la colcha y me hice un ovillo, deseando quedarme allí para siempre. ¿Qué pensaría ahora de mí Xavier Woods, el flamante delegado de Bryce Hamilton? ¿Qué pensaría todo el mundo de mí? Apenas llevaba una semana en el colegio y ya había avergonzado a mi familia y proclamado a los cuatro vientos que era una novata integral en las cosas de la vida. ¿Cómo no me había dado cuenta de lo fuertes que eran aquellos cócteles? Y por si fuera poco, les había demostrado a mis hermanos que era incapaz de cuidar de mí misma y de arreglármelas sin su ayuda.

Me llegaban voces amortiguadas desde abajo. Gabriel e Ivy conversaban entre susurros. Noté que me ardían otra vez las mejillas mientras pensaba en la posición en que los había colocado. ¡Qué egoísta había sido al no considerar el impacto que mis actos tendrían también en ellos! Su reputación estaba en peligro igual que la mía. Mejor dicho, la mía había quedado hecha trizas sin paliativos. Consideré la posibilidad de que nos marcháramos y empezáramos de nuevo en otro sitio. Gabriel e Ivy no esperarían que me quedase en Venus Cove después de haberme puesto en ridículo de aquella manera. Ya casi daba por supuesto que aparecerían de un momento a otro para darme la noticia y que empezaríamos a recoger en silencio nuestras cosas para trasladarnos a un nuevo destino. No habría tiempo para despedidas; los lazos que había establecido allí quedarían reducidos a un puñado de recuerdos entrañables.

Pero nadie subía y, al final, no tuve otro remedio que aventurarme a bajar para afrontar las consecuencias de lo que había hecho. Me miré un instante en el espejo del pasillo. Tenía un aspecto frágil y sombras azuladas bajo los ojos. El reloj me informó de que ya casi era mediodía.

Ivy estaba sentada a la mesa de la cocina, haciendo un bordado con increíble destreza, mientras que Gabriel permanecía frente a la ventana, más erguido que un párroco en el púlpito. Tenía las manos entrelazadas a la espalda y miraba pensativo el océano. Fui a la nevera, me serví un zumo de naranja y me lo bebí a toda prisa para apagar la furiosa sed que sentía.

Gabriel no se volvió, pero yo sabía que percibía mi presencia. Me estremecí: una bronca airada me habría sentado mejor que aquella muda recriminación. Me importaba demasiado la estima de Gabriel para estar dispuesta a perderla. Si no para otra cosa, su cólera habría servido para aliviar en cierta medida mi culpa. Deseaba que se volviera para verle al menos la cara.

Ivy dejó su bordado y me miró.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó. No sonaba ni enfadada ni defraudada, cosa que me desconcertó.

Me llevé sin querer las manos a las sienes, que aún me palpitaban.

—Podría estar mejor, la verdad. —El silencio se cernía en el aire como un sudario—. Lo siento mucho —continué con un tono sumiso—. No sé cómo ocurrió. Me siento como una cría.

Gabriel se volvió a mirarme con sus ojos grises, pero sólo vi en ellos el profundo afecto que me tenía.

—No te apures, Bethany —dijo con su compostura de siempre—. Ahora que somos humanos estamos condenados a cometer algunos errores.

—¿No estáis enfadados? —exclamé, mirando a uno y otro alternativamente. La piel nacarada de ambos relucía con un brillo luminoso y tranquilizador.

—Claro que no —dijo Ivy—. ¿Cómo vamos a culparte de algo que no podías controlar?

—Esa es la cuestión justamente —repuse—. Que debería haberlo sabido. A vosotros no os hubiera pasado. ¿Por qué soy la única que comete errores?

—No seas demasiado severa contigo misma —me aconsejó Gabriel—. Recuerda que esta es tu primera visita aquí. Las cosas te irán mejor con el tiempo.

—Es fácil olvidar que la gente es de carne y hueso, y no indestructible —añadió Ivy.

—Procuraré tenerlo presente —dije, más animada.

—Ya sólo me queda sacarte ese taladro que notas en la cabeza —me dijo Gabriel.

Todavía con mi pijama de franela, me puse a su lado para observarlo mientras sacaba ingredientes de la nevera. Los midió y los vertió en una licuadora con la precisión de un científico. Por fin, me tendió un vaso lleno de un líquido turbio y rojizo.

—¿Qué es? —pregunté.

—Zumo de tomate y yema de huevo con un toque de pimentón —explicó—. Según la enciclopedia médica que leí anoche es uno de los mejores remedios para la resaca.

El olor y el aspecto del brebaje era asqueroso, pero el martilleo de mi cabeza no parecía que fuese a apaciguarse espontáneamente. Así pues, me tapé la nariz y me bebí el vaso entero. Después se me ocurrió que Ivy podría haberme curado la resaca poniéndome dos dedos en las sienes, pero quizá lo que pretendían mis hermanos era que aprendiera a cargar con las consecuencias de mis actos.

—Creo que hoy deberíamos quedarnos en casa, ¿no? —dijo Ivy—. Hemos de tomarnos un poco de tiempo para reflexionar.

Nunca me habían dejado los dos tan maravillada como en aquel momento. La tolerancia que habían mostrado sólo podía describirse como sobrehumana, cosa que era sin duda.

Comparados con el resto de la gente, nosotros vivíamos como cuáqueros: sin televisión, ni ordenadores ni teléfonos móviles. Nuestra única concesión al estilo de vida terrenal del siglo XXI era un teléfono fijo que nos habían conectado en cuanto nos instalamos. Nosotros veíamos en la tecnología una influencia nociva que fomentaba una conducta antisocial y socavaba los valores familiares. Nuestro hogar era un sitio para estar juntos, no para pasar el tiempo comprando por Internet o mirando estúpidos programas televisivos.

Gabriel, en especial, odiaba la influencia de la televisión. Durante la preparación para nuestra misión nos había mostrado para subrayar esta idea el principio de un programa. Consistía en una serie de personas con problemas de obesidad a las que dividían en grupos y les ofrecían platos tentadores para ver si conseguían resistirse. Los que cedían a la tentación recibían severos reproches y quedaban eliminados. Resultaba repulsivo, decía Gabriel, jugar con las emociones de la gente y cebarse en sus debilidades. Y aún era más repugnante que el público mirase semejante crueldad como un entretenimiento.

Así pues, aquella tarde no recurrimos a la tecnología para entretenernos, sino que pasamos el rato tumbados en la terraza, leyendo, jugando al Scrabble o simplemente enfrascados en nuestros pensamientos. Tomarnos tiempo para reflexionar no significaba que no pudiéramos hacer mientras tanto otras cosas; sólo quería decir que las hacíamos en silencio y que procurábamos dedicar un rato a analizar nuestros éxitos y fracasos. O más bien, que Ivy y Gabriel analizaban sus éxitos y yo contemplaba mis fracasos. Miraba el cielo y mordisqueaba tajadas de melón. Había llegado a la conclusión de que la fruta era mi comida favorita; su frescura dulce y limpia me recordaba nuestro hogar. Mientras seguía mirando, reparé en que el sol aparecía en el cielo como una bola de un blanco deslumbrante. Enfocarlo directamente me cegaba y me dañaba los ojos. En el Reino la iluminación era distinta. Nuestro hogar estaba inundado de una luz suave y dorada que podíamos tocar y que se deslizaba entre nuestros dedos como una miel cálida. Aquí, en cambio, la luz era más violenta, pero también —en cierto sentido— más real.

—¿Habéis visto esto? —Ivy apareció con una bandeja de fruta y queso y tiró el periódico en la mesa con disgusto.

—Ajá —asintió Gabriel.

—¿Qué pasa?

Me incorporé y estiré el cuello para ver los titulares. Atisbé la fotografía que abarcaba la portada. Se veía gente corriendo en todas direcciones: hombres que trataban en vano de proteger a las mujeres, madres que recogían a los niños caídos en el polvo. Algunos rezaban apretando los párpados; otros abrían la boca en gritos silenciosos. Detrás, las llamas se elevaban hacia el cielo y la humareda oscurecía el sol.

—Bombardeos en Oriente Medio —dijo mi hermano, dándole la vuelta al periódico con un gesto rápido. Ya no hacía falta: la imagen se me había quedado grabada a fuego en el cerebro—. Más de trescientos muertos. Sabes lo que esto significa, ¿no?

—¿Que nuestros Agentes allí no están haciendo bien su trabajo? —Me salió una voz trémula.

—Que no pueden hacer bien su trabajo —me corrigió Ivy.

—¿Quién se lo impide? —pregunté.

—Las fuerzas de la oscuridad se están imponiendo a las fuerzas de la luz —dijo Gabriel gravemente—. Cada vez más.

—¿Acaso crees que sólo el Cielo envía representantes a la Tierra? —Ivy parecía impacientarse un poco ante mi lentitud para comprender la situación—. Tenemos compañía.

—¿Y no podemos hacer nada?

Gabriel meneó la cabeza.

—Nosotros no podemos actuar sin autorización.

—¡Pero ha habido trescientos muertos! —protesté—. ¡Eso debería contar!

—Claro que cuenta —repuso Gabriel—. Pero no han sido requeridos nuestros servicios. A nosotros nos han asignado un puesto y no podemos abandonarlo porque haya sucedido algo terrible en otra parte del planeta. Nuestras instrucciones son que permanezcamos aquí y vigilemos Venus Cove. Por algo será.

—¿Y qué pasa con toda esa gente? —pregunté, todavía con la imagen de sus rostros horrorizados destellando en mi mente.

—Lo único que podemos hacer es rezar para que se produzca una intervención divina.

A media tarde nos dimos cuenta de que la despensa estaba casi vacía. Aunque me sentía débil, me ofrecí para hacer unas compras en el pueblo. Confiaba en que el paseo me ayudara a borrarme aquellas imágenes turbadoras de la mente y a pensar en otra cosa que no fueran las calamidades humanas.

—¿Qué traigo? —pregunté, tomando un sobre que había a mano para anotar la lista en el dorso.

—Fruta, huevos y un poco de pan de esa tienda francesa que acaban de abrir —me dijo Ivy.

—¿Quieres que te lleve? —me propuso Gabriel.

—No, gracias. Cogeré la bicicleta. Me hace falta ejercicio.

Lo dejé leyendo, fui a recoger la bicicleta en el garaje y metí en la cesta una bolsa de lona doblada. Ivy se había puesto a recortar los rosales y me dijo adiós con la mano cuando pasé por delante del jardín pedaleando.

El trayecto de diez minutos hasta el pueblo me resultó tonificante después de tantas horas durmiendo como un zombi. El aire fresco y limpio, impregnado del aroma de los pinos, contribuyó a disipar mi abatimiento. No quería que mis pensamientos derivasen hacia Xavier Woods y deseaba cerrar el paso a los recuerdos de la noche anterior. Pero, claro, mi mente seguía sus propios derroteros y no pude dejar de estremecerme al evocar la firmeza de sus brazos mientras me sujetaba, y la caricia de la tela de su camisa en mi mejilla, y el contacto de su mano al apartarme el pelo de la cara con un gesto rápido, tal como había hecho también en mi sueño.

Dejé la bicicleta atada con cadena en el soporte que había frente a la oficina de correos y me encaminé al supermercado. Cuando ya llegaba a la puerta, me detuve para dejar que salieran dos mujeres: una de ellas vieja y algo encorvada, la otra robusta y de mediana edad. Esta última ayudó a la anciana a sentarse en un banco, volvió a la tienda y pegó un cartel en el escaparate. Al lado del banco, obedientemente sentado junto a la mujer, había un perro gris plateado. Era la criatura más extraña que había visto. Su expresión pensativa y reconcentrada parecía casi humana, e incluso sentado sobre sus patas traseras mantenía su cuerpo erguido con una actitud majestuosa. Tenía los carrillos algo caídos, el pelaje lustroso y satinado y los ojos tan incoloros como la luz de la luna.

La anciana mostraba un aire apesadumbrado que me llamó la atención. Al mirar el cartel comprendí sin más el motivo. Era un anuncio que ofrecía el perro «gratis a un buen hogar».

—Es lo mejor, Alice, ya lo verás —le dijo la más joven con tono práctico—. Tú quieres que Phantom sea feliz, ¿no? Él no podrá seguir contigo cuando te mudes. Ya conoces las normas.

La otra meneó la cabeza tristemente.

—Pero estará en un lugar extraño y no entenderá nada. Nosotros, en casa, tenemos nuestras pequeñas costumbres.

—Los perros son muy adaptables. Bueno, volvamos antes de que se haga la hora de cenar. Seguro que empieza a sonar el teléfono en cuanto entremos por la puerta.

La mujer llamada Alice no parecía compartir la convicción de la otra. Vi que retorcía con sus dedos nudosos la correa del perro y que se los llevaba luego al pelo, que tenía recogido en un moño medio deshecho en la nuca. No parecía tener ninguna prisa por moverse, como si levantarse del banco implicara sellar un trato que aún no había podido considerar a fondo.

—¿Pero cómo sabré yo que lo cuidan bien? —dijo.

—Nos vamos a asegurar de que quien se lo quede acepte llevarlo de visita a tu nuevo hogar.

Se había deslizado una nota de impaciencia en el tono de la más joven, y advertí que cada vez levantaba más la voz. Respiraba de un modo agitado y se le empezaban a formar gotitas de sudor en las sienes, tan empolvadas como el resto de su rostro. No paraba de mirar el reloj.

—¿Y si lo olvidan? —Alice sonaba irritada.

—Seguro que no —replicó su acompañante con desdén—. Bueno, ¿necesitas algo antes de que te lleve a casa?

—Sólo una bolsa de golosinas para Phantom. Pero no las de pollo, esas no le gustan.

—¿Por qué no te esperas aquí un momento mientras yo entro a comprarlas?

Alice asintió y miró a lo lejos, resignada. Se inclinó para rascarle detrás de las orejas a Phantom, que levantó los ojos con un aire de perplejidad. Parecían entenderse en silencio aquel animal y su dueña.

—¡Qué perro tan bonito! —le dije, a modo de presentación—. ¿De qué raza es?

—Es un weimaraner —respondió Alice—. Pero por desgracia ya no va a seguir siendo mío por mucho tiempo.

—Sí. No he podido evitar oír la conversación.

—Pobre Phantom. —Alice suspiró y se agachó para hablarle al perro—. Tú sabes muy bien lo que pasa, ¿verdad? Pero te estás portando como un valiente.

Me arrodillé para darle a Phantom unas palmaditas. Él me husmeó con cautela y me tendió su enorme pezuña.

—Qué raro —dijo Alice—. Normalmente es más reservado con la gente que no conoce. Debes de ser una amante de los perros.

—Ah, me encantan los animales —dije—. Si no le importa que se lo pregunte, ¿por qué no puede mudarse el perro con usted?

—Me traslado a Fairhaven, la residencia de ancianos del pueblo. ¿Has oído hablar de ella? No admiten perros.

—¡Qué lástima! —dije—. Pero no se preocupe. Estoy segura de que un perro como Phantom encontrará otro dueño enseguida. ¿Tiene ganas de trasladarse?

La mujer pareció sorprendida por la pregunta.

—¿Sabes?, eres la primera que me lo pregunta. Supongo que me da igual una cosa que otra. Me sentiré mejor cuando lo de Phantom esté resuelto. Yo esperaba que se lo quedara mi hija, pero ella vive en un apartamento y no puede ser.

Mientras Phantom restregaba contra mi mano su esponjoso hocico, se me ocurrió una idea. Quizás aquel encuentro era una ocasión que me ofrecía la Providencia para enmendarme por mi irresponsabilidad. ¿No era para eso, al fin y al cabo, para lo que estaba allí, es decir, para ejercer una influencia benéfica en la gente, y no para centrarme en mis propias obsesiones? Yo no podía hacer gran cosa para solucionar una crisis que se desarrollaba en la otra punta del mundo, pero allí tenía una situación en la que podía ser de ayuda.

—Tal vez podría quedármelo yo —le propuse impulsivamente. Sabía que si me lo pensaba mejor, me echaría atrás. El rostro de Alice se iluminó en el acto.

—¿De veras podrías? ¿Estás segura? —dijo—. Sería maravilloso. Nunca encontrarás un amigo más fiel, te lo aseguro. Bueno, ya se ve que le has caído bien. Pero ¿qué dirán tus padres?

—No les importará —dije, confiando en que mis hermanos vieran mi decisión del mismo modo que yo—. ¿Estamos de acuerdo, entonces?

—Ahí viene Felicity. —Alice sonrió ampliamente—. Vamos a darle la buena noticia.

Phantom y yo miramos cómo se alejaban en coche las dos mujeres: una secándose los ojos; la otra, visiblemente aliviada. Aparte de un gañido lastimero dirigido a su dueña y de una mirada conmovedora, Phantom parecía impertérrito por el hecho de encontrarse de repente en mis manos, como si comprendiera por instinto que aquella era la mejor solución dadas las circunstancias. Aguardó fuera con paciencia mientras yo hacía la compra. Luego colgué la bolsa de un lado del manillar, até su correa del otro lado y arrastré la bicicleta hasta casa.

—¿Te ha costado encontrar la tienda nueva? —me gritó Gabe al oírme llegar.

—Ay, lo siento, se me ha olvidado el pan —dije, mientras entraba en la cocina con Phantom pisándome los talones—. Pero he pillado una auténtica ganga.

—Oh, Bethany —exclamó Ivy, entusiasmada—. ¿Dónde lo has encontrado?

—Es una larga historia —respondí—. Alguien que necesitaba que le echaran una mano.

Les resumí mi encuentro con Alice. Ivy le acariciaba la cabeza a Phantom y él le puso el hocico en la mano. Había en sus ojos claros y melancólicos algo casi sobrenatural, como si realmente nos perteneciera a nosotros.

—Espero que podamos quedárnoslo.

—Claro —dijo Gabriel sin darle más vueltas—. Todo el mundo necesita un hogar.

Ivy y yo nos afanamos en prepararle a Phantom un sitio para dormir y elegimos un cuenco especial para él. Gabriel nos observaba, con el principio de una sonrisa asomando en la comisura de sus labios. Sonreía tan raramente que cuando lo hacía era como si surgiera el sol entre las nubes.

Estaba claro que Phantom iba a ser mi perro. Él ya me miraba como si fuese su madre adoptiva y me seguía por toda la casa a grandes zancadas. Cuando me derrumbé en el diván, se acurrucó a mis pies como una bolsa de agua caliente y enseguida empezó a roncar suavemente. A pesar de su tamaño, Phantom era de naturaleza más bien indolente y le costó poco tiempo integrarse del todo en nuestra pequeña familia.

Después de cenar, me duché y me acomodé en el sofá con la cabeza de Phantom en mi regazo. Su afecto ejercía sobre mí un efecto terapéutico. Me sentía tan relajada que casi se me había olvidado lo sucedido la noche anterior.

Entonces alguien llamó a la puerta con los nudillos.




9

No se admiten chicos

Phantom dio un gruñido, marcando territorio, salió de un salto de la sala de estar y se puso a husmear furiosamente por debajo de la puerta.

—¿Qué hace ese aquí? —masculló Gabriel.

—¿Quién? —susurramos Ivy y yo a la vez.

—Nuestro heroico delegado del colegio.

El sarcasmo de Gabriel iba por mí.

—¿Xavier Woods está ahí fuera? —pregunté incrédula, mientras me echaba un vistazo disimulado en el espejo que había sobre la chimenea. Era temprano, pero yo ya llevaba mi pijama con su estampado de vacas y el pelo recogido con un clip. Ivy se dio cuenta y pareció divertida ante mi ataque de vanidad.

—No le dejes pasar, por favor —supliqué—. Estoy hecha un adefesio.

Me moví inquieta de un lado para otro mientras mis hermanos decidían qué hacer. Después del espectáculo que había dado en la fiesta de Molly, Xavier Woods era la última persona a la que deseaba ver. Más aún: era la persona a la que deseaba evitar a toda costa.

—¿Se ha marchado? —pregunté al cabo de un minuto.

—No —dijo Gabriel—. Y no parece tener intención de hacerlo.

Me puse a hacerle gestos frenéticos a Phantom para que se apartara de la puerta.

—¡Ven aquí, hombre! —le susurré, tratando de silbar por lo bajini—. ¡Basta, Phantom!

El perro no me hizo ni caso y metió aún más la nariz por debajo de la puerta.

—¿Qué querrá? —le pregunté a Gabriel.

Mi hermano hizo una pausa. Su rostro se ensombreció.

—Esto me parece un tanto impertinente.

—¿El qué?

—¿Cuánto hace que conoces a ese joven?

—Para ya, Gabe. ¡Eso es asunto mío! —le solté.

—Por favor. —Ivy se puso de pie, meneando la cabeza—. Seguro que nos ha oído a estas alturas. Además, no podemos hacernos los sordos. Le hizo un favor a Bethany, ¿recuerdas?

—Al menos espera a que suba a mi habitación —susurré, pero ella ya estaba en la puerta, apartando a Phantom y ordenándole que se sentara. Cuando volvió a la sala, lo hizo seguida de Xavier Woods, que tenía el aspecto de siempre, aunque con el pelo algo alborotado por el viento. Viendo que Xavier no representaba ninguna amenaza, Phantom volvió a tenderse con un suspiro en su rincón del sofá. Gabriel se limitó a hacer un gesto de saludo con la cabeza.

—Sólo quería comprobar que Beth ya se encontraba bien —dijo Xavier, indiferente a la fría acogida de Gabriel.

Comprendí que era el momento de que yo dijese algo, pero las palabras no me salían.

—Gracias otra vez por traerla a casa —intervino Ivy apresuradamente. Por lo visto, ella era la única que se acordaba de los buenos modales—. ¿Te apetece beber algo? Ahora mismo iba a preparar chocolate caliente.

—Gracias, pero no puedo quedarme mucho —dijo Xavier.

—Bueno, al menos siéntate un momento —le indicó Ivy—. Gabriel, ¿puedes echarme una mano en la cocina?

Gabriel la siguió de mala gana.

Ahora que me había quedado sola con Xavier fui consciente de lo ridículamente formales que debíamos de resultar: no había televisión a la vista, mis hermanos preparaban chocolate caliente y yo me disponía acostarme a las ocho. Vaya panorama.

—Bonito perro —dijo Xavier. Se agachó y Phantom le husmeó la mano con cautela antes de empezar a restregarla con el hocico con gran entusiasmo. Yo casi había esperado que Phantom se pusiera a gruñir; así al menos habría tenido un motivo para creer que Xavier no era completamente perfecto. Pero por ahora estaba superando todos los exámenes con nota.

—Me lo he encontrado hoy —dije.

—¿Te lo has encontrado? —Xavier enarcó una ceja—. ¿Tienes la costumbre de adoptar perros extraviados?

—No —dije irritada—. Su dueña estaba a punto de trasladarse a una residencia.

—Ah, debe de ser el perro de Alice Butler.

—¿Cómo lo sabes?

—Este es un pueblo muy pequeño. —Se encogió de hombros—. Anoche me quedé preocupado, ¿sabes?

Me miraba fijamente.

—Ya estoy bien —respondí con voz trémula. Traté de sostenerle la mirada, pero me sentí mareada y desvié la vista.

—Tendrías que mirar con más cuidado a quién consideras tu amiga.

Había una especie de familiaridad en su manera de hablarme, como si nos conociéramos desde hacía mucho. Era desconcertante y, a la vez, excitante.

—No fue culpa de Molly. Yo debería haber sido más prudente.

—Tú eres muy distinta de las chicas de por aquí —prosiguió.

—¿Qué quieres decir?

—No sales demasiado, ¿verdad?

—Supongo que se me puede considerar más bien hogareña.

—Una novedad muy agradable.

—Me gustaría parecerme más al resto de la gente.

—¿Por qué dices eso? No tiene ningún sentido fingir algo que no eres. Podrías haberte metido en un buen lío anoche. —Sonrió repentinamente—. Suerte que estaba allí para salvarte.

No sabía si hablaba en serio o en broma.

—¿Cómo voy a poder devolverte tu amabilidad? —dije con un punto de coqueteo en mi voz.

—Hay una cosa que podrías hacer… —dijo, dejando la frase en suspenso.

—¿Qué?

—Salir un día conmigo. ¿Qué te parece el próximo fin de semana? Podríamos ir al cine, si quieres.

Me quedé demasiado pasmada para responder. ¿Había oído bien? ¿Xavier Woods, el chico más inaccesible de todo Bryce Hamilton, me invitaba a salir? ¿Dónde estaba Molly ahora que la necesitaba? Mi vacilación duró un segundo más de la cuenta y él se la tomó como una reticencia por mi parte.

—No pasa nada si no te apetece.

—No… ¡me gustaría!

—Estupendo. ¿Qué te parece si me das tu número para que me lo grabe en mi móvil? Ya concretaremos los detalles.

Se sacó del bolsillo de la cazadora un aparatito negro y reluciente. Mientras lo veía destellar en la palma de su mano, oí un ruido de platos en la cocina. No tenía tiempo que perder.

—Será mejor que me des tú el tuyo; yo te llamaré —me apresuré a decirle.

Él no puso objeción. Tomé un periódico de la mesita de café, arranqué una esquina y se la di.

—No tengo bolígrafo —dijo.

Cogí el que había dejado Gabriel como punto en el libro encuadernado en piel que estaba leyendo. Xavier escribió varios dígitos, añadiendo una carita sonriente, y yo me guardé el papel justo a tiempo para dedicarles una sonrisa beatífica a mis hermanos, que entraban ya con unas tazas en una bandeja.

Acompañé a Xavier a la puerta. Sus ojos se detuvieron en la ropa que llevaba puesta. La intensidad había desaparecido de su rostro para dar paso a su media sonrisa característica.

—Bonito pijama, por cierto —dijo, y continuó contemplándome con curiosidad.

Yo me vi incapaz de desprenderme de su mirada. No sería difícil, pensé, pasarse el día mirando esta cara sin aburrirse. Se suponía que los humanos tenían defectos físicos, pero en su caso no lo parecía. Repasé sus rasgos —la boca sinuosa como un arco de flechas, la piel suave, el hoyuelo de la barbilla— y me resistí a creer que fuera real. Bajo la cazadora llevaba una camisa deportiva y vi que tenía colgada del cuello una cruz plateada con un cordón de cuero. Era la primera vez que reparaba en ella.

—Me alegro de que te guste —dije, con más aplomo.

Se echó a reír. Su risa sonaba como el repique de la campana de una iglesia.

Gabriel e Ivy hicieron un esfuerzo para disimular la alarma que debieron de sentir cuando les comuniqué mi intención de verme con Xavier el siguiente fin de semana.

—¿De veras te parece una buena idea? —preguntó Gabriel.

—¿Por qué no? —pregunté con tono desafiante. Empezaba a encontrarle el gusto a la idea de tomar mis propias decisiones y no quería verme despojada tan deprisa de mi independencia.

—Bethany, por favor, considera las repercusiones de un acto semejante. —Ivy hablaba con calma, pero tenía el ceño fruncido y una expresión de temor se había adueñado de su rostro.

—No hay nada que considerar. Vosotros dos siempre exageráis. —Ni siquiera a mí me convencía aquel argumento tan confiado, pero me resistía a aceptar que hubiese motivos para recelar—. ¿Qué problema hay?

—Sencillamente que tener citas no es ni ha sido nunca parte de nuestra misión —dijo Gabriel con tono cortante y una mirada gélida.

Me daba cuenta de que no hacía más que alimentar sus dudas sobre mi idoneidad. Estaba visto que yo era demasiado sensible a los caprichos y fantasías humanos. Un vocecita me aconsejaba en mi interior que diera un paso atrás y reflexionara; que reconociera que una relación con Xavier era peligrosa y egoísta en las actuales circunstancias. Pero otra voz más potente acallaba cualquier otro pensamiento y exigía que lo volviera a ver.

—Quizá sería más prudente actuar con discreción durante un tiempo —apuntó Ivy con menos dureza—. ¿Por qué no elaboramos juntas algunas ideas para fomentar la conciencia social en el pueblo?

Sonaba igual que una profesora tratando de contagiar el entusiasmo en un proyecto escolar.

—Esas ideas son tuyas, no mías.

—Podrías llegar a hacerlas tuyas —me animó Ivy.

—Yo quiero encontrar mi propio camino.

—Vamos a continuar esta discusión en otro momento, cuando puedas pensar con más claridad —dijo Gabriel.

—¡No quiero que me traten como a una niña! —le solté y me di media vuelta desafiante, chasqueando la lengua para que me siguiera Phantom.

Nos sentamos en lo alto de la escalera; yo echando humo y Phantom restregando su hocico en mi regazo. Mis hermanos, creyendo que no podía oírles, siguieron hablando en la cocina.

—Me cuesta creer que sea capaz de ponerlo todo en peligro por un capricho pasajero —decía Gabriel.

Lo oía pasearse de un lado para otro.

—Sabes muy bien que Bethany nunca haría algo así a propósito —respondió Ivy, intentando limar asperezas. Ella no soportaba que hubiera fricciones entre nosotros.

—¿Y qué está haciendo entonces? ¿Tiene la menor idea de por qué estamos aquí? Ya sé que hemos de ser comprensivos con su falta de experiencia, pero se está comportando deliberadamente de un modo rebelde y obstinado. Ya no la reconozco. La tentación siempre se presenta para ponernos a prueba. Llevamos aquí sólo unas semanas y Bethany ni siquiera parece tener la energía suficiente para resistirse a los encantos de un chico atractivo.

—Ten paciencia, Gabriel. No tiene por qué ir más lejos…

—¡Está poniendo a prueba mi paciencia! —exclamó, aunque enseguida recobró el dominio de sí mismo—. ¿Tú qué sugieres?

—No le pongas trabas y el asunto morirá por sí solo. Si te empeñas en llevarle la contraria la situación cobrará más importancia y hasta valdrá la pena luchar por ella.

El silencio de Gabriel indicaba que estaba sopesando la sabiduría de las palabras de Ivy.

—Se dará cuenta con el tiempo de que su deseo es imposible.

—Espero que tengas razón —dijo Gabriel—. ¿Comprendes ahora por qué me preocupaba que interviniera en esta misión?

—Ella no nos desafía deliberadamente —respondió Ivy.

—No, pero la profundidad de sus emociones es antinatural tratándose de uno de nosotros —observó Gabriel—. Nuestro amor a la humanidad ha de ser general: amamos a la humanidad, no establecemos vínculos individuales. Bethany, en cambio, parece amar profunda, incondicionalmente: como un humano.

—Lo he notado —asintió ella—. Eso significa que su amor es mucho más poderoso que el nuestro, pero también más peligroso.

—Exacto —dijo Gabriel—. Con frecuencia esa clase de emoción no puede contenerse. Si permitimos que se desarrolle, pronto se nos podría escapar de las manos.

No quise escuchar más y entré en mi habitación. Me desplomé en la cama al borde de las lágrimas. Esa reacción tan vehemente me sorprendió a mí misma y la erupción de la emoción contenida me dejó jadeando. Sabía muy bien lo que me pasaba: me estaba identificando con mi envoltura carnal y con los sentimientos que iban unidos a ella. Me producía una sensación de precariedad e inestabilidad, como una montaña rusa desvencijada. Notaba el latido de la sangre en mis venas, las ideas dándome vueltas en la cabeza y mi estómago encogiéndose de frustración. Me ofendía profundamente que hablasen de mí como si yo no fuera más que un espécimen de laboratorio, y su convicción implícita de que estaba haciendo algo malo, por no hablar de su falta de fe en mí, me dejaba consternada. ¿Por qué se empeñaban en impedirme una relación que ansiaba con toda mi alma? ¿Y qué quería decir Ivy exactamente con «imposible»? Actuaban como si Xavier fuera un pretendiente que no estuviera a la altura de sus exigencias. ¿Quiénes eran ellos para juzgar algo que ni siquiera había empezado? Yo le gustaba a Xavier Woods; por el motivo que fuera, él me consideraba digna de atención. Y no iba a permitir que los temores paranoicos de mi familia lo ahuyentaran. Me sorprendía mi disposición a asumir la atracción humana que sentía por Xavier. Mis sentimientos hacia él crecían a una velocidad peligrosa, pero yo lo permitía con plena conciencia. Debería haberme asustado y, en cambio, lo que me sentía era intrigada. Sí, me intrigaba el hueco doloroso que había notado en el pecho al considerar la posibilidad de rechazarlo, y también aquella reacción física —como si se me contrajeran todos los músculos— que experimentaba al recordar las palabras de mi hermano. ¿Qué me sucedía?, ¿acaso estaba perdiendo mi divinidad?, ¿me estaba volviendo humana?

Dormí sólo a ratos aquella noche y también tuve mi primera pesadilla. Me había habituado ya a la experiencia humana de soñar, pero aquello era distinto. Esta vez me vi llevada ante un Tribunal Celestial formado por un jurado de figuras con toga y sin rostro. No distinguía a uno de otro. Ivy y Gabriel también se hallaban presentes, pero observaban la escena desde lo alto de una galería con expresión impasible. Tenían la vista fija en el jurado y se negaron a mirarme incluso cuando los llamé. Yo aguardaba a que anunciaran el veredicto, pero luego comprendí que ya se había producido. No había nadie que hablase en mi favor, nadie que me defendiera.

Y entonces sentí que caía. Todo lo que me resultaba familiar se desmoronaba y convertía en polvo: las columnas de la sala de justicia, las figuras togadas y, finalmente, también los rostros de Gabriel e Ivy. Seguía cayendo, desplomándome en un viaje interminable a ninguna parte. Luego todo quedó inmóvil y me encontré aprisionada en un espacio vacío. Había caído de rodillas, con la cabeza gacha y las alas rotas y ensangrentadas. No podía levantarme. La luz fue extinguiéndose hasta que me vi rodeada de una oscuridad sofocante, tan densa que al alzar las manos no me las vi. Estaba sola en aquel mundo sepulcral. Me vi a mí misma como la encarnación de la vergüenza suprema: un ángel caído de la Gracia.

Se acercaba una figura oscura de contornos borrosos. Al principio mi corazón brincó de esperanza ante la posibilidad de que fuera Xavier, pero mis ilusiones se fueron al traste cuando percibí por instinto que lo que se aproximaba era de temer. A pesar del dolor que sentía en todos mis miembros me alejé todo lo que pude e intenté desplegar las alas, mas habían quedado demasiado dañadas y no me obedecían. La figura ya estaba muy cerca y se cernía sobre mí. Sus rasgos se perfilaron lo justo para permitirme ver una sonrisa en su rostro: una sonrisa posesiva. No podía hacer nada, sólo dejarme consumir por las sombras. Aquello era el fin. Estaba perdida.

Por la mañana, como suele ocurrir, vi las cosas de otra manera. Ahora me inundaba una nueva sensación de estabilidad.

Ivy entró a despertarme, con la fragancia a freesia que la seguía siempre como un cortejo.

—He pensado que te apetecería un café —dijo.

—Estoy empezando a cogerle el gusto —respondí y empecé a darle sorbos a la taza que me ofrecía, ahora ya sin hacer muecas. Ella se sentó con aire envarado al borde de la cama.

—Nunca había visto a Gabriel tan enfadado —le dije, deseosa de suavizar las cosas, al menos con ella—. Siempre lo he considerado… no sé… algo así como infalible.

—¿No se te ha ocurrido que él puede tener ya sus propios problemas? Si esto no sale bien, Gabriel y yo habremos de asumir la responsabilidad.

Aquellas palabras me sentaron como un puñetazo. Noté que se me agolpaban las lágrimas en los ojos.

—No quisiera perder tu aprecio.

—Y no lo has perdido —me tranquilizó—. Gabriel quiere protegerte, simplemente. Lo único que pretende es ahorrarte cualquier cosa que pudiera herirte.

—No veo por qué habría de ser malo pasar un rato con Xavier. ¿Tu cómo lo ves? Sinceramente.

Ivy no estaba arisca como Gabe y, cuando me cogió la mano, comprendí que ya había perdonado mi transgresión. Pero la rigidez de su postura y sus labios apretados me decían que su actitud ante aquel asunto no había cambiado.

—Lo que creo es que debemos ser cuidadosos y no empezar cosas que no podamos continuar. No sería justo, ¿no crees?

Las lágrimas que había estado aguantando se me desbordaron entonces de un modo incontenible. Sentí una gran tristeza mientras Ivy me abrazaba y me acariciaba el pelo.

—He sido una estúpida, ¿no?

Dejé que la voz de la razón se impusiera. Apenas conocía a Xavier Woods, y no creía que él derramase un mar de lágrimas si descubría que no podíamos salir por el motivo que fuera. Me estaba comportando como si nos hubiésemos prometido, y de repente todo aquello parecía un poquito absurdo. Quizá se me había contagiado el espíritu de Romeo y Julieta. Sentía dentro de mí que existía un vínculo profundo e insondable entre Xavier y yo, pero tal vez me equivocaba. ¿Sería posible que fueran todo imaginaciones mías?

Yo poseía en mí la fuerza necesaria para olvidar a Xavier; la cuestión era si quería hacerlo. No podía negarse que Ivy tenía razón. Nosotras no pertenecíamos a este mundo, no teníamos ningún derecho sobre él ni sobre nada de lo que pudiese ofrecer. No lo tenía yo, desde luego, para entrometerme en la vida de Xavier. Los ángeles sólo éramos mensajeros y portadores de esperanza. Nada más.

Cuando Ivy ya había salido, saqué el papel con el número de Xavier del bolsillo en el que había permanecido toda la noche. Desenrollé el apretado cilindro y lo fui rompiendo en pedacitos muy pequeños. Salí al balcón, los tiré por el aire y observé con tristeza cómo se los llevaba el viento.

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