CAPÍTULO 10

Kate se sentó en una esquina del carruaje y empezó a llorar. Ahora el carruaje no iba a ninguna parte. Ni siquiera era un carruaje adecuado, ni la mitad de cómodo que la frágil calesa de la quinta, que había quedado abandonada en Oporto, ni tan sólido como el que había llevado a su madre hacia el sur tras cruzar el río, en marzo. Ahora Kate deseaba haberse ido con su madre, pero no lo había hecho, porque había sido golpeada por el amor y la certeza de que le traería cielos dorados, horizontes despejados y dicha sin fin.

En vez de ello, se encontraba en un coche de alquiler de Oporto, de dos ruedas y con el techo de cuero lleno de goteras, con las ballestas rotas y un maltrecho caballo castrado entre sus varas, y el carruaje no iba a ninguna parte porque en su huida el ejército francés estaba detenido en la carretera a Amarante. La lluvia golpeaba con furia en el techo, bajaba por las ventanas y goteaba sobre el regazo de Kate, y a ella no le importaba, simplemente permanecía acurrucada en el rincón y lloraba.

La puerta se abrió de golpe y Christopher metió la cabeza dentro.

—Va a haber algunos disparos —le dijo—, pero no hay por qué alarmarse. —Se quedó en silencio, decidió que no podía soportar sus sollozos y sencillamente cerró la puerta. Entonces volvió a abrirla de nuevo—. Están inutilizando los cañones —explicó—; de ahí vendrá el ruido.

A Kate aquello no podría haberle importado menos. Se preguntaba qué iba a ser de ella y su nada halagüeño futuro la asustaba tanto que volvió a estallar en lágrimas justo cuando los primeros cañones fueron disparados con sus bocas pegadas.

La mañana posterior a la caída de Oporto, el mariscal Soult se había despertado con las pésimas noticias de que los portugueses habían recuperado Amarante y que el único puente por el que podría cruzar con sus cañones, cureñas, armones, coches y carretas para volver a los bastiones franceses en España estaba por tanto en manos enemigas. Uno o dos exaltados habían sugerido que se abrieran camino luchando para cruzar el Támega, pero los exploradores informaron de que los portugueses estaban ocupando Amarante con un buen número de tropas, que el puente había sido minado y que tenían una docena de cañones dominando la carretera, que les llevaría un día de amarga y sangrienta lucha llegar allí y que después era probable que no hubiese puente, pues los portugueses lo volarían sin dudar. Y Soult no disponía de un día. Sir Arthur Wellesley estaría avanzando desde Oporto, así que sólo le quedaba una opción: abandonar todo el transporte rodado del ejército, todos y cada uno de los coches, cureñas, armones, carretas, forjas de campaña y cañones. Todo aquello debería quedar atrás, y veinte mil hombres, cinco mil civiles que seguían al ejército, cuatro mil caballos y casi el mismo número de mulas tendrían que hacerlo lo mejor posible para cruzar las montañas.

Pero Soult no iba a regalarle al enemigo buenos cañones franceses para que los volvieran contra él, así que los cargaron todos con cuatro libras de pólvora, doble proyectil, y los colocaron boca con boca. Los artilleros se esforzaban por mantener los botafuegos encendidos bajo la lluvia y después, cuando recibieron la orden, pusieron en contacto las dos mechas de caña; la pólvora se encendió en el sobrecargado interior y los cañones dispararon unos contra otros, saltando hacia atrás con una desgarradora explosión de humo y llamas, hasta quedar convertidos en unos tubos destrozados y retorcidos. Algunos de los artilleros lloraban mientras destruían sus armas; otros se limitaban a lanzar maldiciones mientras rajaban con cuchillos y bayonetas los sacos de pólvora que quedaban para que ésta se estropeara con la lluvia.

Se ordenó a la infantería que vaciara sus macutos y fardos de todo lo que no fuera comida y munición. Algunos oficiales ordenaron inspecciones e insistieron en que sus hombres tiraran lo que habían saqueado durante la campaña. Cuberterías, palmatorias, vajillas, tenían que abandonarlo todo junto al camino mientras el ejército se dirigía hacia las colinas. Los caballos, los bueyes y las mulas que tiraban de cañones, carros y armones fueron sacrificados a tiros para no dejárselos al enemigo. Los animales chillaban y se revolcaban al morir. Los heridos que no podían andar eran abandonados; se les entregaba mosquetes para que al menos trataran de defenderse de los portugueses, que enseguida los encontrarían y se tomarían su venganza contra hombres indefensos. Soult ordenó que las arcas militares, once grandes barriles con monedas de plata, se colocaran junto al camino para que los hombres pudieran llevarse un puñado cada uno al pasar junto a ellas. Las mujeres se levantaron las faldas, las llenaron de monedas y siguieron caminando junto a sus hombres. Los dragones, húsares y chasseurs llevaban sus caballos. Miles de hombres y mujeres ascendían por las áridas colinas, dejando atrás coches cargados de botellas de vino y oporto, de crucifijos de oro robados de las iglesias y de ancestrales pinturas arrancadas de las paredes de las casonas del norte de Portugal. Los franceses pensaban que habían conquistado un país, que sólo estaban esperando a que unos cuantos refuerzos engrosaran las tropas mientras marchaban sobre Lisboa; nadie entendía por qué de repente se enfrentaban al desastre o por qué el rey Nicolás los guiaba en una caótica retirada bajo la lluvia torrencial.

—Si te quedas aquí —le dijo Christopher a Kate—, te violarán.

—Ya me han violado, ¡una noche tras otra! —Kate lloraba.

—¡Oh, por Dios, Kate! —Christopher, vestido con ropas de civil, estaba junto a la puerta abierta del carruaje con la lluvia goteándole del bicornio—. No voy a dejarte aquí. —Metió la mano dentro, la agarró de la muñeca y, pese a sus gritos y forcejeos, la sacó a la fuerza del carruaje—. ¡Camina, maldita sea! —gruñó, y tirando de ella atravesó el arcén y subieron la cuesta. Kate llevaba apenas unos segundos fuera del carruaje, pero su uniforme azul de húsar, que Christopher se había empeñado en que llevara, ya estaba empapado—. Esto no es el final —le dijo Christopher, mientras seguía apretándole dolorosamente la muñeca—. No llegaron los refuerzos, ¡eso es todo! Pero nosotros volveremos.

A Kate, a pesar de su aflicción, le causó estupor aquel «nosotros». ¿Se refería él a ellos dos? ¿O quería decir los franceses?

—Quiero irme a casa —dijo Kate entre lágrimas.

—¡Deja de ser tan cargante —le espetó Christopher— y sigue caminando! —Tiró de ella hacia delante. Sus botas nuevas con suela de cuero resbalaban en el sendero—. Los franceses van a ganar esta guerra —insistió Christopher. Ya no estaba tan seguro de ello, pero cuando sopesaba los equilibrios de poder en Europa se las arreglaba para convencerse de que era cierto.

—¡Quiero regresar a Oporto! —sollozó Kate.

—¡No podemos!

—¿Por qué no? —Intentó apartarse de él, y aunque no pudo zafarse de su agarre, consiguió detenerlo—. ¿Por qué no?

—Simplemente, no podemos. Venga, ¡vamos! —De un tirón volvió a hacer que caminara; no quiso decirle que no podían regresar a Oporto porque el maldito Sharpe seguía con vida. Por el amor de Dios, aquel cabrón sólo era un teniente ya demasiado mayor, que además, por lo que acababa de saber, había ascendido desde soldado raso.

Pero Sharpe sabía demasiadas cosas que podían perjudicar a Christopher, así que el coronel necesitaba encontrar un lugar seguro desde donde, mediante los discretos métodos que tan bien conocía, pudiera enviar una carta a Londres. Después, ya tranquilo, podría juzgar por la respuesta si Londres se creía la historia de que se había visto obligado a demostrar su lealtad a los franceses con la intención de alentar un motín que habría liberado Portugal; a él esa historia le sonaba convincente, excepto porque Portugal iba a ser liberado de todas formas. Pero no todo estaba perdido. Sería su palabra contra la de Sharpe, y Christopher, por encima de muchas otras cosas, era un caballero, e indudablemente Sharpe no lo era. Quedaría por resolver, desde luego, la delicada cuestión de qué hacer con Kate si le pedían que regresara a Londres, pero siempre podía decir que aquel matrimonio no había tenido lugar. Podía dar explicaciones acerca de los vapores de Kate. Las mujeres siempre tenían tendencia a los vapores, todo el mundo lo sabía. ¿Cómo lo había dicho Shakespeare? «Fragilidad, tienes nombre de mujer.» Así que podría decir, sin faltar a la verdad, que aquella ceremonia farfullada en la pequeña iglesia de Vila Real de Zedes no había sido un auténtico casamiento, y que él se había sometido a ello sólo para ahorrarse los rubores de Kate. Era un riesgo, lo sabía, pero llevaba el suficiente tiempo jugando sus cartas como para saber que a veces las apuestas más extravagantes rendían las mejores ganancias.

Y si aquella apuesta fracasaba y no podía recuperar su carrera en Londres, probablemente daría igual, pues seguía aferrado a la creencia de que seguro que al final los franceses ganarían y él volvería a Oporto, donde, a falta de cualquier otra información, los abogados lo considerarían como el marido de Kate, y sería rico. Kate acabaría aceptándolo. Ella se recuperaría cuando regresara a la comodidad del hogar, y regresaría. Hasta ahora, ciertamente, ella había sido infeliz; su dicha por el matrimonio se había transformado en horror dentro del dormitorio, pero las yeguas jóvenes suelen rebelarse ante la brida, aunque después de una o dos palizas se vuelven dóciles y obedientes. Y Christopher deseaba que a Kate le ocurriera eso porque su belleza aún lo estremecía. Tiró de ella hasta donde Williamson, ahora sirviente de Christopher, sujetaba su caballo.

—Monta —ordenó a Kate.

—¡Quiero irme a casa! —dijo ella.

—¡Sube al caballo! —Casi la golpeó con la fusta que había bajo la silla, pero entonces ella le permitió sumisa que la ayudara a montar en el caballo—. Sujete las riendas, Williamson —ordenó Christopher. No quería que Kate hiciese girar al caballo y se alejara al galope hacia el oeste—. Sujételas bien, hombre.

—Sí, señor.

Williamson aún vestía su uniforme de fusilero, aunque había sustituido su chacó por un sombrero de ala ancha de cuero. En la retirada de Oporto se había hecho con un mosquete, una pistola y un sable, y las armas le daban un aspecto imponente, que a Christopher le tranquilizaba. El coronel necesitaba un sirviente, pues el suyo había huido, pero necesitaba aún más un guardia personal y Williamson cumplía magníficamente ese papel. Le contaba a Christopher historias de broncas de taberna, de salvajes peleas con cuchillos y porras, de combates de boxeo a puño desnudo, y Christopher las recibía casi con el mismo entusiasmo con el que escuchaba las amargas quejas de Williamson sobre Sharpe.

A cambio, Christopher le había prometido a Williamson un dorado futuro.

—Aprenda francés —había aconsejado al desertor—, y podrá alistarse en su ejército. Demuestre que es bueno y le ascenderán. No son tan exigentes en el ejército francés.

—¿Y si quiero quedarme con usted, señor? —había preguntado Williamson.

—Siempre he sido un hombre que recompensa la lealtad, Williamson —había dicho Christopher. Así, estaban hechos el uno para el otro, incluso aunque, por ahora, la suerte de ambos pasara por horas bajas, pues al igual que miles de fugitivos, caminaban bajo la lluvia, el viento los azotaba, y no veían ante sí más que el hambre y las cuestas peladas y las rocas húmedas de la Serra de Santa Catalina.

Por detrás de ellos, en la carretera de Oporto a Amarante, se extendía un triste rastro de carruajes y carros abandonados bajo el chaparrón. Los franceses heridos vigilaban ansiosos, rezando por que los perseguidores ingleses aparecieran antes que los campesinos, pero los campesinos estaban más cerca que los casacas rojas, mucho más cerca; muy pronto empezaron a verse sus oscuras siluetas revoloteando bajo la lluvia, con brillantes cuchillos en las manos.

Y bajo la lluvia los mosquetes de los heridos no podían disparar.

Así que empezaron los alaridos.

A Sharpe le hubiera gustado llevarse a Hagman para perseguir a Christopher, pero el viejo furtivo no estaba totalmente recuperado de su herida en el pecho, así que Sharpe se vio obligado a dejarlo atrás. Se llevó a doce hombres, los más capaces e inteligentes, y todos se quejaron con vehemencia cuando los despertaron para sacarlos a la lluvia de Oporto antes de que amaneciera, porque tenían acidez de estómago por el vino y dolor de cabeza, y estaban de mal humor.

—Pero no tan malo como el mío —les advirtió Sharpe—, así que no me monten un puñetero follón.

Hogan iba con ellos, así como el teniente Vicente y tres de sus hombres. Vicente se había enterado de que tres coches de correos saldrían hacia Braga con las primeras luces y le dijo a Hogan que aquellos vehículos tenían fama de ser muy veloces y que viajarían por una buena carretera. Los carreteros, que transportaban sacas de correo que habían estado esperando a que los franceses se fueran antes de poder ser enviadas a Braga, se alegraron de dejar espacio a los soldados, que se derrumbaron sobre las sacas y se quedaron dormidos.

Atravesaron las ruinas de las defensas del norte de la ciudad a la débil y húmeda luz del amanecer. La carretera era buena, pero los coches de correos se retrasaron porque los partisanos habían cortado la carretera con árboles, y tardaban una media hora o más en despejar cada barricada.

—Si los franceses hubiesen sabido de la caída de Amarante —le dijo Hogan a Sharpe—, se habrían retirado por esta carretera ¡y nunca los habríamos cogido! Tenga en cuenta que no sabemos si su guarnición de Braga se ha marchado con los demás.

Sí se había marchado y el correo llegó junto con una tropa de la caballería inglesa que fue recibida con vítores por los habitantes, cuya alegría no pudo ahogar la lluvia.

Hogan, con su gabán azul de ingeniero, fue confundido con un prisionero francés y le arrojaron bosta de caballo, hasta que por fin Vicente logró persuadir a la muchedumbre de que Hogan era inglés.

—Irlandés —protestó Hogan—, por favor.

—Es lo mismo —dijo Vicente distraído.

—¡Por los clavos de Cristo! —dijo Harper, indignado, y después rompió a reír porque el gentío insistía en llevar a Hogan a hombros.

La carretera principal de Braga iba hacia el norte y cruzaba la frontera en dirección a Pontevedra, y seguramente es la que tomarían los franceses, pero hacia el este una docena de senderos subían a las colinas; uno de ellos, aseguró Vicente, los llevaría directos a Ponte Nova.

—Si tenemos suerte —dijo Vicente—, estaremos en el puente en dos días.

—¿Y cuánto tardaremos en llegar a El Saltador? —preguntó Hogan.

—Medio día más.

—¿Y cuánto tardarán los franceses?

—Tres días —dijo Vicente—, debería llevarles tres días. —Se santiguó—. Rezo porque les lleve tres días.

Pasaron la noche en Braga. Un remendón les arregló las botas, insistiendo en que no aceptaría dinero; con su mejor cuero, les hizo unas nuevas suelas tachonadas de clavos para darles mayor agarre en terreno elevado y húmedo. Debió de trabajar toda la noche, pues por la mañana se presentó tímidamente ante Sharpe con unas fundas de cuero para los rifles y los mosquetes. Habían protegido las armas de la lluvia metiendo unos corchos en las bocas y envolviendo los percutores con unos jirones de tela, pero las fundas de cuero eran mucho mejores. El remendón había engrasado las costuras con sebo de oveja para impermeabilizar las fundas y Sharpe, al igual que sus hombres, estaba contento como un niño con el regalo. Les dieron tanta comida que acabaron regalándole la mayor parte a un sacerdote que prometió repartirla entre los pobres. Luego partieron bajo el amanecer azotado por la lluvia.

Hogan iba montado porque el alcalde de Braga le había regalado una mula, una bestia de paso firme con mal temperamento y un ojo muerto; él la había cubierto con una manta, y sus pies casi tocaban el suelo. Aunque había sugerido que usaran la mula para transportar las armas, Hogan era el más viejo del grupo y el menos ágil, de modo que Sharpe insistió en que la montara él.

—No tengo ni idea de lo que nos vamos a encontrar —le dijo Hogan a Sharpe mientras subía por las colinas sembradas de rocas—. Si el puente de Ponte Nova ha sido volado, como ya tendría que haber pasado, los franceses se dispersarán. Simplemente correrán para salvar la vida, y será difícil encontrar al señor Christopher en medio de tanto caos. Aun así, tenemos que intentarlo.

—¿Y si no lo han volado?

—Entonces, cuando lleguemos cruzaremos ese puente —dijo Hogan, y rió—. Ah, Jesús, odio de verdad esta lluvia. ¿Ha intentado alguna vez aspirar rapé bajo la lluvia, Sharpe? Es como aspirar vómito de gato.

Caminaban hacia el este a través de un amplio valle bordeado por altas y pálidas colinas coronadas por unos peñascos grises. La carretera se extendía al sur del río Cavado, que corría, claro y profundo, por una fértil pradera que había sido saqueada por los franceses, por lo que no había vacas ni ovejas pastando la hierba primaveral. Los pueblos habían sido prósperos en el pasado, pero ahora estaban casi desiertos y las pocas personas que se habían quedado recelaban de ellos. Hogan, al igual que Vicente y sus hombres, vestía de azul, que era también el color de los gabanes del enemigo, y las casacas verdes de los fusileros podían ser confundidas con los uniformes de dragones franceses que fueran a pie. La mayoría de la gente, si es que esperaba algo, creía que los ingleses vestían de rojo, así que el sargento Macedo, previendo la confusión, había encontrado una bandera portuguesa en Braga y la llevaba colgando de una vara que había arrancado de un fresno. La bandera mostraba la divisa de Portugal bajo una gran corona dorada y a la gente que reconocía el emblema le daba seguridad. No funcionó con todo el mundo, pero en cuanto los campesinos hablaban con Vicente se desvivían por ayudar a los soldados.

—Por el amor de Dios —le dijo Sharpe a Vicente—, dígales que escondan el vino.

—Son amistosos, eso está claro —dijo Harper al dejar atrás una pequeña población donde los montones de estiércol eran más altos que las casitas—. No como los españoles, que podían llegar a ser muy fríos. No todos ellos, pero algunos eran unos cabrones.

—A los españoles no les gustan los ingleses —le dijo Hogan.

—¿Que no les gustan los ingleses? —preguntó Harper, sorprendido—. Así que al final no eran tan cabrones, sólo unos desconfiados, ¿no? Pero ¿entonces está diciendo, señor, que a los portugueses les gustan los ingleses?

—Los portugueses —dijo Hogan— odian a los españoles y, cuando tienes un vecino más grande que tú al que odias, buscas un gran amigo que te ayude.

—Entonces, ¿quién es el gran amigo de Irlanda, señor?

—Es Dios, sargento —dijo Hogan—. Dios.

—Dios que estás en los cielos —dijo Sharpe devotamente, mirando hacia el cielo encapotado—, por los clavos de Cristo, despierta de una vez.

—¿Y por qué no luchan ustedes con los jodidos franceses? —gruñó Harris.

—¡Basta ya! —soltó Sharpe.

Marcharon en silencio durante un rato, después Vicente no pudo contener su curiosidad.

—Si los irlandeses odian a los ingleses —preguntó—, ¿por qué luchan con ellos? —Harper soltó una risita entre dientes ante la pregunta, Hogan alzó los ojos hacia el cielo gris y Sharpe se limitó a fruncir el ceño.

Ahora que se encontraban lejos de Braga, la carretera estaba en peor estado. La hierba crecía en el centro, entre los surcos dejados por los carros de bueyes. Los saqueos de los franceses no habían llegado tan lejos y se veían algunos rebaños de ovejas mugrientas y pequeñas manadas de vacas, pero en cuanto un vaquero o un pastor veía a los soldados, se llevaba a toda prisa su ganado. Vicente seguía confundido y, tras haber fracasado al intentar conseguir una respuesta de sus compañeros, volvió a intentarlo.

—De verdad, no entiendo —dijo con una voz muy seria— por qué iban a luchar los irlandeses por el rey inglés. —Harris resopló como si fuera a responder, pero una feroz mirada de Sharpe hizo que cambiara de idea. Harper empezó a silbar «Over the hills and far away»[6]; después no pudo evitar reírse por el tenso silencio, que al final rompió Hogan.

—Es por el hambre —le explicó el zapador a Vicente—, por el hambre y la pobreza y la desesperación, y porque hay muy poco trabajo que hacer en casa para un buen hombre, y porque siempre ha habido gente que disfruta con las buenas peleas.

La respuesta había dejado intrigado a Vicente.

—¿Y eso es así en su caso, capitán? —preguntó.

—En mi caso no —concedió Hogan—. Mi familia siempre tuvo algo de dinero. No demasiado, pero nunca tuvimos que escarbar el suelo para ganarnos el pan de cada día. No, yo me alisté en el ejército porque me gusta ser zapador. Me gustan las cosas prácticas, y ésta fue la mejor manera de hacer lo que me gustaba. Pero ¿para alguien como el sargento Harper? —Miró a Harper—. Me atrevería a decir que está aquí porque de otra forma estaría muriéndose de hambre.

—Cierto —reconoció Harper.

—¿Y odia usted a los ingleses? —preguntó Vicente a Harper.

—Cuidado —gruñó Sharpe.

—Odio hasta el puñetero suelo sobre el que caminan esos cabrones, señor —dijo Harper lleno de alegría, y al advertir que Vicente lanzaba una mirada de desconcierto a Sharpe, añadió—: No digo que los odie a todos.

—La vida es complicada —dijo vagamente Hogan—. Es decir, ¿no hay una legión portuguesa en el ejército francés? O eso he oído.

Vicente pareció incomodarse.

—Creen en las ideas de los franceses, señor.

—¡Ah! Las ideas —dijo Hogan— son mucho más peligrosas que los vecinos, sean grandes o pequeños. Yo no creo en eso de luchar por las ideas —movió la cabeza con pesar—, y tampoco el sargento Harper.

—¿Tampoco yo? —preguntó Harper.

—No, joder, tampoco usted —refunfuñó Sharpe.

—Entonces, ¿en qué cree usted? —quiso saber Vicente.

—En la Trinidad, señor —dijo Harper sentencioso.

—¿En la Trinidad? —Vicente estaba sorprendido.

—El rifle Baker —dijo Sharpe—, la bayoneta y yo.

—En eso también, señor —reconoció Harper y soltó una carcajada.

—Esto —Hogan intentó ayudar a Vicente— es como si estuviera usted en una casa en la que hay un matrimonio infeliz y empezara a hacer preguntas sobre la fidelidad. Nos provoca vergüenza. Nadie quiere hablar de eso.

—¡Harris! —advirtió Sharpe al ver que el fusilero pelirrojo abría la boca.

—Sólo iba a decir, señor —se defendió Harris—, que hay un grupo de jinetes sobre esa colina de allí.

Sharpe se giró justo a tiempo para ver cómo desaparecían los jinetes tras la cima de la colina. La lluvia era demasiado copiosa y la luz demasiado escasa como para ver si llevaban uniforme, pero Hogan sugirió que los franceses podían haber enviado patrullas de caballería como avanzadilla de su retirada.

—Querrán saber si hemos tomado Braga —explicó—, porque si no lo hubiéramos hecho podrían cambiar de dirección e intentar escapar hacia Pontevedra.

Sharpe miraba fijamente la lejana colina.

—Si su puñetera caballería anda por aquí —dijo—, no quiero que me pillen en la carretera. —Era el único lugar en un escenario de pesadilla donde los jinetes tendrían ventaja.

Así que para evitar al enemigo se dirigieron al norte internándose por terreno agreste. Eso significaba cruzar el Cavado; lo lograron atravesando un hondo vado que sólo conducía a los altos pastos de verano. Colinas de empinadas laderas, valles profundos y tierras altas pobladas únicamente por aulagas, helechos, hierba rala y enormes peñas redondeadas, algunas en un equilibrio tan precario sobre otras que daba la impresión de que la mano de un niño las enviaría rebotando por el precipicio. La hierba sólo era buena para un par de ovejas de vellón enmarañado y para unas cuantas cabras salvajes, de las que se alimentaban los lobos y los linces de la montaña. El único pueblo por el que pasaron era un mísero lugar con unas altas tapias de piedra alrededor de los huertos. Mantenían a sus cabras renqueantes en prados del tamaño del patio de una taberna; un par de vacas escuálidas miraron mientras los soldados pasaban. Subieron aún más, oyendo los cencerros de las cabras entre las rocas, y pasaron junto a un pequeño santuario cubierto de mustias flores de aulaga. Vicente se santiguó al pasar junto al santuario.

Volvieron a encaminarse hacia el este, siguiendo una cresta rocosa donde los grandes peñascos redondeados harían imposible que cualquier caballería formara y cargara.

Sharpe seguía mirando hacia el sur, sin ver nada. Aunque allí donde hubo jinetes habría más, pues se iba acercando al encuentro con un ejército desesperado que en un solo día había sido arrojado de un éxito inminente a la derrota más miserable.

Desplazarse por la montaña era difícil. Descansaban cada hora y luego seguían avanzando con dificultad. Todos estaban empapados, cansados y helados. La lluvia seguía cayendo sin cesar y ahora el viento soplaba desde el este, de manera que les daba directamente en la cara. Con la humedad, las correas de los rifles les estaba dejando sus hombros en carne viva; al menos por la tarde la lluvia amainó, aunque el viento soplaba fuerte y frío. Al anochecer, sintiéndose tan fatigado como se había sentido durante la terrible retirada a Vigo, Sharpe los guió desde la cresta de la montaña hasta una aldeílla abandonada de casitas de piedra con techado de hierba.

—Igual que en casa —dijo Harper alegremente. Los lugares más secos para dormir eran dos graneros con forma de ataúd cuyo interior quedaba a salvo de las ratas porque se elevaban sobre pilares de piedra con forma de seta. La mayoría de los hombres se amontonaron en aquellos angostos refugios, mientras que Sharpe, Hogan y Vicente compartieron la casa menos dañada, donde Sharpe encendió un fuego con leña húmeda y preparó un té.

—La habilidad más necesaria para un soldado —comentó Hogan cuando Sharpe le llevó el té.

—¿Cuál es? —preguntó Vicente, siempre ávido de aprender su nuevo oficio.

—Encender un fuego con leña húmeda —dijo Hogan.

—¿No se supone que debería usted tener un sirviente? —preguntó Sharpe.

—Sí, como también usted, Richard.

—No soy hombre de sirvientes —objetó Sharpe.

—Yo tampoco —respondió Hogan—, pero ha hecho un buen trabajo con este té, Richard. Si Su Majestad decide algún día que no quiere a un canalla de Londres como uno de sus oficiales, yo le daré empleo como sirviente.

Establecieron las guardias, hicieron más té y consiguieron que el tabaco húmedo prendiera en las pipas de barro. Hogan y Vicente comenzaron una apasionada discusión sobre un hombre llamado Hume del que Sharpe nunca había oído hablar y que resultó ser un filósofo escocés muerto; como parecía que aquel escocés muerto había propuesto que nada era cierto, Sharpe se preguntó por qué se molestaría nadie en leerlo, por no hablar ya de discutir sobre él, y la idea divirtió a Hogan y a Vicente. Sharpe, aburrido de la conversación, los dejó con su debate y salió a pasar revista a los piquetes.

Empezó a llover otra vez, después un trueno estremeció el cielo y un relámpago iluminó en las rocas más altas. Sharpe se refugió junto a Harris y Perkins en un pequeño santuario dentro de una cuevecilla donde unas flores se marchitaban ante una triste estatua de la Virgen María.

—¡Por los clavos de Cristo! —se anunció Harper mientras chapoteaba bajo el aguacero—. Tener que aguantar esto, cuando podríamos estar arropaditos con esas damas de Oporto… —Se hizo sitio junto a los otros tres hombres—. No sabía que estuviera aquí, señor —dijo—. Les he traído a los muchachos un poco de zumo de piquete. —Llevaba una cantimplora de madera llena de té caliente—. Jesús —continuó—, no se puede ver ni una maldita mierda ahí fuera.

—Un tiempo como el de su tierra, ¿eh, sargento? —preguntó Perkins.

—¿Qué sabrá usted, hombre? Ahora en Donegal el sol no deja de brillar, todas las mujeres dicen sí y los guardabosques tienen las piernas de madera. —Le pasó la cantimplora a Perkins y se quedó mirando la húmeda oscuridad—. ¿Cómo vamos a encontrar a ese tipo con este tiempo, señor?

—Sabe Dios si podremos.

—¿Acaso importa eso ahora?

—Quiero que me devuelva mi catalejo.

—¡Jesús, María y José! —dijo Harper—. ¿Va usted a pasearse entre el ejército francés para pedírselo?

—Algo así —dijo Sharpe. Había pasado el día con la sensación de que el esfuerzo era inútil, pero no había razón para no intentarlo. Y le parecía justo que Christopher fuese castigado. Sharpe creía que la lealtad de un hombre estaba en sus raíces, que eran inamovibles, pero era evidente que Christopher consideraba que eran negociables. Eso sucedía porque Christopher era listo y sofisticado. Y si Sharpe encontraba la manera, pronto estaría muerto.

El amanecer fue frío y húmedo. Volvieron a subir a las cumbres salpicadas de peñas, dejando atrás el valle, que ahora estaba lleno de niebla. La lluvia era fina, pero les mojaba la cara. Sharpe, que encabezaba la marcha, no vio a nadie, y siguió sin ver a nadie después de que un mosquete disparara y una nube de humo saliera de detrás de una roca. La bala rebotó en un peñasco y salió silbando hacia el cielo, y Sharpe se tiró al suelo para protegerse. Todos los demás se escondieron, excepto Hogan, que estaba enganchado a su fea mula, aunque tuvo la presencia de ánimo para gritar.

Inglês! —dijo—, inglês! —Estaba medio subido a la mula, temiendo otra bala, pero esperaba que su anuncio de que era inglés lo salvaría.

Una figura envuelta en raídas pieles de cabra salió de detrás de la roca. El hombre tenía una barba larguísima, no tenía dientes y mostraba una amplia sonrisa. Vicente lo llamó y mantuvo con él una rápida conversación al final de la cual Vicente se volvió hacia Hogan.

—Se hace llamar Jabalí y dice que lo siente, pero que no sabía que éramos amigos. Le pide que lo disculpe.

—¿Jabalí? —preguntó Hogan.

—Significa cerdo salvaje —suspiró Vicente—. En esta región, todos los hombres se ponen un apodo y buscan a un francés para matarlo.

—¿Sólo hay uno? —preguntó Sharpe.

—Uno sólo.

—Entonces o es un puñetero imbécil o es un puñetero valiente —dijo Sharpe, y después se fundió en un abrazo con Jabalí y soportó una ráfaga de su apestoso aliento. El mosquete de aquel hombre parecía antiguo. La culata de madera, que estaba unida al cañón por anticuados aros metálicos, estaba partida y los propios aros estaban oxidados y sueltos, pero Jabalí tenía un saco de lienzo lleno de pólvora y un surtido de balas de mosquete de diferentes tamaños, e insistió en acompañarlos cuando supo que habría franceses para matar. Llevaba un cuchillo curvo de aspecto amenazante en el cinturón y una pequeña hacha colgada de una cuerda deshilachada.

Sharpe siguió adelante. Jabalí hablaba sin parar y Vicente les tradujo parte de su historia. Su verdadero nombre era Andrêa y era un Cabrero de Bouro. Se había quedado huérfano a los seis años y creía que ahora tenía unos veinticinco, aunque parecía mucho mayor. Trabajaba para unas cuantas familias protegiendo sus animales de los linces y los lobos, y había vivido con una mujer, dijo orgulloso, pero los dragones habían llegado cuando él no estaba y la habían violado, y su mujer, que tenía un temperamento, dijo, peor que el de una cabra, debía de haber sacado un cuchillo contra sus violadores, porque éstos la habían matado. Jabalí no parecía muy afectado por la muerte de su mujer, pero aún estaba decidido a vengarla. Tocó su cuchillo y luego se tocó la entrepierna para indicarles lo que tenía en mente.

Al menos Jabalí conocía los caminos más rápidos a través de la montaña. Estaban viajando bien hacia el norte de la carretera que dejaron atrás cuando Harris divisó a los jinetes, y aquella carretera atravesaba el ancho valle que ahora se estrechaba según se extendía hacia el este. El Cavado serpenteaba junto a la carretera, desapareciendo a veces detrás de arboledas, mientras que unos arroyos, crecidos por la lluvia, se precipitaban desde las colinas para alimentar el río.

El mal tiempo echó por tierra el cálculo de los dos días que había hecho Vicente. Pasaron la noche siguiente en lo alto de las montañas, medio protegidos de la lluvia por los grandes peñascos. Por la mañana siguieron caminando, y Sharpe vio que el valle del río se estrechaba casi hasta quedar reducido a nada. A media mañana avistaron Salamonde y entonces, al volver a mirar valle arriba allá donde la última bruma de la mañana se estaba disipando, vieron algo más.

Vieron un ejército. Llegaba como un enjambre a lo largo de la carretera y por los campos a ambos lados de ésta, una gran multitud de hombres y caballos sin ningún orden concreto, una horda que intentaba escapar de Portugal y del ejército inglés que ahora los estaba persiguiendo desde Braga.

—Tendremos que darnos prisa —dijo Hogan.

—Tardarán horas en subir esa carretera —dijo Sharpe, indicando el pueblo construido donde el valle se estrechaba al fin convirtiéndose en un desfiladero desde el que la carretera, en vez de correr por terreno llano, torcía junto al río internándose en las montañas. De momento los franceses podían dispersarse por los campos y marchar en un frente amplio, pero una vez que pasaran Salamonde, se verían constreñidos a la angosta y profunda garganta. Sharpe tomó prestado el buen catalejo de Hogan y observó el ejército francés. Algunas unidades, según pudo comprobar, marchaban en buen orden, pero la mayoría se rezagaba desordenada. No había cañones, carros ni carruajes, así que si el mariscal Soult se las arreglaba para escapar, tendría que arrastrarse hasta España para explicarle a su amo cómo había perdido todo objeto de valor.

—Debe de haber veinte o treinta mil ahí abajo —dijo con asombro mientras le devolvía a Hogan su lente—. Les llevará la mayor parte del día atravesar ese pueblo.

—Pero tienen al diablo pisándoles los talones —apuntó Hogan—, y eso anima a cualquiera a ser rápido.

Siguieron avanzando. Por fin un sol débil iluminó las pálidas colinas, aunque grises chaparrones caían al norte y al sur. Detrás de ellos, los franceses eran una gran masa oscura que se dirigía hacia el angosto final del valle, donde, como granos que cayeran dentro de un reloj de arena, atravesaban Salamonde. El humo se elevaba desde el pueblo mientras las tropas de paso saqueaban e incendiaban.

Ahora el camino hacia la salvación de los franceses empezaba a ascender. Seguía el desfiladero labrado por las aguas blancas del Cavado, que zigzagueaba entre las colinas en grandes meandros y a veces se despeñaba desde lo alto de una serie de precipicios convirtiéndose en cascadas. Un escuadrón de dragones encabezaba la retirada francesa, cabalgando por delante de los demás para olfatear a cualquier grupo de partisanos que intentara tender una emboscada a la vasta columna. Si los dragones vieron a Hogan y a sus hombres en lo alto de las colinas del norte, no hicieron esfuerzo alguno por alcanzarlos, pues los fusileros y los soldados portugueses estaban demasiado lejos y a demasiada altura. Además los franceses tenían otras cosas por las que preocuparse, porque a última hora de la tarde los dragones llegaron a Ponte Nova.

Sharpe ya se encontraba sobre Ponte Nova, vigilando el puente. Era allí donde podrían detener la retirada francesa, puesto que el diminuto pueblo que se encaramaba en las alturas, justo detrás del puente, hervía de hombres.

Nada más divisar Ponte Nova desde arriba, Hogan se puso exultante de alegría.

—¡Lo hemos conseguido! —dijo—. ¡Lo hemos conseguido! —Pero después dirigió su catalejo hacia el puente y su buen humor se esfumó—. Son de la ordenança, no hay ni un uniforme de verdad ahí abajo. —Observó durante otro minuto—. No hay ni un puñetero cañón —dijo con amargura—, y esos malditos imbéciles ni siquiera han destruido el puente.

Sharpe cogió la lente de Hogan para mirar el puente. Tenía dos pesados contrafuertes de piedra, uno a cada lado, y cruzaban el río dos grandes vigas, sobre las que antes había tendida una pasarela de tablones. Los ordenanças, seguramente para no tener que reconstruir todo el puente una vez que los franceses fueran derrotados, habían retirado los tablones de la pasarela, pero habían dejado en su sitio las dos enormes vigas. Además, al borde del pueblo, en el lado oriental, habían excavado trincheras desde las que podrían barrer el puente medio desmantelado con el fuego de sus mosquetes.

—Podría funcionar —gruñó Sharpe.

—¿Y qué haría usted si fuese francés? —preguntó Hogan.

Sharpe observó el desfiladero y después volvió a mirar hacia el oeste. Podía ver la oscura serpiente que formaba el ejército francés al recorrer la carretera, pero más atrás aún no había señales de ningún perseguidor inglés.

—Esperar hasta el anochecer —dijo— y luego atacar cruzando las vigas. —Los ordenanças eran entusiastas, pero eran poco más que gentuza, mal armada y con apenas instrucción, y una tropa así podía caer con facilidad en un estado de pánico; y, lo que era aún peor, no había muchos ordenanças en Ponte Nova. Habrían sido más que suficientes si el puente estuviera destruido del todo, pero aquellas vigas gemelas eran una invitación para los franceses. Sharpe volvió a apuntar hacia el puente con el catalejo—. Esas vigas son lo bastante anchas como para caminar por encima —afirmó—. Atacarán por la noche con la esperanza de pillar dormidos a los defensores.

—Esperemos que la ordenança permanezca despierta —dijo Hogan. Se dejó caer de la mula—. Y lo que haremos nosotros será esperar.

—¿Esperar?

—Si los detenemos aquí —explicó Hogan—, es un lugar tan bueno como cualquier otro para buscar al señor Christopher. Y si consiguen cruzar… —Se encogió de hombros.

—Debería bajar allí —dijo Sharpe— y decirles que se deshagan de esas vigas.

—¿Y cómo lo van a lograr? —inquirió Hogan—. ¿Con los dragones disparándoles desde la otra orilla? —Los dragones habían desmontado y se diseminaban por la orilla oeste, y Hogan pudo verlas nubecillas blancas del humo de sus carabinas—. Es demasiado tarde para ayudar, Richard, demasiado tarde. Quédese usted aquí.

Levantaron un tosco campamento entre las peñas. La noche cayó deprisa porque había vuelto a llover y las nubes ocultaron la puesta de sol. Sharpe dejó que sus hombres encendieran fuegos para poder hacer té. Los franceses verían los fuegos, pero no importaba, porque cuando la oscuridad envolvió las colinas miles de llamas se encendieron en lo alto de las colinas. Los partisanos se estaban reuniendo, llegaban de todas partes del norte de Portugal para ayudar a destruir al ejército francés.

Un ejército aterido, mojado, hambriento, con los huesos rotos del cansancio y acorralado.

Al mayor Dulong aún le dolía su derrota en Vila Real de Zedes. La magulladura de su rostro había desaparecido, pero el recuerdo de aquella expulsión le dolía. En ocasiones pensaba en el fusilero que le había dado una paliza y deseaba que aquel hombre estuviese en la 31.ª Léger. Deseaba también que la 31.ª Léger estuviese armada con rifles, pero eso era como desear la luna, porque el Emperador no querría ni oír hablar de rifles. Demasiado complejo, demasiado lento, es una arma para mujeres había dicho. Vive le fusil! Ahora, ante el viejo puente llamado Ponte Nova, donde la retirada francesa había sido bloqueada, el mariscal Soult había llamado a Dulong porque le habían dicho que era el mejor soldado y el más valiente de todo su ejército. Y lo parecía, pensó el mariscal, con aquel uniforme raído y el rostro lleno de cicatrices. El mayor se había quitado el brillante penacho de plumas del chacó, lo había envuelto en hule y lo había atado a la vaina de su sable. Había albergado la esperanza de llevar aquel penacho cuando su regimiento marchara a Lisboa, pero parecía que no iba a ser posible. No esta primavera, en cualquier caso.

Soult subió con Dulong a una loma; desde allí podían ver el puente con sus dos vigas, y ver y oír a la burlona ordenança más allá.

—No son muchos, ¿no? —comentó Soult—. ¿Unos trescientos?

—Más —gruñó Dulong.

—¿Y cómo va a librarse de ellos?

Dulong miraba el puente con un catalejo. Las dos vigas tenían cerca de un metro de ancho, más que suficiente, aunque sin duda la lluvia las volvería resbaladizas. Al levantar la lente vio que los portugueses habían cavado trincheras desde las que podrían disparar directamente a lo largo de las vigas. Pero iba a ser una noche oscura, pensó, con la luna oculta tras las nubes.

—Yo tomaría un centenar de voluntarios —dijo—, cincuenta para cada viga, y cruzaría a medianoche. —La lluvia arreciaba y el anochecer era frío. Dulong sabía que los mosquetes portugueses estarían empapados y los hombres que los sujetaban helados hasta los huesos—. Cien hombres —le prometió al mariscal— y el puente es suyo.

Soult asintió.

—Si triunfa usted, mayor —dijo—, envíeme un mensaje. Pero, si fracasa, no quiero oírlo. —Se dio la vuelta y se alejó.

Dulong regresó con la 31.ª Léger y pidió voluntarios. No le sorprendió que todo el regimiento diera un paso al frente, así que escogió a una docena de buenos sargentos y dejó que ellos eligieran a los demás, advirtiéndoles que sería una lucha sucia, fría y mojada.

—Usaremos la bayoneta —dijo—, porque con este tiempo los mosquetes no dispararán, y aunque lo lograrais, tras hacer el primer disparo, no tendríais tiempo de recargar. —Pensó en recordarles que le debían una demostración de coraje después de haberse negado a avanzar bajo el fuego de rifles en la colina de la atalaya de Vila Real de Zedes, pero decidió que de todas formas ellos ya lo sabían, así que se mordió la lengua.

Los franceses no encendieron fuegos. Protestaron, pero el mariscal Soult insistió. Al otro lado del río, los ordenanças creían que estaban a salvo, así que encendieron una hoguera en una de las casas que quedaban por encima del puente, donde sus comandantes podían mantenerse calientes. La casita tenía un ventanuco y a través de su cristal sin postigos escapaba suficiente luz de las llamas como para reflejarse en las húmedas vigas tendidas sobre el río. Los débiles reflejos titilaban bajo la lluvia, pero servirían como guía a los voluntarios de Dulong.

Salieron a medianoche. Formaron en dos columnas de cincuenta hombres cada una y Dulong les dijo que debían cruzar el puente corriendo. Él condujo la columna de la derecha, sable en mano. Lo único que se oía eran el río susurrando debajo, el viento silbando entre las rocas y el sonido de sus pasos; se oyó un breve grito cuando un hombre resbaló y cayó al Cavado. Después Dulong subió por la pendiente y se encontró con que la primera trinchera estaba vacía, así que supuso que la ordenança se había refugiado en los pequeños cobertizos que había justo detrás de la segunda trinchera. Aquellos estúpidos ni siquiera habían dejado un Centinela junto al puente. Hasta un perro les habría servido de aviso en caso de un ataque francés, pero tanto los hombres como los perros estaban resguardándose del mal tiempo.

—¡Sargento! —susurró el mayor—. ¡A las casas! ¡Vacíenlas!

Los portugueses aún estaban dormidos cuando llegaron los franceses. Entraron con sus bayonetas y no mostraron piedad ninguna. Las dos primeras casas cayeron enseguida y sus ocupantes murieron poco antes de despertarse, pero sus gritos alertaron al resto de ordenanças, que salieron corriendo a la oscuridad para encontrarse con la infantería mejor entrenada del ejército francés. Las bayonetas hicieron su trabajo y los gritos de las víctimas completaron la victoria, porque los supervivientes, confusos y aterrorizados por los horribles sonidos de la oscura noche, huyeron. Un cuarto de hora después de medianoche, Dulong se calentaba junto al fuego que había iluminado su camino hacia la victoria.

El mariscal Soult descolgó la medalla de la Legión de Honor de su propio gabán y la prendió en la solapa de la deshilachada casaca del mayor Dulong. Después, con lágrimas en los ojos, el mariscal besó al mayor en ambas mejillas. Porque el milagro había ocurrido y el primer puente pertenecía a los franceses.

Kate se echó por encima una húmeda manta estribera, se quedó de pie junto a su fatigado caballo y observó aburrida cómo la infantería francesa cortaba unos pinos, los limpiaba de ramas y luego se llevaba los troncos limpios hacia el puente; también sacaban madera de las casas. Los troncos eran lo suficientemente largos para reconstruir la pasarela del puente, aunque se necesitaba tiempo, pues había que atar juntos los toscos maderos para que soldados, caballos y mulas pudiesen cruzar con seguridad. Los soldados que no estaban trabajando se acurrucaban juntos para protegerse de la lluvia y el viento. De repente parecía que era invierno. Se oyeron tiros de mosquete a lo lejos y Kate supo que los campesinos llegaban para disparar contra sus odiados invasores.

Una cantinière, una de las rudas mujeres que vendían a los soldados café, agujas, hilo y decenas de otros pequeños quitapesares, se apiadó de Kate y le llevó una taza de latón llena de café tibio con unas gotas de brandy.

—Si tardan mucho más —dijo, señalando a los soldados que reconstruían la pasarela del puente—, acabaremos todas boca arriba con un dragón inglés encima. ¡Al menos sacaremos algo de esta campaña! —Rió y volvió junto a sus dos mulas, que iban cargadas con sus utensilios. Kate se bebió el café. Nunca había sentido tanto frío, tanta humedad ni tanta miseria. Y sabía que la única culpable era ella misma.

Williamson miró el café y Kate, incómoda por su mirada, se colocó al otro lado de su caballo. No le gustaba Williamson, le desagradaba la expresión hambrienta de sus ojos y temía la amenaza del desnudo deseo que él sentía por ella. ¿Es que todos los hombres eran unos animales? Christopher, pese a toda su elegante caballerosidad durante el día, se complacía causándole dolor por la noche; Kate recordó el único y suave beso que le había dado Sharpe y sintió que las lágrimas inundaban sus ojos. Y el teniente Vicente, pensó, era un hombre discreto. A Christopher le gustaba decir que en el mundo había dos bandos, al igual que en un tablero de ajedrez había piezas negras y piezas blancas, y Kate sabía que había elegido el bando equivocado. Peor aún, no sabía cómo iba a encontrar el camino de regreso al bando correcto.

Christopher avanzó a grandes zancadas alejándose de la atascada columna.

—¿Es eso café? —Le arrebató la taza de las manos, la vació de un trago y la tiró—. Un par de minutos más, querida —dijo—, y nos pondremos en camino. Otro puente más después de éste y entonces cruzaremos las colinas y entraremos en España. Volverás a tener una cama como Dios manda, ¿eh? Y un baño. ¿Cómo te encuentras?

—Tengo frío.

—Resulta difícil creer que estamos en mayo, ¿eh? Esto es peor que Inglaterra. Pero ¿no dicen que la lluvia es buena para el cutis? Te pondrás más guapa que nunca, mi amor. —Se calló al oír mosquetes hacia el oeste. El ruido resonó con fuerza durante unos pocos segundos, levantando eco entre las empinadas paredes del desfiladero, y después se apagó—. Están espantando a los bandidos —explicó—. Es demasiado pronto para que nos alcancen nuestros perseguidores.

—Rezo por que lo hagan —dijo Kate.

—No seas ridícula, querida. Además, tenemos una brigada de buena infantería y un par de regimientos de caballería en la retaguardia.

—¿Tenemos? —preguntó Kate indignada—. ¡Yo soy inglesa!

Christopher le dedicó una sufrida sonrisa.

—Igual que yo, querida, pero lo que queremos por encima de todo es la paz. ¡La paz! Y puede que esta retirada sea justo lo que necesitan los franceses para abandonar Portugal. Es eso por lo que estoy trabajando. Por la paz.

Había una pistola enfundada en la silla de montar de Christopher, justo detrás de Kate; sintió la tentación de sacar el arma, apuntarla a su vientre y apretar el gatillo, pero nunca había disparado un arma de fuego y tampoco sabía si aquella pistola de cañón largo estaba cargada, y además, ¿qué sería de ella si Christopher no estuviera allí? Williamson se abalanzaría sobre ella, pensó, y por alguna razón se acordó de la carta que había conseguido dejar para el teniente Sharpe, colocándola en la repisa de la chimenea de Casa Hermosa sin que Christopher la viera hacerlo. Ahora pensaba que era una carta estúpida. ¿Qué estaba intentando decirle a Sharpe? ¿Y por qué a él? ¿Qué esperaba que él hiciera?

Levantó la vista hacia la lejana colina. Había hombres en la alta línea de la cima. Christopher se giró para ver adónde miraba ella.

—Más basura de ésa —dijo.

—Patriotas —insistió Kate.

—Paletos con mosquetes oxidados —replicó Christopher mordaz—, que torturan a sus prisioneros y no tienen ni la más mínima idea de qué principios están en juego en esta guerra. Son las fuerzas de la vieja Europa —insistió—, supersticiosas e ignorantes. Enemigos del progreso. —Hizo una mueca y después desabrochó una de sus alforjas para asegurarse de que la casaca roja con pechera negra de su uniforme seguía dentro. Si los franceses se veían obligados a rendirse, aquella casaca era su pasaporte. Llegaría a las montañas y, si los partisanos lo abordaban, los persuadiría de que era un inglés que escapaba de los franceses.

—Nos movemos, señor —dijo Williamson—. El puente está listo, señor. —Saludó a Christopher llevándose la mano a la frente y después volvió su rostro lascivo hacia Kate—. ¿La ayudo a montar, señora?

—Puedo arreglármelas sola —dijo Kate fríamente. Tuvo que soltar la húmeda manta para subir a la silla, y supo que tanto Christopher como Williamson estaban mirándole las piernas, cubiertas por sus ceñidos calzones de húsar.

Llegaron vítores desde el puente cuando los primeros hombres de la caballería cruzaron con sus caballos por la precaria pasarela. El sonido hizo que la infantería se pusiera en pie, recogiera mosquetes y fardos, y arrastrara los pies hacia el improvisado puente.

—Un puente más —aseguró Christopher a Kate—, y estaremos a salvo.

Sólo un puente más. El Saltador.

Y por encima de ellos, en lo alto de las montañas, Richard Sharpe ya estaba en marcha hacia allí. Hacia el último puente de Portugal. El Saltador.




CAPÍTULO 11

Justo al amanecer, Sharpe y Hogan comprobaron que sus temores se habían confirmado. Varios centenares de soldados franceses habían cruzado Ponte Nova, la ordenança ya no era más que un montón de muertos en un pueblo saqueado y enérgicas cuadrillas de trabajo estaban reconstruyendo la pasarela que salvaba las blancas aguas del Cavado. Disparos esporádicos de mosquete resonaban en el largo y ventoso desfiladero: los campesinos portugueses, atraídos por el asediado ejército como los cuervos por la carne, disparaban a larga distancia. Sharpe vio a un centenar de voltigeurs subiendo en formación abierta por una colina para expulsar a una banda de valientes que se habían atrevido a acercarse a unos doscientos pasos de la inmovilizada columna. Hubo ráfagas de disparos, la avanzadilla de franceses peinó la colina y después regresaron a la atestada carretera. No había ninguna señal de ninguna persecución por parte de los ingleses, pero Hogan supuso que el ejército de Wellesley estaba aún a un día de marcha por detrás de los franceses.

—No habrá seguido directamente a los franceses —explicó—, no cruzará la Serra de Santa Catalina como hicieron ellos. En cuanto a nosotros… —Bajó la mirada al puente recién tomado—. Mejor que nos demos prisa en llegar a El Saltador —dijo con gravedad—, porque es nuestra última oportunidad.

A Sharpe le parecía que no les quedaba ninguna oportunidad. Más de veinte mil fugitivos franceses oscurecían el valle que quedaba a sus pies y Christopher estaba perdido en alguna parte de aquella masa. ¿Cómo iba Sharpe a encontrar a aquel renegado? No lo sabía. Pero se puso su raído gabán, cogió su rifle y siguió a Hogan, a quien veía igual de pesimista. En cambio, Harper se mostraba extrañamente animado, a pesar incluso de que debían vadear un afluente del Cavado cuyo caudal les llegaba a la cintura, que corría entre las empinadas paredes de un profundo desfiladero y desembocaba en el río más grande. La mula de Hogan se resistía a entrar en las raudas y frías aguas y el capitán propuso abandonarla, pero entonces Jabalí golpeó con fuerza el hocico de la bestia y, mientras ésta aún parpadeaba, tiró de ella y la obligó a cruzar el ancho caudal. Los fusileros aplaudieron aquella demostración de fuerza, mientras que la mula, ya a salvo en la orilla opuesta, intentó morder con sus dientes amarillos al cabrero, que simplemente le dio otro golpe.

—Un tipo práctico —dijo Harper en tono de aprobación. El gran sargento irlandés estaba empapado hasta los huesos y tan cansado como cualquiera de los hombres, pero parecía disfrutar de las penurias—. No es peor que volver a casa en manada —afirmó mientras avanzaban con dificultad—. Recuerdo que una vez mi tío tuvo un rebaño de corderos, carne de primera en su mayoría; lo estaba llevando a pie hasta Belfast, y ¡la mitad de aquellos bichos salieron corriendo como cabrones cuando aún no habíamos llegado a Letterkenny! Jesús, todo aquel dinero tirado a la letrina.

—¿Los reunieron otra vez? —preguntó Perkins.

—¿Bromea, muchacho? Me pasé media noche buscando y lo único que conseguí fue que el cabrón de mi tío me diera un tirón de orejas. Fíjese, la culpa era suya, que antes nunca había sido pastor más que con algún conejo y no distinguía la cabeza de una oveja de la cola, pero le habían dicho que en Belfast pagaban bien el cordero, así que le robó el rebaño a un tacaño de Colcarney y salió a hacerse con una fortuna.

—¿Hay lobos en Irlanda? —quiso saber Vicente.

—Sí, con casacas rojas —dijo Harper, y vio el ceño fruncido de Sharpe—. El que ahora es mi abuelo —continuó enseguida— decía haber visto unos cuantos en Derrynagrial. Eran grandes, decía, y con los ojos rojos y los dientes como lápidas, y le contó a mi abuela que le habían perseguido todo el camino desde el puente de Glenleheel, pero era un borracho. Jesús, le rezumaba la bebida por los poros.

Jabalí quiso saber de qué estaban hablando, y enseguida se puso a contar sus propias historias sobre los lobos que atacaban a sus ovejas y sobre cómo se había enfrentado a uno armado sólo con palo y una piedra afilada. Después explicó que había criado un lobezno y que el sacerdote del pueblo había insistido en matarlo porque decía que el demonio vivía dentro de los lobos, y el sargento Macedo dijo que eso era cierto y contó que en Almeida un centinela había sido devorado por lobos una fría noche de invierno.

—¿Hay lobos en Inglaterra? —le preguntó Vicente a Sharpe.

—Sólo los abogados.

—¡Richard! —le reprendió Hogan.

Ahora se dirigían hacia el norte. La carretera de Ponte Nova a la frontera española que seguirían los franceses serpenteaba entre las colinas hasta desembocar en otro afluente del Cavado, el Misarella, y el puente de El Saltador cruzaba el tramo superior de ese río. Sharpe hubiera preferido bajar a la carretera y marchar delante de los franceses, pero Hogan no quiso ni oír hablar de eso. El enemigo, dijo, enviaría a sus dragones a la otra orilla del Cavado en cuanto el puente estuviese reparado y la carretera no era lugar para ser sorprendido por jinetes, así que se mantuvieron en terreno elevado, que cada vez se volvía más abrupto, rocoso y difícil. Su avance era penosamente lento, porque se veían obligados a hacer grandes desvíos cuando los precipicios y las laderas pedregosas les cortaban el camino, y por cada kilómetro que avanzaban tenían que caminar tres. Sharpe sabía que ahora los franceses estaban caminando valle arriba y ganando velocidad, pues jalonaban su avance desperdigados tiros de mosquete hechos desde las montañas cercanas al desfiladero del Misarella. Aquellos disparos, hechos a demasiada distancia por hombres a los que movía el odio, sonaron cada vez más cerca, hasta que, a media mañana, tuvieron a los franceses a la vista.

A la cabeza iban unos cien dragones, pero detrás de ellos, no muy lejos, estaba la infantería, y aquellos hombres no eran una multitud asustada, sino que marchaban en buen orden. En cuanto los vio, Jabalí empezó a farfullar incoherencias, agarró de su saco un puñado de pólvora, del que derramó la mitad mientras intentaba verterlo en el cañón de su mosquete. Metió una bala, atacó su mosquete y disparó hacia el valle. No parecía que hubiese acertado a ningún enemigo, pero avanzó un poco lleno de alegría y después volvió a cargar el mosquete.

—Tenía usted razón, Richard —dijo Hogan con pesar—: deberíamos haber seguido por la carretera. —Ahora los franceses estaban adelantándolos.

—La razón la tenía usted, señor —dijo Sharpe—. Habríamos tenido a tipos como éste —movió la cabeza para señalar a Jabalí— disparándonos toda la mañana.

—Puede ser —admitió Hogan. Se acomodó sobre el lomo de la mula y bajó de nuevo la vista hacia los franceses—. Recemos porque hayan volado El Saltador —dijo, pero no parecía esperanzado.

Tenían que descender por una depresión de las montañas y volver a subir a otra cima redondeada y sembrada de inmensos cantos rodados. Perdieron de vista las rápidas aguas del Misarella y a los franceses que estaban en la carretera junto a aquél, pero todavía podían oír las ocasionales descargas de mosquete que indicaban que los partisanos disparaban hacia el valle.

—Quiera Dios que los portugueses hayan llegado al puente —dijo Hogan por enésima vez desde el alba. Si todo hubiera ido bien, las fuerzas portuguesas estarían avanzando hacia el norte en paralelo con el ejército de sir Arthur Wellesley, que habría bloqueado a los franceses en Ruivaens, cortando así la última carretera hacia el este en dirección a España, para enviar después una brigada por las colinas que taponara la ruta de huida final en El Saltador. Si todo hubiera ido bien, ahora los portugueses estarían obstruyendo la carretera de montaña con cañones e infantería, pero el mal tiempo había entorpecido su marcha igual que había ralentizado la persecución de Wellesley, y los únicos hombres que esperaban al mariscal Soult en El Saltador eran más ordenanças.

Había allí un millar de ellos, mal entrenados y peor armados, pero un comandante inglés del ejército portugués se había adelantado para avisarles. Su principal recomendación había sido la de destruir el puente, pero muchos de los ordenanças provenían de las ásperas montañas fronterizas y el inestable arco que cruzaba el Misarella era la espina dorsal de su comercio, así que se negaron a seguir el consejo del comandante Warren. En lugar de destruir el puente, acordaron derribar los pretiles y estrechar la calzada rompiendo las piedras laterales con grandes mazos, pero insistieron en mantener una delgada franja de piedra para salvar el profundo precipicio; y para defender aquel angosto arco, levantaron una barricada en el lado norte del puente amontonando arbustos de espino, y detrás de aquel formidable obstáculo, formaron a ambos lados unos terraplenes en los que podrían refugiarse mientras disparaban a los franceses con sus antiguos mosquetes y sus armas de caza. No contaban con artillería.

La parte del puente que se mantuvo intacta tenía el ancho justo para que el carro de un granjero cruzara el barranco del río. Eso implicaba que, una vez que los franceses se hubieran ido, podría reanudarse el comercio del valle mientras se reconstruían la calzada y los pretiles. Pero para los franceses, aquella estrecha franja de calzada sólo significaría una cosa: seguridad.

Hogan fue el primero en ver que el puente no estaba destruido del todo. Saltó de la mula y maldijo brutalmente, después le tendió a Sharpe su catalejo y Sharpe lo dirigió hacia los restos del puente. El humo de los mosquetes ya se elevaba desde ambas orillas: los dragones de la vanguardia francesa disparaban por encima de la garganta y los ordenanças devolvían los disparos desde sus reductos improvisados.

—Van a cruzar —dijo Hogan apesadumbrado—. Perderán muchísimos hombres, pero despejarán ese puente.

Sharpe no contestó. Hogan tenía razón, pensó. En ese momento los franceses no estaban esforzándose por tomar el puente, pero sin duda estaban reuniendo un grupo de asalto, y eso quería decir que tendría que encontrar un lugar desde el que sus fusileros pudiesen disparar a Christopher cuando éste cruzara el angosto arco de piedra. A ese lado del río no había ningún sitio, pero en la orilla opuesta del Misarella había un alto precipicio de piedra donde se habían apostado unos cien ordenanças. El precipicio debía de estar a menos de doscientos pasos del puente; era demasiada distancia para los mosquetes portugueses, pero sería una posición aventajada para sus rifles, y si Christopher llegaba a la mitad del puente, sería recibido con una docena de balas.

El problema estaba en llegar al precipicio. No quedaba demasiado lejos, quizás a un kilómetro de distancia, pero entre Sharpe y aquella tentadora elevación estaba el Misarella.

—Tenemos que cruzar ese río —dijo Sharpe.

—¿Y cuánto tardaremos? —preguntó Hogan.

—Lo que haga falta —dijo Sharpe—. No tenemos elección.

El fuego de mosquetes aumentó su intensidad, crepitando como un espino en llamas y desvaneciéndose después para de nuevo volver a la vida entre estallidos. Los dragones iban llenando la orilla sur para ahogar a los defensores con sus disparos, pero Sharpe no podía hacer nada para ayudar.

Así que, de momento, se alejó.

En el valle del Cavado, a unos veinte kilómetros de la avanzadilla que se enfrentaba a la ordenança sobre la garganta del Misarella, las primeras tropas inglesas se encontraron con la retaguardia de Soult, que protegía a los hombres y mujeres que aún estaban cruzando Ponte Nova. Las tropas inglesas eran dragones ligeros, y poco más podían hacer aparte de intercambiar fuego de carabina con las tropas francesas que se habían desplegado a ambos lados de la carretera para cubrir el valle entre el río y los barrancos del sur. Sin embargo, no muy por detrás de los dragones, marchaba la Brigada de Guardias, y tras ellos había un par de cañones de tres libras, armas que disparaban unos proyectiles tan ligeros que eran tenidos por juguetes, pero aquel día, cuando nadie más podía desplegar su artillería, aquellos dos juguetes valían su peso en oro.

La retaguardia francesa esperaba, mientras, veinte kilómetros por delante, la vanguardia se preparaba para atacar El Saltador. Dos batallones de infantería asaltarían el puente, pero estaba claro que acabarían convertidos en picadillo si no acababan con la densa barrera de espinos del extremo más alejado del puente. La barricada tenía un metro y medio de alto y la misma anchura, y estaba hecha con dos docenas de arbustos espinosos que habían sido atados y reforzados con troncos, lo que los convertía en un formidable obstáculo, así que se propuso la formación de un destacamento de asalto. El destacamento de asalto era una compañía de hombres destinada a morir, pero que al hacerlo despejarían el camino a sus camaradas. Lo normal era que estas bandas suicidas se desplegaran contra brechas fuertemente protegidas en las fortalezas enemigas, pero ésta debía cruzar los estrechos restos de un puente y morir bajo el azote del fuego de los mosquetes para, mientras morían, despejar la barricada de espinos.

El mayor Dulong de la 31.ª Léger, con la nueva medalla de la Legión de Honor brillando en su pecho, se presentó voluntario para dirigir el destacamento de asalto. Esta vez no podría aprovechar la oscuridad, y el enemigo era, con diferencia, mucho más numeroso; sin embargo, su duro semblante no revelaba temor mientras se ponía un par de guantes y se enroscaba las cuerdas de su sable alrededor de la muñeca para no perder el arma en el caos que preveía cuando empujaran a un lado aquellos espinos. El general Loison, que comandaba la vanguardia francesa, ordenó que todos los hombres disponibles en esa orilla del río sofocaran a la ordenança con fuego de mosquetes, carabinas e incluso pistolas; cuando el ruido alcanzó una intensidad ensordecedora, Dulong levantó su sable y lo esgrimió hacia delante como señal de avance.

La compañía de asalto de su propio regimiento corrió a través del puente. Por el angosto paso de piedra sólo había espacio para que marchara una columna de tres en fondo, y Dulong estaba en la primera fila. Los ordenanças bramaban sus desafíos y dispararon una andanada de tiros desde el terraplén más cercano. Dulong fue alcanzado en el pecho, oyó que la bala golpeaba su nueva medalla y después el inconfundible chasquido de una costilla al romperse, y dedujo que la bala debía de estar en el pulmón, pero no sintió dolor. Intentó gritar, pero no tenía fuerza suficiente; sin embargo, empezó a arrastrar los espinos con sus manos enguantadas. Llegaron más hombres, apiñándose en la delgada calzada del puente. Uno resbaló y cayó dando alaridos al blanco tumulto del Misarella. Aunque las balas hacían mella en el destacamento de asalto y el aire no era más que humo y ruido de disparos y silbidos de balas, Dulong consiguió arrojar toda una sección de la barricada al río y quedó un espacio suficiente para dejar pasar a un hombre y lo bastante grande como para salvar a un ejército acorralado, así que lo atravesó tambaleándose, alzando el sable y escupiendo burbujas de sangre mientras respiraba trabajosamente. Un grito impresionante se oyó detrás de él cuando el primero de los batallones de apoyo corrió hacia el puente con las bayonetas caladas. Los hombres de Dulong que habían sobrevivido acabaron de apartar los restos de la espinosa barricada, una docena de voltigeurs muertos fueron arrojados de la calzada a patadas y sin ceremonias a la profunda garganta. De pronto El Saltador hervía de tropas francesas. Al llegar lanzaban su grito de guerra; los ordenanças, muchos de los cuales aún estaban recargando tras haber intentado detener el destacamento de asalto de Dulong, huían. Cientos de hombres corrían hacia el oeste, subiendo por las colinas para escapar de las bayonetas. Dulong se detuvo junto al terraplén abandonado más cercano y allí se desplomó, con el sable colgando de los cordones atados a la muñeca y un largo reguero de sangre mezclada con saliva goteándole de la boca. Cerró los ojos e intentó rezar.

—¡Una camilla! —gritó un sargento—. Preparen una camilla. ¡Busquen a un médico!

Dos batallones franceses expulsaban a la ordenança del puente. Unos cuantos portugueses permanecían aún sobre un alto precipicio de piedra a la izquierda de la carretera, pero estaban demasiado lejos como para que el fuego de sus mosquetes fuese algo más que una molestia, así que los franceses dejaron que se quedaran allí y vieran cómo escapaba un ejército.

Porque el mayor Dulong había abierto a la fuerza el último resorte de la trampa y ahora la carretera hacia el norte estaba despejada.

En lo alto del áspero terreno al sur del Misarella, Sharpe oyó las furiosas descargas de mosquete y supo que los franceses estarían asaltando el puente, así que rezó porque los ordenanças los contuvieran, aunque sabía que iban a fracasar. Eran soldados aficionados, mientras que los franceses eran profesionales; incluso si muriesen sus hombres, los franceses cruzarían el Misarella y, una vez que las primeras tropas lo hubiesen conseguido, seguramente el resto de su ejército las seguiría.

Así que tenía poco tiempo para cruzar el río que se revolvía blanco en su honda garganta rocosa. Sharpe tuvo que recorrer más de un kilómetro corriente arriba antes de encontrar un lugar donde podrían sortear las empinadas pendientes y el caudal crecido por las lluvias. Habría que abandonar la mula, pues la garganta era tan escarpada que ni siquiera Jabalí podría obligar a la bestia a bajar la pared de la garganta y cruzar el rápido caudal. Sharpe ordenó a sus hombres que soltaran las correas de sus rifles y mosquetes y que los engancharan o los ataran para formar una cuerda larga. Jabalí, sin hacer uso de semejante ayuda, cruzó el río y empezó a subir por el otro lado, pero Sharpe temía que alguno de sus hombres se rompiera una pierna en aquellas colinas, lo que significaría perderlo, así que fue más despacio. Los hombres bajaron con cuidado, usando la cuerda como asidero, y después se pasaron las armas. El río apenas tenía una decena de pasos de anchura, pero era profundo, y su agua fría tiraba con fuerza de las piernas de Sharpe, que encabezaba el avance. Las rocas del fondo eran resbaladizas e inestables. Tongue tropezó y fue arrastrado unos metros corriente abajo antes de que pudiera reptar hasta la orilla.

—Lo siento, señor —consiguió decir mientras le castañeaban los dientes. El agua caía a chorro de su cartuchera. Tardaron cerca de cuarenta minutos en cruzar todos la garganta y subir por el otro lado, donde, desde el pico de una roca, Sharpe podía divisar las nubladas colinas de España.

Giraron hacia el este, en dirección al puente, justo cuando empezaba a llover otra vez. Durante toda la mañana les habían rondado oscuros aguaceros, pero ahora uno empezó a descargar justo encima de ellos y muy pronto el estallido de un trueno rugió en el cielo. Frente a ellos, lejos, hacia el sur, un retazo de luz del sol iluminaba las pálidas colinas, pero sobre Sharpe el cielo se oscurecía y la lluvia arreciaba, y él sabía que tendrían dificultades para disparar los rifles con tan abundante aguacero. No dijo nada. Todos tenían frío y estaban desanimados, los franceses escapaban y Christopher podía estar ya cruzando el Misarella de camino a España.

A su izquierda, la descuidada carretera remontaba en zigzag las últimas colinas portuguesas, y pudieron ver a dragones y soldados de infantería avanzando trabajosamente por los tortuosos recodos del camino, pero aquellos hombres estaban a un kilómetro de distancia y tenían el precipicio rocoso justo delante. Jabalí ya estaba en la cima y advirtió a los ordenanças que quedaban esperando entre helechos y peñas que los hombres uniformados que se acercaban eran amigos. Los portugueses, cuyos mosquetes eran inservibles bajo la fuerte lluvia, se veían limitados a lanzar piedras, que caían rebotando por la cara este del precipicio y no eran más que una molestia menor para la corriente de franceses que cruzaba el Misarella por aquella delgada cinta.

Sharpe apartó con un gruñido al ordenança que quería darle la bienvenida y se tiró boca abajo al borde del precipicio. La lluvia golpeaba las piedras, corría por la pared de roca y tamborileaba en su chacó. El estrépito de un trueno sonó sobre sus cabezas y otro le devolvió el eco desde el suroeste; en el segundo estallido, Sharpe reconoció el ruido de unos cañones. Eran cañonazos y eso significaba que el ejército de sir Arthur Wellesley se había encontrado con los franceses y su artillería había abierto fuego, pero aquel combate estaba a kilómetros de distancia, más allá de Ponte Nova, y aquí, en el obstáculo final, los franceses estaban escapando.

Hogan, jadeante por el esfuerzo de subir el risco, se dejó caer junto a Sharpe. Estaban tan cerca del puente que podían distinguirse los bigotes en los rostros de los soldados de infantería franceses y hasta las rayas del estampado negro y marrón de la larga falda de una mujer. Caminaba junto a su hombre, que cargaba con un mosquete y un niño, y llevaba un perro atado al cinturón con un trozo de cuerda. Detrás de ellos un oficial tiraba de un caballo renqueante.

—¿Acaso eso que estoy oyendo son cañones? —preguntó Hogan.

—Sí, señor.

—Deben de ser los de tres libras —intuyó Hogan—. Aquí podríamos conseguirlo con un par de esos juguetes.

Pero no tenían ninguno. Sólo estaban Sharpe, Vicente y sus hombres. Y un ejército que escapaba.

En Ponte Nova los artilleros habían arrastrado sus dos cañones de juguete hasta la cima de un promontorio desde donde dominaban a toda la retaguardia francesa. Aquí no llovía. Caían ráfagas esporádicas de disparos desde la montaña, pero los mosquetes aún podían disparar, de modo que la Brigada de Guardias cargó sus armas, caló bayonetas y formó para avanzar en columnas por compañías.

Los cañones, los menospreciados cañones de tres libras, abrieron fuego contra los franceses y las pequeñas balas, poco más grandes que naranjas, atravesaban las apretadas filas y rebotaban en la roca para matar más franceses. La banda de guardias de Coldstream empezó a tocar «Rule Britannia» y las grandes banderas ondearon en el aire húmedo, mientras se disparaban más balas de tres libras y cada disparo dejaba en el aire largas salpicaduras de sangre como si un cuchillo enorme e invisible estuviese abriendo tajos en las filas francesas. Las dos compañías ligeras de guardias y una compañía del 60.º de casacas verdes, los Reales Fusileros Americanos, avanzaban entre un revoltijo de rocas y muros bajos de piedra sobre el flanco izquierdo de los franceses. Los mosquetes y los rifles Baker empezaron a cobrarse víctimas entre los oficiales y sargentos franceses. Unos soldados franceses, hombres de la afamada 4.ª Léger, regimiento escogido por Soult para proteger su retaguardia porque la 4.ª era conocida por su firmeza, se lanzaron a la carrera para rechazar a la infantería ligera inglesa, pero había demasiados rifles contra ellos. Nunca antes se habían enfrentado al fuego certero a tan corta distancia, y los voltigeurs acabaron retirándose.

—¡Adelante, Campbell, adelante! —ordenó sir Arthur Wellesley al comandante de brigada, así que el primer batallón de guardias de Coldstream y el primer batallón del 3.º de infantería marcharon hacia el puente. Sus altos chacós les hacían parecer enormes. Los tamborileros de la banda tocaban con todas sus fuerzas, los rifles disparaban y los dos cañones de tres libras retrocedían con sus cureñas al disparar. Los cañones abrieron dos surcos sangrientos a través de las largas hileras de franceses.

—Van a desmoronarse —dijo el coronel Waters. Llevaba todo el día sirviendo de guía a sir Arthur y ahora observaba a la retaguardia francesa por su catalejo. Podía ver que flaqueaban, que los sargentos recorrían las tropas para mantener a los hombres en las filas—. Van a desmoronarse, señor.

—Rece porque sea así —dijo sir Arthur—, rece. —Y se preguntó qué estaría sucediendo más allá, si la ruta de huida de los franceses habría sido bloqueada. Él ya tenía su victoria, pero ¿sería completa?

Los dos batallones de guardias, ambos con el doble de tamaño de un batallón ordinario, marchaban imperturbables y sus bayonetas eran dos mil manchas de luz en el valle oscurecido por las nubes, con sus banderas rojas, blancas, azules y doradas flameando sobre ellos. Enfrente, los franceses se venían abajo, los cañones volvían a disparar y una neblina de sangre se elevaba en dos largas hileras para mostrar dónde habían abierto sus surcos los cañonazos.

Y sir Arthur Wellesley ni siquiera miraba a los guardias. Miraba hacia arriba, a lo alto de las colinas, donde un gran aguacero negro emborronaba su perfil.

—Quiera Dios —dijo con fervor— que esa carretera esté cortada.

—Amén —dijo el coronel Waters—, amén.

La carretera no estaba cortada, dado que una colgante franja de piedra salvaba el Misarella y una fila de franceses, en apariencia interminable, cruzaba el arco para seguir su camino. Sharpe los observaba: caminaban como hombres derrotados, cansados y abatidos, y él veía en sus caras que se sentían molestos con los oficiales zapadores, que les hacían cruzar el puente a toda prisa. En abril, esos hombres eran los conquistadores del norte de Portugal y creían que estaban a un paso de marchar hacia el sur para tomar Lisboa. Habían expoliado todo el territorio al norte del Duero: habían saqueado casas e iglesias, violado a las mujeres y matado a los hombres, y se habían pavoneado como gallos en un estercolero; pero ahora que habían sido rechazados, derrotados y perseguidos, el distante sonido de los dos cañones les anunciaba que su calvario aún no había concluido. Por encima de ellos, sobre las cumbres rocosas de las colinas, podían ver docenas de hombres implacables que sólo esperaban a algún rezagado para afilar sus cuchillos y prender fuego. Todos los franceses del ejército habían oído historias sobre cadáveres horriblemente mutilados encontrados en las tierras altas.

Sharpe los estaba observando. De vez en cuando el arco del puente se despejaba para que un obstinado caballo cruzara a la fuerza el angosto paso. Los jinetes recibían órdenes apremiantes de desmontar y dos húsares se encargaban de vendarles los ojos a los caballos y de guiarlos por aquellas ruinas de piedra. La lluvia amainó y poco después volvió a arreciar. Oscurecía, anochecía de forma insólita por las nubes negras y las cortinas de lluvia. Un general, con el uniforme lastrado por la empapada pasamanería, cruzó el puente detrás de su cegado caballo. El agua bullía blanca por debajo de él, golpeando las rocas de la garganta, formando remolinos, descendiendo espumeante hacia el Cavado. El general se alejó rápidamente del puente y tuvo problemas para volver a montar su caballo. Unos ordenanças se burlaron de él y le lanzaron una andanada de piedras, pero los proyectiles simplemente rebotaron en las pendientes inferiores del precipicio y rodaron inofensivos hacia la carretera.

Hogan estaba observando con su catalejo a los franceses que se apelotonaban junto al puente; tenía que retirar el agua del aparato constantemente.

—¿Dónde está usted, señor Christopher? —preguntó con rencor.

—Quizás el muy cabrón esté más adelantado —dijo Harper inexpresivo—. Si yo fuera él, iría a la cabeza. Lo que él quiere es huir.

—Puede ser —reconoció Sharpe—, puede ser. —Pensó que probablemente Harper tenía razón y que Christopher podía estar ya en España con la vanguardia francesa, pero no había manera de averiguarlo.

—Vigilaremos hasta que caiga la noche, Richard —sugirió Hogan con una voz monocorde que no logró esconder su decepción.

Sharpe podía ver que en un kilómetro y medio la carretera estaba atestada, mientras hombres, mujeres, caballos y mulas avanzaban con dificultad hacia el cuello de botella de El Saltador. Cruzaron el puente dos camillas y la visión de los heridos provocó gritos de triunfo entre los ordenanças del precipicio. Otro hombre, éste con la pierna rota, caminaba renqueando con una muleta improvisada. Se moría de dolor, pero era mejor tener las manos llenas de ampollas y la pierna sangrando que quedarse atrás y ser capturado por los partisanos. Su muleta resbaló sobre las piedras del puente y él se desplomó pesadamente, provocando otra ráfaga de insultos entre la ordenança. Un soldado de infantería francés apuntó con su mosquete a los portugueses burlones, pero cuando apretó el gatillo la chispa cayó sobre pólvora mojada y no pasó nada, excepto que las burlas se intensificaron.

Y entonces Sharpe lo vio. Vio a Christopher. Mejor dicho, primero vio a Kate, reconoció el óvalo de su rostro, el contraste entre su pálida piel y su cabello negro azabache, su belleza, que destacaba incluso en el oscuro y húmedo infierno de aquel anochecer prematuro, y vio, para su sorpresa, que vestía un uniforme francés que le pareció extraño, aunque enseguida vio también a Christopher y a Williamson junto a su caballo. El coronel llevaba ropas de civil e intentaba abrirse camino a codazos, empujones y golpes a través de la muchedumbre para poder cruzar el puente y saberse así a salvo de sus perseguidores. Sharpe cogió el catalejo de Hogan, secó el agua de la lente y miró. Christopher, pensó, parecía mayor, casi viejo por algo gris que rodeaba su rostro. Movió la lente hacia la derecha y encontró el rostro huraño de Williamson; sintió una oleada de auténtica ira.

—¿Es que lo ha visto? —preguntó Hogan.

—Ahí está —dijo Sharpe, y bajó el catalejo. Sacó su rifle de la nueva funda de cuero. y apoyó el cañón sobre una roca del borde del precipicio.

—Es él, sí que lo es. —Harper había visto a Christopher.

—¿Dónde? —quiso saber Hogan.

—A unos veinte metros del puente, señor —dijo Harper—, junto al caballo. Y la que va montada en el caballo es la señorita Kate. Y, ¡Jesús! —Harper había visto a Williamson—. ¿No es ése…?

—Sí —dijo Sharpe cortante, y sintió la tentación de apuntar el rifle hacia el desertor en vez de hacia Christopher.

Hogan miraba por su catalejo.

—Una chica de buen ver —dijo.

—Hace que el corazón se le acelere a uno, es cierto —dijo Harper.

Sharpe mantenía tapado el percutor del rifle con la esperanza de mantener seca la pólvora, y ahora arrancó la tira de lienzo, amartilló el arma y apuntó a Christopher, pero justo en ese momento los cielos se estremecieron con un trueno y la lluvia, que ya caía con bastante fuerza, se recrudeció. Caía torrencial y Sharpe soltaba maldiciones. ¡Ahora ni siquiera veía a Christopher! Levantó el rifle y forzó la vista a través del aire borroso lleno de chorros plateados, un aguacero, un diluvio para hacer que un hombre construyera un arca. ¡Jesús! ¡No podía ver nada! Justo en ese momento un relámpago surcó el cielo, mientras la lluvia repiqueteaba como las pezuñas del diablo; Sharpe apuntó el cañón hacia los cielos y apretó el gatillo. Sabía lo que iba a suceder, y eso fue lo que sucedió. La chispa se apagó y el rifle quedó inservible, así que lo tiró, se puso en pie y desenvainó su espada.

—¿Qué demonios va a hacer usted? —preguntó Hogan.

—Voy a recuperar mi maldito catalejo —dijo Sharpe.

Y se fue hacia los franceses.

La 4.ª Léger, con fama de ser una de las mejores unidades de infantería del ejército de Soult, se dispersó, y con ella los dos regimientos de caballería. Los tres regimientos estaban bien desplegados, dominando un suave promontorio que se elevaba en diagonal a la carretera conforme ésta se aproximaba a Ponte Nova, pero la visión de la Brigada de Guardias, el azote constante de las balas de rifle y los inquietantes disparos de los dos cañones de tres libras habían acabado con la retaguardia francesa. Su misión había sido detener la persecución inglesa, retirarse después lentamente y destruir el puente reconstruido de Ponte Nova tras su marcha, pero en vez de ello salieron corriendo.

Dos mil hombres y mil cuatrocientos caballos convergían en la improvisada pasarela que cruzaba el Cavado. Ninguno intentaba luchar. Se daban la vuelta y huían, y la oscura masa que formaban era empujada contra la orilla del río por los guardias que venían detrás.

—¡Muevan los cañones! —Sir Arthur espoleó su caballo hacia los artilleros, cuyas armas habían chamuscado dos amplias franjas de hierba delante de los cañones—. ¡Muévanlos! —gritó—. ¡Muévanlos! ¡Apúntenlos hacia ellos! —Empezaba a llover con más fuerza, el cielo se oscurecía y los rayos caían sobre las colinas del norte.

Acercaron los cañones unos cien metros al puente y luego los subieron por la ladera norte del valle hasta una pequeña terraza desde la que podían hacer caer sus balas sobre la aglomeración de franceses. La lluvia siseaba y se convertía en vapor sobre los cañones mientras retumbaban los primeros cañonazos y la sangre se dispersaba en una neblina roja sobre la desordenada retaguardia. El caballo de un dragón relinchó, se encabritó y mató a un hombre golpeándolo con sus cascos. Más cañonazos encontraron su blanco. Unos cuantos franceses, de los que iban al final y sabían que nunca llegarían vivos al puente, tiraron los mosquetes y levantaron las manos. Los guardias abrieron sus filas para dejar que pasaran los prisioneros, cerraron filas y dispararon una descarga sobre los últimos de la multitud de franceses. Los fugitivos intentaban avanzar, se empujaban y se abrían camino hacia el puente a empellones y era tal la aglomeración sobre la calzada sin pretiles que hombres y caballos acababan cayendo al Cavado entre gritos. Los dos cañones seguían disparando; ahora lanzaban sus proyectiles sobre Ponte Nova, ensangrentando las vigas y los troncos cortados que eran la única vía de huida de la retaguardia. Los cañonazos hacían caer por los desprotegidos lados del puente a más hombres y caballos, tantos que se formó un dique de muertos y agonizantes bajo el puente. El apogeo de la invasión francesa de Portugal había ocurrido cuando en un puente de Oporto habían muerto ahogadas centenares de personas aterradas; ahora los franceses se encontraban sobre otro puente roto y los muertos del Duero estaban siendo vengados. Los cañones seguían castigando a los franceses; de vez en cuando un mosquete o un rifle disparaba a pesar de la lluvia; los ingleses eran un frente vengador dirigiéndose hacia el horror en que se había convertido Ponte Nova. Se rindieron más franceses. Algunos lloraban de vergüenza, tristeza, hambre y frío mientras retrocedían titubeantes. Un capitán de la 4.ª Léger bajó su espada, luego la alzó de nuevo, despechado, y rompió su fina hoja sobre su rodilla antes de dejarse capturar.

—¡Alto el fuego! —gritó un oficial de los de Coldstream.

Un caballo moribundo relinchaba. El humo de mosquetes y cañones se perdía en la lluvia y del lecho del río subían los lastimeros quejidos de los hombres y las bestias que se habían roto los huesos al caer desde la pasarela. El dique de muertos y agonizantes, de soldados y caballos, era tan alto que el caudal del Cavado crecía por detrás de ellos e iba adelgazándose al otro lado, aunque un hilo de agua ensangrentada escapaba de aquella presa humana. Un francés herido intentó subir arrastrándose desde el río y murió justo al alcanzar el borde superior de la orilla, donde los hombres de la banda de Coldstream reunían a sus enemigos heridos. Los médicos afilaban sus escalpelos en cinturones de cuero y tomaban tragos de brandy para entonarse. Los guardias sacaban las bayonetas de sus mosquetes y los artilleros descansaban junto a sus cañones de tres libras.

Pues la persecución había acabado y Soult había salido de Portugal.

Sharpe bajó a toda prisa la escarpada pared del precipicio, dando temerario saltos entre las rocas y rezando para no perder pie sobre la hierba empapada. La lluvia seguía cayendo a cántaros y los truenos ahogaban el lejano ruido de los cañones en Ponte Nova. Cada vez estaba más oscuro: el crepúsculo y la tormenta se mezclaban para arrojar una penumbra infernal sobre las agrestes colinas del norte de Portugal, si bien era la propia intensidad de la lluvia la que más contribuía a oscurecer el puente. Sin embargo, mientras Sharpe se acercaba al pie de la escarpadura, donde el suelo empezaba a nivelarse, vio que El Saltador de repente se había vaciado. Estaban cruzando un caballo sin jinete por el estrecho paso y la bestia contenía a los hombres que iban detrás; entonces Sharpe vio a un húsar llevando el caballo y a Christopher, Williamson y Kate justo detrás de la bestia ensillada. Un grupo de soldados de infantería se alejaba del puente cuando Sharpe apareció bajo la lluvia con su espada desenvainada. Los soldados se quedaron mirándolo, atónitos; uno hizo un amago de cortarle el paso, pero Sharpe le dijo en dos palabras lo que tenía que hacer y el hombre, a pesar de que no hablaba inglés, tuvo el buen sentido de obedecer.

Sharpe llegó a El Saltador y el húsar que tiraba del caballo se quedó mirándolo boquiabierto. Christopher lo vio y se dio la vuelta para escapar, pero había más hombres subiendo al puente y no había espacio para retroceder al otro lado.

—¡Mátenlo! —les gritó Christopher a Williamson y al húsar. El francés desenvainó obedientemente su sable, pero la espada de Sharpe silbó bajo la lluvia y la mano que blandía el sable quedó casi cortada por la muñeca; a continuación, Sharpe hundió su hoja en el pecho del húsar y se oyó un alarido mientras el soldado caía al Misarella. El caballo, aterrorizado por los relámpagos y por sus inciertos pasos sobre el puente, soltó un gran relincho y después pasó como una exhalación junto a Sharpe, a quien estuvo a punto de tirar de la calzada. Sus herraduras sacaron chispas de las piedras y luego se fue. Sharpe se encaró con Christopher y Williamson sobre el angosto pasaje de El Saltador.

Kate gritó al ver la larga espada.

—¡Suba a la colina! —le gritó Sharpe—. ¡Muévase, Kate, muévase! ¡Y usted, cabronazo, devuélvame mi catalejo!

Christopher estiró un brazo para retener a Kate, pero Williamson adelantó como un rayo al coronel y le agarró la mano, y Kate, al ver la salvación a sólo unos pasos, tuvo la sensatez de pasar corriendo por el lado de Sharpe. Williamson intentó atraparla, después vio que la espada de Sharpe se desviaba hacia él y consiguió detener el golpe con su mosquete francés. El choque de la espada y el arma de fuego hizo que Williamson retrocediera un paso y Sharpe avanzó hacia él gruñendo, esgrimiendo su espada como la lengua de una serpiente para obligar a Williamson a retroceder otro paso. Pero entonces Christopher volvió a empujar al desertor hacia delante.

—¡Mátelo! —le gritó a Williamson. El desertor hizo lo que pudo, usando su mosquete a modo de maza, pero Sharpe esquivó el salvaje golpe, luego se adelantó y su espada cortó la lluvia hasta alcanzar a Williamson en un costado de la cabeza, cortándole casi una oreja. Williamson vaciló. Su sombrero de cuero de ala ancha había frenado en parte el corte de la hoja, pero la simple fuerza del golpe hizo que Williamson se tambalease de lado hacia el borde destrozado de la calzada. Sharpe siguió atacando, con una arremetida esta vez, y la punta del filo rasgó la casaca verde del desertor, le acertó en una costilla y arrojó a Williamson por encima del borde; se oyó un grito. Ahora Christopher estaba solo con Sharpe en el punto más alto del arco de El Saltador.

Christopher miró fijamente a su enemigo de casaca verde. No podía creer lo que veía. Intentó hablar, porque las palabras siempre habían sido su mejor arma, pero descubrió que se había quedado mudo de asombro. Sharpe caminaba hacia él. En ese momento una oleada de franceses se acercaban por detrás del coronel, iban a empujarlo contra la espada de Sharpe. Christopher no tuvo el coraje de avanzar él solo, así que, ciego de desesperación, siguió a Williamson a la lluviosa oscuridad de la garganta del Misarella. Saltó.

Vicente, Harper y el sargento Macedo habían bajado la colina detrás de Sharpe y habían encontrado a Kate.

—¡Cuide de ella, señor! —le dijo Harper a Vicente y corrió con el sargento Macedo hacia el puente, justo a tiempo para ver a Sharpe saltando desde la calzada—. ¡Señor! —gritó Harper—. ¡Por los benditos clavos de Cristo! —maldijo—. ¡Maldito cabrón chalado!

Llevó a Macedo al otro lado de la carretera mientras una avalancha de hombres de la infantería francesa uniformados de azul cruzaban el puente en tropel; si a alguno de los franceses le pareció extraño que hubiese soldados enemigos a la orilla del Misarella, no lo dejaron traslucir. Sólo querían escapar, así que corrían hacia el norte, hacia España. Mientras tanto, Harper daba vueltas por la orilla y estudiaba con atención la garganta en busca de Sharpe. Podía ver caballos muertos entre las rocas, medio sumergidos en las espumosas aguas, así como los cuerpos descoyuntados de una docena de franceses que habían caído desde el punto más alto de El Saltador, pero del gabán oscuro de Christopher y la casaca verde de Sharpe no había ningún rastro.

Williamson cayó justo en la parte más profunda de la garganta; por suerte había aterrizado en una agitada poza del río lo bastante profunda como para frenar la caída y al salir disparado hacia delante acabó sobre el cadáver de un caballo que amortiguó más su movimiento. Christopher fue menos afortunado. Cayó cerca de Williamson, pero su pierna izquierda golpeó las rocas y su tobillo se convirtió de repente en una explosión de dolor; el agua del río estaba fría como el hielo. Se agarró a Williamson y miró a su alrededor desesperadamente, pero no vio señales de ningún perseguidor, así que dedujo que Sharpe no habría podido permanecer demasiado tiempo sobre el puente haciendo frente a la retirada francesa.

—Lléveme a la orilla —le dijo a Williamson—. Creo que me he roto el tobillo.

—Se pondrá bien, señor —dijo Williamson—. Estoy aquí, señor. —Pasó un brazo alrededor de la cintura del coronel y lo llevó hasta la orilla más próxima.

—¿Dónde está Kate? —preguntó Christopher.

—Huyó, señor, huyó, pero la encontraremos, señor. La encontraremos. Ya estamos, señor, podemos subir por aquí. —Williamson aupó a Christopher hasta las rocas cercanas al agua y buscó una manera sencilla de subir por aquel lado de la garganta. Pero vio a Sharpe y maldijo.

—¿Qué pasa? —Christopher sentía demasiado dolor como para darse cuenta de nada.

—Ese maldito cabrón tarado de mierda —dijo Williamson y desenvainó el sable que le había quitado a un oficial francés muerto en la carretera del seminario—. El maldito Sharpe —aclaró.

Sharpe había escapado de la avalancha de franceses que iba en su dirección saltando hacia el lado de la garganta donde unas jóvenes aulagas se aferraban a un saliente. Sus tallos se doblaron con su peso, pero aguantaron; él se las arregló para encontrar apoyo en la húmeda roca de debajo y después bajó de un salto hasta otra peña; allí sus pies habían resbalado y él se había deslizado por el lado redondeado de la roca hasta ir a parar al río. Pero la espada aún estaba en su mano y ante él estaba Williamson, y junto al desertor estaba Christopher, empapado y aterrorizado. La lluvia caía siseando sobre ellos cuando un relámpago iluminó desapaciblemente la oscura garganta.

—Mi catalejo —le dijo Sharpe a Christopher.

—Por supuesto, Sharpe, por supuesto. —Christopher levantó los empapados faldones de su abrigo, hurgó en uno de sus bolsillos y sacó la lente—. ¡No se ha dañado! —dijo con alegría—. Sólo lo tomé prestado.

—Déjelo en esa piedra —ordenó Sharpe.

—¡No se ha dañado en absoluto! —insistió Christopher, dejando el valioso catalejo sobre la roca—. ¡Y bien hecho, teniente! —Christopher dio un codazo a Williamson, que se limitaba a observar a Sharpe.

Sharpe dio un paso hacia los dos hombres, que retrocedieron. Christopher volvió a darle un golpecito a Williamson, como señal para que atacara a Sharpe, pero el desertor se mostraba reticente. La hoja más larga que había usado nunca en un combate era una bayoneta, pero aquella experiencia no le había servido para aprender a luchar con un sable, especialmente si era contra una hoja de carnicero como la pesada espada de caballería que sujetaba Sharpe. Dio otro paso atrás, a la espera de tener una oportunidad.

—Me alegro de que esté aquí, Sharpe —dijo Christopher—. Me preguntaba cómo iba a huir de los franceses. No me quitaban el ojo de encima, como puede usted imaginar. Tengo montones de cosas que contarle a sir Arthur. Lo ha hecho bien, ¿no cree?

—Lo ha hecho bien —reconoció Sharpe—, y lo quiere a usted muerto.

—¡No sea ridículo, Sharpe! ¡Somos ingleses! —Christopher había perdido su sombrero al saltar y la lluvia le aplastaba el pelo—. No asesinamos a la gente.

—Yo sí —dijo Sharpe y dio un nuevo paso adelante. Christopher y Williamson se alejaron un poco.

Christopher vio cómo recogía Sharpe la lente.

—No se ha dañado, ¿lo ve? Lo traté con mucho cuidado. —Tuvo que gritar para hacerse oír sobre el aguacero y el estruendo del agua que corría entre las rocas. Volvió a empujar a Williamson hacia delante, pero aquel hombre se negaba obstinadamente a atacar. Ahora Christopher se encontraba atrapado en un resbaladizo saliente entre un acantilado y el río, y el coronel, en esta situación extrema, abandonó por fin sus intentos de salvarse hablando y optó por empujar al desertor hacia Sharpe—. ¡Mátelo! —le gritó a Williamson—. ¡Mátelo!

Aquel empujón en la espalda pareció sobresaltar a Williamson, que aun así alzó el sable y lanzó una estocada hacia la cabeza de Sharpe. El choque de las dos hojas produjo un intenso sonido metálico. Entonces Sharpe le dio una patada en la rodilla izquierda al desertor; la pierna de Williamson se dobló, y Sharpe, que no parecía estar haciendo ningún esfuerzo especial, atravesó su espada en el cuello de Williamson de manera que el desertor se desplomó hacia la derecha y después la espada atravesó la casaca verde del fusilero y se introdujo en su vientre. Sharpe giró la hoja para que se soltara de la succión de la carne, la arrancó de un golpe y vio cómo el agonizante Williamson caía al río.

—Odio a los desertores —dijo Sharpe—, odio de verdad a los malditos desertores.

Christopher había visto cómo derrotaba a su hombre y notó que Sharpe no se había esforzado en absoluto para hacerlo.

—No, Sharpe —dijo—. ¡Usted no lo entiende! —Intentaba pensar en las palabras que harían reflexionar a Sharpe, que harían que retrocediera, pero el pánico se había apoderado del coronel y aquellas palabras no acudían a su mente.

Sharpe miraba a Williamson. Por un momento el hombre agonizante intentó arrastrarse fuera del río, pero la sangre fluía roja de su cuello y su vientre; de pronto cayó hacia atrás y su horrible cara se hundió bajo el agua.

—Odio tanto a los desertores… —volvió a decir Sharpe. Miró de nuevo a Christopher—. ¿Esa espada suya le sirve para algo que no sea hurgarse entre los dientes, coronel?

Christopher desenvainó su fina espada medio paralizado por el miedo. Había aprendido a usarla. Solía gastar más dinero del que se podía permitir en la armería de Horace Jackson, en Jermyn Street, donde había aprendido las más refinadas artes de la esgrima y donde se había ganado las rencorosas alabanzas del propio gran Jackson, pero una cosa era luchar en los suelos de pizarra francesa de Jermyn Street y otra muy distinta enfrentarse a Richard Sharpe en la garganta de Misarella.

—No, Sharpe —dijo cuando el fusilero avanzó hacia él; después levantó su hoja a modo de aterrorizada respuesta mientras la gran espada se dirigía hacia él.

La arremetida de Sharpe había sido un amago, una prueba para ver si Christopher se disponía a luchar, pero Sharpe se quedó mirando a los ojos de su enemigo y supo que aquel hombre iba a morir como un cordero.

—Luche, cabrón —dijo, y lanzó otra estocada. En ese momento el coronel vio una roca en medio del río y pensó que, si saltaba hasta ella, podría alcanzar la otra orilla y lograr así su salvación. Lanzó un golpe salvaje con su espada dándose espacio para dar el salto, se giró y saltó, pero su tobillo roto no aguantó, la roca bajo sus pies estaba húmeda y se resbaló, y habría caído al río si no hubiera sido porque Sharpe lo agarró por la casaca, así que Christopher acabó cayendo sobre un saliente, con la inútil espada en la mano y su enemigo por encima de él.

—¡No! —rogó—. ¡No! —Levantó la vista hacia Sharpe—. Me ha salvado, Sharpe —dijo al darse cuenta de lo que acababa de suceder y sintiendo una oleada de repentina esperanza—. Me ha salvado.

—No puedo revisarle los bolsillos, coronel, si está usted bajo el agua —dijo Sharpe, y su rostro se contrajo por la ira mientras lo atravesaba con su espada.

Christopher murió en el saliente, justo por encima de la poza en la que Williamson se había ahogado. El remolino que corría sobre el cuerpo del desertor se tiñó de sangre nueva, después el rojo fluyó hasta la corriente principal, donde se fue convirtiendo en un color rosado para luego desaparecer. Christopher temblaba y gorgoteaba porque la espada de Sharpe le había seccionado la tráquea, lo que, en realidad, resultaba piadoso, pues producía una muerte más rápida que la que en realidad merecía. Sharpe miró los estertores y la calma final del cuerpo del coronel. Metió su espada en el agua para limpiarla, la secó lo mejor que pudo en el gabán de Christopher, revisó deprisa los bolsillos del coronel y sacó tres monedas de oro, un reloj averiado con la caja de plata y un cartapacio de cuero lleno de papeles que probablemente interesarían a Hogan.

—Menudo idiota —dijo Sharpe mirando el cuerpo. Levantó la vista hacia la noche que ya se avecinaba y vio por encima de él una gran sombra al borde de la garganta. Por un segundo pensó que sería un francés, luego oyó la voz de Harper.

—¿Está muerto?

—Ni siquiera me plantó cara. Tampoco Williamson.

Sharpe subió la pared de la garganta hasta llegar cerca de Harper, que le tendió su rifle para ayudarlo a subir el resto del camino. También el sargento Macedo estaba allí. Ninguno de los tres podía regresar al precipicio porque los franceses estaban en la carretera, así que se resguardaron de la lluvia en una quebrada formada por una de las grandes peñas redondas que se habían desprendido en una helada. Sharpe le contó a Harper lo que había pasado y cuando acabó le preguntó al irlandés si había visto a Kate.

—Está con el teniente, señor —contestó Harper—. Lo último que vi fue que le había dado una buena llorera y él la abrazaba con fuerza y le daba una palmadita en la espalda. ¿Se había fijado usted, señor, en que a las mujeres les gustan las buenas llantinas?

—Sí —dijo Sharpe—, sí.

—Hacen que se sientan mejor —dijo Harper—. Lo raro es que con nosotros no funcione.

Sharpe le dio una de las monedas de oro a Harper, la segunda a Macedo y se guardó la tercera. La noche ya había caído. Prometía ser una larga noche de frío y hambre, pero a Sharpe no le preocupaba.

—He recuperado mi catalejo —le dijo a Harper.

—Sabía que lo haría.

—Ni siquiera estaba roto. Al menos eso creo. —Las lentes no hicieron ningún ruido cuando lo agitó, así que supuso que estaba en buen estado.

La lluvia amainó. Sharpe escuchaba, pero no podía oír más que el roce de los pies de los franceses en las piedras de El Saltador, las ráfagas de viento, el sonido del río y la caída de la lluvia. No oía fuego de cañones. Así que la remota lucha en Ponte Nova había acabado, y no le cabía ninguna duda de que había sido una victoria. Los franceses se iban. Se habían encontrado con sir Arthur Wellesley y éste los había machacado y de lo lindo. Aquello hizo sonreír a Sharpe, porque aunque Wellesley era una fría bestia, antipática y altanera, era un puñetero buen soldado. Había causado estragos entre las tropas del rey Nicolás. Y Sharpe había ayudado. Había cumplido su parte. Habían sido los estragos de Sharpe.




NOTA HISTÓRICA

Una vez más, Sharpe es responsable de usurpar el mérito de otro hombre. De hecho, fue un barbero portugués el que cruzó el Duero remando en un esquife para advertir al coronel Waters de la existencia de tres barcazas encalladas en la orilla norte del río, pero lo hizo por iniciativa propia, pues en aquel momento no había tropas inglesas en la orilla norte, como tampoco ayudaron los fusileros del 95.º en la defensa del seminario. Los franceses creían haber destruido o confiscado todas las embarcaciones del río; ignoraban la existencia de aquellas tres barcazas, que entonces comenzaron a prestar un lento y pesado servicio de transbordo que llenó de casacas rojas el seminario, que inexplicablemente había quedado sin vigilancia. La historia del proyectil explosivo que destruyó el cañón principal de los franceses está sacada de A History of the Peninsular War, vol. II, de sir Charles Oman. En aquel combate el general sir Edward Paget fue herido en el brazo. Perdió el brazo, regresó a Inglaterra para recuperarse y volvió después a la Península como general de la Primera División, pero su mala suerte quiso que fuese capturado por los franceses. En el enfrentamiento del seminario los ingleses perdieron a veintisiete hombres, entre muertos y heridos, mientras que las bajas francesas fueron por lo menos tres o cuatro veces mayores. Los franceses tampoco consiguieron destruir el transbordador de Barca d’Avintas, que fue reflotado la mañana del ataque y cruzó el río con dos batallones de infantería de la Legión Alemana del Rey y el 14.º de Dragones Ligeros, una fuerza que podría haber causado serios problemas a los franceses mientras huían de Oporto, pero el general al mando de las unidades, George Murray, si bien avanzó hacia el norte hacia la carretera de Amarante, se limitó a observar el paso del enemigo. Aquel mismo día, más tarde, el general Charles Stewart dirigió al 14.º de Dragones Ligeros en una magnífica carga que destrozó la retaguardia francesa, pero Murray continuaba negándose a hacer avanzar a su infantería, por lo que se hizo todo tarde y mal. Probablemente haya calumniado al mariscal Soult al sugerir que estaba hablando con su cocinero mientras los ingleses cruzaban el río, pero sí durmió hasta cerca de las once aquella mañana, y fuese lo que fuese lo que su cocinero hubiese preparado para la cena, se lo acabó comiendo sir Arthur Wellesley.

El seminario aún está en pie, aunque ahora ha sido engullido por los suburbios de Oporto, pero una placa registra su defensa el 12 de mayo de 1809. Otra placa, en el muelle cercano a donde el magnífico puente de hierro de Eiffel cruza hoy la garganta, rinde cuenta de los horrores del 29 de marzo, cuando los refugiados portugueses se agolparon en el maltratado puente de barcas. Hay dos explicaciones para los ahogamientos. Una afirma que las tropas portuguesas, al retirarse, levantaron el puente levadizo para evitar que los franceses usaran el puente, mientras que la segunda explicación, que yo prefiero, es que el peso de los refugiados hundió los pontones centrales, que entonces se rompieron por la presión del río. Sea cual sea la verdad, el resultado fue horrible, pues centenares de personas, la mayoría de ellas civiles, tuvieron que saltar al agua desde el extremo destrozado, para acabar ahogándose en el Duero.

Al tomar Oporto, el mariscal Soult conquistó el norte de Portugal y, mientras reunía fuerzas para la posterior marcha sobre Lisboa, sí coqueteó con la idea de convertirse en rey. Más que coquetear, hizo campaña entre sus oficiales generales, intentando ganarse así el apoyo de los portugueses, y sin duda animó al Diario do Porto, un periódico fundado durante la ocupación francesa de la ciudad y dirigido por un sacerdote que apoyaba la insigne idea. Lo que Napoleón habría hecho ante semejante autoproclamación no es difícil de adivinar, y probablemente fue sobre todo la perspectiva del enfado del Emperador lo que disuadió a Soult de aquella idea.

Pero la idea era real y a Soult le valió el apodo de «rey Nicolás»; además, estuvo a punto de provocar un motín que iba a ser dirigido por el coronel Donadieu y el coronel Lafitte, más otros oficiales desconocidos, y el capitán Argenton cruzó las líneas dos veces para consultar con los ingleses. Argenton quería que los ingleses emplearan su influencia sobre los portugueses para convencerlos de que alentaran a Soult para que se autoproclamara rey, pues cuando Soult lo hiciera el motín saldría a la luz, y en ese punto se suponía que Donadieu y los demás conducirían el ejército de regreso a Francia. Se pidió a los ingleses que fomentaran aquel disparate bloqueando las carreteras orientales que llevaban a España, pero descuidando las carreteras del norte. Al llegar a Lisboa para asumir el mando de Cradock, sir Arthur Wellesley se reunió con Argenton y desestimó el plan. Argenton regresó junto a Soult, fue traicionado y arrestado, pero se le ofreció perdonarle la vida si revelaba todo lo que sabía. Entre aquellas revelaciones estaba el hecho de que el ejército inglés, lejos de estar disponiéndose a abandonar Portugal, se estaba preparando para atacar hacia el norte. El aviso dio a Soult la oportunidad de retirar sus avanzadillas al sur del Duero; de no haberlo hecho, habrían quedado atrapadas por el ambicioso movimiento envolvente que había iniciado Wellesley. La carrera de Argenton no había terminado. Se las arregló para escapar de sus captores, alcanzó el ejército inglés y se le concedió un pasaje seguro a Inglaterra. Por alguna razón, más tarde decidió regresar a Francia, donde fue capturado de nuevo y, esta vez, fusilado. También merece la pena tener en cuenta, ya que estamos comentando planes siniestros, que las aspiraciones que Christopher atribuye a Napoleón, aspiraciones a «un sistema europeo, un código legal europeo, una judicatura europea y una única nación en Europa, los europeos», fueron realmente formuladas por Bonaparte.

Los estragos de Sharpe es un relato que empieza y acaba sobre puentes, y los relatos hermanos de cómo el mayor Dulong de la 31.ª Léger capturó Ponte Nova y después El Saltador son verdaderos. Dulong era un personaje bastante parecido a Sharpe; disfrutaba de una extraordinaria reputación por su valor, pero fue herido en El Saltador y he sido incapaz de descubrir su destino posterior. Casi sin ayuda logró salvar al ejército de Soult, así que merecía una larga vida y una muerte fácil, y lo cierto es que no merecía que se le hiciera fracasar en el relato ficticio del pueblo ficticio de Vila Real de Zedes.

La puntería de Hagman a setecientos pasos parece excesiva como para ser creíble, pero está basada en un hecho real que ocurrió el año anterior durante la retirada de sir John Moore a La Coruña. Tom Plunkett (Christopher Hibbert lo llama «fusilero de una Vulgaridad irreprimible» en su libro Corunna) hizo el «disparo milagroso» que mató al general francés Colbert a casi seiscientos cincuenta metros. El disparo se hizo justamente famoso entre los fusileros. Leí en una publicación reciente que el alcance máximo del rifle Baker era sólo de doscientos setenta y cinco metros, una afirmación que habría sorprendido a los hombres de verde, para quienes esa distancia era más bien mediocre.

El mariscal Soult, cuando sólo era aún duque de Dalmacia, fue obligado a retirarse una vez que Wellesley hubo cruzado el Duero, y en la novela se describe la historia de su retirada. Los franceses deberían haber sido atrapados y forzados a rendirse, pero es fácil hacer este tipo de críticas tanto tiempo después de los acontecimientos. Si los portugueses o los ingleses hubiesen marchado un poco más rápido o si la ordenança hubiese destruido Ponte Nova o El Saltador, Soult habría estado acabado, pero una pequeña dosis de buena suerte y el singular heroísmo del mayor Dulong salvaron a los franceses. No hay duda de que el mal tiempo tuvo mucho que ver con que lograran huir. La lluvia y el frío de principios de aquel mes de mayo no fueron los habituales para esa época del año y obstaculizaron la persecución; como sir Arthur Wellesley afirmaba en un informe al primer ministro, un ejército que abandona todos sus cañones y vehículos y a sus heridos puede moverse muchísimo más rápido que un ejército que conserva su pesada impedimenta. En cualquier caso, tras la brillante victoria en Oporto, la huida de los franceses fue una oportunidad perdida.

Ahora Oporto ha crecido y ha rodeado el seminario, así que es difícil saber cómo era el terreno el día en que los Buffs cruzaron el río, pero cualquiera que tenga interés en ver el seminario puede encontrarlo en el Largo do Padre Balthazar Guedes, una plazuela con vistas al río. La mejor guía del campo de batalla, de hecho de todos los campos de batalla de sir Arthur Wellesley en Portugal y España, es Wellington’s Peninsular War; de Julian Paget, publicada por Leo Cooper. El libro le llevará al Monasterio de Serra do Pilar, al otro lado del río, donde hay un monumento conmemorativo de la batalla que fue alzado en el punto en que Wellesley desplegó sus cañones para tener una posición aventajada, y en cualquier visita a la orilla sur deberían incluirse las bodegas de oporto, muchas de las cuales todavía son de propiedad inglesa. Hay espléndidos restaurantes en el muelle norte con placas que recuerdan a los ahogados del 29 de marzo de 1809. El Palacio dos Carrancas, donde tanto Soult como Wellesley montaron su cuartel general, es ahora el Museo Nacional Soares dos Reis, que se encuentra en la Rua de Dom Manuel II. Ponte Nova y El Saltador todavía existen, aunque lamentablemente bajo el agua, pues ambos lugares están ahora sumergidos en un embalse, aunque de todos modos merece la pena visitarla zona por su belleza agreste y espectacular.

Soult escapó, pero su incursión en Portugal le costó seis mil de sus veinticinco mil hombres, y algo menos de la mitad de aquéllos murieron o fueron capturados durante la retirada. Perdió también su bagaje, sus transportes y sus cincuenta y cuatro cañones. Fue, en efecto, la destrucción de un ejército y una gran derrota, pero no acabó con los planes franceses para Portugal. Volverían al año siguiente y habría que expulsarlos de nuevo.

Así que Sharpe y Harper volverán a marchar juntos.

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